54. Cuando se tiene una flor

Ha caminado toda la noche.

Había partido a medianoche y al alba llegó al límite occidental del brezal alto. Es una mañana helada de Semana Santa. El aire se vuelve lentamente más luminoso, la noche va desapareciendo poco a poco a sus espaldas con un millar de pisadas, un millar de pensamientos locamente confusos, como un insomnio que se extiende desde las profundidades de la noche hasta el rayar del día. La mañana lanzará muy pronto su fría luz umbrosa sobre la congelada extensión del brezal, sobre los pétreos picachos que sobresalen de la nieve, sobre el relumbrante hielo del pisoteado camino de herradura; y lo dorará todo. Y ahora, una vez más, su mirada viaja sobre el solvente mundo que ha comprado hace tanto tiempo, en tanto que lo saluda en la vaga luz gris azulada que precede a la salida del sol, dos semanas antes del primer día del verano ártico, dos semanas después del equinoccio de primavera. Los pantanos están aún cubiertos de hielo, no se ven señales de deshielo en el lago, los páramos del sur tienen una capa blanca y, surgiendo del centro de ellos, se alzan las Montañas Azules en formas místicas sin parentesco alguno con la sustancia de la tierra, ni con el espíritu de la tierra. Y ahí estaba la pequeña granja del hombre, todavía bajo la grieta de la montaña, con nieve pisoteada a su alrededor y la marca de las avenidas delineadas por dos filamentos de hielo en el barranco de arriba. Desde donde se encuentra, puede distinguir claramente el contorno del techo bajo su cubierta de nieve. Deja su carga al borde del brezal y, apoyándose contra un túmulo que marca el camino, contempla sus propias tierras, las tierras que contienen su pequeña nación.

Y que contienen esa flor que inadvertidamente le había mencionado en el invierno a… a un desconocido. Está allí de pie, como un ejército que, luego de haberse internado en otros países para librar una guerra desesperada, regresa con la victoria en el alma. Provisiones de la ciudad.

Y —lo más notable de todo— dinero en la cooperativa.

Cosas increíbles ocurren en este mundo entre las grandes festividades.

Y sobre el agricultor del valle el efecto de estos sucesos es igualmente devastador, porque ese compañero de Dios está tan indiferentemente dotado del poder de adivinación, que se olvida del hecho de que la tierra puede darse la vuelta y depositarse, invertida, sobre la superficie del mar sin prevenirle por anticipado y sin pedirle permiso, en cualquier momento entre Navidad y Pascua. Nadie había sido más fiel a su comprador que Bjartur de la Casa Estival, pocos se habían sentido jamás menos dispuestos a envidiar la luz que brilla en una casa rematada por una torre. ¿No acostumbraba acaso a decir me importa un comino si vive en una torre, conseguida chupándole el tuétano a los pobres, siempre y cuando me trate honestamente a mí, ese viejo pillastre? Éste era su credo, y ni la lógica, ni las amenazas, ni las promesas podían alterarlo en lo más mínimo. ¿Y después? A pesar de la fe de Guðbjartur Jónsson, todo había parado en eso: el comprador ya no existía. Terminado, esfumado, el comercio vacío, los libros de cuentas perdidos, la Casa de la Torre vendida en beneficio de los acreedores. De ese modo, un hermoso día, fueron barridos los cimientos sobre los cuales el pegujalero había construido su vida. Los todopoderosos gigantes del comercio, que tenían un pie en Islandia y otro en el extranjero… un hermoso día los vio arrastrados como si fuesen otros tantos salivazos. El crédito que figuraba a nombre de Bjartur de la Casa Estival estaba perdido, y no había nadie que pudiese responder por él. Tal era el estado de cosas aquel invierno, cuando Bjartur llegó a Fjóróur en busca de trabajo. Bruni estaba en bancarrota, con el dinero de los demás en el bolsillo. Después de la calamidad recaída sobre las ovejas y la matanza hecha por los espectros, él se encontraba en una esquina, sin un céntimo, como un idiota. Por cierto que Dios y los hombres no podrían ir más allá en cuanto se refería a despojar a ese individuo independiente de su propiedad. Y lo que empeoraba más aún las cosas era que no había nadie a quien dar un paliza, nadie a quien dar un buen susto, ni siquiera nadie que se lo tomase muy a pecho cuando él le dijese francamente qué opinaba de su persona.

Ello no obstante, fue a ver al gobernador.

