Esa primavera, casi al mismo tiempo que Bjartur terminaba de reconstruir la arruinada granja de Uróarsel, que era del mismo tipo que la que ya había construido una vez, una de esas granjas que se construyen por instinto, el alcalde de Útirauðsmyri volvía a comprar sus rediles de invierno por el precio de las hipotecas que pesaban sobre ellos. La mayoría de la gente consideraba que había hecho un buen negocio. Su intención era convertir la Casa Estival en un enorme criadero de zorros, porque cada día se hacía más evidente que el peor enemigo del país no era ya el zorro, sino la oveja. Bjartur, entre tanto, había llevado su ganado y sus enseres domésticos al norte, a Sandgilsheiói, y ahora ya no quedaba nada suyo en la casa excepto la anciana, a quien se proponía llevar a Uróarsel a su regreso del pueblo. Hacía su primer viaje al pueblo con el nombre de Bjartur de Uróarsel, y su hijo le acompañaba. El hombre se encontraba ya tan endeudado con los almacenes de la cooperativa que ni siquiera se le entregaba un puñado de harina de centeno a crédito. Se le dio una cantidad de provisiones a nombre de Hallberajónsdóttir, viuda, después de haber presentado autorización escrita. Era inútil dejarse arrastrar por la tentación de usar palabras insultantes, era inútil injuriar a nadie, porque nadie tenía tiempo para escuchar amenazas ni para responder a denuestos, a menos, es cierto, que algún dependiente de almacén le ordenase a uno que se callase la boca. Y era inútil machacarle a alguien las narices, porque, quién sabe cómo, siempre eran las narices inocentes las que resultaban machacadas. Había vendido sus dos mejores caballos para comprar madera para la nueva sala de Uróarsel, y ahora sólo le quedaba un despojo de veintiséis años, llamado Blesi, a quien ya conocemos de antes. Lo recordamos de los tiempos antiguos, cuando asistimos a un funeral en la Casa Estival; sí, hace mucho tiempo. Un día de invierno estuvo atado a una jamba de la puerta, contemplando al viejo Pórður de Nióurkot, que cantaba. Muchas son las cosas que pueden sucederle a un caballo. Éste había vivido en la Casa Estival durante tanto tiempo como Bjartur labró la tierra de la granja; fue el único caballo de los tiempos duros, uno de tantos cuando los tiempos mejoraron, y ahora, una vez más, el único, huesudo, encorvado, sarnoso, pelado y con una catarata en un ojo. ¡Pobre matalón viejo! Pero tenía un corazón vigoroso como el de Bjartur.
Llegaron a Fjóróur muy tarde y el pegujalero pensó que sería demasiado esfuerzo para Blesi obligarla a hacer el viaje de regreso esa misma noche. La pusieron a pastar, pero tenía pocos dientes y tardó mucho en saciarse, de modo que no tenían más remedio que esperar a que amaneciese, porque para entonces, presumiblemente, habría comido lo que necesitaba. Era avanzada la noche, los almacenes estaban cerrados, habían terminado con todas las diligencias que tenían que hacer y no les quedaba otra cosa que esperar la mañana. Caminaron calle abajo. Estaban hambrientos, porque no habían comido nada en todo el día y, como ninguno de los dos tenía dinero, no podían pasar la noche en una pensión. El cielo se nubló y una brisa fresca empezó a soplar del mar, pero no llovía. Ambos se morían por un café, pero ninguno habló de ello.
—No creo que haya mucho peligro de que llueva esta noche —dijo Bjartur, mirando al cielo—. Podemos acostarnos en alguna parte, detrás del muro de un huerto, por un par de horas.
