¿Hay que extrañarse, acaso, de que muchas personas creyesen que Bjartur podría haber estado en mejor situación sin la casa que construyó? Y entonces, ¿qué podía decirse del rey del rodeo y su casa? ¿Le fue mejor a él, si se me permite la pregunta? No, la verdad era que la casa de Bjartur, aunque exenta de moblaje y deshabitada hasta entonces, era una verdadera fuente de dicha en comparación con la casa que el rey del rodeo construyó y amuebló con tantos gastos. Porque, en tanto que la casa de Bjartur continuaba en pie gracias al préstamo que consiguiera en la caja de ahorros, en tanto que sus ovejas siguieran pagando el interés estipulado, los soportes que sostenían la casa del rey del rodeo se derrumbaron completamente, sepultando al dueño en la ruina repentina. Era una bella casa, la del rey del rodeo. Tan bella, en verdad, y tan bien amueblada, que podía ser designada, junto con la propia mansión de Rauðsmýri, como una morada en la que los seres humanos no debían avergonzarse de vivir. Pero el lamentable resultado fue que, no bien hubo el rey del rodeo puesto la mansión en tan deseables condiciones, se le expulsó y se vio obligado a huir. Las personas no pueden permitirse el lujo de vivir como seres humanos civilizados, como tan a menudo ha quedado ya demostrado, y como se volverá a demostrar. Ni siquiera pueden dárselo los agricultores de la clase media, ni aun en años de prosperidad. La única forma sensata de vivir para las personas corrientes, la única provechosa, es habitar una pequeña choza, en el mismo nivel de civilización que los negros de África central, y dejar que el vendedor les conserve en el cuerpo una chispa de vida, como hace ya un milenio que la nación islandesa viene haciéndolo. Si apuntan más alto, las personas se proponen en realidad algo más difícil de lo que pueden conseguir. Es verdad, en épocas antiguas era sumamente corriente que la gente le debiese dinero al comprador y que éste le negase créditos cuando la deuda se hacía demasiado grande. Del mismo modo, no era nada extraordinario que las personas a las que así se negaba el sustento muriesen de hambre, pero lo cierto es que ese destino resultaba infinitamente preferible a ser atrapado por los bancos, como le sucede hoy en día a la gente, porque al menos los de antes vivieron como hombres independientes, al menos murieron de hambre como hombres libres. El error reside en suponer que la mano de ayuda tendida por los bancos es tan digna de confianza como seductora, cuando en rigor de verdad sólo pueden tenerles confianza esos pocos hombres excepcionalmente grandes que pueden permitirse el lujo de deberles un millón, o incluso cinco. De modo que, al mismo tiempo que Bjartur vendía su mejor vaca para conseguir dinero para salarios y amortizaba mil coronas del préstamo y seiscientas de intereses haciendo incursiones en su ganado ovino, el rey del rodeo vendía su granja a un especulador, por la suma de las hipotecas que pesaban sobre ella, y huía y vivía ahora en una choza del pueblo, sí, y se consideraba dichoso de haber podido escapar. El Banco Nacional estaba en manos de Ingólfur Arnarson y se había convertido en un banco estatal, sobre la base de un gigantesco préstamo gubernamental de Inglaterra. La concesión de nuevos préstamos y la rebaja de los intereses estaba ahora, naturalmente, fuera de cuestión, salvo que se tratase de millones, y los productos de los agricultores habían caído lamentablemente en su cotización.
Sí, todo se desfondaba, el otoño que la casa de Bjartur tenía un año de edad. Las bendiciones de la guerra no estaban ya en vigencia por lo que se refería al comercio y a los precios, porque los extranjeros volvían a criar ovejas por su cuenta en lugar de matar hombres, ¡qué lástima! Los carneros islandeses eran una vez más uno de los artículos superfluos del mundo. Nadie pedía lana en esos días; las ovejas de los extranjeros empezaban a dar lana otra vez. Bjartur tuvo que aguantar a pie firme mientras un centenar de esas malhadadas ovejas islandesas se esfumaban para pagar los intereses y la amortización parcial del préstamo. Pero aceptó la pérdida con la misma inconmovible certeza que mostró anteriormente ante el hambre, los espectros y los compradores, sin quejarse a nadie. Los muros de su cárcel de deudas se tornaban indudablemente más gruesos cuanto más bajos se cotizaban sus productos. Pero él estaba dispuesto a seguir golpeándose la cabeza contra esos muros mientras le quedase una gota de sangre o una partícula de cerebro. Ésa era una nueva fase en la eterna lucha del pegujalero por la independencia, esa lucha contra las condiciones económicas normales que, necesariamente, deben retornar cuando ha desaparecido la anormal prosperidad de la guerra, cuando el optimismo artificial que traicionó al campesino, habitante de chozas, llevándole a una imbecilidad tan mayúscula como querer vivir en una casa, se evapora sin dejar rastros. Recobró la sensatez, ahora que habían terminado los años de prosperidad, para encontrarse hundido en el pantano que, con infinitos cuidados, había conseguido esquivar en los años difíciles. El hombre libre de los años de hambre se había convertido en el esclavo de los intereses de los años de auge. Parecía, en fin de cuentas, que, con su libertad de las deudas, sus hijos muertos, su suciedad, su hambre, los años flacos habían sido más dignos de confianza que los años prósperos con todos sus coquetos establecimientos de préstamos, y su casa nueva.
