—¿Eres tú? —preguntó ella.
—Sí —respondió él—, soy yo.
Y así comenzaron sus relaciones.
En un lozano prado verde, al atardecer, se yergue una casa alta y distinguida, con una torre rectangular, bañada por el sol. El prado reluce casi como una mancha de rojo fugaz del sol de la tarde, tan luminoso y encantador está.
—¿No tienes unas ganas tremendas de estar en América? —preguntó ella—.
Lleva botas altas y pantalones de montar que le ajustan en las rodillas pero que le quedan holgados arriba, y conduce a dos jóvenes y briosos caballos de raza, con el pelo reluciente de tan bien alimentados, suave como la seda; el sol y la brisa juguetean en el cabello dorado de la muchacha, en sus ondas y en sus rizos: sus juveniles rizos se yerguen, rotundos, sobre la esbelta cintura, sus brazos están desnudos hasta el hombro, tiene cejas curvadas en un alto arco negligente, ojos penetrantes que le recordaron a él el cielo y sus milanos, su piel, radiante con los frescos colores de la juventud, colores incomparables, le hicieron pensar en la saludable leche nueva de mayo. Era completamente libre. Era la belleza en persona. El jamás había visto nada, nunca había visto a nadie que se le pareciese siquiera remotamente. Tenía un leve rastro nasal en la pronunciación; al final de cada frase la voz se le hacía grave, llena de notas cantarínas, y reía, divertida y sería. Él se sintió completamente perdido.
—Puedes entrar en el prado, si quieres —dijo ella.
Él le abrió la puerta.
—Puedes sujetarme los caballos un momento, mientras entro —dijo y desapareció. Él se quedó allí, con las riendas en la mano, mientras los caballos mordían el freno y se frotaban impacientemente contra él. Esperó durante un largo, largo rato y ella no volvía. Y, justamente cuando comenzaba a pensar que no volvería, apareció.
—¿Te apetecería un poco de chocolate? —preguntó ella, y le dio un poco de chocolate.
—¿Más? —preguntó, y le dio más.
—Ojalá pudiera ir contigo —dijo después—. ¡Señor cómo me gustaría ir a América! Y digo yo, ¿qué tal te parecería que fuese contigo?
El se ruborizó furiosamente ante el pensamiento de fugarse con una muchacha como aquélla. La idea le pareció, en cierto modo, un tanto incorrecta. A pesar de lo cual le concedió permiso para acompañarle a América.
—El barco llegará esta noche y saldrá temprano por la mañana —le dijo. Ella estalló en francas carcajadas. Le divertía enormemente que él quisiera llevarla consigo a América.
—Eres muy bondadoso, te lo aseguro —dijo, riendo en broma y en serio—. Me parece que, en cambio, tendré que ofrecerte un paseo en el alazán, aunque en este momento no tiene más que una brida de cuerda. En realidad estaba pensando en ir a Myri a visitar a mis abuelos y, si no tienes inconveniente en cabalgar a pelo un poco, puedes acompañarme hasta la cima del brezal.
No, no, él no tenía inconveniente alguno en cabalgar a pelo, aunque el camino fuese largo, e inmediatamente estuvo a caballo. En cuanto hubieron montado, los vivaces animales partieron a gran velocidad, el blanco al galope con la joven, en la delantera, el alazán persiguiéndolo furiosamente, sacudiendo la cabeza y tirando con violencia de las riendas, haciendo caso omiso de los esfuerzos de su jinete para guiarlo. Ella lanzó al blanco a todo galope por el camino que conducía al brezal, en tanto que el alazán la seguía con un galope errático, bufando, haciendo cabriolas y corvetas como si nunca hubiera tenido un freno. Una o dos veces ella miró atrás y rió, con el cabello flotando en la brisa, dorado por el sol. A despecho de su montura, Guðmundur Guðbjartsson no había conocido jamás nada tan glorioso, tan romántico. Se precipitaron pendiente arriba como si hubiese sido allanada y convertida en una pista de carreras, con los caballos tomando los recodos del camino en zigzag a tanta velocidad que el joven se veía obligado a agarrarse de las crines para no ser arrojado a un costado.
