La tarde estaba avanzada cuando llegó a la casa. El regreso fue penoso, puesto que arreaba a dos ovejas ante sí, una que había parido y otra que todavía estaba preñada. La oveja madre había tenido un borrego y sus ubres estaban henchidas de leche. La otra era la vieja Kápa. Estaba sospechosamente pesada para ser una oveja vieja y huesuda, y como sus ubres se encontraban prácticamente secas no había perspectivas de que pudiese amamantar a dos corderos. El trabajo de arrearlas era complicadísimo, y maldito si se les ocurría avanzar en la dirección requerida. La perra se mostraba impaciente y el hombre tenía que llamarla a cada rato; no hay que lanzar a los perros sobre ovejas que se encuentran en ese estado, en la primavera. La oveja madre huyó con su cordero en dirección opuesta. Cuando finalmente logró encaminarla en la dirección correcta, la vieja Kápa había huido. De modo que tuvo que ir a buscar a Kápa. La otra no tardó en aprovechar la oportunidad y corrió a toda velocidad, con la cabeza en alto, en dirección completamente opuesta. Y esto siguió durante mucho tiempo, y por eso el agricultor tardó tanto en volver a la casa. Pero al final logró imponer sus deseos, porque era más testarudo que las dos ovejas juntas. En su época había aprendido demasiadas cosas de las ovejas como para dejarse dominar por ellas. Al cabo las ovejas se encontraron en los comienzos de los terrenos familiares. Ahora tendría que hacer entrar a la madre para ordeñarla. No se veían señales de vida en la casa; probablemente estaban todos acostados. Pero él no quería despertarles y pedirles que le ayudaran, y continuó corriendo en torno al animal. La oveja corría en círculos interminables; el hombre también corría en círculos interminables. Durante un rato la obstinación de cada una de las partes pareció indomable. Pero finalmente la oveja se sometió y permitió que se la arrease hacia el corral. El cordero brincaba ágilmente en el empedrado y en el huerto. Saltó al techo y baló. Bajó del techo de un brinco y se trepó de un salto a la pared del huerto y baló. Se escapó hacia la montaña y hacia el arroyo. Apretando la cabeza de la madre entre las piernas, Bjartur la ordeñó en un cuenco y, aunque el animal se removía como enloquecido, logró sacarle algo más de tres cuartillos. Cuando la soltó, se dirigió, balando, hacia su borrego. La vieja Kápa pastaba en un rincón del campo, completamente satisfecha. La noche era luminosa, pero nada suave. Chaparrones en los páramos, brumas en las montañas. Los pájaros guardaron silencio durante una hora, no así el colimbo, que se quejaba a largos intervalos desde el lago.
Cuando Bjartur entró vio que algo estaba sentado, acurrucado, sobre un cajón, a la entrada. No se movía. Pero era un ser humano. Se había puesto su vestido viejo, con los codos agujereados, y estaba sentada con las manos sobre el regazo, esas maduras manos femeninas de huesos largos y pulgares característicos. Tenía las pantorrillas demasiado gruesas, las caderas demasiado rotundas para una muchacha de su edad; era fácil ver que se había convertido en una mujer. Era la nieta de la Señora de Myri. No levantó la mirada cuando él se arrastró al interior, ni movió las manos. ¿Estaba dormida allí, acurrucada, con la cabeza caída sobre el pecho? ¿O tendría miedo de levantar la vista y encontrarse con la mirada de él?
Él le golpeó el rostro. Ella se acurrucó más aún y apoyó una mano en la pared para no caer, cerró los ojos y levantó la otra mano para protegerse de otros golpes, ocultó la cara en el brazo. Pero él no volvió a golpearla.
—Toma eso —dijo— por la vergüenza que has traído a mi tierra, la tierra que yo compré. Pero afortunadamente no tienes en las venas ni una sola gota de mi sangre, y por lo tanto te pediré que críes a tus bastardos en las casas de quienes están más íntimamente emparentados con ellos que yo.
—Sí, papá —dijo ella, con la respiración entrecortada. Y, poniéndose de pie con el rostro protegido con el brazo, se alejó de él, hacia la puerta—: Me voy.
Él subió la escalera, pasó al altillo y cerró la trampilla.
