Esa primavera Gvendur de la Casa Estival estuvo en labios de todo el mundo, en primer lugar porque había resuelto ir a América, en segundo lugar porque decidió no ir a América. En tercer lugar, se había comprado un caballo. Era un pura sangre y lo había comprado por una enorme suma de dinero a una gente que vivía en una parroquia distante. Muchos se rieron. El joven tonto había pasado la noche persiguiendo a la única hija de Ingólfur Arnarson por los páramos y terminó perdiendo el barco. ¿Podía haber algo más estúpido? Algunos decían que debía de ser medio tonto. Otros afirmaban que su caballo no era más que un caballo corriente y hasta que estaba envejeciendo. ¡Qué zoquete! Anteriormente nadie había advertido siquiera que Gvendur de la Casa Estival existiese. Ahora, de súbito, cosa asombrosa, era notorio en todas partes como un zoquete y un idiota. Si alguna vez se llevaba a cabo una reunión de cualquier clase en el vecindario, averiguaba sin pérdida de tiempo todos los detalles para poder aparecer con su caballo. Los campesinos le recibían con una sonrisa reaccionaria. Los ciudadanos se reían francamente de aquel destripaterrones que recorría la campiña en un costoso caballo, después de haber perseguido a la hija única del diputado del Alpingi, del anochecer al alba. Los chalanes le detenían en el campo principal, estudiaban los dientes del caballo, se burlaban del dueño cuando se había alejado en el animal y resolvían endosarle un caballo peor aún en cuanto hubieran logrado estafarle arrancándole el que tenía ahora.
Fue un domingo, antes del día de San Juan, y una reunión electoral se llevaba a cabo en Útirauðsmyri. El sacerdote aprovechó la oportunidad para celebrar un servicio religioso previamente. Uno o dos de los electores llegaron demasiado temprano, sincronizando su llegada tan mal que se les hizo asistir a la misa. Por lo demás, el creciente interés por la política parecía indicar que el público comenzaba a creer que sus asuntos eran administrados desde aquí, en la tierra, y no desde el cielo. Gvendur llegó al galope precisamente cuando el servicio divino estaba a punto de comenzar. Un grupito de pegujaleros que estaban a la entrada de la caballeriza le saludó con una sonrisa reaccionaria, porque no se había ido a América. Algunos estudiaron fríamente, con desaprobación, al pura sangre. Gvendur lanzó una rápida mirada a la gran casa de dos pisos, con un tercer piso de altillos de gablete, para ver si alguien le había visto llegar a caballo. Pero en una mansión tan famosa nadie se asomaba a las ventanas para contemplar la vanidad. Lo único que vio fue las floridas plantas de la poetisa, abriendo sus encantadores pétalos a los rayos del sol. Deseó que la familia del alcalde estuviese ya asistiendo a la misa. Entró en la iglesia y, escogiendo un asiento cerca de la puerta, se sentó y miró en torno para ver si ella estaba allí. Luego de unos ansiosos minutos de búsqueda la vio, sentada en la fila delantera, casi directamente delante del pulpito. Tenía puesto un sombrero rojo. Había varias personas entre ella y él; apenas le era posible distinguir el sombrero entre las cabezas. Le pasó por el cuerpo esa corriente que hace que los pulmones parezcan demasiado grandes y el corazón demasiado pequeño y el oído demasiado sensible a la música; sintió que el himno le enloquecería; tenía una bruma antes los ojos. El tiempo pasaba y pasaba y la congregación continuaba mugiendo el himno como si no fuese a callarse jamás. ¿Cómo se acercaría a ella? ¿Cuál sería el mejor método de disponer una cita, de modo que los demás no se dieran cuenta de nada? ¿Tendría que esperar hasta el final de la misa, darle un suave golpecito con el codo cuando pasase a su lado para salir y susurrarle: «Ven a la vuelta de la esquina conmigo; quiero decirte algo»? No, darle un golpe con el codo a una muchacha en la iglesia es indecoroso y absolutamente imperdonable. Sobre todo si la muchacha es como ella. Y más especialmente si se trata de pedirle que se encuentre con uno a la vuelta de la esquina. Sería una cosa completamente distinta si