71. Un trol en otoño

Pues bien: Brynja, el ama de llaves, tenía por costumbre, todos los otoños, ensillar su yegua y hacer un viaje al pueblo, en una expedición de compras. En estas ocasiones se ausentaba por una semana, porque ese viaje era algo así como una gira de vacaciones. Probablemente tuviese amigos, igual que cualquier otra persona. Por lo general volvía con la tez rubicunda y un aire de importancia mientras llegaba a paso de ambladura sobre su alazán, con un gran surtido de paquetes atados a la silla, artículos de mercería, retales de algodón, hilo de coser, galletas duras para roer en las ocasiones festivas y para ofrecer a la gente razonable, unos granos de café, uno o dos terrones de azúcar. Pero esta vez las cosas eran completamente distintas, porque regresó, no a caballo, sino a pie, conduciendo al alazán de la brida y con las alforjas repletas al máximo. Estaba acalorada y alegre cuando pidió al agricultor que le ayudase a entrar los paquetes en la casa.

—¿Qué es todo esto que has estado comprando? —preguntó Bjartur.

—Oh, nada de importancia, de veras. Sea como fuere, nada de lo que valga la pena hablar —replicó ella, no queriendo decírselo todo de una vez. Sus modales eran un poco vanidosos y quizás un poquito alegres. Puede que en su viaje a través de los páramos hubiese ansiado que él la interrogase, y que hurgara en cada uno de los detalles. Pero él se encerró inmediatamente en una fría reserva y no mostró mayores signos de curiosidad. No tenía por costumbre interrogar a nadie acerca de nada ni permitía que nadie le interrogara a él; que se quedara con lo que había comprado. Llevó en silencio las compras de la mujer hasta la entrada, luego soltó a la yegua en los marjales y le dio un puntapié; era una noche otoñal, negra como la pez. Encontró algunas tareas sueltas que le entretuvieron afuera, y no volvió a entrar antes de la hora de acostarse. Sospechaba que el ama de llaves, siguiendo su habitual costumbre de otoño, le ofrecería una galleta si entraba antes de que ella se hubiera acostado, pero en esa ocasión le importaban las galletas menos que nunca, temeroso de lo que pudiesen representar, quizá palabras duras por ambas partes. Pero cuando entró, al cabo, con la intención de meterse en la cama, descubrió que no podía dejar de encender una luz en el corredor y echar una mirada más detenida a las cosas que ella había comprado. Había medio saco de harina de trigo, todo un pilón de azúcar, un costal de arroz y un cajón fragante con los aromas de productos coloniales, tales como café, pasas y quién sabe qué otras cosas más… todas ellas mercancías que el peso de la deuda le impedía a un hombre independiente comprar en un país libre. Abriendo una de las tablas de la tapa, atisbo en el interior.

¿Y qué fue lo primero que encontraron sus ojos? Un rollo de tabaco de rapé, deliciosamente fragante. No es extraño que sintiera deseos de encolerizarse, siendo, como era, un hombre que durante todo un mes no había tenido más que Gusarapiento gratuito para calmar, o mejor dicho para irritar, sus ansias de tabaco. Demasiado inquieto como para llevar más adelante sus investigaciones, apagó la luz y entró en la habitación.

La anciana dormía; Gvendur también estaba acostado, con el rostro vuelto hacia la pared. Sólo Brynja estaba aún levantada, sentada en su cama, ataviada todavía con las mejores ropas. Había desenvuelto unas telas para examinarlas y las había dejado nuevamente a un lado, como desilusionada. Se contemplaba las manos, que tenía sobre el regazo, y no le miró. Hacía apenas unos momentos se mostraba orgullosa e importante; y, sin embargo, ahora no decía nada. Nada de alborozo, nada de expectativa alegre.

—¿Es necesario derrochar tanto petróleo? —gruñó el pegujalero, bajando la mecha casi a la mitad.

Ella no replicó, algo completamente extraordinario. Al cabo de un rato la mujer dio un sorbetón con la nariz. El comenzó a desanudarse los zapatos. Tenía la esperanza de poder acostarse y taparse hasta la cabeza antes de que ella encontrase una oportunidad para ofrecerle una galleta. Tuvo sumo cuidado en no mirarla, pero cavilaba profundamente sobre el comportamiento de ella. Esa mujer sensata, práctica, que hacía tiempo superaba la edad de las locuras juveniles y las excitaciones frivolas, esa mujer que había ahorrado y escatimado durante toda su vida, sin malgastar jamás una moneda, salvo quizás en una libra de galletas una vez al año… ¿había enloquecido de pronto? ¿Estaba sentada allí, enfurruñada porque no le saltaron a él los ojos de admiración cuando trajo toda una carga de provisiones a la casa, a su nueva casa? Pero, a pesar de todo, era una magnífica mujer, digna de confianza, muy poco dada al parloteo, y no tenía queja de ella, aparte de que una vez —seguramente fue el año pasado— se metió en algo que no le concernía.

