CAPÍTULO 4

ELOGIO DE LA CIENCIA
Y LA TECNOLOGÍA

El cultivo de la mente es un alimento para el alma humana.

MARCO TULIO CICERÓN,
De finibus bonorum et malorum (45-44 a. C.)

Para unos, la ciencia es una sublime diosa, para otros, una vaca que suministra excelente mantequilla.

FRIEDRICH VON SCHILLER,
Xenien (1796)

A MEDIADOS DEL SIGLO XIX, el científico británico Michael Faraday, hombre en buena medida autodidacta, era visitado por su monarca, la reina Victoria. Entre los múltiples descubrimientos de Faraday, algunos de obvia e inmediata aplicación práctica, se hallaban extraños artilugios eléctricos y magnéticos, por aquel entonces, poco más que simples curiosidades de laboratorio. En el tradicional diálogo entre jefes de estado y jefes de laboratorio, la reina Victoria preguntaría a Faraday por la utilidad de sus estudios, a lo que éste le replicó: «¿Y para qué sirve un niño, madame?». Faraday creía que con el tiempo la electricidad y el magnetismo se convertirían en algo práctico.

Por esta misma época, el físico escocés James Clerk Maxwell elaboró cuatro ecuaciones matemáticas que tenían como base la obra de Faraday y otros predecesores experimentales, ecuaciones en las que se establecía una relación cuantitativa entre las cargas y corrientes eléctricas y los campos magnéticos. Las ecuaciones presentaban una curiosa falta de simetría, y el hecho preocupó a Maxwell. La falta de estética de las ecuaciones inicialmente propuestas condujo a Maxwell a proponer un término adicional para una de ellas, la denominada corriente de desplazamiento, y todo ello con el único objetivo de obtener un sistema de ecuaciones simétrico. Su argumentación era básicamente intuitiva, pues no existía la menor evidencia experimental del tipo de corriente citado. Sin embargo, la propuesta de Maxwell tuvo asombrosas consecuencias. Las ecuaciones de Maxwell corregidas postulaban implícitamente la existencia de la radiación electromagnética y encuadraban la de los rayos gamma, los rayos X, la luz ultravioleta, la luz visible, los infrarrojos y las ondas radio. Éstas fueron las ecuaciones que estimularon el descubrimiento de la relatividad especial por parte de Einstein. La unión de los trabajos experimental y teórico de Faraday y Maxwell llevaría, un siglo después, a una revolución técnica sin precedentes en nuestro planeta. La luz eléctrica, teléfono, tocadiscos, radio, televisión, transportes refrigerados que permiten tomar productos frescos a gran distancia de sus puntos de origen, marca-pasos cardíacos, plantas hidroeléctricas, alarmas automáticas contra incendios y sistemas de riego por aspersión, trolebuses y metros, computadoras electrónicas, he aquí unos pocos descendientes en línea directa de los oscuros artilugios ideados por Faraday y la insatisfacción estética sentida por Maxwell ante unos pocos símbolos matemáticos garabateados sobre una hoja de papel. La mayor parte de las aplicaciones prácticas de la ciencia se han convertido en realidad por caminos tan extraños e impredecibles como el de nuestro ejemplo. En los días de la reina Victoria no se habría encontrado dinero suficiente ni para iniciar la producción de, por poner un ejemplo, televisores. Pocos se atreverán a negar que los efectos netos de las invenciones reseñadas son positivos. Son muchos los jóvenes profundamente desencantados con la civilización tecnológica occidental, y a menudo por muy buenas razones, que mantienen un apasionado apego por ciertos aspectos de la tecnología de nuestra época muy sofisticada —por ejemplo por los equipos musicales electrónicos de alta fidelidad. Algunos de los inventos citados han modificado fundamental y globalmente el carácter de nuestra sociedad. Al facilitarse la comunicación han perdido su provincianismo muchas zonas del planeta, al tiempo que disminuían las diferencias culturales de orden local. Todas las sociedades humanas reconocen virtualmente las ventajas prácticas de estos inventos. Las naciones de reciente formación muy raramente sufren los efectos negativos de la alta tecnología, como por ejemplo la contaminación ambiental; en todo caso, han decidido sin vacilaciones que los beneficios pesan más que los riesgos. En uno de sus aforismos, Lenin señaló que socialismo más electrificación equivalía a comunismo, aunque la realidad ha venido a demostrar que el progreso de la tecnología más avanzada no ha sido más vigoroso y creativo en los países comunistas que en los del mundo occidental. Los cambios sociales se han producido con tal rapidez que es mucha la gente que ha encontrado difícil adaptarse a los nuevos tiempos. Muchos hombres nacidos antes de que alzara el vuelo el primer aeroplano han vivido para ver cómo el Viking se posaba sobre la superficie de Marte y el Pioneer 10, el primer ingenio interestelar, abandonaba los límites de nuestro sistema solar. Gentes crecidas bajo un código sexual de severidad victoriana se hallan inmersos ahora en un mundo substancialmente dominado por la libertad sexual gracias al desarrollo y uso generalizado de los anticonceptivos. La velocidad del cambio ha desorientado a muchos, de ahí que sea fácil comprender las nostálgicas llamadas que postulan un retorno a formas de existencia precedentes de mayor simplicidad.