Había habido dificultades en el pueblo, aunque Bjartur de Uróarsel tenía asuntos más serios en que pensar. El hecho era que los ideales de Ingólfur Arnarson estaban a punto de realizarse en Fjóróur. Un par de semanas atrás habían comenzado los trabajos del gigantesco plan para el puerto que el Primer Ministro prometiera otrora a su pueblo y que luego hizo aprobar por el Parlamento con su reconocida energía. Nunca fue hombre de incumplir promesas. Además de los habitantes locales, una gran cantidad de gente de Vík encontró trabajo en la ambiciosa empresa. Abandonaron sus hogares y ahora vivían en unos viejos cobertizos que eran utilizados como dormitorios y a los que llamaba «barracones». Se había convenido que los jornales estarían de acuerdo con lo acostumbrado en las partes más remotas del país. Las obras comenzaron reconstruyendo, una vez más, el famoso rompeolas, tarea que requería enormes cantidades de piedra y hormigón. Hacía una semana que los hombres trabajaban volando peñascos y transportando piedras, cuando llegó el primer día de paga. Se supo entonces que sus opiniones acerca de lo que constituía un salario normal en las partes más remotas del país habían sido demasiado rosadas. Se les ofrecía una cantidad que, lejos de permitirles convertirse en miembros de la clase media, era, según ellos, insuficiente para mantenerles al alma pegada al cuerpo, a ellos y a sus familiares. Llamaron a esos salarios un ataque para rendir por hambre a los obreros, y dijeron que estaban contra una Constitución que permitía que los trabajadores pasaran hambre, ¡como si tal Constitución fuese algo nuevo! Exigieron salarios más altos, pero nadie tenía facultades para pagarles salarios más altos en aquellos tiempos difíciles. ¿A quién le importa que tus hijos no tengan nada que comer? La Constitución islandesa es sagrada. Los hombres abandonaron sus herramientas y se pusieron en huelga. Nunca había habido antes ninguna en Fjóróur, pero los obreros de Vík, que eran dirigentes del movimiento, habían hecho una, una vez, en su pueblo natal, y la ganaron, con el resultado de que los familiares que dependían de ellos pudieron comer, durante un cierto tiempo, pan de centeno para acompañar los desechos de pescado. Pero la gente de Fjóróur disentía en relación con la huelga, y en tanto que muchos eran ardientes partidarios de ella, una considerable cantidad se mantenía apartada de la cuestión, hasta cierto punto dispuesta a hacer algún sacrificio en pro de la independencia de Islandia. Los capataces tributaban una favorable acogida a quienes quisiesen aceptar la paga ofrecida. Los otros podían liar sus bártulos e irse. Muchos de los pequeños armadores y otros miembros de la clase media llegaron incluso a ofrecer sus servicios gratuitos, con vistas a conservar la independencia de la nación y la Constitución islandesa. Pero los huelguistas se negaron a abandonar sus puestos y, lo que es más, apostaron piquetes que impedían que entraran los que querían trabajar. De resultas de ello se produjeron frecuentes choques entre los que podían permitirse proteger la independencia de Islandia y los que preferían que sus familias tuviesen algo que comer. Muchos de los combatientes habían sido violentamente vapuleados, algunos tenían huesos fracturados. Palabras e ideas por completo distintas a todo lo conocido con anterioridad en el lugar estuvieron pronto en labios de todos. Esa gente que había llegado al pueblo a perturbar la paz era un puñado de viles e infames matones que afirmaban con toda franqueza que querían un nuevo sistema en que los obreros tuviesen suficiente para comer. No existía fuerza policial en el lugar para aplastar esas alocadas ideas y la Constitución se encontraba indefensa, inerme, al igual que la independencia del país. Hasta que, finalmente, el gobernador provincial telegrafió a las autoridades y pidió que le enviasen policías para proteger a los que querían trabajar y para quitar de en medio a una pandilla de villanos rufianes que, de todos modos, no tenían nada que hacer en Fjordur y que estaban utilizando ilegalmente la fuerza para impedir que el trabajo continuase. La solicitud recibió una rápida respuesta del Gobierno. Una compañía de policía estaba ya en camino y debía llegar en el vapor costero la mañana siguiente. Se informaba también que los huelguistas estaban bien preparados para recibir a la policía y se esperaba una gran refriega. El pueblo entero se encontraba en un estado de tensión aprensiva, de modo que no era sorprendente que nadie tuviese tiempo para dedicar un solo pensamiento a Bjartur de la Casa Estival, cuando todos se estaban preguntando si a la mañana siguiente recibirían una paliza. Pero ahora ya estaba avanzada la noche; las turbulentas voces de la clase trabajadora se habían callado, cediendo su lugar al inarmónico chillido del charrán. La noche se cernía sobre la ciudad como un velo transparente. El pegujalero del valle y su hijo se sentaron al borde del camino, frente a una casa dormida, y mascaron pajas y no hablaron durante un rato.