Apenas unos momentos habían pasado y ya se encontraban a la vista de la cima. En un punto, cerca de la parte superior del paso, el camino contorneaba el fondo de un hondón herboso. Y precisamente cuando pasaban junto al hondón el blanco se encabritó, se lanzó al costado del camino, saltó sobre la cuneta, aterrizó en el hoyo y, ¡zas!… La joven quedó tendida en el borde, con las piernas agitándose en el aire. El alazán, siguiendo las huellas del otro, levantó las patas traseras con tanto vigor que su jinete se precipitó hacia delante, cayó de cabeza e hizo un salto mortal antes de detenerse. Los caballos, sacudiendo la cabeza y bufando, se alejaron un poco más allá, en el hondón, y comenzaron a pastar. La muchacha quedó tendida en el pasto, riendo.
—Espero que no te habrás lastimado —preguntó él mientras se levantaba.
Pero ella no podía hacer otra cosa que reír.
—¡Dios, qué broma! —exclamó retorciéndose de risa. Él fue a buscar los caballos y les pasó las riendas por la cabeza para trabarles los movimientos. Los animales comían vorazmente, bufando en el pasto y haciendo tintinear los bocados del freno. Cuando Gvendur regresó, ella estaba sentada, arreglándose el cabello. El pueblo se extendía debajo de ellos como una vista a vuelo de pájaro, con huertos color café y tejados recientemente pintados, en testimonio de los magnánimos beneficios de una guerra próspera. Y podían ver hasta muy lejos, hasta el océano, y el océano se desplegaba ante ellos como la eternidad, terso y brillante como un espejo, hasta el horizonte, de modo que uno sentía que seguramente el mundo debía terminar allí, donde un mundo mejor ocuparía su lugar; quizá sea cierto.
—Temí que te hubieses lastimado —dijo él caballerescamente—. Magníficos caballos, éstos.
—¡Bah, no son más que un par de pencos corrientes! Los cambiaría inmediatamente por la posibilidad de ir a América.
—¿Cómo te llamas? —preguntó él.
Pero ella lo miró y mostró sus dientes parejos, blancos como la leche, en una carcajada musical.
—¿Por qué te molestas en preguntarlo, si te vas a América?
—Quería saberlo.
—Muy bien, te lo diré. Pero no antes de que regreses de América. Oye ¿qué harás cuando llegues a América?
—Oh, en verdad no lo sé aún —repuso él, ocultándose a su vez, aunque no sin desgana, detrás del mismo manto de picaro misterio que utilizaba ella.
—No quieres decírmelo, eso es lo que pasa.
—En América uno puede ser lo que le plazca —declaró él—. Ahí tienes a mi hermano, por ejemplo. Está en América, pero nadie sabe qué hace. Lo único que sabemos es que tiene una gran cantidad de dinero. Dinero impreso en billetes azules. Acaba de enviarme un puñado de ellos. En América hay países con enormes bosques y animales salvajes.
—Animales salvajes —repitió ella con excitación—. ¿Cazarás animales salvajes?
Sí, por supuesto que los cazaría, ahora que lo pensaba. Cuan afortunado fue al mencionar los animales salvajes, él, que siempre había tenido deseos de cazarlos.
—Escucha —dijo ella—, ¿no tendrás una fotografía de tu hermano en América?
No, no tenía una fotografía.
—¿Cómo es él? ¿No es terriblemente… ya sabes lo que quiero decir… algo así como extranjero de aspecto?
—Es alto —replicó Gvendur—; sí, espantosamente alto. Y es mucho más fuerte que yo. Y sabe cantar. Magníficamente bien. Y siempre está bien vestido. Supongo que debe tener dos o tres trajes de vestir. Y, además, es inteligente. Se le puede ver en los ojos: lo ha aprendido todo; nadie sabe cuándo lo aprendió. Siempre quiso viajar.