la invitara a ir a la caballeriza, a echar una ojeada al caballo. Pero de pronto se le ocurrió que probablemente la gente no debía mencionar a los caballos en la iglesia, porque en todas las Escrituras no hay una sola referencia a los caballos; cuando mucho se habla de un burro. Como a través de una niebla, vio al sacerdote acercarse al altar y lanzar un grito penetrante. Luego comenzó a cantar un largo galimatías y todos se pusieron en pie y ella se puso de pie, y él vio que ella llevaba una chaqueta azul. Ninguna otra muchacha del mundo tenía hombros tan encantadores. Cualquiera podía advertir que no estaban hechos para soportar pesadas cargas. Sus dorados rizos asomaban por debajo de su sombrero, un sombrero costoso, de acuerdo con la solemnidad de la ocasión. Se mostraba orgullosa y estaba erguida, como era perfectamente natural en una mañana de domingo en la iglesia. ¡Si mirara en torno, durante uno o dos segundos, para que él pudiera transmitirle la corriente de su amor…! Pero ¿y si no le interesaban los caballos de otras personas, a ella que tenía toda una caballeriza a su disposición? A menos que le ofreciese hacerle el regalo del caballo… Era un caballo costoso, casi de mil coronas, y sin embargo, si ella lo aceptaba, él estaría dispuesto a volver a su casa a pie, sí, incluso a cuatro patas si eso la complacía. Y eso era precisamente lo que más ansiaba decirle: que había sido su devoto esclavo desde el momento que la vio, y que ella podía ordenarle que hiciese cualquier cosa: cabalgar, caminar, arrastrarse a cuatro patas. Ya le había sacrificado el más grande país del mundo, la tierra de las infinitas oportunidades, donde se podía ser lo que se quisiese y no había necesidad de seguir haciendo una misma cosa hasta la más completa imbecilidad. Sí, y habían estado acostados a la orilla del lago y habían visto dos cisnes, un macho y una hembra. Pero ¿qué habría sido de los cisnes? Habían desaparecido; por cierto que no fueron una simple ilusión. No, no, no; ella le amó y luego se alejó de él, a caballo, desapareciendo en el azul…
—Mis amados hermanos cristianos, porque me permito llamaros hermanos míos, ¿qué palabra de tres letras, sí, nada más que tres letritas, significa «algo que asciende»? —Por fin el sacerdote estaba en el pulpito, y Dios permita que nos endilgue un largo sermón para que el joven tenga tiempo de llegar a una decisión, para que pueda recibir alguna inspiración—. Y ahora, por otra parte, consideremos, mis amados hermanos, qué tres letras, nada más que tres letritas, significan «algo que desciende».
Sí, estaba completamente dispuesto a regalarle el caballo, o por lo menos a ofrecérselo. Ella no estaba obligada a aceptarlo, por supuesto. Pero, si lo aceptaba, no importaría en lo más mínimo. Por el contrario, quedaría en deuda con él. Es cierto, siempre podía decir: Tengo suficientes caballos, tengo toda una caballeriza llena. Pero él esperaba que agregase: Este caballo es el más encantador que jamás he visto, y te lo aceptaré porque eres tú quien quiere regalármelo, y porque eres tan ancho de aquí. Pero si te lo acepto no tendrás caballo y tendrás que volverte a tu casa a pie, ¿no es verdad? Y entonces él respondería: No importa. Aunque tenga que arrastrarme para regresar. Aunque tenga que arrastrarme a cuatro patas. Y, más aún, no tienes que decir sino una palabra y, si lo quieres, me pondré a ladrar como un perro. Porque ocurre que soy el futuro dueño de la Casa Estival y pronto comenzaremos a construir. Construiremos una casa por lo menos tan grande como la que tenéis vosotros aquí, en Myri: dos pisos, tres con los altillos. Pero, en tanto que vosotros construísteis con madera y hierro, nosotros edificaremos con piedra. Pero que el Cielo me ayude, si la gente no puede hablar de caballos y sí solamente de asnos…
—¿Quién fue conducido? —preguntó el sacerdote, inclinándose sobre el borde del pulpito y cerniéndose en honda solemnidad religiosa sobre la congregación. El joven de la Casa Estival deseó con todo su corazón (y oró para que así fuese) que el conducido hubiese sido un caballo.