No obstante, y para poner un ejemplo, la mayor parte de la población de la Inglaterra victoriana estaba sometida a unas condiciones de vida y trabajo degradantes y desmoralizadoras si las comparamos con las de las sociedades industriales actuales, y las estadísticas de esperanza de vida y mortalidad infantil eran por entonces auténticamente aterradoras. La ciencia y la tecnología quizá sean parcialmente responsables de muchos de los problemas más graves que hoy tenemos planteados, pero lo serán en gran parte a causa de la inadecuada comprensión de los mismos por parte del ciudadano medio (la tecnología es una herramienta, no una panacea) y del insuficiente esfuerzo que se ha hecho para acomodar nuestra sociedad a las nuevas tecnologías. Considerados tales extremos, todavía me asombro de que la especie humana haya actuado tan bien como lo ha hecho. Las alternativas luditas nada pueden resolver. Más de mil millones de personas actualmente vivas deben su existencia a la superación de sus antiguos niveles más que insuficientes de nutrición gracias al desarrollo de la tecnología agrícola. Y probablemente no sea menor el número de los que han sobrevivido o logrado evitar deformaciones, lisiamientos y enfermedades mortales en razón de los avances experimentados por la tecnología médica. Si abandonáramos nuestra sofisticada tecnología, abandonaríamos a un mismo tiempo a toda esa gente. La ciencia y la tecnología pueden ser causantes de algunos de nuestros problemas, pero lo indudable es que constituyen un elemento esencial de toda solución previsible para los mismos, ya sea a nivel nacional o a nivel planetario.

