En esa época ir a América ya no se consideraba un acto de ignominia y vergüenza, comparable a pedir la ayuda de la parroquia o ser encerrado en la cárcel, ni era tenido como una cosa digna únicamente de la morralla. La acción estaba rodeada casi de la misma dignidad que la de emprender un viaje de placer. Los emigrantes no eran ya denominados vagabundos y ociosos crónicos, ni vistos como malas mercancías exportadas con alegría por los concejos parroquiales. No, eran hombres con dinero en el bolsillo que iban a visitar a sus parientes y amigos, gente magnánima. Los islandeses de América se habían convertido de pronto en gente magnánima, ya que se informaba, por fuentes dignas de crédito, que tenían cantidades de dinero. Y era considerado digno de encomio el partir en busca de aquellos magníficos plutócratas. Gvendur de la Casa Estival, un joven que nunca suscitó grandes emociones en Fjórdur en sus visitas anteriores, Gvendur de la Casa Estival se encontraba en el pueblo, con dinero en el bolsillo, cien coronas, mil, quizá más, y a punto de subir a un barco que le transportaría al otro lado del Atlántico, para visitar a sus parientes, gente próspera y encumbrada. Se convirtió de inmediato en una figura altamente respetada en Fjóróur, mientras esperaba el vapor costero, y el gobernador provincial le sirvió café cuando fue a visitarle para recoger su pasaporte, y la gobernadora fue a echarle una mirada porque se iba a América. Una persona de gran inteligencia, a la que jamás había visto anteriormente, le saludó en la calle, le invitó a pasar, le convidó a más café y le enseñó a decir yes, moni, olraii, para que pudiese hacer un triunfo de su vida en America. En las oficinas de la compañía naviera se le proporcionó una arenga de media hora acerca de cómo debía comportarse en Reykjavik, a quién debía ver, qué tenía que decir, dónde había de abonar el dinero de su pasaje, y alguien le dio un cigarro para que lo fumara, y se sintió enfermo. Infinidad de personas le detenían en la calle y le preguntaban si era él el hombre. Sí, era él. Las mujeres se asomaban a la ventana, levantaban las cortinillas y le medían de pies a cabeza con romántica curiosidad, porque sabían quién era. Los niños, ocultos tras las esquinas de las casas, le gritaban: «¡América, América, eh!». En esa atmósfera de fama transcurrieron dos días. Se compró un cuchillo y un poco de cuerda para llevar a América, porque nada es tan esencial en un viaje tan largo. El barco debía arribar el día siguiente, por la mañana temprano, y cuando hubo terminado todos sus preparativos, todavía le quedaba por delante la tarde y la noche. Será mejor que vaya ahora a ver a Asta Sóllilja, se dijo. Finalmente la encontró en la casa de un armador y su esposa, de sirvienta; con ella estaba su hija de cinco inviernos y un verano menos.
—La bauticé Bjórt —dijo Asta Sóllilja—. Yo misma era tan niña cuando la tuve… Fue lo único que se me ocurrió. No se lo puse para complacer a nadie en particular. Es grande para su edad y ahora tiene bastante que comer, pobrecita, y es bisoja como su mamá.
Le dio un beso. Ahora era una mujer alta, de piernas largas. Tenía las caderas anchas, posiblemente demasiado anchas, hombros estrechos en comparación, una espalda demasiado redonda y un pecho no tan alto como cuando tenía quince años. Sus ojos eran gris plata bajo las pestañas oscuras; su tez, pálida. Y las antiguas líneas de gracia habían sido reemplazadas por dureza. Uno de sus dientes delanteros estaba negro, podrido; su bizqueo era más pronunciado que antes, posiblemente por efecto de la fatiga; sus manos eran largas y huesudas, pero de formas agradables, su cuello todavía blanco y joven, sus brazos demasiado delgados, su voz fría y áspera, no animada. Llevaba el cabello corto y el flequillo le llegaba casi hasta los ojos. Había algo, en su aspecto y sus modales, que resultaba a la vez fuerte y débil, atractivo y repelente. Era imposible no darse cuenta de su existencia. No tenía en el rostro una sola facción chata, no había un solo instante de mudez en la mirada de sus ojos, ni un solo movimiento de sus miembros carecía de personal expresión vital, de expresión de contradictorios sostenidos y bemoles, una humillación y una rehabilitación, todo al mismo tiempo. Su vida era un único tormento apasionado y continuo, de modo que era imposible no ser bueno con ella y después apartarla y después volver nuevamente a ella porque no se había entendido… o no se había entendido uno mismo, quizá. Gvendur advirtió inmediatamente que era de raza superior, aunque estaba encorvada, apretada sobre la colada húmeda, vestida con harapos, vestida quizá con la vergüenza de toda una nación, de una nación inocente durante un milenio, con un diente podrido y una hija ilegítima… y se sintió maravillado ante ella del mismo modo que él y sus hermanos se maravillaban siempre en otros tiempos, cuando ella era la hermana mayor de la casa. No, no tenían parentesco alguno.
