55. Días de primavera

Muy pronto los pantanos estuvieron libres de nieve y las ovejas comenzaban a alimentarse, con cierta decisión, con las hierbas de los pantanos. A la hora de comer, cuando el padre y los hijos regresaban del trabajo, les esperaba la comida, dispuesta sobre la mesa. Pero ¿dónde estaba Asta Sóllilja? En el arroyo, lavando medias, o algo por el estilo, o revisando la ropa que pendía de la cuerda, o amasando pan a la entrada. Pocas veces se la veía en el altillo, y por la noche se acostaba cuando ya todos dormían. Si se lavaba en esos días, nadie la veía hacerlo. En cuanto se acostaba se cubría con la manta hasta la cabeza y se quedaba tan quieta como un ratón. Se acostumbró de pronto a andar con la cabeza gacha, como si quisiese ocultar el rostro. Largas pestañas le caían sobre los ojos que no miraban a nadie en especial. Si su padre le hablaba, le respondía con un monosílabo y luego se escurría en cuanto podía. Él se había habituado a mirarla interrogadoramente y ella a responder con el silencio.

Posiblemente no se tratase de ninguna novedad importante, aunque nadie en la casa sabía qué pensaban los demás, y quizás ese modo sea el mejor. Uno podría sentirse inclinado a pensar que en una casa las almas de todos estarían fundidas en el mismo molde, pero está muy lejos de ser la verdad, porque en ninguna parte existen almas de tan variada naturaleza como en una pequeña granja. Los dos hermanos, por ejemplo… ¿cuándo se habían entendido? Gvendur, que ansiaba la materialización de la realidad en algún lugar definido; Nonni, que por su parte ansiaba la solución de los sueños en alguna remota distancia indeterminada. El sol y la nieve fundiéndose, el hielo derritiéndose en el barranco, la cascada desbordada… el chiquillo contemplaba encantado la primavera, y una brisa venía del sur y hacía retroceder la cascada, «continúa con tu trabajo y deja de mirar al espacio», dijo el hermano mayor, estaban atareados en el cercado, extendiendo el estiércol. Esa caída de agua en el barranco y su viento del sur; toda un alma humana podía entrar su símbolo en una pequeña peculiaridad de la Naturaleza y moldearse de acuerdo con ella. Él lo había discutido con su madre y ella le entendió y le narró una historia. Ahora no había nadie que le entendiera, pero él vivía por ese sueño y por los deseos de su madre. Caminaba a solas siempre que podía. En su pecho alentaba una tristeza lírica, un extraño anhelo melancólico. Cuando cuidaba a las ovejas cantaba canciones que nunca había escuchado. Sí, tenía un maravilloso instrumento en el pecho. Y aunque todavía no podía pulsarlo él mismo, jugueteaba con sus cuerdas y escuchaba ésta o aquella nota, a principios de primavera, a veces estremeciéndose, a menudo con lágrimas en los ojos, y su mirada era honda, triste y pura como un arroyuelo, y como la plata de las profundidades, de lo más hondo del lecho de un arroyuelo, plata en un arroyo.

A pesar de la tibieza del ambiente, todavía había poca exhibición de verde en las colinas, y, como no era posible excluir la contingencia de repentinas tormentas, el agricultor mostraba pocos deseos de permitir que sus ovejas treparan a los altos páramos. Registró las corrientes de agua de los páramos del sur y del este, a intervalos regulares, reuniendo a todas las ovejas que lograba encontrar en los llanos. Cuanto más opresivo se tornaba el silencio en la casa, tanto más apreciaba la frescura de los días de harpa y su embrujadora intensidad, su olor de nieve derretida y de nieve derritiéndose, de espacios soleados y de promesa de eternidad; porque los páramos se encuentran en indisoluble comunión con la eternidad. Poco a poco la nieve va retrocediendo ante el sol y pronto hay en el aire el aroma del brezo y de pastos marchitos y aparecen los primeros brotes nuevos que emergen de los derrumbes de nieve de las laderas. Las ovejas holgazanean entre los hondones y los barrancos, mordisqueando todo lo que pueden encontrar sobre la nieve. Pero, cuando menos se espera, rompen a correr y, precipitándose hacia la parte superior del hondón o del barranco, corren de cara al viento, a toda velocidad, hacia el espacio ilimitado, hacia la eternidad. Porque también las ovejas aman la eternidad y tienen fe en ella.

