68. Poesía moderna

Muchos hombres dudan a veces durante unos momentos pero, en definitiva, cuando se piensa con más amplitud, se descubre, por lo general, que las cosas han estado avanzado, progresando, evolucionando de un modo o de otro. Y los sueños de un hombre tienen la costumbre de convertirse en realidad, especialmente cuando no ha hecho ningún esfuerzo digno de mención para realizarlos, Y ahí, en el empedrado, antes de que el pegujalero lo haya visto bien, están las primeras cargas de cemento para construir. La suposición popular es que, cuando un hombre se ha hecho digno de vivir en una verdadera casa, se le dará una verdadera casa en que vivir. Surgirá para él de la tierra, por su propia voluntad, se dice. La vida concede al individuo todo lo que el individuo se merece, y lo mismo rige —se afirma— en cuanto a la nación como un todo. La guerra elevó a muchas personas, y a uno o dos países, a posiciones de gran valía, en rigor, resulta sumamente dudoso que cualquier cantidad de políticos, por brillantes que sean, por altruistas y patrióticos que se muestren, puedan hacer por Islandia más que una guerra acompañada de una animada matanza en países extranjeros. Cuando Bjartur se hubo convertido en una persona de nota, él mismo mostraba tendencia a admitir, en ocasiones, que la vida había sido a veces un poco dura, en los tiempos antiguos, en la Casa Estival, pero, naturalmente, es preciso recibir algunos golpes si se quiere avanzar, y, sea como fuere, jamás comimos el pan de otros. El pan de otros es la forma más virulenta de veneno que un hombre libre e independiente podría ingerir. El pan ajeno es lo único que puede despojarle de su independencia y de la única libertad verdadera. Tiempos hubo en que ciertas personas trataron de obligarse a aceptar por la fuerza la donación de una vaca, pero la verdad es que él no era hombre de aceptar regalos de sus enemigos. Y cuando, al año siguiente, mató a esa misma vaca, fue porque tenía en vista una meta distante para su agricultura o, como dijo a los que le ayudaban en aquellos días lejanos, porque sabía perfectamente bien qué haría con su dinero; quizá se construyese un palacio. Y ahora continuaba hablando, más o menos al mismo tenor, en los almacenes de la cooperativa.

—Una casa grande, o nada —dijo—; dos pisos y un tercero bajo aleros.

Pero consiguieron convencerle de que sería mejor tener un sótano hermoso, bien construido, y un piso menos, que le dejaría en total con los tres mismos pisos. Había conseguido un préstamo en la caja de ahorros. El pegujal, con su falta de buenos edificios, era considerado, naturalmente, garantía insuficiente para un préstamo a largo plazo, de modo que sólo se concedía por períodos de un año por vez. Era considerado conveniente prestar un treinta por ciento sobre la base de la primera hipoteca de la tierra, aunque sólo en el caso de que la cooperativa saliera de fiadora. La cooperativa aceptó inmediatamente la responsabilidad, a cambio de una segunda hipoteca sobre la tierra. La caja de ahorros se declaró dispuesta a conceder otro préstamo en el otoño, cuando se hubiese terminado de construir la casa, previa una nueva hipoteca sobre la casa y la propiedad juntas. De este préstamo se pagaría a la cooperativa el préstamo que había adelantado para la compra de materiales de construcción. Tal es el mecanismo de las altas finanzas, y en compensación por todo eso el pegujalero votaba por Ingólfur Arnarson Jónsson, para que pudiese ser su representante en el Alpingi y resolver los problemas de la nación. Y poco después el gerente de la cooperativa fue declarado electo y los poderes mercantiles sufrieron, en consecuencia, una segunda derrota en ese frente. Todos los que habían votado por el gerente de la cooperativa tenían ahora motivos para regocijarse, en tanto que los que votaron por el banquero se mordían los puños y se maldecían a sí mismos hasta ponerse azules, en parte porque el banco se encontraba en una situación bastante lamentable y podía, en rigor, ser declarado insolvente en cualquier momento, en parte porque esas mismas personas se habían manifestado, abiertamente, enemigas de los Rauðsmýri. ¿Y a quién podían volverse ahora, en medio de la destrucción que ellos mismos habían provocado? Y luego, para hacer que el panorama pareciera más negro aún, esos extranjeros estúpidos no tuvieron la suficiente sensatez de continuar con su preciosa guerra durante unos doce años más, y parecía que en cualquier momento se hundirían los precios del mercado de productos agrícolas.