Fue el hijo quien a la postre quebró el silencio.
—¿No tendríamos que ir los dos a visitar a nuestra Asta Sóllilja? Dicen que el novio ha huido, abandonándola.
No hay respuesta.
El hijo:
—Papá, estoy seguro de que a nuestra Asta Sóllilja le encantaría que fuésemos a verla. Estoy seguro de que nos daría un poco de café.
Finalmente el padre perdió la paciencia, lanzó una mirada airada a su hijo y dijo:
—¡Oh, cállate antes de que te dé una bofetada! ¿No aprenderás jamás a portarte como un hombre, pedazo de maricón asqueroso?
Y ahí terminó todo.
Llevaban largo rato sentados en silencio cuando vieron a un hombre caminando perezosamente por la carretera, a no gran distancia, acercándose con lentitud, alto y delgado, con pantalones azules de nanquín y un jersey, y la gorra sobre la coronilla. De tanto en tanto se detenía y miraba las casas y se volvía. De pronto, viendo a la pareja, dejó de examinar las casas y se acercó a ellos ganduleando, deteniéndose a unos pasos de distancia. Rebuscó en los bolsillos y extrajo una colilla de cigarrillo; luego estudió a los dos campesinos y al cigarrillo por turnos. Después sonrió y, encendiendo la colilla, se acercó más.
—Buenas noches, camaradas —dijo.
Padre e hijo respondieron al saludo estólidamente y sin gran entusiasmo, sin moverse, mirando aún la zanja del costado del camino, con los tallos de hierba todavía entre los dientes.
El desconocido permaneció donde estaba, removiendo los pies y cambiando de tanto en tanto de postura, pero no dando muestras de querer irse. Su mirada vagaba de uno a otro lado, pero finalmente se fijó en el cielo.
—Se ha nublado, ahora que llegó la noche —observó.
Los otros no respondieron.
—Este es un maldito agujero para vivir —dijo el desconocido—. Ojalá estuviese de vuelta en mi hogar. Y no es que sea mejor que esto, claro.
—¿De dónde eres? —preguntó Bjartur.
Venía de Vík y se había ido del pueblo porque pensó que las cosas no andarían tan mal en Fjordur ese verano, en tanto que, por el contrario, andaban mucho peor que en casa. Toda la cuestión se había convertido nada menos que en una condenada estafa.
—Oye —dijo de pronto, mirando a Bjartur, como si se le hubiese ocurrido una idea—. ¿No podrías venderme, por casualidad, una hogaza de pan?
—¿Venderte una hogaza? ¿Estás seguro de que te encuentras bien de la cabeza? No, no tengo pan para vender.
—Oh, bueno —repuso el otro sonriendo—. No importa. De todos modos no tengo con qué pagarlo.
Hubo un corto silencio y después el desconocido exclamó:
—¡Maldito sea todo, y condenado, infierno ardiente y remaldita corrupción!… ¿En qué libro está todo eso?
—Seguro que en la Biblia —contestó Bjartur.
—Vaya, ¿en qué estaré pensando? —dijo el otro—. Por supuesto.
—Tú debes de ser uno de esos que está en huelga, supongo —dijo Bjartur—. Tendríais que avergonzaros de vosotros mismos y volver al trabajo.
—¿Para qué, si nos han timado? —replicó el hombre—. Espero que tú no seas uno de esos que quieren seguir trabajando.
—Sí, lo soy —repuso Bjartur—. Siempre he sido un hombre enamorado del trabajo. Pero no soy secuaz de nadie. Soy un hombre independiente… todavía.
—Ahora dicen que mañana llegará la policía —expresó el desconocido—. Espero que no hayas votado por Ingólfur Arnarson, ese condenado sabueso.
Pero Bjartur prefirió guardar silencio al respecto.
—Es terrible no poder conseguir un poco de pan —observó el hombre—. Los compañeros me enviaron a conseguirlo, ¿sabes? Vamos a hacer un poco de café.
Bjartur:
—¿No dijiste que no tenías dinero?
El hombre volvió a mirar al cielo, hizo chasquear la lengua y sonrió tan desganadamente como antes.
—Bueno, en rigor no estaba hablando de comprarlo, ¿entiendes? Al menos no lo dije en serio. Estaba echando una ojeada a la panadería.