Creo que con un poco más de esfuerzo por su parte la ciencia y la tecnología habrían conseguido atender con mayor eficacia tanto a su comprensión pública como a los objetivos últimos que deben presidir la evolución de la humanidad. Por ejemplo, poco a poco nos hemos ido percatando de que las actividades humanas pueden tener efectos nocivos, no sólo de orden local, sino también sobre el medio ambiente global. Unos pocos equipos de investigación dedicados al estudio de la fotoquímica atmosférica descubrieron por casualidad que los halocarbonos que sirven de propelente en los aerosoles pueden pervivir durante largos períodos de tiempo en la atmósfera, trasladarse hacia la estratosfera, destruir parcialmente su ozono y permitir así el acceso a la superficie terrestre de las radiaciones ultravioleta de la luz solar. La consecuencia más subrayada de este fenómeno era el aumento del cáncer de piel en los individuos de raza blanca (los negros están mucho mejor adaptados a la recepción de un mayor flujo de radiaciones ultravioleta). Sin embargo, y a pesar de ser mucho más seria, poca ha sido la importancia concedida por el público a la posibilidad de que el aumento de radiación ultravioleta sobre nuestro planeta trajera consigo la destrucción de microorganismos que ocupan la base de la elaborada cadena alimentaria que culmina en el Homo sapiens. Finalmente, se han dado algunos pasos en cuanto a la prohibición de usar halocarbonos en los aerosoles (aunque nadie parezca inquietarse por la utilización de estos mismos compuestos en los refrigeradores), con lo que quizá poco haya sido lo hecho para resolver el problema real. Para mí, lo más inquietante de toda esta historia es el carácter accidental que ha rodeado a tales descubrimientos. Uno de los equipos se percató del problema gracias a unos adecuados programas de computador que estaban estudiando… la química de la atmósfera de Venus, que alberga ácidos hidroclórico e hidrofluórico. Para sobrevivir se hace imprescindible la creación de un amplio y diversificado conjunto de equipos de investigación que se ocupen de la enorme multiplicidad de problemas que plantea la ciencia pura. ¿Cuántos no serán los problemas, incluso de mayor gravedad, que ni siquiera nos planteamos porque ningún grupo de investigadores ha tropezado con ellos? Por cada problema que hemos analizado, como por ejemplo el de los efectos de los halocarbonos sobre la ozonosfera, ¿cuántas docenas no se nos habrán quedado en el saco? Es realmente asombroso constatar que en ninguno de los centros estatales, principales universidades del país o instituciones privadas dedicadas a la investigación exista un solo grupo de investigadores altamente cualificados, ampliamente interdisciplinario y dotado de medios económicos suficientes que se dedique a detectar y denunciar eventuales catástrofes futuras derivadas del desarrollo incontrolado de nuevas tecnologías.

Si se desea que sean efectivas, tales organizaciones de investigación y asesoramiento sobre el medio ambiente deben establecerse desde una perspectiva política substancialmente valerosa. Las sociedades tecnológicas se encuentran en el marco de una ecología impenetrablemente industrial, una tupida red entretejida por supuestos e intereses económicos. Es sumamente difícil romper uno de los nudos de la red sin que repercuta en todos los demás. Todo juicio en el que se sostenga que cierto desarrollo tecnológico acabará perjudicando a la humanidad implica la pérdida de determinados beneficios para algún grupo. Por ejemplo, los principales fabricantes de propelentes halocarbónicos, la DuPont Company, han adoptado una curiosa postura en todos los debates públicos sobre la destrucción de la ozonosfera por parte de los halocarbonos; a saber, la de que todas las conclusiones al respecto eran «teóricas». En su postura parece ir implícito que sólo dejarían de fabricar halocarbonos si tales conclusiones fuesen probadas experimentalmente, es decir, cuando ya hubiese sido destruida la ozonosfera. Hay ciertos problemas para cuya resolución nos basta con tener en cuenta evidencias inferibles, pues una vez producida la catástrofe la situación se ha tornado irreversible.

De modo similar, el nuevo Ministerio de la Energía sólo será útil si se mantiene al margen de intereses comerciales encubiertos, si tiene libertad para propugnar nuevas opciones aunque conlleven la pérdida de dividendos para determinadas industrias. Y lo mismo vale para la investigación farmacéutica, la de motores susceptibles de sustituir a los de combustión interna y otras muchas tecnologías punta. Creo que el desarrollo de nuevas tecnologías no debe estar bajo el control de las viejas; la tentación de suprimir toda posible competición es demasiado grande. Si los americanos vivimos en una sociedad que defiende la libre empresa, deberemos velar para que el control de las industrias de las que puede depender nuestro futuro sea sustancialmente independiente. Si las organizaciones dedicadas a investigar la innovación tecnológica y sus límites de aceptabilidad no se enfrentan (e incluso, en muchos casos, atacan) a ciertos poderosos grupos de presión, no están cumpliendo con su finalidad.

