Luego vinieron grandes tormentas de lluvia que parecían llenar el mundo entero, y cien arroyuelos de temporada, precipitándose por las laderas de las montañas, barrieron hasta el mar la nieve invernal, y cuando apareció el sol, ya no quedaba nieve en el valle, las colinas estaban verdes, había ranúnculos en el campo, brisas retozonas. El arroyo familiar había crecido al máximo y menguado nuevamente sin que el hijo menor del agricultor lo advirtiera. Apenas había transcurrido un año y ya no está junto al arroyo que corre frente a la casa. Está en el cercado, con su rastrillo, extendiendo estiércol con perfecta indiferencia, como un idiota, él, a quien los elfos habían prometido, en su sueño, tierras mejores. Las tierras que sus libros invernales le acercaron tanto, se han alejado con la llegada de la primavera y han desaparecido más allá de horizontes más remotos que antes. No tenía más que mirar a Asta Sóllilja para darse cuenta de cuan inaccesibles eran los países que otrora se reflejaron en el cielo debido a la blanca desaparición de la tierra en el invierno. Pero el alma se niega a rendirse en la pelea. La primavera, sus pájaros llegados de lejos, sus brisas, su cielo… la primavera llama y llama. Cada vez que pasa por la baja puerta y se detiene en el empedrado, le llama. Y continúa llamándole. Él escucha. Las melancólicas ansias, la triste simpatía con la vida, despiertan su corazón. Había estado escuchándola en silencio durante toda la primavera, desde que el maestro se fue, en Pascua. Pero no supo que lloraba, hasta un día. Era un domingo. Ya atardecía. Desde donde se encontraba, en el campo, la vio acostada en un hondón verde. Se acercó a ella. Ella no se movió porque no escuchó sus pasos. Pero cuando se aproximó, vio que se le movían los hombros. Estaba llorando, con el rostro apretado contra la hierba. Se dio cuenta de que, aunque era su hermana mayor, era en realidad un ser más insignificante que él y su hermano, e inmediatamente se sintió invadido por la piedad. Él mismo lloraba ahora con menos frecuencia; casi no había llorado desde el verano pasado; pronto sería grande. Finalmente pronunció su nombre. Ella se sobresaltó y, sentándose, se secó las lágrimas con el orillo del vestido. Pero lo único que consiguió con eso fue que las lágrimas corrieran más velozmente.
—¿Por qué lloras? —pregunta.
—Por nada —responde ella sorbiéndose la nariz.
—¿Has perdido algo? —pregunta él.
—Sí —responde ella.
—¿Qué?
—Nada.
—No debes llorar —dice él.
—No lloro —responde ella, y sigue llorando.
—¿Se ha portado mal papá contigo?
—Sí.
—¿Qué te dijo?
—Nada.
—¿Te pegó?
—Sí, una vez. Pero hace tiempo. No tuvo importancia. Ya me he olvidado de eso. No, no me golpeó para nada.
—¿Es algo que quieres tener? —pregunta él.
Y ella contesta vorazmente, jadeando: —Sí.
Y estalla en un torrente de lágrimas. —¿Qué?— inquiere él.
—No lo sé —y llora de desesperación.
—No tengas miedo en decírmelo, Sola, querida. Quizá pueda conseguírtelo cuando sea grande.
—No lo entenderías. Eres tan pequeño… Ni yo misma lo entiendo… día y noche.
—¿Es porque estás hecha como estás hecha? —preguntó él, lleno de simpatía y consciente de que la discusión bordeaba ahora los secretos más íntimos del cuerpo humano, que, por lo general, es costumbre no mencionar… Posiblemente fuese un error de su parte, pero las palabras se le escurrieron de los labios antes de que se diese cuenta.
—Sí —suspiró ella después de reflexionar, desconsolada.
—No importa, Sola, cariñito —susurró él entonces, y le palmeó la mejilla, decidido a consolarla—. Nadie lo sabrá. No se lo diré a nadie. Y le diré a Gvendur que no se lo cuente a nadie.
—¿Es que lo sabes?, preguntó ella, apartándose la tela de los ojos y mirándole rectamente a la cara. —¿Lo sabéis?
—No, Sola, cariñito; no sé nada. No miré. No tiene importancia. Y de todos modos, nadie puede remediarlo. Y cuando yo sea un hombre grande, quizá construiré una casa en otro país y entonces podrás venir y vivir conmigo y comer patatas.
—¿Patatas? ¿Para qué quiero patatas?
—Como dice en la historia sagrada —explicó él.
—En la historia sagrada no hay patatas.
—Digo eso que se comió la mujer de la historia sagrada.
—Yo no sé nada de la historia sagrada —dijo ella, contemplando el espacio con ojos hinchados por las lágrimas—. Dios es un enemigo del alma.
Y de súbito él inquirió:
—¿Qué deseaste en el invierno, Sola, cuando el maestro nos concedió a todos un deseo?
Al principio ella le observó inquisitivamente, y el bizqueo de sus ojos pareció más pronunciado que nunca a causa del llanto; luego bajó los párpados y comenzó a arrancar hierbas del suelo.
—No debes decírselo a nadie —dijo.
—No, nunca se lo diré a nadie. ¿Qué fue?
—Amor —repuso ella, y entonces, una vez, su llanto rompió todas las cadenas y una y otra vez repitió entre sollozos—: Amor, amor, amor.
—¿Qué quieres decir? —inquirió él.
Ella volvió a arrojarse al suelo, con los hombros sacudidos por los sollozos, como cuando él se le acercara hacía unos momentos, y gimió:
—¡Ojalá me muriese! ¡Morir, morir!
Él no supo qué decir ante tanta pena. Se sentó en silencio junto a su hermana, sobre el verde de la primavera, que también era joven, y las cuerdas ocultas en su corazón comenzaron a estremecerse, y a sonar.
Era la primera vez que atisbaba en el laberinto del alma humana. Estaba muy lejos de comprender lo que veía. Pero, lo que era más valioso aún, sentía y sufría con ella. En los años que vendrían después revivió ese recuerdo en canciones, en la más hermosa canción que el mundo ha conocido. Porque la comprensión de lo indefensa que es el alma, del conflicto entre los dos polos, no es la fuente de las más grandes canciones. La fuente de las más grandes canciones es la simpatía. Simpatía con Asta Sóllilja, caída en tierra.