¿En qué residía el secreto del éxito de Ingólfur Arnarson? ¿A qué dotes, a qué méritos debía la velocidad del ascenso que le llevó tan rápidamente de la oscuridad a la fama, del anonimato a la eminencia social? A despecho de su juventud era ya uno de los hombres más importantes e influyentes del país, una figura nacional cuya fotografía era el deleite diario de los periódicos, cuyo nombre constituía el orgullo eufónico de los titulares más llamativos. ¿Debía quizá su ascenso, como otros grandes hombres que le precedieron, a una constante búsqueda y rebatiña de ventajas personales? ¿Estaba acaso siempre a la caza de todo lo que la gente necesitada pudiese tener para vender, para poder venderlo a su vez a otros que no podían arreglarse sin ello y eran impulsados, posiblemente, por una necesidad mucho mayor? Por ejemplo, ¿se habría apropiado de una granja aquí, de otra allá, en años de depresión, para venderlas más tarde, cuando retornaba la prosperidad y aumentaban los precios? ¿Habría prestado heno a la gente, en una primavera difícil, exigiendo como garantía el mismo peso en ovejas? ¿O habría dado alimentos y dinero a los hambrientos, cobrando intereses usurarios? ¿O alcanzó la grandeza negándose a sí mismo alimentos y bebidas, como un criminal mal provisto que huyera a través de los bosques, o como un campesino que, a pesar de trajinar durante dieciocho horas por día, ha sido informado por su comprador de que sus deudas aumentan y de que ha llegado ya al límite de su crédito? ¿O la alcanzó teniendo una sola silla en su cuarto, una silla rota, por añadidura, cojeando por todas partes cubierto por un mugriento surtido de viejos harapos, como un mísero vagabundo o como un mozo de labranza? ¿O es que el método que empleaba era el de acumular un millar tras otro en el fondo de sus arcas, hasta tener suficientes para fundar una caja de ahorros y comenzar a prestar dinero a intereses legales, y luego plantarse ante hombres desposeídos e informarles que la profundidad de su miseria era tanta que pronto tendría que vender hasta el alma de su cuerpo si quería escapar a la prisión por deuda? No, Ingólfur Arnarson Jónsson no era en modo alguno una persona así. Toda su grandeza le venía de su madre. Y entonces, ¿era de esas personas que poseían una cierta cantidad de barcos y hacían que los hombres pauperizados pescaran para ellos y compraban muebles de caoba, obras de arte y luz eléctrica, en tanto que los pescadores recibían una pitanza que apenas les permitían comprar a sus esposas, como cosa de lujo, un paquete de horquillas para el cabello? ¿O es que recibía suculentas rentas de Dinamarca y otros países distantes por la administración de ciertos comercios que vendían las necesidades de la existencia a hombres que en rigor de verdad no podían permitirse existir? ¿O administraba sus propios negocios y, mientras se arrastraba por el suelo ante los campesinos ricos y les permitía que ellos mismos decidieran el valor de sus propias ovejas, porque siempre podían amenazarles con llevar sus animales a otra parte, dominaba como un tirano a los desdichados campesinos que le debían dinero, matándoles de hambre todas las primaveras y despojándoles de toda posibilidad de progreso? No, el camino de Ingólfur Arnarson hacia la honra y la reputación no fue el del tacaño ni la sangrienta carrera del comerciante, que eran hasta entonces las únicas sendas reconocidas para alcanzar la opulencia y la verdadera dignidad reconocida como legal por la comunidad islandesa y su justicia. Lo que hacía de Ingólfur Arnarson un grande hombre era, primero y principal, sus ideales, su inagotable amor hacia la humanidad, su convicción de que la gente necesitaba mejores condiciones de vida y mayores facilidades para el progreso cultural, su decisión de mitigar los sufrimientos de sus congéneres estableciendo una mejor forma de gobierno del país. Ese gobierno, en lugar de ser un juguete impotente en manos de los implacables opresores de los campesinos, los comerciantes, sería un gobierno de pequeños productores, especialmente de campesinos, el más poderoso aliado en la lucha de éstos por la existencia. Los intermediarios y demás parásitos no seguirían teniendo carta blanca para medrar a expensas de las clases campesinas. Ingólfur quería elevar la vida del agricultor a una posición de honra y dignidad, no sólo en las palabras, sino también en los hechos. Y debido a esos ideales los campesinos le eligieron para que les representara en el Alpingi y en otros lugares donde su felicidad estaba en peligro. Hasta entonces ese caudal electoral había sido descuidado completamente por el Gobierno. Y no es que el doctor Finsen, el antiguo representante de