Muchos son los progresos tecnológicos de orden práctico que no alcanzan su pleno desarrollo por falta de apoyo gubernamental. Por poner un ejemplo, por angustioso que sea el problema del cáncer no creo que pueda sostenerse que nuestra civilización se halle amenazada por esta enfermedad. Una erradicación completa del cáncer aumentará nuestra esperanza de vida media en sólo unos pocos años, mientras van extendiéndose otras enfermedades que actualmente no gozan de la atención dispensada al mismo. Parece una hipótesis sumamente plausible que nuestra civilización se halla bajo una inmediata y seria amenaza, la falta de un control de la fertilidad adecuado. El incremento exponencial de la población sobrepasará en mucho todo crecimiento aritmético, incluso el obtenido a través de las más modernas iniciativas tecnológicas, en cuanto a disponibilidad de recursos alimentarios, como por lo demás previera Malthus hace ya muchos años. Mientras algunas naciones industrializadas se están acercando a un crecimiento cero de su población, el mundo contemplado globalmente está muy lejos de seguir este mismo rumbo.

Pequeñas fluctuaciones climáticas pueden destruir poblaciones enteras que dependan de economías marginales. En las sociedades más bien pobres en tecnología y en las que la perspectiva de alcanzar la edad adulta es bastante incierta, tener muchos hijos es la única forma de combatir tan desesperado y azaroso futuro. Mientras proliferan las armas nucleares al margen de toda consideración moral, cuando la elaboración de un ingenio atómico se ha convertido casi en una industria artesanal casera, la proliferación de hambrunas y el cada vez más profundo desnivel de riquezas entre unos países y otros plantean peligros muy serios tanto a las naciones desarrolladas como a las todavía sumergidas en el subdesarrollo. La resolución de todos estos problemas va condicionada a una mejora educativa, como mínimo la consecución para todo país de un nivel de autosuficiencia tecnológica, y, de forma muy especial, una justa distribución de los recursos mundiales. Aunque no basta con ello, pues también se hace imprescindible la puesta en marcha de programas anticonceptivos completamente adecuados (píldoras anticonceptivas para hombres y mujeres, gratuitas y de acción lo más prolongada posible, seguramente de un mes cada toma o incluso períodos más largos). La puesta en marcha de proyectos de este tipo será de enorme utilidad no sólo en países extranjeros, sino en nuestro propio suelo, donde empieza a difundirse una considerable inquietud acerca de los efectos secundarios de los anticonceptivos orales típicos a base de estrógenos. ¿Por qué nuestro país no dedica un mayor esfuerzo investigativo a este terreno?

Actualmente se están planteando otras muchas alternativas tecnológicas que merecen un examen serio y en profundidad. Se trata de proyectos que oscilan entre presupuestos bajísimos y enormes inversiones económicas. En un extremo de la escala se sitúan las tecnologías blandas, como por ejemplo las que propugnan el desarrollo de sistemas ecológicos cerrados que engloben algas, quisquillas y peces criados en estanques rurales; se obtendrían así alimentos altamente nutritivos con un costo de producción extraordinariamente bajo, mientras que también serían muy pequeños los gastos precisos para hacerse con los suplementos que completasen adecuadamente la dieta. En el otro polo, encontramos la propuesta de Gerard O`Neill, investigador de la Universidad de Princeton; su proyecto, construir grandes ciudades orbitales que, mediante la utilización de materiales lunares y asteroidales, tuviesen capacidad para crear nuevas urbes en el espacio contando tan sólo con recursos extraterrestres. Tales ciudades-satélites de la Tierra podrían encargarse de convertir la luz solar en microondas energéticas y enviar la energía obtenida hasta nuestro planeta. La idea de construir ciudades aisladas en el espacio —cada una de ellas quizá construida sobre presupuestos sociales, económicos y políticos distintos, o con diferentes antecedentes étnicos— es sumamente atractiva, una soberbia oportunidad para los individuos desencantados de las civilizaciones terrestres de adoptar su propia vida en algún punto del cosmos. Siglos atrás, América proporcionó idéntica oportunidad a inadaptados, ambiciosos y aventureros. Las ciudades espaciales serán una especie de continente americano en los cielos, al tiempo que acrecentarán ampliamente el potencial de supervivencia de la especie humana. Sin embargo, el proyecto es extremadamente oneroso, con un costo mínimo equivalente al de la guerra de Vietnam (en dinero, no en vidas). Por lo demás, la idea tiene como enojoso contrapunto la decisión de abandonar la resolución de otros problemas que tenemos sobre nuestro planeta, donde, después de todo, también pueden establecerse con unos costes muchísimo más bajos comunidades de pioneros autosuficientes.

