Lo más notable de los sueños del hombre es que todos se tornan realidad. Siempre ha sido así, aunque nadie lo admita. Y una peculiaridad del comportamiento del hombre es que no se muestra sorprendido en lo más mínimo cuando sus sueños se cumplen; parece como si nunca hubiera esperado otra cosa. La meta que debe alcanzarse y la decisión de llegar a ella son hermanas y dormitan ambas en el mismo corazón.
Sucedió la víspera del Día de la Ascensión. En esa parte del año una buena cantidad de personas serpentea por los caminos del valle, aunque muy pocas se apartan de la carretera principal para visitar el pegujal. Pero ese día un hombre se apartó de la carretera principal y visitó el pegujal. No era una persona especial en sentido alguno, en su aspecto no había nada peculiar, y probablemente nada sumamente indispensable en las funciones que llevaba a cabo en la vida. Al menos no existía nada que se pudiera señalar para decir: ésta es su función. Como no fuese la de entregar precisamente esa carta. Años más tarde, Cuandojón Guðbjartsson trató de recordarle, el hombre siempre se rehusó a aparecer. Era, en otras palabras, como otros cien objetos naturales que no se advierten por lo naturales que son. No hizo más que entregar a Bjartur de la Casa Estival esa cartita, dijo adiós y se fue.
Y bien; era algo raro y casi único que Bjartur de la Casa Estival recibiera una carta, con la excepción de las cuentas de contribuciones, porque los hombres independientes no reciben cartas. Esas cosas son sólo para los que confían en los demás más que en sí mismos. Leyó la dirección dos veces en voz alta, volvió la carta en varios sentidos, la estudió por detrás y por delante. Los chicos se acercaron a su padre mientras éste la abría. Bjartur la mantuvo a cierta distancia de sí, un poco hacia un costado, frunció el entrecejo, echó la cabeza hacia atrás. Era imposible descubrir en su rostro cuál fuese el contenido de la carta. Luego volvió a leerla. Se rascó cuidadosamente la cabeza y se hizo más difícil aún adivinar de qué trataba la carta. Finalmente la leyó por tercera vez, se la metió en el bolsillo y siguió su camino. Nadie supo qué noticias podía contener.
Una noche luminosa, con emplumadas nubes sobre los verdes marjales; y los pájaros cantores de la vida tan dichosos que no hay pausa en sus canciones, después de la puesta del sol. Sí, la primavera crece en todas las cosas e inunda cada vez más el campo, todos los días, todas las noches. Y una vez más Bjartur desciende al valle, para ir a buscar un cordero que ha de llegar hoy y, aunque ya es la hora de acostarse, llama a su hijo menor.
Gvendur: —Yo iré contigo, padre, para que Nonni pueda acostarse.
El padre: —He dicho que el pequeño Jón debe venir conmigo. Tú ve a acostarte. Me acordaré de despertarte más temprano por la mañana.
El padre se dirige hacia los aguazales a grandes zancadas, el chiquillo saltando detrás de él de mata en mata. Descienden a los llanos, junto al río. La esbelta arvejilla había alcanzado considerable altura, y también había hierbas del ermitaño. La grasilla se abría paso hacia arriba con sus campanillas azules. Los patos que descansaban pacíficamente en los grises remansos inmóviles habían terminado de construir sus nidos. El gárrulo archibebe seguía al agricultor, barbotando alegremente su maravilloso relato. Aunque, cuando se lo escucha, se siente a veces que hay poco contenido en un relato tan largo, sólo ji, ji, ji, durante mil años. Pero un hermoso día, quizá en un continente remoto, el relato le vuelve a uno a la mente y se descubre que era más hermoso y encantador que muchos otros, y posiblemente el más interesante de todo el mundo. Y uno desea que se le permita escucharlo también después de muerto, que se le permita vagar por los marjales, de noche, la víspera del Día de la Ascensión, ya muerto, y escuchar la increíble historia. Sí, esa misma y no otra. Encontraron la oveja en los llanos y había parido. Espléndido. Bjartur tomó el cordero y lo marcó. La oveja se acercó y él la agarró y le palpó las ubres para ver si daba leche. Sí, daba leche. Sí, mañana es el Día de la Ascensión y la pequeña Sola irá al ayuntamiento para estudiar con el sacerdote durante una semana. Será confirmada el domingo de Pentecostés. Probablemente caerá un chaparrón al alba; le hará bien a la hierba. Sentándose sobre una mata de brezo, cerca del río, contempló la tersura de su corriente; miró a dos patos que estaban cerca de la orilla opuesta, a dos falaropos que nadaban aquí y allá, haciendo bamboleantes reverencias. El chico también se sentó y los contempló. Todo era tan tierno, tan modesto. Era como si los marjales quisiesen presentar disculpas por todo. Y así se despedían los páramos de su amado, que era más grande que todos los demás islandeses; se despedían de él por última vez.