—La panadería está cerrada desde hace horas —dijo Bjartur.
—Eso no importa gran cosa, con tal de que no hayan escondido el pan —dijo el hombre.
—¿Escondido?
—Sí, sí, lo han ocultado. Vi unas preciosas hogazas en la tienda a las siete, verdaderos monstruos; deberías haberlas visto, hombre. —Había terminado su cigarrillo.
—¿Crees que lloverá? —preguntó, mirando al cielo.
—No lo creo —dijo Bjartur.
—No es que me importe —dijo el hombre. Puede llover con toda la remaldita fuerza como quiera por lo que a mí me preocupa. Oídme, hace una enormidad de tiempo desde la última vez que estuve con una mujer, ahora que lo pienso.
—Vaya…
—Oh, bueno, de todos modos no interesa —dijo el otro—. Si los canallas esos envían mañana a la policía, será mejor no haber estado con una mujer. Y digo yo, ¿no querríais uniros a nosotros, camaradas?
—¿Contra quién?
—Contra ese pedazo de degenerado de Ingólfur Arnarson, naturalmente —repuso el hombre.
Bjartur consideró el caso unos instantes y luego replicó:
—No, me temo que en la actualidad no sirvamos para una riña.
—Tenemos una buena cantidad de mangos de pico —dijo el hombre—. Y toda clase de porras.
—¿De veras?… —dijo Bjartur.
—Pero si los cochinos traen fusiles, vaya, tendremos que rendirnos. Ya estamos todos de acuerdo. La mayoría de nosotros tenemos hijos ¿entiendes? No me importaría que me mataran si no tuviera hijos. Y digo yo, ¿estáis esperando algo especial?
—No —replicó Bjartur—, estoy esperando que mi caballo termine de comer. Tiene veinticinco años y necesita tomarse las cosas con calma. Volvemos a primera hora de la mañana, cruzando el brezal.
El hombre:
—Pero no os iréis antes de la pelea, ¿eh, camaradas? Escuchad, de todos modos, ¿qué demonios estáis haciendo ahí, sentados? ¿Por qué no venís con nosotros y tomáis un poco de pan y café caliente?
—De modo que tenéis pan, ¿eh?
—¿Pan? —repitió el hombre dudando—. Pues, claro que sí. Montones de pan. Venid conmigo.
Era tan sincero, su actitud desarmaba de tal modo, se mostraba tan desenvuelto en su conversación, tan amistoso, que padre e hijo se pusieron de pie y le acompañaron. El otro no era muy amigo de caminar en línea recta; seguía más bien un tortuoso sendero que él mismo se trazaba. Ellos caminaban recto. En dos ocasiones les pidió que le esperaran, mientras desaparecía en la trasera de una casa.
—De veras, es una broma de primera —dijo—. Están tan asustados que incluso las viejas han cerrado las puertas de las cocinas. —Parecía creer que eso era realmente gracioso, y se rió, pero los otros no veían nada chistoso en ello. Entre tanto, seguía hablando de la policía, el tiempo, las mujeres y cualquier cosa que se le ocurría.
—Oídme —dijo—, en esta época no tiene sentido casarse.
—¿No? —preguntó Bjartur.
—No, ningún sentido —afirmó el otro, haciendo chasquear la lengua.
—Muy bien, pues no te cases —dijo Bjartur.
—Mirad —dijo el hombre—, el otro día estaba hablando con un sujeto sumamente inteligente, ¿y sabéis lo que me dijo? Me dijo que dejar vivir a la gente era un crimen más grande por parte de las autoridades que matarla.
—Una tontería mayúscula —bufó Bjartur.
—No, no —repuso el hombre sencilla y calmosamente—. Yo también pienso como él. Soy de la misma opinión. Afirmo que las personas no son tan grandes criminales como para merecer vivir bajo este sistema; es decir, las masas. Eso es lo que está mal.
Bjartur estaba demasiado atareado tratando de entender lo que el hombre quería decir, y no pudo replicar.
—Y ni siquiera estamos armados —continuó el hombre—. Si estuviésemos armados, sería una cosa completamente distinta. Tenemos que robarles los mangos de los picos y romper con ellos las cabezas de sus dueños. Pero si traen armas de fuego… entonces está claro… Un minuto, aquí vive una vieja.