Bruni, se hubiese mostrado inactivo en el Parlamento. Simplemente que había concentrado sus esfuerzos en una sola causa, la de persuadir al Tesoro de que reconstruyese y ampliase los muelles y rompeolas que habían sido reconstruidos y ampliados para el comerciante la primavera anterior, pero que las mareas altas habían derribado, en cuanto estuvieron construidos, como si fuesen de arena. Durante veinte años bregó por ese objetivo periódico, y lo hizo con encomiable celo y vigor no decreciente, presentando su proyecto con tal regularidad anual que eventualmente se lo conoció como moción perpetua. Pero cuando Ingólfur ocupó su escaño en el parlamento, archivó silenciosamente toda la cuestión y jamás volvió a hablarse en público de la construcción de muelles y malecones. No pasó mucho tiempo, sin embargo, antes de que hiciese trazar modernos caminos y construir puentes para mejorar las comunicaciones de todo su distrito electoral. Y eso no era más que el comienzo. Ahora quería que se implantara la agricultura en gran escala y que se construyeran casas decentes para la gente. El Banco Nacional de Reykjavik, que hasta entonces actuara como una especie de cuerno de la abundancia para los que especulaban con el bacalao y el arenque, debería ser liquidado y puesto bajo la dirección del Estado, como Banco Agrícola, puesto que el Estado había adquirido ya fuertes obligaciones para garantizar las deudas de la institución. Ese Banco Agrícola prestaría dinero a los agricultores, a intereses bajos, dinero que sería utilizado con fines de construcción y mejor cultivo de la tierra. Además, el hombre se proponía destinar una cierta cantidad de los dineros públicos a un fondo especial que ayudaría a los agricultores a comprar aperos agrícolas, todo, desde arados, gradas, tractores, segadoras y rastrillos mecánicos hasta cosedoras y separadoras. Otro subsidio proveería a los campesinos de alcantarillas y cisternas para el estiércol y los pozos negros abiertos. La provisión de energía eléctrica para los distritos campesinos era también asunto caro a su corazón, pero, desdichadamente, ese plan tenía aún formas un tanto nebulosas. Dormido y despierto trabajaba en los problemas que presentaba esa nueva era de colonización y desarrollo rural. Y aunque todavía era gerente de la cooperativa y seguía dando como su dirección permanente la de Fjóróur, sería difícil decir que iba alguna vez allá, como no fuese en una fugaz visita, porque, ahora que un delegado le dirigía la cooperativa, se pasaba la mayor parte del año en Reykjavik, donde publicaba el periódico de su partido, trabajaba en las comisiones parlamentarias y se dedicaba a muchas otras actividades, como guardián que era de los intereses de los agricultores. Jamás tenía un momento para distraer en beneficio de sus propios intereses. Era, en una palabra, el Ingólfur Arnarson de la nueva era, el colono islandés del siglo veinte, distinto de su ilustre predecesor en una sola cosa: que era un Jónsson.
La nueva primavera había llegado y las elecciones generales se aproximaban. ¿No podía descontarse, pues, que Ingólfur sería reelegido sin oposición alguna y que nadie tendría la temeridad de presentarse como candidato rival? Por el contrario. No hay que suponer que la plutocracia y la potencia mercantil habían sido aplastadas por completo, sólo porque sufrieron una que otra derrota aquí y allá en los pocos lugares dispersos en que los campesinos lograron formar sociedades de consumo en su propia defensa. Por lo demás el auge comercial había fortalecido, más que debilitado, el credo de egoísmo que tan popular era en las ciudades. Y aquel distrito electoral tenía dos ciudades, Fjórdur y Vík, y el egoísmo era corriente entre los armadores, los artesanos, y los pequeños comerciantes de Vík, aunque quizá recibiese su más fuerte apoyo del nuevo comprador que apareció de pronto en el escenario, en esa ciudad. Esa persona se rodeó enseguida de los más prósperos hombres de la ciudad y el campo, e incluso desposó a la hija del rey del rodeo a los pocos meses de su llegada, aunque algunas personas habían sostenido anteriormente que no era más que un estafador y un vulgar especulador y, más aún, que había pasado uno o dos años en la cárcel. Luego, en tercer lugar, la influencia de una doctrina extranjera llamada socialismo se hacía rápidamente perceptible en Vík. La ciudad se veía raramente libre de agricultores pagados, especialmente enviados desde la capital, que rivalizaban entre sí en la tarea de confundir a las clases menesterosas e incitarlas a odiar a Dios y los hombres a la vez, como si Dios y los hombres no se hubiesen mostrado ya suficientemente antagónicos hacia esa clase de gente.