—¿También él ha cazado animales salvajes? —preguntó ella.
—Sí, sí, en un bosque —repuso él—. Ciervos y panteras. Es un bosque terriblemente grande. Vive en un bosque. Yo estaré con él dentro de un mes.
—¡Qué te parece! —exclamó ella—. ¡Señor, cómo me gustaría ir a América!
La velocidad y la facilidad con que había respondido a las preguntas de la muchacha le asombraron grandemente. ¡Pero es que resultaba tan agradable conversar con ella!… Nunca había visto a nadie tan desenvuelto e inspirador para la lengua. Era casi como si una flor surgiera de cada palabra —por insignificante que fuese— que se le dirigía. Pero, ahora que tenía tiempo para reflexionar, se le ocurrió que había algo extraño en ella.
—No entiendo bien por qué quieres ir a América, cuando vives en una gran casa con torre —dijo—. Y cuando puedes tener todo lo que se te ocurra, tomándolo de los almacenes de la cooperativa. Y cuando tienes caballos tan hermosos.
Al cabo de unos momentos de pensarlo, ella se sintió inclinada a concordar con él.
—Sí, supongo que tienes razón. Sí, me parece que es una tontería —dijo—. En verdad no tengo el más mínimo deseo de ir a América; no iría aunque me pagasen. Aunque creo que lo pensaría un poco si papá me acompañara. Es que me emociono cuando alguien va a América, porque es un viaje tan, tan largo y porque es tan romántico y porque creo que el mar es maravilloso, tan grande, y cuando regresan son tan grandes hombres, tan viriles. Cuando yo era pequeña pensaba que todos los que viajaban al extranjero debían ser grandes hombres, como mi padre, por ejemplo. Quizá no sean más que tonterías. Pero no hay motivos, a pesar de todo, para que sea verdad, ¿no es cierto? Escucha, no debes olvidarte de mí cuando estés en América.
—No —contestó él, ruborizándose y sin atreverse a levantar la mirada, porque sabía que ella le observaba.
—¿Sabes una cosa? —preguntó ella—. Me he prendado de ese hermano tuyo del que me hablabas hace unos momentos. Habíame un poco más de él. ¿No volverá nunca?
—No —dijo Gvendur—. No creo que vuelva jamás. Pero puede que yo regrese algún día. —Y luego, reuniendo valor, agregó:
—Es decir, si tú quieres que vuelva.
Ella le miró durante unos instantes, sopesándole en el presente y en el futuro, en la realidad y la imaginación, y mezclando ambas personalidades, con un ojo fijo sobre el gran océano que él estaba a punto de atravesar. Y por lo gran hombre que era su hermano al otro lado del océano, y porque había animales salvajes en América y, sí, porque sería tan viril cuando regresase, le contestó:
—Me alegraré muchísimo de que vuelvas.
Sí, era joven, muy joven, puede que tuviese quince años, puede que no más de catorce. Y posiblemente no fuese más que una pura pedantería mencionar alguna edad concreta en relación con ella, porque era la juventud en persona, la juventud que los niños de la Casa Estival no conocieron nunca. No, jamás había visto a nadie parecido a ella, ni tampoco ella a nadie parecido a él, puestos a ello.
—Cuando regreses, serás más alto que ahora, y mucho más ancho de aquí —y le pasó la mano por el pecho y los hombros—, mucho más, y llevarás un traje de verano, liviano, gris, y zapatos color castaño. Sí, y sombrero. Y una camisa a rayas. Y muchas otras cosas. Y cuando llueva te pasearás con impermeable. Y habrás cazado animales salvajes. —Echó la cabeza hacia atrás y contempló el cielo en una soñadora visión, y él le vio la parte inferior de la barbilla. Luego se inclinó hacia delante, riendo, cayendo casi en brazos del joven, y él le miraba la raya, blanca, del espeso cabello rubio, del cabello dorado amado del sol. Sí, rió casi en sus brazos, y los pensamientos de él fueron un desordenado torbellino y no pudo creer que fuese cierto. ¿Por qué había de ocurrirle eso precisamente cuando partía? Ya se encontraba firmemente resuelto a regresar algún día.