—Él fue conducido —anunció triunfalmente el cura, con gran énfasis en la palabra «él». Desdichadamente, el tema de la discusión se le escapaba al joven.
—¿Y quien le condujo? —preguntó el sacerdote, y prolongó el silencio que siguió hasta hacerle alcanzar dimensiones extraordinarias, en tanto que clavaba en todos una larga mirada escudriñadora. Gvendur se sintió inmediatamente invadido por el pánico, ante la idea de que se le llamase a responder a esa pregunta. Pero finalmente la contestó el mismo sacerdote—. Los soldados de Pilatos le condujeron. ¿Y adónde le condujeron? Le condujeron al campo. ¿Y por qué le condujeron al campo? Porque no se le permitía que se quedase en el interior.
El joven lanzó un hondo suspiro de alivio.
¿Y si se escapaba de la iglesia en mitad del servicio? No era obligado que atrajese demasiado la atención; podría deslizarse hacia atrás, con las rodillas bien dobladas, y una vez afuera correría al establo. Llevaría el caballo. Se quedaría con él ante la puerta de la iglesia, con las riendas en la mano, esperando que terminaran los servicios religiosos. Y cuando ella saliese de la iglesia le pondría las riendas en la mano y le diría: a partir de ahora es tuyo. Pero entonces se acordó de la gente. No estaban solos. ¿Qué diría la parroquia? ¿Era correcto que él, el hijo de un campesino, regalase un caballo a la nieta de Jón de Myri? ¿No estallaría toda la parroquia en una enorme risotada? Y ella misma, ¿no se ofendería con la ignominia? Un sudor frío le brotó ante la idea de convertirse en el hazmerreír de toda la nación. Sus dificultades se tornaban más y más complicadas e insolubles cuanto más se devanaba los sesos.
—Mis queridísimos hermanos cristianos —dijo el sacerdote—. El tiempo pasa. —E inclinándose sobre la congregación, llegó hasta el alma de cada uno de los concurrentes, en el largo silencio que permitió que siguiese a esas palabras de la más honda solemnidad. Pero miró a Gvendur de la Casa Estival más largamente que a nadie—. Sí, el tiempo pasa —reiteró al cabo—. Ayer era sábado. Hoy es domingo. Mañana será lunes. Después viene el martes. Hace poco que era la una. Ahora son las dos pasadas. Pronto serán las tres. Luego darán las cuatro. —Gvendur sintió que esas graves palabras de advertencia directa estaban destinadas a él especialmente. La conciencia de no haber encontrado ningún pretexto, ninguna solución para su problema, le oprimía el corazón. El sudor le corría de la frente y le bañaba las sienes con frías gotas. Pronto se vio llegar el Fin del sermón, y el sombrero rojo seguía inmóvil, salvo que ahora estaba un poco inclinado hacia atrás, porque la joven contemplaba fijamente al sacerdote, absorbía con el alma cada una de las palabras que pasaban por los labios de aquél, como si se encontrase decidida a cumplir cada una de ellas, en tanto que el pobre Gvendur no escuchaba más que frases aisladas, con el cerebro hundido en el torbellino de una confusión cada vez mayor—. Y las rocas fueron hendidas, mis hermanos. Sí, y muy pocas cosas podían seguir resistiendo en esa hora, permitidme que os lo asegure. Y el velo del templo fue rasgado en dos, de arriba abajo. Sí y no fue ésa la única cosa rasgada. Nada de eso. Y hubo oscuridad sobre la faz de la tierra, y en el cielo, sí, había poca luz en esa hora, permitidme que os lo asegure…
Sí, en efecto, había oscuridad sobre todas las cosas, y ahora el sermón había terminado prácticamente y ya había concluido en efecto. Todavía siguió otro salmo. Para entonces el joven no podía ya ver ni oír. La gente se puso de pie. También él se puso de pie. ¿Debería esperar que ella pasara, o tendría que adelantársele? Esperó. ¿Tendría que hacer un esfuerzo para mirarla cuando pasara y enviarle una comente —porque creía en la comente del amor—, o debería mirarse los pies con resignación y total desesperación? La miró con la corriente del amor. Y entonces vio que no era ella, que era otra persona, una mujer de mediana edad, de tierra adentro; más aún: una mujer que había tenido un hijo con alguien… Era la hija mediana de Edóróur de Gilteig, tocada con un espantoso sombrero rojo. De modo que el joven pudo volver a respirar con normalidad. Pero sentía su corazón y dentro de él. Y había estado sentado en la iglesia, durante todo ese tiempo, para nada, y su tortura espiritual durante los himnos y el sermón no fue más que un derroche.