Durante algunos días se ha estado viendo a un cuervo aleteando sobre la hondonada.

Bjartur se pasea por el fondo para ver si el ave está en busca de alguna presa. El río está crecido, pero ya no tan alto como los días pasados, y de pronto la perra se detiene y le ladra a algo que el río ha arrojado sobre los guijarros. El cuervo se cierne, graznando, sobre el barranco. Lo último que Bjartur esperaba era encontrar allí algo muerto, porque esa primavera no había perdido ninguna oveja, y, de todos modos, como lo quiso la buena suerte, no era un animal muerto, sino un cadáver humano. Era el esbelto cadáver de un niño que había caído desde las rocas en invierno y, después de yacer en un montículo de nieve hasta que ésta se fundió, fue descubierto por el río en creciente y abandonado allí, sobre los guijarros, cuando su nivel descendió. No, no tenía semejanza alguna con un ser humano. El hueso de la nariz estaba al descubierto y la boca reía al cielo, sin labios, los ojos arrancados, los harapos se pegaban al cuerpo tan podridos que la podre le había carcomido los huesos. Y además, claro está, las aves de rapiña habían efectuado su trabajo, era un espectáculo horrendo. El hombre lo tocó una o dos veces con su bastón, ordenó a la perra que se callase y masculló:

—Lo que siembres, eso cosecharás. —Tomó una buena pulgarada de rapé. La perra continuó ladrando.

—Sí, puedes seguir ladrando todo lo que quieras, para lo que servirá… —dijo—. Tú no entiendes estas cosas. Algunos culpan a Kólumkilli, pero es más probable que cada uno de nosotros lleve grabado su destino en su propio corazón.

Aun así le resultó difícil absolver a Kólumkilli de toda intervención en el destino humano, porque a menudo ocurre que, aunque uno esté completamente seguro de que la historia de Kólumkilli no es cierta, o incluso de que es una pura y simple patraña, hay momentos en que esa misma historia parece ser más verdadera que cualquier verdad. Hay uno que otro diablo en los páramos que se come a la gente. Ah, bueno, tendría que hacer algo en cuanto al cadáver, puesto que él lo había encontrado, y lo que hiciera debería hacerlo lo antes posible, porque las ovejas habían huido y ya estaban fuera del barranco. Llevaba un par de gruesos guantes, prácticamente nuevos, y se quitó el de la mano derecha y se lo arrojó al cadáver porque se considera una descortesía abandonar un cadáver que se ha encontrado sin hacerle antes algún pequeño servicio. Unos segundos más tarde se encontraba en el borde de la hondonada. Tal como había pensado, las ovejas huían. Los guías del rebaño se destacaban contra el cielo mientras cruzaban la cima de una ondulación distante de los páramos. Se dirigían hacia las Montañas Azules. Rompió a correr, persiguiéndolas, satisfecho de ser dueño de ovejas como ésas, que buscaban, como ascetas, la soledad de los interminables páramos a comienzos de la primavera.

—Hallbera —dijo esa noche, arrojándole un guante—, téjeme un guante que haga juego con ése.

—Vaya, ¿dónde está el otro? —preguntó la anciana, porque nunca se había dado el caso de que el hombre perdiese guante alguno.

—Oh, no nos devanemos los sesos por ello, vieja.

—¿No? —preguntó ella, inclinando su bamboleante cabeza y dirigiendo la mirada hacia otro lado, como acostumbraba hacer cuando miraba a alguien. Y no tuvo necesidad de seguir preguntando. No tuvo necesidad de preguntar.