—Bien, Jón —dijo el padre. De pronto había comenzado a llamarle Jón. No le miró; siguió contemplando el río que fluía junto a él—, pensaba decirte algo antes de que volvamos a casa.
Silencio.
—En Fjóróur hay una mujer —continuó él—. No la conozco pero, ahora que pienso en el caso, la he oído mencionar una o dos veces. Dicen que es una especie de parienta del gobernador, pero eso no es asunto mío. De todos modos, no vive aquí; vive en el Mundo de Occidente, que algunas personas llaman América. Es otro continente.
—Lo sé —repuso el niño.
—Oh, lo sabes, ¿eh? —dijo el padre.
—Lo he aprendido —repuso el chiquillo.
—Sí, claro —dijo el padre—. Pero, por el cielo, que no se te meta en la cabeza que debes creer todo lo que aprendes. Puede ser cierto, como muchos dicen, que allá haya mejores pastizales que en este país, pero cuando vienen y te dicen que allí se puede dejar que las ovejas pasten durante todo el invierno, entonces, por supuesto, sabes que no es más que una mentira, como, por ejemplo, tantas otras cosas que dicen acerca de la alimentación del ganado vacuno en América. Pero se supone que allí practican muchos oficios, y muchos de ellos parecen sumamente adecuados para jóvenes que quieran ser independientes.
—Sí —dijo el niño—. Y hay un río.
—¿Un río? Sí, hay ríos en muchas partes.
—Y ciudades.
—¡Bah! Esas ciudades… No tienes que creer todo lo que te digan respecto de las ciudades. Sea como fuese, le han pedido a esa mujer que te lleve consigo a América. Entiendo que tu tío ha enviado el dinero y que quiere que vivas con él a fin de que puedas aprender algún oficio adecuado. Ella parte el sábado por la mañana. Tu madre siempre pensó en hacer algo de ti, de modo que será mejor que vayas.
El chico no respondió.
—Mañana por la mañana, entonces, te llevaré a Fjóróur —prosiguió su padre—, aunque, claro, sólo si quieres ir.
Silencio.
—¿Quieres ir?
—Sí —dijo el niño, y rompió a llorar.
—Muy bien —dijo su padre, preparándose para levantarse—. Todo está arreglado. Te lo pregunté simplemente porque considero que un hombre debe decidir por sí mismo y no seguir los mandatos de nadie sino los suyos propios.
Se puso en pie y agregó:
—Es una costumbre muy útil la de no creer más de la mitad de lo que la gente dice, y la de no preocuparse del resto. Es preferible que mantengas libre la mente y que tu camino sea el tuyo y de nadie más.
Cuando padre e hijo volvieron a casa todos estaban acostados y dormidos. El pequeño Nonni se desnudó en silencio y se acostó junto a su abuela. En el aire flotaba aún el sonido de los pájaros cantando a los pantanos. ¿O sería quizá el eco del canto de las aves del aguazal, que se demoraba en su alma, negándose a guardar silencio durante el breve espacio de esta tranquila noche primaveral? Era un sonido que nunca jamás abandonaría su alma, por lejos que estuviesen los salones en los que iba a entrar recibiera… el pantano y sus aves islandesas, una corta noche primaveral.