Al final de la misa la gente se dirigió, apiñada, hacia el mitin. Un reluciente automóvil estaba en el empedrado, ante las ventanas de la casa del alcalde. Los visitantes se apeñuscaron con curiosidad en derredor del resplandeciente portento, inspeccionándolo desde todos los ángulos posibles. Dieron golpecitos en los parabrisas y en las ventanillas laterales. Apretaron los neumáticos para comprobar su dureza. Gvendur también apretó los neumáticos y golpeó las ventanillas. El diputado del Alpingi había llegado durante el servicio y se encontraba ahora en el interior de la casa, con su padre. Precisamente en ese instante el banquero y sus partidarios aparecieron en la carretera de Vík. Se detuvieron al otro lado del cercado. El alcalde les salió al encuentro, a pie. Estaba ataviado con un pingajo de chaqueta, de aspecto tan vergonzoso que sugería que uno de los perros la había estado usando de cama durante todo un año y que se habían despojado de ella al animal para destacar la importancia del momento. Un imperdible le unía la camisa en el cuello. Llevaba los bajos del pantalón metidos en los calcetines, que evidentemente habían sido remendados en el pie. Le habría resultado a uno difícil sorprenderse si el digno y elegante caballero del sobretodo y cuello duro se viese obligado a contener un intenso deseo de deslizarle en la mano veinticinco céntimos, mientras recibía su bienvenida. Se pidió a los visitantes que pasasen a la sala del concejo, adonde se dirigirían los candidatos en cuanto hubiesen bebido el café. Gvendur se sentó en un rincón, con la gorra sobre las rodillas, alguien le dio una pulgarada de rapé y estornudó. De pronto entraron los candidatos. Gvendur de la Casa Estival vio solamente a su candidato. Ingólfur Arnarson Jónsson, ¿quién podía comparársele? Su esplendor empobrecía a cualquier producto de la imaginación. Alto, robusto, con el corazón de un león, había asfaltado carreteras trazadas a través de las tierras de granjeros empobrecidos, habitantes de valles aislados. Su rostro de ojos autoritarios, detrás de las gafas de armazón de oro, relucían como un sol ante los decrépitos campesinos agrupados ante él. Y cuando comenzó a hablar, con voz sonora y nada forzada, sus manos pequeñas, sobre las que se veían los níveos puños de la camisa, se movieron en ademanes tan suaves y graciosos que ni siquiera era necesario escuchar sus palabras; bastaba con mirarle las manos. El mozo de la Casa Estival se sentía asombrado de que alguien fuese tan obtuso como para dudar de la justicia de su causa. Con el corazón estremecido reflexionó que había amado a la hija de ese hombre —quién sabe dónde estaría—; que ese gran hombre, cuyo automóvil se encontraba afuera, bajo la ventana, era, en realidad, su suegro.
Muy pronto la reunión se hallaba en su apogeo y se discutían los problemas más urgentes de la humanidad: las cooperativas y el campesinado, los escándalos bancarios, las pérdidas sufridas por las compañías pesqueras, la tasa de los intereses de los préstamos a los agricultores, la Ley Agrícola, el subsidio para la compra de aperos, la cuestión del alcantarillado, la venta de productos, carreteras, caminos, teléfonos, colonización rural, el problema de la vivienda, la electrificación de los distritos rurales. E Ingólfur Arnarson se ponía de pie una y otra vez y, abombando el pecho y moviendo las manos con inimitable arte, señalaba a su interlocutor y demostraba concluyentemente, fuera de toda duda, que era él el responsable directo de las enormes pérdidas sufridas por los bancos, que habían permitido que los especuladores dilapidaran los ahorros de toda la nación; de los escándalos financieros que dieron a las compañías pesqueras una mala reputación tan ampliamente divulgada; del creciente índice de tuberculosis de los habitantes de una nación alojada en chozas; de la caída de la corona, un robo tan descarado y desnudo como nunca se había perpetrado contra las clases obreras de país alguno. Y, finalmente, de la política educativa que tenía por meta poner a la nación al mismo nivel que los negros del África central. Y ahora que el campesinado se unía para defender sus derechos y conseguir mejores condiciones de vida, ese hombre se levantaba contra ellos, con la maligna intención de hundir en el fango precisamente a la clase que había soportado a la nación entera sobre sus hombros, soportando el fuego y el hielo y las pestes durante un milenio, conservando intacta su cultura a través de innumerables peligros.