Los cimientos fueron excavados en el talud del terreno del sur del viejo pegujal, y luego llegaron los albañiles y los carpinteros e hicieron el sótano, y era un sótano maravilloso. Luego descansaron durante una semana, para recobrar el aliento, y al cabo de una semana se pusieron a trabajar en la planta baja, donde debería haber cuatro habitaciones y un fregadero. Sí, si solamente hubiese uno o dos chiquillos, jóvenes y ávidos de novedades, para regocijarse en la construcción, como los había años antes, cuando se construía el corral para las ovejas madres, porque ahora había mucha excitación y ajetreo en la casa, el olor de la madera y el cemento, los golpes de los martillos y el repiqueteo de la mezcladora, carros y caballos, arena y cascajo. En esa época las paredes dobles y el hormigón armado eran cosas insólitas. Las paredes simples bastaban, pero se las construía gruesas. En mitad de la recolección del heno en el prado faltaban todavía el piso superior y el techo. Y como para entonces había gastado ya todo el dinero, Bjartur se dirigió al pueblo para pedir un nuevo adelanto de la caja de ahorros. Pero Ingólfur Arnarson estaba en la capital y el dinero escaseaba en el Banco, aunque le dieron a entender que quizá hubiese una posibilidad en otoño. Y no era ésa su única dificultad, porque en el almacén faltaba chapa de hierro ondulado para techar y también faltaba vidrio para ventanas —había tanta gente construyendo—, pero esperaban un nuevo envío de vidrio para finales del verano y de chapa de hierro para el otoño.

—Ya veremos a qué precio se cotizan los borregos en otoño —dijeron.

De modo que la casa de Bjartur estuvo todo ese verano en sus materiales componentes, visión sumamente deprimente para la mirada. Los viajeros que pasaban por allí echaban de menos la amistosa cabaña cubierta de hierbas, porque quedaba oculta a las miradas, detrás de aquella monstruosidad informe, boquiabierta, que le recordaba a uno la devastación y destrucción dejadas tras de sí por un huracán. Pero si alguien pensaba que se permitiría que la casa de Bjartur siguiese así indefinidamente, estaba en un craso error. Porque en el otoño se supo que las bendiciones celestiales de la guerra seguían aún en vigencia en cuanto a los precios, aunque la lucha había terminado hacía ya casi un año. Nunca antes se habían conocido tales precios en Islandia. Tanto, que la Señora de Myri pronunció estas aladas palabras en el Congreso Nacional de Asociaciones Femeninas, reunido en Reykjavik ese mismo otoño: «Islandia es un país celestial». Los corderos se cotizaban nada menos que a cincuenta coronas cada uno, y, naturalmente, ninguna palabra del idioma era lo bastante idílica para alabar, en los periódicos capitalinos, las virtudes de la cultura rural, pasada y presente. Los méritos del campesinado eran exaltados por encima de todos los demás. Bjartur pudo conseguir más dinero en préstamo de la caja de ahorros, y luego madera, vidrios, hierro acanalado y obreros, de modo que no pasaría mucho tiempo antes de que la casa estuviese completa, con techo y todo. Pero cuando se encontraban atareados en el piso superior, se descubrió que el sótano había comenzado a resquebrajarse. Cuando fueron citados el capataz de los carpinteros y el capataz de los albañiles, anunciaron que esas hendiduras debían haber sido producidas por los terremotos de ese verano. Bjartur dijo que nadie había advertido terremoto alguno ese verano, por lo menos en la superficie exterior de la tierra.