En un santiamén desapareció detrás de una casa, una casa de mediano tamaño, con flores en la ventana y un gallinero minúsculo. Luego de una breve ausencia reapareció con una gran hogaza, sin empezar, de pan de centeno.
—Me he despellejado la mano —dijo, chupándose la sangre que la manaba de un rasguño—, pero no es nada. Vámonos.
—Espero que no hayas robado esa hogaza —exclamó Bjartur airadamente.
—¡Bah! —repuso el hombre haciendo chasquear la lengua. Se metió la hogaza en la parte delantera de los pantalones por la cintura, y la cubrió con el jersey—. No tiene importancia. La mujer es dueña de muchas tierras. Es la viuda de un archidiácono.
Bjartur se detuvo en mitad de la calle y dijo:
—Ya basta. Yo, por mi parte, no pienso seguir.
—Oh, pero tienes que venir —trató de convencerle el hombre—. Vaya, vente, vente y tomarás café. Éste es un pan hermosísimo. No creo realmente que la vieja solterona necesite todo este pan.
—Nunca he sido un ladrón —dijo Bjartur—. Ni he aceptado nunca cosas robadas.
—Yo tampoco —dijo el otro—. Pero ¿qué puede hacer uno, cuando le roban todo lo que tiene y cuando, además, a lo mejor hasta lo matan? ¿Qué diferencia le hará una hogaza de más o de menos al capitalismo que mató a diez millones de personas por diversión, en la guerra? El capitalismo castiga más duramente a los hombres por no robar que por robar… de modo que, ¿por qué no había de robar uno? Todas las personas con las que he hablado me dijeron que estaban mucho mejor en la cárcel que en cualquier otra parte. La vieja a la que le quité la hogaza, lo único que hace es estarse sentada sobre el trasero y contemplar cómo las rentas le vienen desde todas las granjas que posee. Pero estoy seguro de que es mucho mejor estar en la cárcel que ser dueño de una granja, como tú. Así que, venid conmigo, camaradas. El café debe estar ya listo. Y el único ladrón aquí es el capitalismo.
Había diez o doce obreros en el barracón. La cocina a petróleo sobre la que preparaban el café humeaba abominablemente, pero el agua hervía y un delicioso aroma de café inundaba el aire nocturno cuando los recién llegados se aproximaron.
—¿Quiénes son estos dos?
—Estaban sentados a un costado del camino, sorbiendo rapé —replicó el guía, declaración que no era del todo correcta, ya que apenas habían estado mascando briznas de hierba—. Les pedí que vinieran a beber un poco de café.
—¿Has traído pan?
—Sí, por supuesto —contestó el guía con tono negligente—, cantidad de pan. Pasad, camaradas. Podemos dejarles entrar, muchachos, están en contra del capitalismo.
Los anfitriones ofrecieron asiento a sus invitados en uno de los camastros, y luego, cuando estuvieron cómodos, comenzaron a interrogarles. Varios de ellos habían oído hablar de Bjartur de la Casa Estival y sabían que se había construido una casa, y que su pegujal había sido subastado por los acreedores unos días atrás. Querían conocer la historia en mayor detalle, pero él se negó a divulgarla. Le ofrecieron un jarro de café, que aceptó agradecido. Pero cuando le entregaron un trozo de pan, su ira volvió a estallar. Era pan ajeno. Y sin embargo habría dado cualquier cosa por comer un mendrugo. Gvendur aceptó una gorda rebanada y miró a su padre.
—Lo harás bajo tu propia responsabilidad, no bajo la mía —dijo Bjartur.
—Bjartur —preguntó un joven de expresión particularmente franca y de facciones vivaces y sensibles—, ¿sabes qué han hecho los campesinos rusos?
Bjartur no respondió.
—Desde tiempos inmemoriales habían vivido una existencia independiente, como gatos monteses o, más correctamente hablando, como pegujaleros islandeses, igual que tú. El capitalismo les usaba para robar y asesinar, ¿entiendes? Hace ocho años el capitalismo provocó una guerra y durante tres años les mató como a perros, por pura diversión. Al cabo los campesinos rusos se cansaron y, uniéndose a sus camaradas, los obreros de las ciudades, derribaron al capitalismo, mataron al zar y recuperaron toda la riqueza que los capitalistas les habían robado. Luego crearon una nueva sociedad, en la que nadie puede obtener ganancias del trabajo ajeno. Esa sociedad se llama sociedad socialista.
