76. Sangre en la hierba

—¡Cielos, cuánto tiempo estuviste ausente, chica! —dijo la abuela cuando Asta se quedó a solas con ella, el último día que pasaban en Casa Estival. Bjartur se había ido a Uróarsel con las provisiones—. Creí que te habías muerto.

—Sí, estaba muerta, abuela —repuso la joven.

La abuela:

—¿No es gracioso que todos se las apañen para morir, salvo yo?

—Sí, pero ahora me he levantado de entre los muertos, abuela —dijo Asta Sóllilja.

—¿Eh? —preguntó la abuela.

—Me he levantado de entre los muertos.

—Oh, no, moza —replicó la anciana—, nadie se levanta de entre los muertos. Y está bien que así sea.

Y entonces volvió el rostro y, fijando una vez más su mirada en el tejido con que estaba atareada, comenzó a mascullar para sí un viejo himno acerca de la Resurrección.

Por la noche Asta llevó a sus hijos al arroyo y se quedó mirando, maravillada, la fea casa de afiladas aristas, las manchas de cemento en algunas de las ventanas, los vidrios rotos de otras y los hoyos cavados en la tierra por todas partes. Si bien era nueva, le recordaba a uno las ruinas de una casa bombardeada en la guerra. Así era el palacio que él construyera en su sueño del regreso de Asta. También ella soñó con una luminosa casa enclavada en la antigua casita de líneas redondeadas y agradables proporciones, donde experimentó sus más sagrados sufrimientos, sus más caras ansias. Sin embargo, era un gran consuelo poder volver a ver las colinas familiares, descubrir que aunque parecían haber transcurrido tantos siglos, aún se encontraban en su lugar, lo mismo que el lago, y el pantano, y el río de tersas aguas, en el marjal. Otrora hubo una víspera de San Juan, y ella salía a ver el mundo por primera vez. Antaño hubo la mirada de los ojos de un desconocido, y ella anheló descansar su alma en ellos por toda la eternidad. Su vida quedó destruida antes de que pudiera hacerlo, como la casa de Bjartur Jónsson y su independencia, y ahora era madre de dos hijos, quizá tres, aunque nadie necesitaba saberlo. Mostró a los dos niños el viejo arroyo y les dijo:

—Mirad, ése es mi viejo arroyo.

Y les besó. Era como la indefensa Naturaleza, que se marchita con la helada porque no tiene protección de Dios ni de los hombres. Los seres humanos no se protegen los unos a los otros. ¿Y Dios? Ya lo veremos, cuando al fin muramos de consunción. Quizás el Todopoderoso hubiese tomado nota de todo lo que ella tuvo que sufrir. Aun así, esa noche sintió que no era demasiado vieja como para poder contemplar el futuro en un sueño, en un nuevo sueño. Poder mirar hacia delante es vivir.

Al día siguiente Bjartur llevó el resto de sus pertenencias a Uróarsel. Había cargado a la vieja Blesi con dos cajones de turba, vacíos, y en uno de los cajones sentó a la anciana, que tenía más de noventa años. En el otro puso a los dos niños. Luego partió, conduciendo al caballo por el camino. Asta Sóllilja caminó a su lado por la montaña, la perra holgazaneaba en la retaguardia, husmeando descuidadamente esto y aquello, como se complacen en hacerlo los perros en los días fragantes de la primavera. No se hablaba. Eran como personas que parten para un largo viaje y abandonan un pobre alojamiento nocturno en los páramos. Que eran los páramos de la vida. El camino se lanza hacia páramos más remotos aún. Ninguna lamentación… Nunca alimentes una pena, nunca llores lo perdido. Bjartur ni siquiera se volvió para concederle a su viejo valle una mirada de despedida cuando llegaron a la cima de la montaña. Pero cuando pasaban ante el túmulo de Gunnvór, se detuvo y se apartó del camino. Tomando la lápida que colocara allí, en su memoria, hacía unos años, la hizo rodar hasta el borde del barranco. Ahora estaba seguro de que era imposible separarla de Kólumkilli. Siempre había yacido allí con él, en los tiempos malos como en los buenos. Y todavía seguía a su lado. Una vez más habían asolado el pegujal del agricultor solitario. Son siempre iguales, de siglo en siglo, por la sencilla razón de que el agricultor solitario es el mismo de siglo en siglo. Una guerra en el continente puede producir algún alivio, durante uno o dos años, pero no es más que una ayuda aparente, una ilusión. El trabajador solitario no escapará jamás a su eterna vida de pobreza. Continuará existiendo en la miseria mientras el hombre no sea el protector del hombre, sino su peor enemigo. La vida del pegujalero solitario, la vida del hombre independiente, es, en su naturaleza, una huida de otros hombres que quieren matarle. Del albergue de una noche a otro peor aún. Una familia campesina se muda; cuatro generaciones de las treinta que mantuvieron la vida y la muerte en este país durante un milenio… ¿para quién? No para sí mismos, al menos, no para ninguno de los suyos. Se asemejaban a fugitivos de una tierra devastada por muchos años de furiosa guerra. Proscritos, perseguidos… ¿en las tierras de quién? No en las de ellos. En los libros extranjeros hay un relato sagrado que cuenta de un hombre que logró su realización sembrando una noche el campo de sus enemigos. La historia de Bjartur de la Casa Estival es la de un hombre que sembró toda su vida, día y noche, el campo de su enemigo. Tal es la historia del hombre más independiente del país. Páramos. Más páramos. Del barranco subió un espeluznante eco atronador cuando la lápida caía, y la perra saltó al borde del abismo y comenzó a ladrar locamente.