Gvendur estaba de acuerdo con todo lo que decía Ingólfur Arnarson, porque ya se sentía su yerno. Se encontraba lleno de una ilimitada admiración hacia ese gran hombre que no se conformaba simplemente con proporcionar carreteras y puentes al pueblo, sino que, además, quería que todos viviesen en una casa. Por su vida, no podía entender por qué nadie habría de molestarse en escuchar al contrincante, que mantenía una desvergonzada serenidad a pesar de todos sus crímenes, que incluso sonreía ante cada nueva acusación, que parecía tanto más complacido cuanto más evidente resultaba que debería haber sido encarcelado años atrás. Cuando, al cabo, ambos terminaron de describir cómo se proponían salvar al país de los peligros que lo amenazaban, cuando ya ninguno de los dos tenía deseos de seguir hablando, se declaró terminada la reunión y los candidatos rivales salieron juntos y atravesaron, caminando, el cercado, riendo fuerte y sinceramente, como si nunca hubiesen sido amigos más íntimos que ahora. Muchas personas se habían divertido, y algunas se habían divertido mucho y bien, pero era dudoso que nadie se hubiese divertido tanto como los candidatos. Todos les miraban, asombrados de que no se mordiesen mutuamente el cuello. Se despidieron en la puerta, apretándose con afecto las manos y mirándose larga y expresivamente a los ojos, como una pareja de amantes secretos. Luego el banquero se alejó, y los espectadores se quedaron rascándose la cabeza. Poco más tarde los votantes también comenzaron a prepararse para partir, sacaron sus caballos de la caballeriza, se alejaron en grupitos. Gvendur consiguió encontrar varios pretextos para demorarse, con el resultado de que, cuando la mayoría de los demás ya había partido, él todavía se encontraba merodeando tristemente en torno a la casa, manteniendo una mirada vigilante sobre las puertas y lanzando una mirada subrepticia, de tanto en tanto, hacia las ventanas. Incluso estaba pensando en llamar a la puerta trasera y pedir prestado un martillo y un tajo para asegurar una herradura floja, o quizá para rogar que le diesen una gota de agua para beber. Pero se le ocurrió que, si hacía tal cosa, lo más seguro era que le abriese las puertas una de las cocineras, y eso lo arruinaría todo por completo. Al fin tuvo una idea luminosa: ocultaría su fusta colgándola en la pared de la caballeriza, como si la hubiese perdido. Luego, cuando hubiese cabalgado hasta la montaña, se volvería, golpearía la puerta, les informaría de la pérdida y les pediría que le guardasen la fusta, si la encontraban. Después era posible que se difundiese por toda la casa la noticia de que había estado en Myri, quizá se mencionase su nombre, quizás alguien saldría en secreto a buscarle la fusta, quizás ella la encontrara. Hundió el látigo entre las piedras de la pared de la caballeriza y montó. A mitad de camino hacia la montaña se volvió y regresó a Myri, para pedirles que le guardasen la fusta si la encontraban. Cuando entró una vez más en el cercado, a caballo, hacía rato que la caballeriza estaba vacía; todos se habían ido. Desmontó y se encaminó hacia la casa. Pero en ese momento se abrió la puerta e Ingólfur Arnarson, con su enorme sobretodo, salió al umbral en compañía de su madre. La besó, abrió la puerta de su automóvil y entró en él. Y entonces apareció una jovencita rubia, con un vestido azul, que llevaba un abrigo echado al brazo. Abrazó a su abuelo y le besó en señal de despedida. Un momento después había bajado precipitadamente los escalones y se encontraba sentada junto a su padre. Agitó su luminosa mano para saludar a sus abuelos, y él vio que su sonrisa resplandecía detrás del parabrisas; para él contenía todo el encanto de la vida. Se oyó el ronroneo del motor, bajo, suave y potente. La joven sonrió a su padre cuando el coche arrancaba. Y, cuando el vehículo pasó junto a él, el sol chisporroteando en el esmalte, los sentidos de Gvendur se llenaron del agradable olor a gasolina. Los ocupantes del coche no le habían visto. Se quedó solo, en el cercado vacío, contemplando el automóvil que desaparecía a lo lejos. Jamás había conocido una desolación tan completa. Recobró su fusta, montó, se alejó. El automóvil desapareció de la vista en una hondonada. Unos momentos más tarde lo vio dibujado en silueta sobre el horizonte, en la cima de la montaña. ¡Qué locura haber pensado en regalarle el caballo! Fustigó al animal y éste bufó. Probablemente no fuese más que un penco, un animal estúpido, achacoso, que debería haber sido retirado del servicio años atrás. Lo mejor que podía hacer era vendérselo a cualquiera que fuese lo suficientemente tonto como para comprárselo.