—¿Dónde demonios está esa maravillosa justicia de ustedes —rugió—, si piensan permitir que la gente se divierta con una cosa muy parecida a robarle el alma al prójimo, en tanto que éste tiene otras cosas en qué pensar y está quizá combatiendo con un fantasma? ¿Para qué cuernos están las autoridades, si no son capaces de recuperar mi dinero y devolvérmelo? No vino a mi casa en Navidad porque caía un poco de nieve, y culpa suya fue que perdiese a mi hijo mayor; se asustó y vagó durante la tormenta, mientras usted estaba ocupadísimo calentándose el trasero aquí, en su casa. El alcalde sí que vino, a pesar de que es un piojoso, de modo que, ¿qué le parece si demuestra ahora que tiene un poco de hígado, maldita sea, y trata de recuperar mi dinero, aunque para ello necesite utilizar todas las leyes de su condenado libro?

Pero el gobernador defendió a Túliníus Jensen.

—El negocio ha quebrado, hombre; no existe la más remota posibilidad de que nadie vea un céntimo, por lo menos durante años y años. Yo no tengo nada que ver con eso. El rey ha nombrado a alguien para que haga una investigación de todo el asunto. Es imposible hacer nada cuando un negocio entra en bancarrota. Tendrás que tratar de entender todos los detalles de la cuestión. Hace años que Bruni viene perdiendo dinero, y al cabo la cooperativa le ha arrebatado todos los clientes. Ahí tienes toda la historia resumida en cuatro palabras. Los hombres como tú tuvieron suficientes oportunidades para retirarse a tiempo, de modo que sólo vosotros tenéis la culpa si os quedasteis hasta que toda la cuestión estuvo perdida, en lugar de uniros a la cooperativa a tiempo.

—¿A tiempo? Lo más molesto —dijo Bjartur— es que uno no haya tenido la suficiente sensatez de cortarles la garganta a tiempo, a esos canallas.

—La culpa la tenéis vosotros, y nadie más —repitió el alcalde.

—Sí. Y también la tiene el hecho de que seamos demasiado buenos, por naturaleza, como para ahogar a esos cerdos ladrones cuando nacen.

—¿Quiénes son cerdos ladrones?

—¿Quiénes? Ellos y los que se muestran tan ansiosos en defenderles. Y no es que considere que ustedes son mucho mejores, pandilla de condenados funcionarios melosos que se aferran, pase lo que pasare, a los faldones de la levita de los otros, pero no se atreven a poner un pie en la montaña cuando cae un poco de nieve, aunque le vaya en ello la vida a alguien.

—Mira, Bjartur, ¿por qué no te sientas para que discutamos el caso serena y sensatamente?

—Me sentaré cuando me plazca.

—¿Puedo, entonces, ofrecerte una pulgarada de rapé?

—Puede ofrecerme lo que quiera. Yo aceptaré lo que me parezca.

En casa del médico:

—Túliníus Jensen ha tenido siempre reputación de poseer la más grande honradez, Bjartur. Yo siempre le conocí bien. Y que yo sepa, jamás estafó a nadie. Fue él el estafado, no el estafador. Sus desdichas comenzaron cuando los agricultores empezaron a prestar oídos a la delirante demagogia de los directivos de la cooperativa. Nadie puede protegerse a sí mismo contra esas cosas, ¿entiendes? Fueron los agricultores quienes timaron a Bruni.

—Bueno, pues a pesar de todo eso quiero mi dinero —insistió Bjartur—. Usted era el diputado de Bruni, y yo siempre voté por usted desde que adquirí el derecho de votar. ¿Y por qué demonios se cree que votaba por usted? ¿Acaso por sus bonitas gafas, maldito sea? Si no recupero mi dinero, el diablo en persona votará por usted, yo no. Y si usted, como diputado, tiene la intención de quedarse ahí y decirme que es legal que un hombre sea despojado de su propiedad, entonces estoy contra el gobierno. ¡Estoy contra el gobierno!

—Escucha, Bjartur, amigo mío, soy un viejo ya, y es tiempo de que me retire, por lo que concierne a la política. Pero, teniendo en cuenta que siempre fuimos buenos amigos y leales defensores del mismo partido, ¿puedo ofrecerte un vaso de auténtico aguardiente de cebada?

—No puede ofrecerme nada más que lo que me pertenece.

—Estos son tiempos difíciles, mi querido Bjartur. Todos los países están pasando por una grave crisis. Nuestras pérdidas, en Islandia, no son nada comparadas con las de América.

—Se necesita mucho tiempo para conocer a ciertas personas, pero ahora veo que usted es igual a las condenadas autoridades, un secuaz de ladrones y salteadores.

—Oh, creo que siempre he tratado de hacer algo a favor del pueblo, Bjartur, como diputado y como funcionario médico. Mis facturas, como recordarás, no fueron nunca demasiado onerosas para mis partidarios. Año tras año perdí cientos y cientos de coronas en medicinas que regalaba a la gente. Y a nadie parece remorderle la conciencia, aunque se olvidaran de pagarme. Pero yo jamás me quejo.

—Si la memoria no me engaña, Bruni le pagó, cargándolo en mi cuenta, el veneno que le hizo fabricar para mis esposas. Y ambas murieron sin mayores ceremonias. No me sorprendería mucho que fuera usted quien las mató.