—Ha habido terremotos en Corea —dijo el capataz de los carpinteros.

Afortunadamente las grietas eran relativamente pequeñas y fue fácil rellenarlas y entrever muchas arrobadoras visiones del futuro en relación con la casa, a pesar de ellas. Bjartur contemplaba el edificio largamente, con frecuencia, mascullando ciertas cosas para sí.

Después del rodeo de otoño, padre e hijo bajaron a Fjóróur en dos carros, porque todavía se necesitaban muchas cosas pequeñas para la casa. Bjartur no dijo una palabra hasta que hubieron cruzado el brezal y se encontraban descendiendo su declive oriental. Entonces rompió el silencio:

—En la primavera me dijiste que Asta Sóllilja pensaba que mi poesía no era más que vacías coplas de ciego, ¿no es cierto?

—Sí —contestó Gvendur—, ésas, más o menos, fueron sus palabras.

—¿Y que sus amigos de Fjóróur estaban todos a favor de la poesía moderna?

—Sí, está prometida a uno que es poeta moderno.

—Bueno, no es tan difícil escribir como esos modernos —dijo Bjartur—. Se parecen mucho a la diarrea. Rimas simples y nada más. —Pero Gvendur no tenía lengua de poeta y, en consecuencia, guardaba sumo cuidado con lo que decía cuanto tales temas estaban en discusión. Después de un corto silencio, su padre continuó—: Si te encontraras con Asta Sóllilja, me agradaría que le recitaras estas tres estrofas modernas que he compuesto, para que nadie pueda decir de mí que, cuando es necesario, no sé escribir en estos simples metros modernos.

—Muy bien, siempre que pueda aprendérmelas.

—Por el cielo, nunca dejes que nadie te escuche decir que eres tan tonto como para no poder aprenderte tres fáciles estrofas de una sola vez.

Siguió caminando durante un rato, mascullando entre dientes, y luego recitó en voz alta:

—Son tres estrofas acerca de la guerra.

Puedo ver diez millones de hombres, exterminados para solaz de la bacanal del loco. Tal vez todos, ahora, están en el infierno. Tengan buen viaje. Adiós. Yo no los lloro.

En los días de antaño hubo, empero, otra guerra que se libró a la vera de una roca, por causa de una flor serena y dulce cortada en mala hora.

Por eso estoy tan triste y melancólico y lo que tengo no me reconforta. ¿Qué son poder, palacios y riqueza, si allí no crece ni una flor hermosa?

—¿No preferirías ir a verla tú mismo? —preguntó Gvendur.

—¿Yo? —preguntó a su vez el padre, atónito—. No, no tengo nada que ver con gente como ésa.

—¿Qué gente?

—Gente que ha traicionado mi confianza. No soy yo quien debe pedir perdón a nadie. Que los que han traicionado mi confianza vengan a pedirme perdón a mí. Yo no le pido perdón a nadie. Además —agregó—, como quiera que fuere, no soy pariente suyo.

—De todos modos, tendrías que ir a verla —dijo el joven—. Estoy seguro de que debe estar pasándolo muy mal. Y tú la echaste a patadas cuando estaba embarazada.

—A ti no te importa a quién echo a patadas. Puedes considerarte afortunado de que no seas tú el expulsado. Y no pasará mucho tiempo antes de que eso suceda, permíteme que te lo advierta, si sigo escuchando tus malditas charlas.

—Estoy seguro de que a Sola le encantaría que fueras a visitarla.

Bjartur atizó un fuerte golpe a su caballo y replicó:

—No, mientras me quede un aliento de vida, nada me hará ir a visitarla. —Luego, al cabo de uno o dos segundos, agregó, mirando a su hijo sobre el hombro—: Pero si muero, puedes decirle de mi parte que tiene permiso para enterrarme.