—Espérame aquí un momentito, querida —dijo el diputado del Alpingi—. Creo que entraré un segundo en la choza para hablar unas palabras con el viejo. Dirigió su coche a un costado del camino, aplicó los frenos y apagó el motor. —A menos de que quieras entrar conmigo…
—No, gracias —repuso ella—. No quiero ensuciarme los zapatos.
Vio que su padre subía vivamente por el sendero, robusto y ancho de hombros en su grueso sobretodo.
Bjartur bajó al campo para recibir al gerente de la cooperativa, le llamó Ingi, hijo, y le invitó a entrar. Pero Ingólfur Arnarson estaba de prisa y solamente quería saludar a su viejo amigo y hermano de leche y darle unas palmadas en la espalda. Cuando le preguntó por qué no había estado en la reunión, Bjartur replicó que tenía mejores cosas que hacer que estarse sentado y escuchar los malditos parloteos.
—Oh, quién sabe —dijo el diputado del Alpingi—. Eso os aclara las cosas a los agricultores, os clarifica las ideas, ¿sabes?, eso de ver cómo se zarandean esas cuestiones vitales.
—Lo de mandarse mutuamente al infierno en una hermosa mañana de domingo, como hacéis los poderosos y encumbrados aristócratas hoy en día, no es, en mi opinión, la mejor forma de discutir cuestiones vitales. Tantos denuestos no habrían sido considerados argumentos en los viejos tiempos, cuando había grandes hazañas y gloriosas proezas, y cuando la tierra era habitada por hombres poderosos, de famoso valor, hombres que se desafiaban mutuamente a regular combate, o reunían a sus partidarios y luchaban en grandes ejércitos, hasta que los cadáveres yacían en montículos más elevados que la cima de las colinas.
Pero el diputado del Alpingi no tenía tiempo para escuchar política de baladas y replicó que se había enterado de que el agricultor de la Casa Estival estaba por comenzar a construir y que, en ese caso, cuándo pensaba empezar.
—Oh, empezaré cuando me parezca —repuso Bjartur.
—Bueno, pues si piensas comenzar este verano, sería mejor que lo arreglásemos todo ahora, porque yo viajaré a Reykjavik a mediados de semana y no creo que regrese hasta después de las elecciones.
—¿Cómo sabes que no puedo conseguir mejores condiciones en otra parte, Ingi, querido? —preguntó Bjartur.
—Te has equivocado de medio a medio si crees que te estoy ofreciendo condiciones —contestó el gerente de la cooperativa—. La cooperativa no es un establecimiento de regateo y no tenemos por norma ofrecer tentadoras ofertas de precios reducidos, para atraer a los clientes. La cooperativa es tuya, hombre, y eres tú quien decidirá cuáles serán tus condiciones. No hay intermediarios que agreguen su cuota al precio de la madera y el hormigón. Ni nadie que te apremie con los pagos, salvo tú mismo. Lo único que te pregunto es: ¿cuáles son tus órdenes? Soy tu sirviente. ¿Cuándo quieres tus materiales? ¿Y quieres que calcule qué cantidad necesitarás de la caja de ahorros, o prefieres hacerlo tú mismo?