Ingólfur Arnarson:
—El socialismo es todo mentiras. Pueden hinchar a los desposeídos de promesas interminables, que nunca tendrán posibilidad alguna de realizarse hasta que los hombres hayan llegado al mismo estado de madurez que los dioses; pero sus verdaderos propósitos son lisa y llanamente el asesinato y la rapiña.
Afortunadamente, Ingólfur Arnarson no se encontraba por el momento en gran peligro en ese sentido. El peligro amenazaba del otro lado. Los capitalistas, según parecía, habían descubierto a un candidato rival, apoyado por todo un banco, el mismo banco que Ingólfur Arnarson había querido arrasar hasta los cimientos y reconstruir como Banco Agrícola administrado en beneficio del campesino y dirigido por sus propios hombres, si es que él podía ejercer alguna influencia en la cuestión. Que los estafadores de Reykjavik enviaran a uno de su propia calaña, el gerente de un banco semiinsolvente, para difundir su evangelio por todo el país, no era en sí, naturalmente, nada asombroso. Pero ¿cuáles fueron los resultados? ¡Pues que ese descarado misionero de una pandilla de criminales capitalistas tuvo la osadía, en su absoluta falta de ideales, originalidad y decencia elemental, de erguirse sobre sus cuartos traseros y ofrecer a los agricultores, no sólo todo lo que les había prometido Ingólfur Arnarson, sino, además, una gran cantidad de otras cosas! Les prometió equipar todos los pegujales con luz eléctrica en el lapso de uno o dos años, y no sólo en ese distrito electoral, sino a todo lo largo y ancho del país.
Ingólfur Arnarson:
—En rigor, la diferencia que existe entre las promesas de él y las de los socialistas puede ser considerada como una diferencia de formas de insania, con la siguiente excepción: que el gerente del banco no se propone robar y asesinar a la gente, probablemente porque recuerda muy bien que él es el emisario de esa parte fraccionaria de la población nacional que ha estado robando y asesinando sin cesar a la gente desde que Islandia es Islandia, aunque por distintos medios y sin predicar forma alguna de socialismo.
Más tarde, cuando el banquero prometió a las clases campesinas el programa entero de Ingólfur Arnarson, y más, para el caso de que se le eligiese, en un período de tiempo más corto que el planeado por Ingólfur, dedicó su atención a las ciudades, a las que hasta entonces no se había concedido ningún lugar definido en la plataforma del representante de los agricultores. En eso se mostró una vez más el alma de la generosidad. A Vík le prometió un banco y una gran compañía pesquera; a Fjóróur una fábrica de harina de huesos de pescado y una mina de carbón. Los electores de la costa prestaron oídos a esas palabras, como era natural que hiciesen, y se consideró probable que esos populosos lugares votasen en masa por el banquero. Bien, una magnífica situación. Las cosas se presentaban muy negras para Ingólfur Arnarson. ¿A quién podía dirigirse ahora? No, estimados electores, Ingólfur no volvería la casaca en el campo de la batalla política. No permitiría que otros hombres le quitasen las promesas de la boca. ¿Qué hizo, pues? Simplemente resucitó la famosa siempreviva parlamentaria de su predecesor Finsen, el viejo malecón. Y más aún. Prometió a Fjóróur no sólo un malecón y un muelle; le prometió un puerto completo, que costaría nada menos que medio millón de coronas. Un proyecto de ingeniería tan vasto, dijo, proporcionaría cantidades ilimitadas de trabajo, no sólo a los habitantes de Fjóróur, sino también a los obreros de la vecina ciudad de Vík. Y no había que olvidar las innumerables empresas comerciales que el Estado establecería en Fjóróur como secuela natural de la construcción de un puerto semejante. Nunca antes, habían producido los muelles y los rompeolas una excitación tan ardiente y un interés tan oportunos como magnánimos, la fábrica de harina de huesos del banquero la transfirió de Fjordur a Vík y, en lugar de la enorme compañía pesquera de su rival, prometió a la pequeña pesquería de Vík un gran subsidio del Estado, junto con muchos otros privilegios que la convertirían en la más floreciente pesquería de todo el país y asegurarían a todos los moradores de Vík, fuera cual fuese la profundidad de su pobreza actual, un próspero y dichoso futuro como miembros de la clase media. Quedaba la mina de carbón. La dividió imparcialmente entre las dos ciudades, aunque siempre con la condición de que la mina contuviese verdadero carbón, y no lignito, o piedras y tierra. Llegados a esa etapa resultaba ya posible decidir quién había hecho las mejores promesas, y empezó a parecer que el resultado dependería menos de lo que en realidad se ofreciese que de la habilidad oratoria de los candidatos, especialmente de su habilidad para pulsar las cuerdas del corazón de los electores. Se informó que muchos obreros habían desechado ya el socialismo en favor de una oportunidad para conseguir trabajo permanente, la prosperidad como miembros de la clase media y una participación en la propiedad de un barco.