—Me voy a América —dijo.
—Pobrecito —respondió ella, pero sin piedad, sin sentimiento de ninguna especie.
—Estoy seguro de que allá me irá mejor, aun cuando en Islandia las perspectivas sean buenas.
Ella sonrió fríamente.
—¿Quién te envió a verme? —preguntó.
—Nadie —contestó él—. Sencillamente me pareció que debía venir y decirte adiós.
—Habría creído que tú serías el último de la familia en sentir tales impulsos —dijo—. Me parecía que eras un hombre libre, como Bjartur de la Casa Estival.
Dijo «Bjartur de la Casa Estival» con una sonrisa fría, sin vacilaciones. Lo que había ganado en fuerza lo había perdido en sensibilidad.
Él reflexionó profundamente, con los ojos fijos en el suelo para mejor concentrarse.
—Siempre hay en el valle alguien que te gobierna y te tiene en el puño —dijo a la postre—. No sé quién es. Y aunque papá sea duro, no es libre. Hay alguien más duro que él, alguien que está sobre él y le tiene en su poder.
Ella le miró escrutadora durante unos instantes, como si tratara de leer en sus pensamientos hasta qué punto era capaz de entender.
—¿Te refieres a Kólumkilli? —preguntó, con un tono fríamente bromista. Quizá se encontraba tan desconcertada con él como él con ella.
—No —fue la respuesta de Gvendur—. Hay algo que nunca te deja en paz, algo que te obliga a seguir haciendo algo.
—Nunca te habría reconocido como al viejo Gvendur —dijo ella.
—Es que ahora tengo dinero —replicó él—. Se ven las cosas en distinta forma.
—Nunca estarás libre de él —afirmó ella.
—¿Libre de quién?
—De Bjartur de la Casa Estival. Puedes odiarle. Pero él está en ti. No haces más que odiarte a ti mismo. El que le insulta se insulta a sí mismo.
El joven no la entendió.
—Si uno se va al extranjero —dijo—, y comienza una nueva vida en países distantes, ¿no tendrá una buena oportunidad de verse libre?
Ella lanzó una carcajada carente de alegría.
—Yo también lo creí —dijo—. Fue una noche; le abandoné; él me echó a puntapiés. Caminé toda la noche por el brezal alto, y por la mañana me encontraba descalza. Yo también me fui al extranjero, a un país distante.
—¿Tú?…
—Sí —respondió ella—. Fui a mi América. Y tú te vas a la tuya. Que tengas buen viaje.
—¿Entonces crees, como papá, que nunca progresaré allí?
—No digo nada en ese sentido, Gvendur, chico. Lo único que sé es que Bjartur de la Casa Estival está en ti. Como está en mí, aunque no tengamos ninguna relación de parentesco.
—Oh, bueno, es posible que sea una ventaja, ¿sabes? —dijo el joven—. Papá es uno de esos hombres que jamás ceden. El otro día oí que alguien le ofrecía quince mil por la granja, y él rechazó la oferta. Cualquiera que tuviese la dureza de él podría llegar a ser un gran hombre en el mundo… por ejemplo en América, donde el ganado de un hombre se mide en reses de vacuno.
—¿No dijiste que había alguien más duro aun que papá, alguien que le regía y le tenía en un puño?
—Bueno, en cierto modo lo dije, pero no fue porque creyese en Kólumkilli.
—No, no es Kólumkilli —dijo ella—. Es el poder que gobierna el mundo, y puedes llamarlo como te parezca, Gvendur, muchacho.
—¿Es Dios?
—Sí, si es Dios quien gana algo con que las personas trabajen como animales durante toda su vida, sin una oportunidad de gozar de lo que la vida ofrece… Si es así, entonces es Dios, efectivamente. Y ahora me temo que tendré que dejarte, Gvendur; la colada me está esperando.
—No, escucha —dijo él sin haber entendido esa sabiduría más profunda—, tengo que decirte algo antes de despedirme, Sola: estaba pensando en regalarte mis ovejas.