Sí, así, dulcemente, así, recatadamente, llega la primavera sobre los páramos, después del invierno. Y ante él se extienden las nuevas tierras que surgen del océano como jóvenes doncellas y bañan sus preciosas conchas y sus variopintos corales en las primeras luces de estío. O viejas tierras con fragantes bosques, ciudades blanqueadas por el sol, abriendo los brazos a verdes océanos tranquilos. Los susurrantes bosquecillos de California, los paseos de palmeras del Mediterráneo, dorados por el sol. El Misisipi y sus orillas, donde el ciervo y la pantera se ocultan en el refugio de los bosques. Y él mismo, él, que cantaría para todo el mundo.
Y entonces, ¿no era feliz, no estaba henchido de una enorme dicha mientras yacía acostado bajo la minúscula ventanita, a los pies de la cama de la abuela, con la ilimitada extensión del mundo abriéndose ante él, la ilimitada extensión para la que había nacido? No, había calma en su alma, había la calma de la noche de primavera y su sinceridad. Pero no podía dormir. Sentía que nunca más querría dormir, que toda la vida sería en adelante una prolongada noche invernal… después de todas las increíbles tormentas que, joven como era, quedaban a sus espaldas. Desaparecidos ya los días en que se le dijo que no había países detrás de las montañas; idas las noches en que las cacerolas y las ollas pronunciaban discursos desde los estantes y las alacenas a fin de desterrar el aburrimiento de la vida y el horror del vacío. Y los ronquidos, los extraños viajes por planos inclinados, el tiempo inmensurable… ¿qué viajes? Era él, él mismo, quien estaba a punto de hacer un viaje.
No, no podía soportar el pensamiento de tener que cerrar los ojos. Y se quedaba observando el techo, el nudo de la madera al que otrora concedió la figura de un hombre, aunque tenía un solo ojo. Incluso había ido más lejos y había convertido el nudo en un pariente, y ahora ese pariente le enviaba dinero… y así todas las cosas se tornaban ciertas. Todo lo que uno crea se convierte en realidad. Y pronto llega el día en que uno se encuentra a merced de la realidad que se ha creado. Y llora por el día en que la vida estaba casi vacía de realidad, en que casi era una nulidad, ociosas e inofensivas fantasías tejidas en torno a un nudo de una tabla del techo. Su ojo ya se había convertido, esa primera noche, en un ojo que lloraba. Mamá, pensó, y recordó a quien era más noble que el mundo, recordó los suspiros que clavaron la pena en su corazón, esa pena que en adelante le seguiría durante toda la vida, coloreando todas sus canciones. No, aunque estuviese en los bosques de mejores países, jamás llegaría la hora en que la olvidase, en que olvidase esos días cuando el brezal y el cielo eran uno. Y jamás llegó. Sintió que miraba hacia atrás, sobre una vida increíble, sobre océanos y países, sobre años y estaciones, y que veía una vez más, ante sí, ese cuartito en que escuchó los gemidos de ella en la oscuridad de la noche y se preguntó: ¿está dormida o despierta? En los bosques de países mejores sería ese cuartito…
—Bueno, chico —dijo su abuela el día siguiente, sentada, con las manos ociosas, cosa rara en ella, mirándole con los ojos casi cerrados, la cabeza vuelta de perfil hacia él, un dedo entre las encías—, es maravilloso que existan las cosas que una vive para ver…
