Y la luz de la instrucción comienza a brillar.
Las características distintivas de la civilización mundial no son simple y sencillamente la jirafa y la ciudad de Roma, como quizá los niños fueron inducidos a creer la primera noche, sino también el elefante y el reino de Dinamarca, además de muchas otras cosas. Sí, todos los días traían sus nuevos animales y sus nuevos países, sus nuevos reyes y sus nuevos dioses, su cuota de esas duras figuritas que parecen carecer de significado pero que, sin embargo, están dotadas de una vida y un valor propios y pueden ser sumadas o restadas entre sí a voluntad. Y finalmente la poesía, que es más grande que cualquier país. La poesía, con sus brillantes palacios. Por sobre todo ello vuela el alma, solazándose con la luz celestial, como un águila en el vestíbulo de los vientos.
En el corral de las ovejas, por la mañana, los niños trataban a menudo de encontrar alguna solución al enigma de por qué, después de toda la irreflexión que parecía gobernar el mundo, debían aparecer hombres que no sólo conocían el contenido de los libros sino que, además, habían visto con sus propios ojos el mundo descrito en letras de molde y que, por añadidura, habían viajado con sus propios pies. No sólo había visto aquel hombre ciudades y parques zoológicos; también había vagado por los bosques donde se encuentra la felicidad, o al menos la tranquilidad, y conocía las palabras que encajan como llaves en los comportamientos cerrados del alma y los abren.
En tanto que el pequeño Gvendur se conformaba con meditar acerca de los animales que ocupan en la escala del honor un lugar más elevado que las ovejas, o con un intento de multiplicar a los corderos por las ovejas madres y restar las tablas del techo por las del piso, el pequeño Nonni pensaba interminablemente en sus países, sintiendo que al fin había conseguido pruebas válidas de su existencia y que, por lo tanto, podía rechazar la teoría de que no eran otra cosa que charla ociosa de gente bien intencionada que quería consolar a los chiquillos. Y Asta Sóllilja, ella era quien volaba en alas de la poesía, rumbo a las esferas que había presentido como en un murmullo distante, una noche de primavera, el año pasado, cuando leía acerca de la chiquilla que viajó por las siete montañas. Y el murmullo distante creció de pronto hasta convertirse en sus oídos en una canción. Y su alma encontró allí, por primera vez, su origen y su ascendiente: la dicha, el destino, la congoja, todo lo entendió. Y muchas otras cosas más. Cuando un hombre mira una planta en flor que crece, esbelta e indefensa, en la espesura, entre cien mil peñascos, cuando ha encontrado esa planta por pura casualidad, entonces pregunta: ¿Por qué la vida siempre trata de estallar? ¿Será preciso arrancar esa planta y usarla para limpiar la pipa? No, porque la planta también cavila acerca de la limitación y la falta de la limitación de toda la vida y vive enamorada de lo bueno, más allá de esas cien mil piedras, como tú y yo. Riégala con cuidado, pero no la arranques. Quizá sea la pequeña Asta Sóllilja.
Ella había recibido anteriormente alguna instrucción en punto al estudio del complejo idioma de los poetas de baladas, y ese estudio preliminar le fue de suma utilidad. Pero existía la siguiente diferencia: las baladas sugerían tierras estériles, pobres de vegetación pero ricas en peñascos, en tanto que la nueva poesía estaba llena de las jocundas flores del espíritu y de una melancólica fragancia. El maestro leía la poesía en una forma completamente distinta a la empleada por su padre. En lugar de poner el principal énfasis en la rima, y especialmente en la rima interna, ese hombre susurraba sus poemas con una elocuencia melosa, fascinante, porque entendía los secretos de los poetas mismos, a tal punto que todos los objetos inanimados del cuarto adquirían un secreto. Y si se pasaba la mano por las frías tablas de la cama, la madera parecía tierna y tibia, como si un corazón vivo latiese en su interior. Conocía las palabras que ella había tratado de leer en las nubes cuando se enamoró por primera vez, pero entonces era una niñita, como advirtió ahora, y era natural que no entendiese a las nubes, porque buscó en ellas algo que no existía… El, aquel hombre que había venido a cazar en sus tierras, en ese entonces, no conocía poemas, no habría entendido la poesía, lo más precioso de la vida del hombre. El pensamiento de que aunque Auður Jónsdóttir se casase con él no escucharía jamás un poema de sus labios, la llenó de orgullosa alegría. Es verdad, él le había sonreído, y le había sonreído sin sonreír, pero sus ojos carecían del chispeante brillo del color, su voz no tenía las tretas confidenciales del que conoce los poemas y sabe susurrarlos de tal modo que un estremecimiento lacrimoso traspase el cuerpo de la que escucha y que los objetos muertos adquieran alma.