Sí, estaba bien que la hubiese golpeado y expulsado. Aquel golpe había sido mejor que el pensamiento de lo que vendría. Ahora ella sabía lo que le esperaba, y lo que había detrás de ella. Aquel golpe le había quitado del corazón un peso plúmbeo, aquella había sido su Confirmación. Se quedó en el empedrado, observando la noche primaveral de la vida que tenía ante sí, como quien está a punto de saltar un peligroso barranco para salvar la vida. Con el corazón martilleándole el pecho, es cierto, pero sin llorar. No, no hacía calor; hacía mucho frío. Había chaparrones en el brezal, como negros muros construidos y transportados aquí y allá. Miró hacia el este, pero no hacia el oeste. Sí, él le había sacado del cuerpo y el alma, con el golpe, la incertidumbre y el temor. Ahora ella sabía en qué situación se encontraba… Y como por una revelación, se dio cuenta, y percibió, que no habría necesitado que él se lo dijera, que sabía que por sus venas no corría una gota de sangre de él. El golpe que le propinó, de despedida, fue un momento de verdad en sus vidas. Hasta ese momento la vida de ambos fue, en su relación mutua, una vida falsa, una vida de mentiras. Viviendo con él había estado viviendo con trols, convencida de que ella misma era un trol. Y de pronto se encuentra ante las puertas de la cueva y descubre que no pertenece a la estirpe de los trols. Y en un solo instante se había librado de aquel trol, ya no era más que un ser humano, posiblemente una princesa como Blancanieves y las otras niñas de los cuentos. Y ahora no tenía nada más que agradecerle. Fuera.
Cuando llegó a los marjales advirtió que llevaba zapatos gastados, frágiles, ya empapados. Y el vestido viejo, con los codos agujereados. Y nada en la cabeza. Una muchacha del valle, tan zarrapastrosa, ¿podía realmente convertirse en una princesa, como se dice en los cuentos? No, no importaba que estuviese mojada. No miró hacia el pegujal. Al fin estaba libre, como la princesa, e iba a buscar a aquél a quien amaba. Ése era el cuento de la muchacha del valle, que tanto había soñado. Le pertenecía a él solamente. Toda su vida viviría con él. Y nunca, nunca le abandonaría. Su luminosa casa está en un prado, junto al mar, y ella ve los barcos que van y vienen. También ellos partirán, algún día, en un barco. Irán a los países que están más allá de los mares, porque él es dueño de tierras, tierras de palmares dorados por el sol. Sí, sí, sí. Ella caminará toda la noche, hasta la mañana temprano, y no importa que se le rompan los zapatos de tanto caminar. Él le dará zapatos nuevos. No tardará en encontrar su luminosa casa del prado, junto al mar. Golpeará la puerta antes de que él se haya levantado de su sueño, y él oirá que alguien llama a la puerta. ¿Quién está ahí?, pregunta. Y ella responde: Soy yo.
El corazón le cantaba de alborozo mientras cruzaba los aguazales; jamás habría creído que sus pasos pudieran ser tan leves. Volaba, volaba también el corazón en el pecho. Volaba al encuentro de la felicidad, de la libertad y del amor. Era la pobre muchacha que se convertía en princesa; no le pertenecía a nadie más que a él. Una y otra vez oía su voz, susurrante, que preguntaba: ¿Quién está ahí? Y una y otra vez respondía: Soy yo. Con pasos ligeros recorre el sendero que serpentea trepando hacia el brezal. Ya no es la chiquilla soñadora, recién bañada en el rocío de una vaga, irreal noche de San Juan. Es la mujer enamorada que, habiendo quemado todos los puentes tras de sí, se dirige ahora hacia su amado. Ésa es la realidad. Eso es el amor y el brezal. En adelante todo lo que le suceda en la vida será verdadero.