Un poco más allá, en la montaña, en un punto desde el cual era posible ver hasta Útirauðsmyri, el hombre abandonó el camino alto y empezó a dirigirse hacia el norte por viejas veredas no holladas desde antiguo, en dirección a Sandgilsheiói. Los cajones de turba crujían continuamente. Los niños estaban dormidos en el suyo, en un flanco del caballo, pero la anciana, sentada en el de ella, se aferraba al arzón de la silla, con las marchitas manos azulencas. Iba camino de su casa, abandonando el albergue de la noche.

La marcha se hacía más y más difícil a medida que avanzaban hacia el norte por los páramos. Desprendimientos de tierra, cañadas, pantanos, peñascos, toda clase de obstáculos. Finalmente, corrientes de agua de las parameras, elevándose, trepando. Dos o tres kilómetros de ese terreno y Asta Sóllilja se encontró al cabo de sus fuerzas. Se dejó caer por un talud herboso, tosiendo violentamente. Apareció un poco de sangre. Cuando al fin terminó el acceso, se echó al suelo con un gemido y se quedó allí, como desmayada. Bjartur bajó los cajones y dejó que el caballo pastara. Ayudó a los niños y a la anciana a salir de los cajones. La pequeña Bjórt estaba a unos metros de distancia, con un dedo en la boca, observando a su madre. Pero la anciana se sentó junto a su nieta, con el pequeño dormido en su regazo, como dice el viejo poema:

La sangre enrojece la hoja, duerme, criatura, ya.

Todo lo que decía el poema había resultado cierto; había sangre en la hierba. Esperaron un poco, para que Asta Sóllilja recobrara las fuerzas. Bjartur se encontraba un poco más lejos, sin saber qué hacer. La pequeña preguntó a su madre si le dolía mucho, pero no le dolía mucho; estaba simplemente agotada y no creía que pudiese volver a caminar todavía.

Se quedó acostada en la hierba, con los ojos cerrados y un poco de sangre en la comisura de los labios. La anciana se inclinó sobre ella y la miró atentamente durante unos momentos, con la cabeza caída a un costado.

—Sí —masculló—, no me sorprende. Aún viviré para besar otro cadáver.

Finalmente Bjartur abandonó toda esperanza de que la joven pudiese seguir caminando. Volviendo a sentar a los niños y a la anciana en las cajas, puso éstas nuevamente en los soportes de la silla. Luego alzó a Asta Sóllilja en sus brazos, le mandó que se agarrase fuerte a su cuello y continuó conduciendo al caballo. Cuando estaban bien arriba, en la montaña, ella susurró:

—Por fin estoy otra vez contigo.

Y él replicó:

—Agárrate fuerte de mi cuello, mi flor.

—Sí —musitó ella—. Siempre… mientras viva. Tu única flor. La flor de tu vida. Y no moriré aún. No, no, todavía viviré mucho tiempo.

Y entonces siguieron su camino.

Reykjahlíó - Laugarvatn, principios del verano de 1935