Asta Sóllilja acababa de mudarse a casa de su prometido en Sandeyri, en el fiordo. Era una casita pequeña. En rigor no se trataba de una casa en el sentido común de la palabra; era una choza de pellas de turba, con techo de hierro acanalado, representante del mismo grado de civilización que los tugurios habitados por los moradores del África central. En la ventana se veían dos mohosos cuencos de lata, llenos de tierra, y de uno de ellos sobresalía el tallo de una planta que luchaba por la vida. Dos camas; una para Asta Sóllilja y su novio, la otra para la madre de aquél, dueña de la choza. El novio estaba sin trabajo. Asta Sóllilja saludó a su hermano con cierta animosidad, aunque su ojo izquierdo era mucho más visible que el derecho. Estaba pálida y tenía un aspecto extraño; le habían sacado el diente cariado, dejando un hueco. Por lo demás no se mostró muy conversadora con su hermano y no mencionó siquiera las antiguas intenciones de éste de emigrar a América. Evidentemente no consideraba digno de mención el que hubiese abandonado la idea. Ella no creía en América en primavera y no creía en ella ahora tampoco. Gvendur vio inmediatamente que estaba embarazada y contempló sus manos de largos dedos, que contenían un tesoro de realidad humana, y sus brazos que eran demasiado delgados. Asta tenía una tos seca.

—Pareces estar fuertemente resfriada —observó el.

No, no estaba resfriada pero tosía siempre, a veces escupía un poco de sangre por la mañana. Él le preguntó entonces si tenía intenciones de casarse, pero aparentemente no pensaba ahora en casarse con el mismo orgullo que mostrara en primavera, cuando informó al hijo de Bjartur de la Casa Estival que estaba comprometida y que su novio era un poeta moderno.

—¿Qué le importa a nadie de la Casa Estival lo que yo haga? —preguntó.

—Papá me hizo aprender esta mañana un poema moderno —dijo Gvendur—. Es acerca de la guerra. Un poema moderno. ¿Quieres que te lo recite?

—No —repuso ella—, no pienso tomarme la molestia de escucharlo.

—Creo que lo recitaré igualmente —dijo él, y recitó las tres estrofas.

Ella escuchó y sus ojos se tornaron extrañamente cálidos y se disolvieron las arrugas del rostro, como si estuviera a punto de prorrumpir en llanto, o a punto de enfurecerse, pero no dijo una palabra, o, más bien, no dijo nada de lo que quería decir y se apartó de él.

—La casa nueva está ya casi lista —dijo el joven—. Pronto nos mudaremos a ella.

—¿De veras? —dijo ella—. ¿Y a mí qué me importa eso?

—A juzgar por el poema, se me ocurre que papá tiene sus planes en relación con la casa. Estoy seguro de que te daría el cuarto más grande, todo para ti, si volvieras a vivir con nosotros.

—Yo —repuso ella con un orgulloso movimiento de cabeza— estoy prometida a un joven, un talentoso joven que me ama.

—Aun así, tendrías que volver —dijo Gvendur.

—¿Crees que yo abandonaría jamás a un hombre que me ama?

Pero esto fue demasiado para la anciana, que, incapaz de seguir conteniéndose, estalló, desde la región cercana al fogón:

—No sería una mala idea, entonces, que le mostraras un poco más de bondad. Pobre muchacho, que nunca tiene un momento de paz contigo cuando está en la casa.

—¡Es mentira! —exclamó Asta Sóllilja apasionadamente, volviéndose a mirar a la anciana—. Le amo, sí, le amo más que a nada en el mundo, y no tienes ningún derecho a decirle a la gente extraña que no me porto bien con él, cuando soy el doble de buena con él de lo que se merece… Estoy embarazada de su hijo, ¿no es cierto? Y aunque se presentase ante mí el propio Bjartur de la Casa Estival en persona y se arrastrase por todo el piso, a cuatro patas, para pedirme perdón por todo lo que me ha hecho desde que nací, aun entonces no querría escuchar una sola palabra acerca de su casa, y menos pensar en dar un paso siquiera en esa dirección. De modo que puedes decirle que mientras me quede un soplo de vida nada me hará regresar a la Casa Estival, pero que, cuando esté muerta, puede enterrar mis despojos. Por lo que a mí me importará…