De pronto ella comenzó a prepararse para el resto del viaje. Se sentó en el césped y se arregló el cabello e inclinó la cabeza a un costado. El joven la observó y también inclinó la cabeza a un costado, un poquito inconscientemente, y al fin terminaron de inclinar la cabeza.
—Ahora tendremos que ir a buscar los caballos —dijo ella. Fueron a buscar los caballos. Éstos siguieron bufando y tratando de sacarse el bocado del freno. Tomaron una rienda cada uno, ella contemplando una vez más, con admiración, el océano que él estaba a punto de cruzar; él, sin poder dejar ya de mirarla.
—Supongo que tendré que decirte adiós —dijo ella con tono apenado.
Le ofreció la mano, tan cálida, tan joven, extendiendo el brazo —tan suave y brillante— sobre el cuello del caballo. Él lo tomó en silencio y vio que ella quería que siguiera acompañándola y que, aunque en cierto sentido se sentía muy, muy complacida, en otros se mostraba medio inclinada a sentirse apenada.
—Cuando vuelvas, ven a visitarme —dijo la joven, para consolarle y consolarse.
Él no respondió. Ella se demoraba y continuaba mirándole. Apoyó los codos sobre la cruz del caballo y siguió observándole desde el otro lado del cuello del animal.
—Un magnífico par de caballos dijo él, acariciando al blanco. Ella rió, porque los hombres son todos iguales, siempre buscan algún pretexto para alargar el momento.
—¿No querrías vendérmelos? —le preguntó Gvendur.
—¿Vendértelos? ¿Cuándo partes hacia América? ¿Qué harías con ellos?
—Oh, los quiero, esto es todo —replicó él—. Tengo mucho dinero, ¿sabes?
—No, no te los venderé. Te los regalaré cuando regreses —dijo.
—¿Cómo te llamas? —preguntó él.
—Te lo diré cuando vuelvas.
—Quiero saber tu nombre mientras esté ausente —dijo él.
—¿Por qué, me piensas escribir?
—Sí.
—Acompáñame un poco más, entonces —repuso ella—, y lo discutiremos.
Montaron y partieron a la misma furiosa velocidad de antes, el blanco en la delantera, el alazán detrás, hacia el este, por sobre los páramos. El suelo estaba seco y el polvo se elevaba detrás de ellos en nubes hinchadas. El viento les daba contra el rostro riente, mientras volaban rectamente hacia el ojo del sol poniente, como seres sobrenaturales cabalgando sobre nubes hacia un fuego ardiente. Era la cabalgata más encantadora del mundo. Seguían y seguían, sin disminuir la velocidad, sin discutir. Muy lejos, en el brezal, distinguieron el brillo de una lagunilla blanca; el musgo era gris, blancas las hierbas marchitas, negras las rocas, rojos los retazos de tierra desnuda. Las montañas lejanas del sur estaban bañadas en violeta; los glaciares, detrás de ellas, en un blanco níveo. El océano se había perdido a sus espaldas hacía rato. A lo largo del costado del camino se escurrían los aterrados pájaros del brezal, graznando antes de elevarse en el aire. Las ovejas y sus corderos volvían grupas y se perdían de vista.
Cuando finalmente llegaron al lago, ella sacó el caballo, sin prevención alguna, del camino, y el alazán lo siguió, primeramente sobre un trecho de piedras cubiertas de musgo, luego sobre un retazo pantanoso, y finalmente por las orillas del lago, cubiertas de secas hierbas de pradera, verdes como si hubieran sido cultivadas. Había dos cisnes en el lago. Ella saltó del caballo y él también saltó. Se encontraban ahora en la parte más alta de los páramos. Las sombras eran largas, el sol tocaba el filo occidental del brezal, el aire se tornaba rápidamente frío. Amarrado en la parte trasera de la silla, ella llevaba un grueso abrigo. Cuando lo sacó y se lo echó sobre los hombros, extrajo golosinas de todos los bolsillos y le ofreció algunas. Luego se sentó en la orilla.