El sol de la tarde brillaba por la ventana y el rayo caía al suelo, vibrante de motas de polvo. Asta Sóllilja se encontraba sentada junto a la ventana, remendando las ropas de Nonni antes de partir para Rauðsmýri; el niño no tenía ropas de domingo. Pero tenía un par de calcetines nuevos y un nuevo par de guantes que le había tejido su abuela, y Sola le hizo zapatos de piel de gamo con los cuales ir a América. Y de pronto recordó que una vez intentó, como pasatiempo, contar las arrugas del rostro de su abuela. Pero ahora descubrió que ya no quería contarlas. Se iba sin haberlas contado. Pero permanecían celosamente guardadas en alguna parte de su alma, todas ellas, todas y cada una. Se quedó de pie junto a la cama de ella, por última vez, mirando mudamente en derredor. Miró el techo de tingladillo que se había combado entre las vigas y que estaba pudriéndose en las junturas; los dos cuchillos envueltos en tela de lino; las camas, con sus raídas mantas de color natural y sus maderas que relucían después de quince años de fricción humana; el piso, indiferentemente limpio, que cedía bajo el peso de los pies; la ventana del frente, con un vidrio roto y el otro entero; las pajas del alféizar artificialmente largas; un rincón del aguazal; un brillante recodo del río; la cocinita de la familia, donde, durante todos esos años, ardió el fuego del hogar, y, sobre ella, una olla mal lavada con los restos fríos de algunas gachas… la olla que tan bien conocía. Y Asta Sóllilja. Había conversado con ella en un hondón herboso, pero no se atrevió a volver a hacerlo. ¡Pobre hermana mayor! Había conocido el amor y por lo tanto ansiaba morir. Sí, el amor. El amor era espantoso. Y se estremeció al pensar que debía abandonarla solitaria, solitariamente enamorada. Pero no podía hacer nada para ayudarla. Había recibido una carta que decidía su destino, pero ella no había recibido ninguna. La madre de Asta había muerto antes de poder concederle un deseo; los únicos regalos que recibió al nacer fueron los deseos de una perra enferma de lombrices. Y, durante el invierno, en el tiempo de formular los deseos, ella pidió amor, que en verdad era la más espantosa de todas las cosas. Asta Sóllilja, debo irme, en el amor nadie puede ayudar a nadie; nadie, nadie sino uno mismo. Ahora irás a Rauðsmýri, a estudiar con el cura, y serás confirmada, pero a mí me han enviado una carta.
Entonces la anciana hundió la mano bajo su almohada y sacó un atadito. Estaba hecho de guiñapos inútiles, envueltos fuertemente uno en torno del otro. Con los dedos envarados, con la manos temblorosas, comenzó a desenvolverlo.
—¿Estás todavía ahí, pilludo? —preguntó al cabo, cuando llegó al corazón de ese misterio.
—Sí, abuela —repuso el niño.
¿Y qué resultó ser, sino los dos tesoros de la anciana, las únicas cosas de valor que poseía: el pañuelo y el mondaorejas? Le daba los tesoros, en la despedida, a él, que había dormido a su lado desde que usaba pañales. No podía hacer nada más por él.
—Oh, no es un regalo muy importante para nadie —dijo—. Pero puedes envolverte este pañuelo en torno al cuello en los días festivos, cuando haga buen tiempo. Y este mondaorejas, dicen que está en la familia desde mucho tiempo ha.
No cantó himno alguno, no mencionó a Jesús ni a la curia, no le previno contra el pecado. Ni le pidió que les diese recuerdos a sus hijos que estaban en América… jamás pudo sentir lazos de parentesco que se extendiesen más allá de MeSalland, en el sur. Y nunca, jamás preguntó por el pequeño Nonni cuando éste se hubo ido.
—Hay dos cosas que quiero pedirte que recuerdes cuando te vayas —dijo, y el arrugado y viejo rostro le tembló más que de costumbre—. Quiero pedirte que nunca te muestres insolente con los que tienen una posición inferior en el mundo. Y que jamás maltrates a animal alguno.
—Dile gracias a tu abuela, Nonni —dijo Asta Sóllilja—. Te ha dado lo único que tiene.
Y él puso su mano en la de la abuela y le agradeció en silencio, porque no conocía palabras que pudiesen expresar su gratitud por semejante regalo. La anciana le daba el más pobre regalo de la nación para alegrarle el viaje, cuando saliese al mundo, y él sabía que en adelante no podría ya celebrar la Navidad.