—¡Oh, vamos, vamos, Bjartur! No está bien decirle eso a nadie. Quizá tendrás mejor suerte con esos nuevos tipos, esa gente de la cooperativa que está tan atareada en estos momentos barriéndolo todo ante sí.

—La pandilla de Rauðsmýri no podría ser nunca peor que ustedes, los de Bruni. Antes pensaba lo contrario, pero ya no.

Le hablaba como si fuese un chiquillo díscolo. Y una vez más se quedó en la calle como un idiota. Ahora no le quedaba nadie más que la gente de Rauðsmýri. Todos los refugios le estaban cerrados, aparte del glorioso abrazo de Ingólfur Arnarson Jónsson.

Hasta entonces Bjartur había tratado de expresar sus convicciones pegando alas en las espaldas de Túliníus Jensen y denigrando a Ingólfur Arnarson. Durante treinta años se mató trabajando para los de Rauðsmýri, primero como asalariado, luego como comprador de la granja, y siempre consideró que su libertad estaba implícita en el remotísimo cambio que consistía en no matarse eternamente para el mismo ladrón. Había pensado que existía cierta diferencia entre uno y otro ladrón. Luego Bruni desapareció con su dinero, dejándole solo, vagando en la ignorancia y la inseguridad. En fin de cuentas no había diferencia alguna entre un ladrón y otro. Vivieran en la costa o tierra adentro, eran pájaros del mismo plumaje. Pero algo había a favor de los de Rauðsmýri: no habían huido a lugares remotos con el crédito de él en los bolsillos. En resumidas cuentas, la libertad y la independencia de la humanidad no dependían de Túliníus Jensen. E Ingólfur Arnarson no podía ser peor que Bruni. No se podía negar, por supuesto, que sería un fuerte golpe para el alma tener que recurrir a la postre a la Sociedad Cooperativa, después de haberse visto desilusionado en la libertad basada en Túliníus Jensen. ¿O es que descubriría, en última instancia, que la libertad residía realmente en los de Rauðsmýri… la verdadera libertad, la libertad que hace del trabajador solitario en su valle un hombre independiente?

—Ah, el hombre independiente. Era tiempo que vinieras a hacernos una visita en la cooperativa.

—Oh, no vengo a hacer una visita de cortesía —dijo Bjartur en tono de disculpa.

—No, amigo mío, lo sé. No quisiste aceptar mi consejo; insististe en quedarte con Bruni hasta el final, de modo que ahora supongo que tendrás que pagar tu culpa. Pero, qué importa. No hay resentimiento, de mi parte al menos. ¿Cómo están todos en la Casa Estival?

—¿Cómo estamos? No voy a responder a esa clase de preguntas. No veo que nuestra situación le importe a nadie. He perdido muchas ovejas, pero eso, naturalmente, no es más que un problema con el cual tiene que luchar el país desde la colonización. En Rauðsmýri también habéis perdido ovejas, las perdéis todas las primaveras. Mis ovejas aguantan el invierno mejor que las vuestras.

—Sí, pero en realidad yo me refería a esos misteriosos sucesos del otro día en tu casa. Perdiste a un hijo…

—Sí, mi propio hijo.

—Alguien decía que era Kólumkilli que volvía a mostrar sus garras.

—¿Kólumkilli? Ah, sí. ¿No tiene algo que ver con la religión persa?

—Está bien, olvidémoslo. ¿Qué podemos hacer por ti?

—Nada —replicó Bjartur—. Me han robado. Quiero trabajo. No pido a nadie que haga nada por mí. Pero estoy dispuesto a trabajar para otros, por un salario.

—Sí, Bjartur, viejo amigo, todo lo que te anuncié el año pasado ha sucedido. Pero no tengo la culpa de que no quisieras creerme. Hay dos partidos en el país: los que quieren cebarse en los agricultores y los que buscan mejorar la situación económica de éstos y elevarlos a una posición de honra y estima. Tú creías en los primeros y, ¿dónde estás ahora?

Nosotros, los que queremos gobernar el país para el pueblo… sólo nosotros quedamos.

—Sí, continúa, Ingi, hijo mío, continúa. Pero yo no creo en nada, y en las palabras menos que nada. Y por eso no pido regalo alguno. Tampoco me quejo. Quizá debería haberme quedado en mi casa, con lo que me restaba de mis ovejas, y hay algunos que aducen que en realidad no me falta nada; hace apenas un par de años que construí nuevos corrales para mi ganado. Y si piensas que lo que quiero es una casa con torre, puedo asegurarte ahora que te equivocas, Ingi, hijo mío, porque nunca envidié a los que viven en casas con torre. Pero —agregó—, cuando un hombre tiene una flor en su vida…

Luego le pareció que había dicho demasiado, y no terminó la frase.