—Siéntate —dijo, y él se sentó.
—Mira los cisnes —dijo, y él miró los cisnes.
—¿No tienes frío? —preguntó.
—No —repuso él.
—Veo, por tu cara, que tienes frío. Acércate un poco más y te daré un extremo del abrigo para que te tapes.
—No es necesario —dijo él, acercándose para que le cubriese con un extremo del abrigo.
—Tus ropas huelen a humo —dijo ella con una carcajada—. Y a plumas, también.
—¿Eh? —exclamó él—. ¿Humo? ¿Plumas?
—Sí, pero tu cabello es hermosísimo —dijo acariciándoselo con las luminosas manos—. Y eres tan ancho de aquí. Y de aquí. Y tienes ojos tan viriles…
Los cisnes se acercaron a la orilla, atisbando a la joven y al mozo con curiosidad, emitiendo de tanto en tanto un ruido con la garganta.
—Mira qué noblemente nada él, qué graciosamente le sigue ella.
—Sí —repuso él, mirando los cisnes y viendo todo lo que ella veía. Al principio le habían parecido aves corrientes, pero ahora se dio cuenta de que formaban una pareja, un él y una ella, no simplemente dos aves cualesquiera, sino dos aves con significado.
—Están enamorados, ¿entiendes? —dijo ella, todavía mirándolos.
El le tomó la mano en silenciosa respuesta, involuntariamente. ¿Qué otra respuesta podía ofrecer? Presintió el calor de su joven pecho. Era la vida misma. Y se quedó sentado, teniéndola de la mano, y ella no se opuso y continuó mirando a los cisnes, que seguían nadando de un lado a otro, en cautelosa patrulla, a un par de metros de la orilla, contemplando inquisitivamente a los jóvenes.
—¿Cómo harás ahora para volver a Fjóróur? —preguntó ella, con una picaresca mirada de costado.
—No hay prisa alguna —contestó él—. Tengo toda la noche por delante. —Y agregó, en un susurro:
—¡Te quiero tanto…! ¿No me prometerás esperarme?
—¡Chss, no hables así! —dijo ella, y le besó en la boca, primero una vez, con una carcajada; luego dos veces, con un pequeño sollozo; luego repetida y apasionadamente, como si fuera su dueña. Y cerró los ojos.
Cuando al cabo él apartó el abrigo bajo el cual habían estado acostados se puso en pie, el sol estaba muy por debajo de las montañas, el aire era helado y los cisnes… los cisnes habían desaparecido. Quizá nunca los hubo y todo fue una pura ilusión y no era más que una noche corriente, una noche de primavera en el brezal. Ella le dijo que fuese a buscar los caballos. Luego le volvió la espalda y, ocultándose bajo el abrigo, se arregló las ropas y el cabello bajo la protección de la prenda. El se encontraba completamente vacío de pensamientos, un hombre que había perdido completamente sus propósitos en tiempo y lugar, el punto y la línea. Los caballos estaban al otro lado del lago, muy lejos. El alazán había conseguido quitarse las bridas de cuerda. Sin ellas se mostraba sumamente indócil y el joven tuvo grandes dificultades en atraparlo. Se vio obligado a meterse en el fango hasta las rodillas, en el pantano. Cuando consiguió agarrar al animal, quedaba muy poca gloria en sus zapatos de charol. Finalmente logró hacerlo seguir al blanco y, atrapándolo, le ató en la mandíbula inferior la cuerda que había comprado. Para cuando regresó con los caballos, la joven estaba impaciente y le preguntó por qué había tardado tanto. Sin pérdida de tiempo pasó las riendas sobre el cuello del blanco, montó, le dio una palmada en los ijares y partió a toda velocidad hacia todo lo que tenía delante.