Amor y brezal; todavía quedan derrumbamientos de nieve en los hondones y la tierra está cenagosa bajo la nieve. Un viento helado le daba en la cara. Muy pronto los zapatos quedaron absolutamente inutilizados y los pies se le hincharon. Se sintió sedienta y bebió de un estanque, junto a un montículo de nieve; tenía un sabor feo. Después sintió hambre. Después cansancio. Después sueño. De pronto se encontró en el centro de un aguacero helado; era nevisca. No podía ver a un metro más adelante y unos segundos más tarde estaba completamente empapada. Comenzó a sentir temor. Porque el brezal también es aterrador. Quizá sea la vida misma. Por la mente le cruzó como un relámpago el pensamiento de su hermano Helgi, que se perdió en los páramos y nunca fue encontrado. Muchos perecen en el brezal. Su padre no podía morir en el brezal… pero repentinamente recordó que no era su padre, sino un trol. Por eso no podía tampoco sentir miedo. Era ella quien tenía miedo, era ella quien podía morir. El terror anuló el hambre y todo deseo de dormir, y comenzó a preguntarse si no habría sido más prudente, en fin de cuentas, echarle los brazos al cuello cuando la golpeó, y pedirle clemencia. Trató de olvidarse de su espanto y de pensar en la luminosa casa vecina al mar… ¿Qué casa? ¿No había mencionado él una choza oscura, enclavada en una franja de terreno, junto al mar, y muchos niños muertos de hambre? No, seguramente se trataba de una casa luminosa, junto al mar, en un prado; así tiene que ser, su luminosa casa, en el cielo y en la tierra, y pronto saldrá el sol, y ella se encontrará ante su puerta, envuelta en los rayos del sol matinal, y habrá barcos en el mar, y él preguntará: ¿Quién está ahí? Pero en ese preciso momento distingue, a lo lejos, el resplandor de la laguna del brezal, el aguacero está cesando, y aquél debe de ser el lago de las pesadillas, oh, ¿por qué habría de soñar con un lago tan melancólico, en lugar de soñar con el océano?… de modo que ésa es toda la distancia que había podido recorrer esta solitaria vagabunda de pies llagados, esta buscadora de la esperanza, y todavía le queda por recorrer un camino inmenso, y bebe más agua en un estanque y se incorpora con dificultad, sí, y entonces oye la voz de su amado, que llama desde el interior de su luminosa casa y pregunta: ¿Quién está ahí? Y ella le responde por milésima vez, le dice: Soy yo.
Bjartur de la Casa Estival no se quitó la ropa esa noche. Salió, con intervalos de una hora, a ver a las dos ovejas que había dejado en el campo antes de acostarse. A la una, la vieja Kápa se había echado y rumiaba, pero la otra granujuela había ido hasta la ladera de la montaña y se encontraba ahora debajo de los picachos. Pero se había acostado, y el cordero con ella. Reinaba la calma sobre todas las cosas; era la primera mañana que los pájaros comenzaban a cantar, pero ahora la mayoría de ellos estaban silenciosos.
Sí, tal como había pensado, la vieja Kápa estaba demasiado pesada. Por la mañana, temprano, parió tres corderos y los pobrecitos forcejeaban ahora por ponerse de pie y metérsele bajo las ubres, mientras ella los lamía. Es un buen trabajo, para una oveja vieja, eso de tener trillizos.
Aquella oveja vieja había pasado de todo junto a Bjartur, capeando lombrices, hambrunas, fantasmas. Y ahora había dado al mundo, a su debido tiempo, tres borregos, como si nada hubiese ocurrido. Él agradeció a su buena estrella el no haber permitido que la oveja se aprovechara de sus buenas cualidades de guía del rebaño y de no haberla matado el otoño anterior. Y ella, pobre criatura, le demostraba así su agradecimiento. Los trillizos eran sumamente importantes cuando el ganado de uno había disminuido tanto. Pero tenía muy poco en las ubres, la pobre; estaba tan vieja… Calentó la leche que había guardado la noche anterior y llevó a los corderos, bajo el brazo, hasta el empedrado. La oveja le siguió, balando con ansiedad, porque los animales desconfían del hombre, incluso cuando éste tiene buenas intenciones. Bjartur se sentó en las losas, con los borregos entre las piernas, y comenzó a soplarles la leche en la boca con una cánula. ¡Cielos, qué bocas más pequeñas! La vida no tenía de qué enorgullecerse, especialmente cuando se la examinaba con mirada crítica. La oveja estaba en la hierba, a unos metros de distancia. Siempre había sido una criatura más bien tímida, y nunca se mostró muy dependiente del hombre. Naturalmente, era de la raza reverendogudmundur. Pero cuando vio lo que hacía el hombre se acercó más y más. Fijó en él sus grandes e inteligentes ojos negros y amarillos, llenos de maternal tensión. La simpatía no tendrá quizás un alfabeto, pero es de esperar que algún día triunfará en el mundo entero. Puede que aquél no fuese en modo alguno un brezal digno de mención, ni un pegujal particularmente notable, pero, ello no obstante, cosas increíbles ocurrían de tanto en tanto en aquel brezal. El hombre y el animal se entendían. Eso sucedía la mañana del domingo de Pentecostés. La oveja llegó a él, le husmeó afectuosamente el rostro de duras facciones y le mugió débilmente la barba, lanzándole el cálido aliento, como si le estuviese agradecida.
Roma - Niza, invierno de 1934-1935