Y además tenía un bello cuerpo de mujer, por donde se la mirase, de aspecto vigoroso y con buenas carnes, con la sangre roja de la juventud en las mejillas. En rigor lo único que necesitaba eran gafas; entonces habría tenido un aspecto tan imponente como la Señora de Myri hacía unos años, en lo mejor de sus apariencias. Y era la personificación de la limpieza; nunca permitía que nadie se pusiese nada si no había sido previamente remendado; no dejaba que el polvo se acumulase en los rincones, sabía cómo aprovechar al máximo las provisiones, confería un apetitoso sabor a todo lo que cocinaba. Y no era persona de escatimar su trabajo o de mostrarse despectiva con alguna cosa, porque estaba siempre dispuesta a transportar estiércol día y noche, si era necesario. No, decididamente no era de esas mujeres a quienes les place quedarse en cama, mimándose a sí mismas, como la hija del alcalde, que no tenía nada mejor que hacer. Y una mujer acaudalada, con una pequeña suma acreditada en la caja de ahorros. Y aunque su yegua no tenía una pisada muy firme, aun así una yegua es una yegua. Y por último, aunque no menos importante, era dueña de una cama magnífica, el más bello mueble de toda la nueva casa del pegujalero, sin exceptuar la cocina. Era dudoso que la Señora de Myri durmiese entre sabanas más suaves.

No, no dio señales de ofrecerle una galleta; probablemente jamás se le ocurriera hacerlo, tal como estaban las cosas. Durante un rato más continuó sentada en la cama, con las manos sobre el regazo —es extraño cuan indefensas podían parecer sus manos cuando no tenía nada en ellas—, y él tuvo aguda conciencia de su presencia, en la penumbra del cuarto (una sombra le cruzaba el rostro). Finalmente la mujer tomó la tela que había estado inspeccionando y, enrollándola en un atado descuidado, como si fuese algún harapo sin valor, la metió bajo la tapa de su arcón de la ropa. Luego lanzó un pequeño suspiro. Después sacó la colcha de la cama, la plegó con su habitual pulcritud, echó hacia atrás el edredón de cuadros rojos y la nívea sábana, se sentó en el borde de la cama y comenzó a desvestirse… Se desanudó la corbata, se desabrochó la chaqueta, se salió de entre las faldas con movimiento de torsión y, después de haber plegado cuidadosamente todas sus prendas exteriores, las puso, junto con sus enaguas, bajo la tapa del arcón. Llevaba ropa interior de lana, gruesa, bien hecha, que ella misma se tejiera, y su cuerpo parecía crecer y germinar y liberarse a medida que se iba quitando las ajustadas prendas exteriores. Los fuertes muslos macizos eran aún tan elásticos que parecía increíble que ya hubiese pasado de la edad de la maternidad. Había una potencia colosal en sus rodillas y en sus pantorrillas; su cuello era fuerte y juvenil, sus pechos los pechos de una jovencita, flexibles, altos por delante, abombados por debajo, firmes y trémulos. Se quitó la camiseta del todo y era un verdadero trol, aunque no tanto como él; él también tenía los hombros de un gigante, un pecho que podía resistir cualquier cosa. Se puso el camisón de dormir. Entonces, y no antes, apagó la luz. Su cama crujió cuando se acostó.

Él descubrió que, quién sabe por qué, le era imposible dormir; se torcía, se volvía de un lado a otro, envidiando a su hijo, que hacía ya varias horas que roncaba. Una y otra vez dio rienda suelta a sus sentimientos en un torrente de maldiciones musitadas, enfurecido porque pensamientos tontos le mantenían despierto. El hecho es que se está muriendo por un poco de tabaco decente… ese maldito Gusarapiento, pensó, la condenada cooperativa, la remaldita caja de ahorros, la infernal casa. El olor de la casa nueva era suficientemente malo para asfixiar a cualquiera. Sí, si uno pudiese tener un poco de tabaco decente, en lugar de ese demonio de Gusarapiento. ¿Cómo podría dormirse? Es una vieja creencia la de que los versos bien construidos son buenos para el insomnio, y empezó a mascullar esta estrofa:

No hay para las penas amparo mejor que cuando en la noche persiste el fulgor del día, y en las alegres salas fluye el aguamiel de gayas alas.