—Las condiciones de la caja de ahorros son inaceptables. Los bancos corrientes son mejores.
—Si, Bjartur, tanto mejores que no me sorprendería si tu viejo amigo el rey del rodeo hubiese perdido para Navidad todo lo que posee y estuviese viviendo en una choza destartalada, junto a la playa, o se encontrase matándose de trabajo, sirviendo de mozo de cuadra a su yerno, a quien puedo meter en la cárcel cuando se me ocurra. Yo soy el hombre que regirá los destinos del Banco Nacional antes de que termine el verano, toma nota de mis palabras. Y toda esa infernal pandilla de timadores quedará en bancarrota, o no me llamo Ingólfur Arnarson Jónsson. Y ese día habrá poco consuelo para los que confiaron en los estafadores y pusieron su destino en manos de esos individuos. Nuestra caja de ahorros, por otra parte, es un establecimiento sólido, digno de confianza, Bjartur. Y aunque es posible que no conceda crédito a muy largo plazo, eso es mucho mejor para ti, porque una granja abrumada por una larga hipoteca no es propiedad de su dueño, como no sea en los papeles.
Eso era altas finanzas con venganza, y Bjartur tenía dos opciones y no sabía por cuál decidirse. Era simplemente un sencillo campesino de tierra adentro, que había combatido contra la naturaleza y los monstruos del país a mano limpia, que había extraído su elevada cultura de las baladas y las antiguas sagas, en las que los hombres luchaban entre sí sin andarse por las ramas, se hacían picadillo y apilaban los cadáveres unos sobre otros. Ésa era la única alta política que entendía.
—Nuestros materiales de construcción son casi un tercio más baratos que las cosas que conseguirás en Vík —continuó el gerente de la cooperativa—. El verano pasado recibimos un cargamento de cemento directamente del extranjero. Y además, hay muchas perspectivas de que este otoño se paguen cincuenta coronas por cordero.
—Es una lástima que nadie pueda saber cuándo mientes y cuándo no mientes —dijo Bjartur—. Personalmente me inclino a creer que mientes siempre.
A esto el diputado le dio una palmadita en el hombro y rió. Luego se dispuso a despedirse.
—De modo que estará bien que te envíe mañana la primera carga de cemento —dijo—. El resto saldrá por sí solo. Mi agente te mostrará todos los planos del arquitecto que necesites. Y en la cooperativa tenemos bastantes albañiles y carpinteros. Por lo que respecta al préstamo de la caja de ahorros, tenemos una idea aproximada de lo que necesitarás. Visítanos mañana, o pasado, y discutiremos el caso más detenidamente.
El coche estaba en la carretera, frente a la Casa Estival, y el pura sangre se asustó. Levantó las orejas con inquietud, negándose a avanzar a despecho de los esfuerzos de su jinete. Finalmente Gvendur tuvo que desmontar y llevarlo de las riendas. La extraña máquina, brillante, resplandecía a los rayos del sol del atardecer, ajena al paisaje, preternatural.
Pero, no obstante, condujo al caballo directamente hacia ella. Por la ventanilla de adelante, abierta, se elevaba, enroscándose en el aire tranquilo, un leve penacho de humo azul. La hija estaba sentada, allí sola, en el asiento delantero. Él le vio el hombro, el blanco cuello, los rizos dorados, la mejilla. No le miró, aunque se encontraba apenas a unos metros de distancia, y el humo continuó elevándose de la ventanilla en graciosos círculos y espirales. Él se acercó más aún y le deseó las buenas tardes. Ella dio un leve respingo e hizo ademán de ocultar el cigarrillo. Luego se lo llevó nuevamente a los labios.
—¿Por qué me has asustado de este modo? —preguntó ella con su voz cantarína, un tanto nasal.
—Pensé que podría enseñarte mi caballo —dijo él con una sonrisa campesina.
—¿Caballo? —repitió ella inexpresivamente, como si nunca hubiese oído hablar de esos animales.
—Sí —dijo él, y señaló el caballo y le dijo el precio, y era uno de los caballos más caros del distrito.
—¡Caramba! —exclamó ella, sin dignarse mirar al animal—. ¿Tiene eso algo que ver conmigo?
—¿No te acuerdas, entonces, de mí? —preguntó él.