El alazán mostró ser más intratable, ahora que sólo tenía un freno improvisado y una sola rienda. Durante un rato corrió en curvas y círculos erráticos, luego continuó con una variedad de otras corvetas, de modo que Gvendur se dio cuenta muy pronto de que se encontraba montado sobre un potro sin domar, cuyas triquiñuelas y caprichos lo convertían en una montura imposible. Cuando finalmente logró llevarlo otra vez al camino, la joven se encontraba lejos, en la cresta de una colina, y mantenía aún la velocidad con que recorrió el ondulante brezal. El alazán la vio y, lanzando un estridente relincho, partió en alocada persecución. Pero Gvendur fue advirtiendo gradualmente que era menos resistente que veloz. Ya se encontraba cubierto de sudor, y al descender una colina perdió pie y rodó con el resultado de que Gvendur se raspó los pómulos y las rodillas. Sacó el reloj para ver si la caída lo había roto, pero estaba intacto. Y eran las dos. La joven aumentaba su delantera. Las dos… había llegado demasiado lejos; en verdad tendría mucha suerte si lograba regresar a Fjóróur a tiempo… ¿y qué podía hacer con el caballo? Por supuesto, debería devolverle el caballo a la muchacha antes de su caminata de regreso a Fjóróur.
—¡Eh! —gritó—. ¡Eh!
Pero ella estaba ya tan lejos que no había esperanza alguna de que le oyese. Y, además, se encontraba fuera de la vista, detrás de una ondulación de los páramos. No hay más opciones: tendré que alcanzarla y devolverle el caballo, pensó. Trató de convertir la cuerda en una doble brida, para ver si el alazán se dejaba manejar mejor. Luego montó y trató de acicatearlo.
—¡Eh! —gritó—. ¡Eh! ¡Tu caballo, tu caballo!
Pero cuando llegó al borde occidental del páramo, desde donde se podría ver la Casa Estival, eran ya las tres pasadas, el alba se asomaba a sus espaldas y lejos, muy lejos, las nubéculas de polvo del valle, detrás de los cascos del caballo de la joven, le dijeron que ésta no había aminorado su velocidad. Ya no quedaba ni la más remota posibilidad de que la alcanzara, especialmente ahora que el alazán mostraba señales inconfundibles de fatiga. Desmontó y los zarapitos, completamente despiertos, le gritaron desde cada una de las rocas, desde cada montículo de las lomas. ¿Qué demonios podía hacer ahora? Si dejaba el caballo allí y volvía caminando a Fjóróur, había pocas posibilidades de que alcanzara el barco, tal como las cosas estaban ahora. A menos, por supuesto, que la partida del vapor hubiera sido considerablemente demorada. Eran las tres. Se sentía cansado, agotado por la larga cabalgata a pelo y las caídas sufridas. Y no sólo cansado, sino también hambriento. Recordó de pronto que no había comido nada, aparte de los dulces que ella le había dado, desde que salió de la casa de pensión la víspera, por la mañana temprano. ¿Y si tomaba prestado el caballo, sin el consentimiento de la dueña, pero anticipándose a él, lo que se consideraba justificable en casos de extrema necesidad? ¿Y si volvía en él directamente a Fjóróur? ¿Serviría de algo, llegaría a tiempo para alcanzar el barco? Después de devanarse los sesos durante unos momentos, resolvió que al menos debía intentarlo. Era evidentemente un caso de extrema necesidad, no una ocasión para poner en práctica un sentido de la honestidad excesivamente escrupuloso… Y habiendo decidido regresar a Fjóróur a caballo, volvió a montar. Pero el potro se negó a moverse y, aunque el joven lo golpeó repetidas veces con los puños y los talones, ninguna cantidad de golpes parecía producir efecto alguno, aparte de un esfuerzo desganado de desmontarle. El animal sabía que su blanco compañero de caballeriza se dirigía hacia el oeste, y ningún poder humano podría convencerlo de que tomara la dirección opuesta. Al cabo el jinete se rindió y lo dejó que caminase hacia donde quisiera. Y el potro descendió la colina a paso de ambladura, buscando cautelosamente el camino que bajaba al valle, con uno que otro bostezo a causa de la cuerda y un ocasional meneo de la cabeza, un bufido de tanto en tanto o un relincho.