Pero cuando trató de recordar otros, descubrió que los únicos que se le venían a la cabeza eran de los obscenos. Y estrofas no deseadas le asaltaban el cerebro en invencibles huestes, derrotando incluso a las más bellas obras maestras de compleja versificación.

Era seguro que los demás dormían desde hacía rato. Y helo ahí todavía, revolviéndose y agitándose, jurando y con el cerebro ya turgente de obscenidades, creo que lo mejor que puedo hacer, si quiero un poco de tranquilidad, será saltar de la cama y cortarme un buen trozo de ese tabaco de rapé. Siempre podré metérmelo en la boca, a falta de algo mejor.

Se puso los pantalones, salió de la cama y se calzó los zapatos, tratando de hacer el menor ruido posible. Pero la noche otoñal estaba tan negra como el alquitrán y tuvo que buscar a tientas el camino hacia la puerta. Mientras tanteaba, su mano pasó sobre un bulto redondo, que al principio no reconoció. Lo palpó nuevamente, lo fue contorneando con la mano y encontró el rostro. Lo primero que tocó debía haber sido la perilla de la cama de ella.

—¿Quién es? —oyó que la mujer susurraba en la oscuridad.

—¿Te he despertado? —preguntó él, porque había creído que estaba dormida.

—¿Eres ni? —musitó ella en respuesta, y la cama crujió como si la mujer se moviese y levantase la cabeza.

—No —repuso él—, no.

Siguió caminando a tientas junto a la cama hasta que encontró la puerta. La fragancia de las costosas mercancías coloniales, deliciosas al paladar, le asaltó las fosas nasales. Y se olvidó de sus ansias de tabaco y recordó solamente una cosa: que esa desconocida había comprado provisiones y las había llevado a su casa, como si pensase que él era un perro y un esclavo. Cosas de lujo. Era la primavera vez que el pan ajeno era traído a su casa.

Salió al aire frío de la noche. Los copos de nieve caían a tierra flotando suavemente, y el aire era penetrantemente helado, pero él no hizo caso de ello y se encaminó al extremo del pegujal, con los pies desnudos dentro de los zapatos, en ropa interior. Era un alivio volver a respirar el aire fresco, después de los olores a hormigón y humedad de la casa. Probablemente fuese una casa nada saludable. ¿En qué demonios estaba pensando cuando se decidió a construirla?

Oh, bueno, ahora que había respirado un poco de aire fresco, probablemente podría dormir unos minutos. Volvió a la casa, subió a tientas los cinco escalones y entró, para encontrarse una vez más con el seductor aroma de las costosas provisiones de ella, de gusto delicioso, pródigas en cantidades, pagadas al contado. Pero, de todos modos, sería la última vez que en su casa entraba pan ajeno.

A la mañana siguiente se levantó temprano y, cuando atendió algunas de sus tareas, entró para beber su trago matinal de agua. Pero ¿qué hizo ella sino servirle una enorme taza de café? El aromático vapor del encorvado chorro le asaltó los sentidos; ninguna de sus esposas había sabido preparar el café como Brynja; en su opinión ella hacia el mejor café de la parroquia; todo lo que tocaba, en materia de comida, parecía adquirir un atractivo y un apetitoso aroma propios. Ella se mantuvo vuelta de espaldas a él, salvo en los momentos en que tuvo que servirle el café… ¿Le contestó cuando él le deseó los buenos días, o es que se había olvidado él de deseárselos? Durante un rato, Bjartur contempló el café de la taza que tenía ante sí; siempre le había gustado mucho el café. Finalmente apartó la taza, sin haber tocado el contenido y, poniéndose de pie, sin previo aviso:

—Brynhildur, quiero que te marches.

Ella lo miró y repitió:

—¿Irme? —Su rostro estaba muy lejos de ser viejo. Y no era feo. Había una mujer joven en su cara, y esa mujer joven le miraba, aterrorizada—. Si es que… —comenzó a decir, y no dijo más.

Parecía como si esa gigantesca mujer hubiese sido hecha pedazos de un solo golpe. Las facciones se le disolvieron y ocultó los ojos detrás del codo, en un profundo sollozo estremecido, como una chiquilla. Él cerró la puerta a sus espaldas y se dirigió a sus tareas. Durante todo ese día Brynja tuvo el rostro hinchado del llanto. Pero no dijo nada. Al día siguiente ya no estaba.