—Bueno, bueno —dijo Bjartur riendo—. De modo que el zar ha caído, ¿eh?
Entonces les narró parte de su historia y les explicó también el estado en que se encontraba actualmente.
—Quizás, a fin de cuentas, comeré un trozo de pan con vosotros, muchachos —dijo finalmente, porque vio que todos comían pan y que tenían buen apetito y que la mitad de la hogaza ya había desaparecido. Le cortaron una suculenta rebanada y era un pan magnífico—. Oh, bueno, entonces quizá me venguen allí… —dijo, con la boca llena de pan— como a Grettir el Fuerte, que fue vengado en el este, en Miklagaró, por lo cual se le consideró el más grande hombre de Islandia.
—No estás muerto aún —dijo uno de ellos.
—Y mañana lucharás con nosotros —dijo otro.
—No —repuso él—. Me he construido otra choza, en otras tierras, y no tengo tiempo para gastar en riñas en los fiordos.
—Llegará el día en que la clase obrera derribará a estos ladrones y asesinos —dijo uno de los hombres. Y ese día no tendrás que lamentar el haberte unido a nosotros.
—Lo siento, pero siempre he sido una persona independiente. Quiero tener mis propias tierras. Por la mañana, a primera hora, viajaré hacia Uróarsel, pero el pequeño Gvendur puede quedarse con vosotros, y si consigue quebrarle la cabeza a algunos de esos canallas de Rauðsmýri, no creo que yo me sienta demasiado preocupado. Te quedarás con esta gente, Gvendur, ¿me oyes? ¿Quién sabe si algún día no te darán la América que buscabas no hace mucho?
Cuando hubieron terminado de beber el café, algunos comenzaron a cantar, en tanto que otros se disponían a dormir. No se desnudaron; se arrojaron en la cama tal como estaban, dos o tres en cada camastro. En muchos de éstos había dos o tres harapos de sábanas a modo de ropas de cama. Dos de los hombres ofrecieron a Gvendur un tercio de su camastro.
—Si ganamos, se te encontrará trabajo —dijeron—. Te afiliaremos inmediatamente al sindicato.
Al cabo de poco tiempo muchos de ellos se habían acostado y todo estaba completamente tranquilo. También se le encontró lugar a Bjartur en uno de los camastros; estaba acostado en la parte de afuera. Se sentía enfermo, como si fuese a vomitar en cualquier momento. Seguramente sería el pan. Pero, por extraño que pueda parecer, consiguió conservarlo en el estómago. Parecía como si no pudiese dormirse nunca. La aventura de esa noche le ponía en un grave aprieto. ¿Se encontraba en medio de una banda de ladrones? ¿De bandoleros y asaltantes que pretendían golpear a las autoridades y saquear el país? ¿No había ido demasiado lejos al decidir que su hijo se quedara allí, en compañía de los ladrones? ¿Qué tenía él, un hombre libre, o sus hijos, en común con esa pandilla? ¿Por qué demonios tuvo que ir y meterse entre ellos, precisamente entre ellos? ¿El, un hombre independiente, que acababa de ocupar nuevas tierras? ¿O quizás era posible, por otra parte, que fuesen ellos los justos? En tal caso, eran los únicos hombres justos que había conocido hasta entonces. Porque en adelante sólo podría escoger entre dos cosas: o bien las autoridades eran los representantes de la justicia y esos hombres eran unos criminales, o bien esos hombres eran los representantes de la justicia y eran las autoridades los criminales. No era problema fácil de resolver en el espacio de una breve noche, y ahora lamentaba amargamente haber aceptado la invitación de alojarse en la barraca. Todavía le dolía el estómago por efecto del pan robado. Sentía que había sufrido la mayor derrota de su vida. Tan grande era su sensación de vergüenza que la sangre se le agolpó en las mejillas, y hubo momentos en que estuvo a punto de salir de la cama y vomitar, fuera del barracón, el pan de la humillación. Pero, a despecho de ello, no se levantó; se quedó donde estaba. Hacía tiempo que los demás roncaban.