—Uno nunca sabe cómo irán las cosas, y por eso digo que es esencial no inclinarse nunca demasiado hacia un lado, especialmente en política —observó el rey del rodeo—. Ingólfur Arnarson es un hombre de gran habilidad, es claro, como toda la familia, y no se podrá desear mejor orador en una reunión, pero el año pasado, cuando advertí la importancia que la gente de Vík y Fjóróur asigna en estos días a la empresa privada, sospeché inmediatamente que iba a perder a una buena cantidad de sus partidarios. Y por eso renuncié inmediatamente a la cooperativa. Mis asuntos personales no tuvieron relación alguna con ello, la política no es una cuestión personal y, de todos modos, ahora no estoy hablando de mis asuntos privados. Y aunque abandoné la cooperativa y transferí todos mis negocios a mi yerno, en Vík que, estoy seguro, es una actitud perfectamente natural que cualquiera habría tomado dadas las circunstancias, no quiere eso decir que piense que la gente de Rauðsmýri tenga algo malo en tanto que gente. Nadie les niega sus múltiples virtudes, y las promesas que hace Ingólfur son, por supuesto, hermosas y sumamente atrayentes. Pero ¿qué sucedería si no resulta elegido, permítaseme preguntar? ¿Qué pasará si su partido pierde influencia, como profetizan muchas personas? Me temo que algunos de por aquí se verán obligados a esperar durante mucho tiempo sus cosedoras y sus cisternas para estiércol, si eso ocurre. Y que las casas nuevas no serán tan cómodas como se ha querido convencerles. ¿Y qué garantía de seguridad tendrá la gente que le vote, si no sale electo? Ninguna, o tanta como le plazca al gerente del banco. Los personajes del sur no son tan fácilmente derribados de sus sitiales. Y nunca se ha considerado una tontería estar en buenas relaciones con los personajes.
Era cosa sabida, respecto al rey del rodeo, que inmediatamente que transfirió sus asuntos comerciales a su yerno de Vík se lanzó en una aventura que nunca se había atrevido siquiera a considerar cuando trabajaba con la Cooperativa. Comenzó a construirse una casa. Carga tras carga de madera y cemento fueron entregadas en camiones; la casa debía estar lista para el fin del trimestre. Bjartur le miró de reojo durante unos momentos, y luego replicó:
—Hmrnm, es que no todas las hijas se casan con los representantes de la camarilla mercantil, ¿sabes?
—Bueno, ya que estamos en eso, tampoco estás tú casado con nadie de la familia de Rauðsmýri —repuso el rey del rodeo—. De modo que por lo menos no estás obligado a votar por ellos debido a vínculos familiares.
—Mi voto, como el de muchos otros que podría mencionar, no está determinado tanto por vínculos familiares como por intereses comerciales —dijo Bjartur fríamente—. Creo que es necesario votar por la gente con la cual comercio, aunque, por supuesto, siempre que consigan mantenerse lejos de la bancarrota. Y si bien tú, personalmente, puedes tener excelentes motivos para codearte con los señorones del sur de quienes siempre estás alardeando, yo, por mi parte, nunca he tenido nada que ver con ellos y no veo por qué habría de empezar ahora.
—Oh, quién sabe —dijo el rey del rodeo—. Alguien decía que estabas pensando en construirte una casa.
—¿Y qué te importa a ti eso? Y aun en ese caso, ¿qué tiene eso que ver con la política?
—Nada, nada en absoluto —contestó el rey del rodeo—. Aparte de que, si estás pensando en construir una casa nueva, siempre es más prudente estar seguro de la bienvenida que te tributarán los bancos.
—¿Sí? ¿Y qué me impediría comprar todos los materiales de construcción, a crédito, en la Cooperativa, si fuese necesario? Creo que mi crédito es allí tan bueno como el de cualquiera.