Es indudable que el número de proyectos tecnológicos actualmente realizables excede con mucho a nuestras posibilidades materiales. Algunos son proyectos extremadamente rentables a la larga, pero exigen una inversión inicial tan alta que los convierte en prácticamente inviables. Otros necesitan una inversión inicial de recursos atrevida, imposible sin una previa revolución en los esquemas mentales de nuestra sociedad. Debemos ser extremadamente cuidadosos al considerar cada una de las opciones. La estrategia más prudente nos aconseja combinar bajo riesgo con rendimiento regular o un riesgo mediano razonable con elevados rendimientos.

Para que tales iniciativas tecnológicas lleguen a ser comprendidas y apoyadas es esencial que se produzca un mejoramiento substancial del conocimiento científico y técnico por parte de la mayoría de la humanidad. Somos seres pensantes; nuestras mentes constituyen nuestra característica diferencial como especie. No somos ni más fuertes ni más activos que muchos otros de los animales que comparten con nosotros el planeta. Lo único que somos es más ingeniosos. Además de los inmensos beneficios prácticos que derivamos de nuestro conocimiento científico, la contemplación de la ciencia y la tecnología nos permite ejercitar nuestras facultades intelectuales hasta los límites de nuestra capacidad. La ciencia no es más que una exploración del intrincado, sutil e imponente universo que habitamos. Quienes la practican conocen, aunque sólo sea ocasionalmente, aquel raro tipo de felicidad que Sócrates definiera como el mayor de los placeres humanos. Y además es un placer transferible. Para facilitar la participación de un público bien informado en la toma de decisiones tecnológicas, combatir la alienación que nuestra sociedad tecnológica genera en demasiados ciudadanos y disfrutar por el hecho de que nuestro conocimiento sobre algo es más profundo, es imprescindible una sustancial mejora en la educación científica, una exposición más amplia y cabal de sus poderes y encantos. Y un buen punto de partida sería contrarrestar el destructivo declive del número de profesores y alumnos interesados por la investigación científica o su enseñanza a todos los niveles.

Los medios más eficaces de comunicación de la ciencia a las grandes masas son la televisión, el cine y la prensa. Pero lo más frecuente es que la visión de la ciencia que se ofrece en tales medios sea aburrida, inadecuada, sombría, bastamente caricaturizada (como sucede en muchos de los programas televisivos de cadenas comerciales dedicados a los niños los sábados por la mañana) o incluso hostiles. Se han producido en épocas muy recientes asombrosos descubrimientos en la exploración de planetas, el papel que desempeñan una serie de minúsculas proteínas en nuestra vida emocional, las colisiones de continentes, la evolución de la especie humana (y la medida en que nuestro pasado prefigura nuestro futuro), la estructura última de la materia (y la cuestión de si quizá podemos ir encontrando indefinidamente partículas más elementales), la posibilidad de comunicarnos con civilizaciones instaladas en otros planetas o estrellas, la naturaleza del código genético (que predetermina nuestra herencia y fija nuestros lazos de parentesco con todas las plantas y animales que habitan nuestro planeta), y las interrogaciones fundamentales sobre el origen, naturaleza y destino de la vida, nuestro mundo y el universo contemplado como un todo. Los logros más recientes sobre estos temas puede comprenderlos a la perfección cualquier persona inteligente. Y en tal caso, ¿por qué se discute tan poco sobre ellos en los medios de comunicación, en las escuelas o en nuestras conversaciones cotidianas?