Cuando llegaron a los marjales que se extendían frente a la Casa Estival, vieron por fin, a lo lejos, a la joven y al caballo blanco, dibujados en el horizonte, antes de que desaparecieran por detrás de la cima de la colina del este. Él consiguió que su cabalgadura trepara por el sendero que conducía al pegujal. Después de desatar la cuerda, dejó en libertad al caballo en el campo familiar; el animal tenía lastimadas las comisuras de la boca. Se dejó caer al suelo, rodó por el pasto, frente a la casa, se puso de pie y se sacudió, estremeciéndose un poco en los ijares y en los hombros, cubierto de sudor. El sol brillaba, las sombras producidas por la casa eran tan largas como las de un magnífico palacio. Ninguna parte del día o de la noche tiene tanta belleza como cuando sale el sol, porque hay sobre todas las cosas tranquilidad, hermosura y esplendor. Y ahora había sobre todas las cosas esa tranquilidad, esa hermosura y ese esplendor. El canto de las aves era dulce y feliz. El espejo del lago y las tersas aguas del río chisporroteaban y resplandecían con una radiación argentada, subyugante. Las Montañas Azules yacían arrobadas, contemplando su ciclo, como si no tuviesen nada en común con este mundo. Y en la insustancialidad de su serena belleza y de su apacible dignidad, también el valle parecía ajeno al mundo. Hay momentos en que el mundo parece no tener nada en común con el mundo, momentos en que uno no pueden entenderse a sí mismo, como si fuese inmortal. Nadie despierto, nada despierto en el pegujal, y sin embargo el joven no había conocido nunca un día semejante. Se sentó en la hierba, de espaldas al huerto, y comenzó a pensar. Comenzó a pensar en América, la tierra gloriosa del otro lado del océano, la América en la que podría haber sido cualquier cosa que quisiese. ¿Es que lo he perdido todo para siempre? Oh, bueno, importaba poco. El amor es mejor; el amor es más glorioso que América. El amor es la única América verdadera. ¿Sería cierto que ella le amaba? Sí, no había nada que fuese la mitad de cierto. Nada hay que sea la mitad de diferente a sí mismo que el mundo; el mundo es increíble. Es cierto, ella se había alejado en su caballo, abandonándole. Pero montaba uno de los famosos caballos de pura sangre de Rauðsmýri, y posiblemente el caballo quería volver a su establo. La joven no miró nunca hacia atrás, no aminoró la velocidad. Pero, a despecho de esa aparente indiferencia, él estaba seguro, esa incomparable mañana, que en alguna fecha futura, posiblemente cuando se hubiese convertido en el amo de la Casa Estival, la llevaría a su casa como su esposa. Puesto que había comenzado de tal manera, ¿cómo podía terminar de otro modo? Lo que había hallado era la dicha, aunque ella le abandonó… y una y otra vez la disculpó con el pretexto de que no pudo contener al caballo. Se encontraba decidido a gastar su dinero americano en un buen caballo, en un pura sangre de primera clase, para que en el futuro pudiese cabalgar junto a su amada. Y así estaba, tendido en el pasto de su granja natal, mirando el cielo, el azul, comparando el amor que había ganado con la América que había perdido. Si el amor era mejor… y así una y otra vez. Seguía viendo a la joven con los ojos de la mente, cabalgando sobre el ondulado brezal, volando a través de la lúcida noche como una visión aérea, con los dorados rizos flotando al viento, su abrigo aleteando contra las grupas del caballo. Y se vio a sí mismo siguiéndola, de cumbre en cumbre… hasta que ella se perdió en el azul. Y él también se perdió en el azul. Dormía.