—No, que yo sepa —respondió ella con voz átona, mirando rectamente hacia la carretera a través del parabrisas del automóvil de su padre, con el cigarrillo delicadamente sostenido entre los dedos. Él continuó mirándola. Finalmente la joven volvió la cabeza y, observándole con indiferencia, le preguntó, como si le hubiese inferido alguna ofensa personal—: ¿Por qué no estás en América?
—Perdí el barco aquella noche —replicó él.
—¿Por qué no tomaste el siguiente?
—Porque quería comprar un ca-caballo.
—¿Un caballo?
Y entonces, reuniendo valor, Gvendur dijo:
—Me pareció que podría progresar aquí, en casa, después de haberte co-conocido.
—Gusano —dijo ella—. Vil gusano.
Esto le encolerizó levemente. Enrojeció, se acaloró y la sonrisa cedió su lugar a un tembloroso labio superior.
—¡No soy ningún gusano! —gritó—. ¡Te lo demostraré! ¡Algún día lo verás!
—Esas personas que se disponen a hacer algo y se rinden antes de terminarlo son todas unos gusanos y unas lombrices. Yo les llamo espantosos gusanos y lombrices y cobardes. Sí, cobardes. Me avergüenzo de mí misma, me avergüenzo de mí misma por haberles mirado alguna vez, sin mencionar el haberles hablado.
El retrocedió un paso y hubo un brillo momentáneo en su mirada cuando exclamó, respondiendo a una provocación con otra:
—¡Quizá construyamos una mansión tan grande como la de vosotros, los de Rauðsmýri! ¡O más grande!
Ella rió despectivamente, con la mirada baja, y nada más.
—¡Maldita pandilla de Rauðsmýri! —gritó él—. ¡Siempre creísteis que podíais pisotearnos, sí, eso es lo que pensasteis siempre! —Y avanzando un paso sacudió el puño ante el rostro de la joven—. ¡Pero yo os enseñaré!
—No estoy hablando contigo —repuso ella—. ¿Por qué no me dejas en paz?
—Dentro de unos años seré el dueño de Casa Estival, y seré un agricultor tan importante como tu padre; quizá mayor. Ya lo verás.
Ella lanzó humo por la boca en una nube espesa, mientras entrecerraba los ojos y le medía.
—Mi padre será pronto el dueño de todo el país —le dijo. Entonces abrió los ojos e, inclinándose ante él, los fijó duramente en su cara, como amenazándole—. De toda Islandia. De toda ella.
Eso le quitó a Gvendur toda la energía y volvió a bajar la mirada. Luego preguntó:
—¿Por qué te muestras ahora tan cruel conmigo? Tú, que sabes que fue precisamente por tu culpa por lo que no fui a América. Pensé que me querías.
—Idiota —replicó ella—. Sí, quizá, si te hubieras ido, un poquito. —Se le ocurrió una buena broma y no se resignó a no hacerla—. Y más especialmente si no hubieses vuelto nunca… entonces sí, quizá. Pero aquí viene papá —e inmediatamente arrojó el cigarrillo a la cuneta.
—De modo que encontraste alguien con quien conversar, querida —dijo Ingólfur Arnarsonjónsson—. ¡Muy bien! —Entró en el coche y encendió un cigarro.
—No es más que un campesino —declaró ella—. Una vez estuvo por ir a América.
—Ah, ¿sí? —preguntó el diputado del Alpingi, mientras pisaba el acelerador y soltaba el freno—. Hiciste bien, compañero, en dejar de lado esa idea de ir a América. Tenemos que quedarnos en casa, luchar con nuestras propias dificultades y vencerlas. Es conveniente creer en la madre patria. Todo por Islandia. De paso, ¿qué edad tienes?
Pero el joven tenía apenas diecisiete años; era todavía demasiado joven para votar.
De modo que el diputado movió la palanca de cambios, sin preocuparse ya más por el mozo y, cuando el coche empezó a moverse, se llevó distraídamente un dedo al sombrero, como saludando. Quizá fue tan sólo para enderezar el sombrero.
Pocos momentos más tarde se perdían en la distancia. No quedaron más que una o dos nubéculas de polvo remolineando en el aire. Muy pronto el polvo volvió a asentarse y ya no quedó nada.