Una excelente forma de caracterizar cualquier civilización es tomar en consideración el modo en que plantean la resolución de todos estos problemas, la manera en que alimentan tanto a su cuerpo como a su espíritu. La moderna elucidación científica de estas cuestiones constituye un intento de adquirir un punto de vista genéricamente aceptado acerca de cuál es nuestro lugar en el cosmos, y requiere imprescindiblemente una creatividad despierta, un cierto escepticismo mental y un vivo sentimiento de admiración ante el cosmos. Los interrogantes reseñados son bastante distintos de las cuestiones prácticas de que hablaba poco antes, pero están en estrecha vinculación con ellas y —como en el ejemplo ofrecido de Faraday y Maxwell— la estimulación de la investigación pura debe convertirse en la más sólida garantía de que acabaremos teniendo a nuestra disposición los medios técnicos e intelectuales que nos permitan abordar a satisfacción los problemas con que nos enfrentamos.

Sólo una parte muy pequeña de los jóvenes más capacitados escoge carreras científicas. Me quedo maravillado al ver que la capacidad y el entusiasmo ante la ciencia es mucho mayor en los niños que acuden a escuelas primarias que entre los muchachos de secundaria. Algo sucede durante los años escolares que les desalienta y les hace perder el interés (y no es básicamente la pubertad); debemos comprender y paliar este peligroso desencanto. Nadie puede predecir de dónde saldrán las figuras científicas del futuro. Albert Einstein se convirtió en científico, no gracias, sino a pesar de su escolarización (Cf. cap. 3). En su Autobiografía, Malcolm X nos habla de un corredor de apuestas que jamás llegó a escribir ni una sola cifra, aunque nunca tuvo tampoco el menor problema para retener de memoria un auténtico mundo de transacciones y cantidades. Y se preguntaba Malcolm, ¿qué contribución social no hubiera podido llevar a cabo una persona de tales capacidades con una educación y estímulo adecuados? Nuestros más brillantes jóvenes son un recurso nacional y mundial, y por tanto precisan cuidados y alimentación especiales.

Muchos de los problemas que se nos plantean son solubles, pero sólo si estamos dispuestos a aceptar soluciones atrevidas, brillantes y complejas. Y tales soluciones las encontrarán individuos atrevidos, brillantes y complejos, y creo que a nuestro alrededor existen muchos más, sea cual sea la nación, el grupo étnico y el estado social, de cuantos creemos. Por descontado, la educación de tales jóvenes no debe quedar restringida a los terrenos de la ciencia y la tecnología, pues una aplicación creativa de la nueva tecnología a los problemas humanos requiere una profunda comprensión de la naturaleza y la cultura humanas, una educación general en el más amplio sentido del término.

Nos encontramos en una encrucijada histórica. Ninguno de los momentos precedentes se ha mostrado a un tiempo tan peligroso y tan prometedor. Somos la primera especie que tendrá en sus propias manos su evolución como tal. Por vez primera en la historia disponemos de medios para provocar nuestra propia destrucción, intencionada o inadvertidamente. También disponemos, creo, de los medios para pasar de este estadio de adolescencia tecnológica a una madurez rica, colmada y duradera para todos los miembros de nuestra especie. Sin embargo, ya no queda mucho tiempo para decidir por cuál de los senderos de la encrucijada encaminamos a nuestros hijos y nuestro futuro.