—Sí, pero desdichadamente es preciso tener en cuenta otras cosas, aparte de los materiales de construcción, amigo mío. En la actualidad los salarios de los albañiles no te los dan, ¿sabes? Y los carpinteros y los albañiles no te conceden crédito. Es mejor tener un par de miles en dinero contante y sonante, si tienes intenciones de construir algo digno del nombre de construcción.
—No tengas miedo, viejo —dijo Bjartur confiadamente—. El dinero será fácil de conseguir. No hace mucho tiempo pasó por aquí cierto caballero, que por lo menos es tan importante como tú, y me dio a entender que si alguna vez necesitaba un préstamo, la caja de ahorros me recibiría con los brazos abiertos.
—La caja de ahorros —repitió el rey del rodeo—, sí, en efecto. Una institución digna de elogio, como siempre he sido el primero en reconocer. Y en cuanto a Jón de Myri, nos hemos sentado juntos a la mesa del concejo de la pedanía durante muchos años, sí, desde mucho antes de que comenzara la guerra, y nunca oí que nadie insinuara siquiera que fuese otra cosa que un hombre de los más admirables y salientes cualidades. Y no es culpa de él, por cierto, que gente de carácter poco digno de confianza, acostumbrada a acosarle continuamente con solicitudes de préstamos pecuniarios, haya terminado uniendo fuerzas y amenazando con llevarle ante la ley, sólo porque insistía en cobrar los intereses que ellos mismos habían acordado abonar. De modo que, personalmente, no me sorprende en lo más mínimo que haya decidido abrir una caja de ahorros, donde su dinero puede estar siempre en circulación, aunque sólo sea al seis por ciento legal, en lugar de continuar prestando a gente indigna, en privado y a espaldas de las autoridades, con intereses de entre el doce y el quince por ciento, con la amenaza de la cárcel pendiendo constantemente sobre su cabeza. Una caja de ahorros es siempre algo seguro, un negocio sólido. Y es conveniente tener una caja de ahorros en la región, para el caso de que uno necesite una pequeña cantidad de dinero por un corto plazo. Pero nunca son más que pequeñas cantidades, y nunca prestadas para más de un corto período. Porque nadie es tan tonto como para prestar una gran cantidad a los intereses que exige la caja de ahorros. Los que tienen intenciones de construir, harán mejor en dirigirse a los bancos, donde un préstamo hipotecario se amortiza en cuarenta años.
—Oh, no creo que yo necesite más de uno o dos años para saldar mi deuda. Algunas personas creyeron que los precios se derrumbarían al final de la guerra, pero la lana alcanzó precios excepcionales en la primavera, y me he enterado de que este otoño nos pagarán más que nunca por las ovejas.
El rey del rodeo permaneció sentado, sumido en profundas reflexiones durante un rato, acariciándose distraídamente la barba. Estaba torturando intensamente su cerebro, ese hombre, porque según él nada era perfecto si no se ponía por escrito, en un documento público. Había sido funcionario público encargado de perros, hombres y párrocos durante demasiado tiempo como para cometer la tontería de sacar una conclusión precipitada.
—Oh, bueno —dijo al cabo—, en realidad no es cosa mía, pero me pareció que debería sugerirle algo a un viejo amigo. Pero que en modo alguno se te meta en la cabeza que he venido aquí cumpliendo funciones oficiales. He venido como algo más o menos intermedio, tampoco debes creer que he venido en una visita totalmente particular, privada. Como sabes perfectamente bien, nunca he estado en condiciones de dar al movimiento cooperativo mi apoyo incondicional, aunque reconozco perfectamente lo que hay de noble y hermoso en él como movimiento, y he sido siempre el primero en reconocer las virtudes de los de Rauðsmýri, especialmente las de la Señora, como gente. La verdad de la cuestión es que siempre he tratado de quedarme más o menos en el centro del camino y que, en consecuencia, estuve invariablemente dispuesto a admitir que ambas partes estaban en lo cierto, por lo menos hasta que se presentasen pruebas concluyentes de que la otra estaba equivocada. Y ahora, para volver al caso presente, me agradaría que sepas que mis relaciones con distintas personas encumbradas son tales que estoy en condiciones, aunque, desdichadamente, no puedo mostrarte una autorización escrita, de ofrecerte un préstamo en términos excepcionalmente liberales, una hipoteca por cuarenta años en un banco de la capital, si quieres comenzar a construir este año. Pero, naturalmente, ese préstamo sólo será posible si nosotros, los que alimentamos en nuestro pecho el amor a la libertad, sabemos dónde nos engaña nuestra prosperidad política y tenemos el suficiente sentido común como para efectuar nuestras transacciones comerciales en el lugar adecuado.