Casi al mismo tiempo que Ingólfur Arnarson era nombrado gobernador el Banco Nacional, resucitado mediante un préstamo de varios millones en acciones de capital del Estado Islandés, es decir, de cierto banco de Londres, apareció en Fjóróur un nuevo gerente de la cooperativa.
—Las cosas están espantosamente embrolladas aquí —gruñó el nuevo gerente coléricamente, y cuanto más hurgaba en los libros más se enfurecía; se había permitido que las deudas de la gente aumentaran demasiado, las cosas se encontraban en un estado atroz, inmediatamente se tomarían medidas de precaución de una naturaleza mucho más drástica. Los que debían más de lo que podían pagar serían declarados en quiebra sin más, y debían dar gracias a su buena estrella por librarse tan fácilmente. Pero los que aún poseían algo recibían permiso para seguir colgando del dogal de la deuda, con los pies apenas rozando el suelo, en la esperanza de que al menos consiguiesen reunir los intereses, rascándolos con las uñas rotas y sangrantes… desdicha quizá mayor que la de ser declarado en quiebra y quedarse con las manos vacías. Los personajes decidieron que el público recibiese raciones en la cooperativa, para que pudiese seguir teniendo el alma pegada al cuerpo… con vistas a pagar los intereses. Así que se les entregaban a la gente los artículos más necesarios, en cantidades que variaban según sus medios y situación, para que siguiesen esclavizándose por los intereses que tenían que pagar. Muchas personas más prósperas sólo podían conseguir las provisiones esenciales si algunas personas más prósperas les servían de garantía. El café y el azúcar estaban fuera de cuestión, salvo para los desdichados que no lo recibían en absoluto. La mercería era racionada severamente y las ropas estaban estrictamente prohibidas, especialmente para aquellas personas que realmente las necesitaban. Por otra parte, el gobierno había hecho tremendos progresos en lo referente al tabaco; recientemente se habían promulgado leyes por las cuales se debía repartir gratuitamente el tabaco, pagadero de los fondos públicos, a todos los miembros de la comunidad agrícola, a fin de ayudarles a defender sus ovejas contra la sarna y las lombrices pulmonares. Ese lujoso artículo podía ser administrado ya internamente, como medicina, o externamente, como baño. Este tabaco recibió una calurosa bienvenida. Se le bautizó Fisco, o Gusarapiento, y hasta el alcalde mascaba Gusarapiento, en beneficio de la economía, en esos difíciles tiempos.
—En verdad que me parece malo —dijo Bjartur, cuando se le informó de las raciones que se le asignaban para su sustento, el segundo año de la construcción de la casa nueva— que no se me permita decidir en punto a mis compras, como un hombre libre. Y si no recibo aquí lo que quiero, lo compraré en otra parte.
—Haga como le plazca —fue la respuesta—. Pero en ese caso no tendremos más remedio que embargarle la propiedad.
—¿Qué demonios se creen que soy: un esclavo, un idiota, o qué?
—No lo sé. Nos guiamos por los libros.
Se le entregó apenas medio saco de harina de centeno y otro tanto de avena, pero se le dio una buena cantidad de desechos de pescado salado, que la Cooperativa parecía tener a carretadas, lo mismo que bastante Gusarapiento. Era la primera vez, en toda su vida de agricultor, que se le negaba un puñado de harina de trigo con la que hacer tortas de sartén si algún visitante entraba en el cercado, y el café y el azúcar no se mencionaban siquiera a personas como él, a menos que pagasen al contado. Tiempos hubo en que no sentía escrúpulos en decir lo que pensaba de quienes tenían la vida de los campesinos en un puño. Pero ¿a quién podría insultar aquí? ¿A unos libros?
Empero, no consiguieron impedirle que hiciese habitable la casa ese otoño. Todavía faltaban muchas cosas, por supuesto, pero al menos habían introducido cierto orden en el cuarto más grande del primer piso, y la cocina era ya utilizable y la casa tenía tres puertas, una exterior y dos interiores, toda con goznes convenientes, completas, con picaportes y todo. En Fjórdur compró una cama de segunda mano para él y Gvendur y, aunque hasta entonces nadie le consideró un hombre demasiado hábil, clavó unas cuantas tablas para hacer una especie de cama para la anciana, así como una tosca mesa y un banco para sentarse.
La familia se mudó entonces a la casa, toda en un cuarto. Pero, en cuanto estuvieron instalados, se descubrió que algo andaba mal en la cocina. El humo soplaba incesantemente hacia abajo cada vez que se encendía un fuego, y la casa se llenaba de un olor increíble. Algunos afirmaban que el sombrerete de la chimenea no estaba lo suficientemente alto, algunos pensaban que el cañón era demasiado ancho, en tanto que otros consideraban que debía ser demasiado estrecho, o incluso que estaría obturado. Más aún: se hicieron referencias a una teoría científica publicada por un periódico, según la cual las chimeneas construidas durante las mareas de primavera daban muchos dolores de cabeza. A juzgar por eso, la chimenea de Bjartur debió de haber sido construida durante las mareas primaverales. Una cosa era segura: la chimenea continuaba humeando a despecho de todas las teorías. Evidentemente serían necesarias costosas reparaciones para dejarla en buen estado de funcionamiento, y resultaba dudoso que se consiguiese ventaja alguna al hacerlo, porque la cocina era una glotona de leña y otros combustibles, con sus enormes hornallas. Finalmente se compró una cocina a petróleo para seguir cocinando, y el fogón quedó intacto en la cocina, como un adorno.