Ella se detuvo en mitad de su primer paso, y le miró. Había quizás en sus ojos un dejo de piedad no fingida, como cuando la gente contempla a una persona increíblemente estúpida que se ha traicionado durante una conversación. Luego volvió a sonreír.
—Gracias, Gvendur —dijo—, pero no acepto regalos, ni siquiera del hijo de Bjartur de la Casa Estival. No debes tomarlo a mal, pero no es la primera vez que rechazo un regalo. El año pasado, cuando me estaba muriendo de hambre junto con mi hijita, en un sótano frío, cerca del fiordo, el hombre más influyente de la región vino a verme una noche, en secreto, y me dijo que yo era su hija y me ofreció una gran cantidad de dinero. Sí, se ofreció a mantenernos, a mí y a Bjort, mientras viviéramos. «Antes preferiría que se muriera mi hija», le dije. Una vez más lanzó su fría carcajada, y agregó—: Mi hijita y yo somos también personas independientes, ¿sabes? También nosotras constituimos un estado soberano. Bjórt y yo amamos la libertad tanto como tu padre. Preferimos tener la libertad de morirnos a aceptar los regalos de nadie.
Ella fue la que descendió una mañana del brezal alto, a principios de la primavera. Caminó toda la noche, alma joven, pictórica de sueños, de sueños santos, de los más sagrados sueños. Estaba descalza. También ella tuvo sus esperanzas de América. Dejar atrás la niñez y alcanzar la madurez y la discreción es haber descubierto América. Se jactó de ello ante su hermano, que todavía no había llegado a esa mundialmente famosa tierra de los sueños impotentes. Sí, fue una mañana, una mañana de domingo de Pentecostés. Nuevas tierras surgen del océano, pensó, y bañan sus preciosas conchas y sus corales de mil colores en la primera luz del estío. Y tierras antiguas, con bosques fragantes y hojas que susurran pacíficamente… Y en un prado, junto al mar, está su luminosa casa. Era una choza negra, cubierta de papel embreado que se había desprendido en varios lugares. En una ventanita, que daba al mar, dos oxidados jarros de lata, llenos de tierra. Del techo sobresalía una rota chimenea inclinada. Dos escalones rotos subían hasta la puerta. ¿Y los bosques? Marchitas algas que las olas habían lanzado a la playa. Un arroyuelo, de menos de un metro de ancho, corría a hundirse en la arena, y arrodillados en la orilla se encontraban dos chiquillos crecidos, revolviendo el barro del fondo. Ella cruzó el hilo de agua. Una muchacha que tendría su edad, pero más delgada, estaba atareada, junto a la puerta, con dos niños que aullaban; tenían sarpullido; tenían el rostro azul. Y en el umbral estaba la madre, embarazada como la joven, con un chiquillo en brazos, maldiciendo. Es para Asta Sóllilja y su amado para quienes los poetas de pacotilla y los misántropos y los embusteros escriben libros llenos de sol y sueños y hermosos palmares dorados por el sol, para engañarles y ridiculizarles e insultarles. Esos sueños eran lo único que su amado poseía. Y la habilidad para emborracharse hasta la estupidez.
Y entonces, de repente, Gvendur recordó que no había terminado aún con su misión, y otra vez le pidió que esperara un momento más.
—… Papá me pidió que te dijera que las cosas siguen más o menos como siempre en casa, salvo que pronto comenzará a construir una casa nueva.
Ella giró sobre sus talones y exclamó, asombrada:
—¿Papá te lo pidió? ¿Que me lo dijeras?
En cuanto oyó la pregunta, el joven comprendió que había dicho demasiado y se apresuró a corregirse, diciendo:
—No, no me pidió que te lo dijera. Pero, de cualquier modo, lo dijo. Y me pidió que te recitase estos versos —y recitó las dos estrofas.
Ella rió.
—Dile —dijo, olvidando que Gvendur partía para América—, dile de mi parte, que conozco los establos que construye. Y dile también que conozco las huecas y babeantes coplas de ciego que construye a machamartillo, con las manos y los pies. Pero estoy prometida a un joven que me ama. Ha ido al colegio, es un poeta moderno, y él y su madre son dueños de una casita encantadora en Sandeyri. Han pasado dos años desde que me pidió que me casara con él, y nunca me echará de su lado, porque me ama. Dile eso a Bjartur de la Casa Estival.
Ésas fueron sus últimas palabras. Así era ahora la chiquilla de la Noche de Verano de otros tiempos. La mejilla izquierda de su vida había resultado vencedora. O, mucho más probablemente, había salvado a la indefensa mejilla derecha que mostró a Bjartur de la Casa Estival muchos años antes, una víspera de Navidad.