Uno habría pensado que una jovencita que vivía en una casa aislada se habría conmovido intensamente al escuchar un poema que habla de la virtud, o por lo menos del sacrificio… de grandes almas que vivieron en la abnegación o emprendieron una tarea increíblemente heroica en bien de un objetivo digno, la patria, por ejemplo, como se sintió capaz de emprenderla ella misma, esa noche de la primavera pasada, en el empedrado. Pero no era así, ni mucho menos. Los poemas que más le conmovían el corazón, inundándola de una emoción exaltada, a tal punto que sentía que podía abrazarlo todo, eran los que hablaban de la pena que despierta en el corazón cuyos sueños no se han cumplido, y de la belleza de esa pena. El barco que en otoño está varado, abandonado, en la playa, sin timón, desarbolado, no usado ya; el pájaro que se acurruca en su refugio, implume y desolado, corrido por la tormenta; el arpa que pende de la pared temblorosa, lamentando silenciosamente la caída de su dueño… todo eso era su poesía, todo eso lo entendía. Y a pesar de que la canción de Kolma en el brezal no tenía rima alguna, se la supo de memoria apenas la escuchó. En tanto que uno habría creído que su poesía favorita debía tratar del amor encontrándose con el amor en el brezal, no bien se acostaba, por la noche, cuando ya cantaban en su corazón los versos que hablaban de cuando el brezal y el amor se encuentran por la noche, y muy pronto le corrían las lágrimas por las mejillas y sentía que no lloraba solamente por Kolma, sino, también, junto con todo el mundo, en un éxtasis de amor:
¡Asómate, oh, luna,
detrás de tus nubes!
¡Brillad en el cielo,
estrellas nocturnas!
Oh, luces guiadoras:
Llevadme a mi amor
Hacia donde solo, dormido, reposa.
¡Despacio, despacio,
vientos rugidores!
¡Despacio, veloces
aguas torrenciales!
Que se oiga mi canto
junto a la colina gris de las tormentas.
Que pueda mi amado escucharme.
Y hundía el rostro en la almohada para ahogar el sonido de sus sollozos, porque nadie debía descubrir que estaba llorando por Osián, nadie debía pensar jamás en lloriquear tanto como nuestra Asta Sóllilja. Pero ¿por qué lloraba por esa poesía? Porque entendía al amor y al brezal, como Osián, porque el que entiende al brezal entiende al amor, y el que entiende al amor entiende al brezal.
Y el cazador del Misisipi. Hubo una vez un hombre. Era cazador y seguramente habría viajado por todo el mundo. En el poema dice que nació en la hermosa campiña de Francia… «Allí vivían mis nobles padres». Todo lo que es bueno y todo lo que es encantador competían en su esfuerzo por complacerle. En su niñez recogía flores en los prados del Sena. París con su fascinante estrépito… Allí estuvo su cuna. Vivió entre amantes hermanos, y tuvo compañeros de juegos, y las niñas que jugaban con él eran hermosas, mil veces más hermosas que Asta Sóllilja: a una ojinegra doncella recuerdo, y la amorosa sonrisa en labios tan cálidos.
Y sin embargo no encontró la dicha con la que soñaba, ni la paz que tanto deseaba, y ella le entendió y le amó precisamente por eso, porque no había encontrado la dicha ni la tranquilidad. Y muy, muy para sus adentros le amó porque había huido. Y ahora está sentado en las orillas boscosas por las cuales fluía el Misisipi.
En la sombra del bosque, donde camina el lobo, y la medrosa liebre del cazador escapa, donde con sigilosos designios asesinos la temida pantera salta de rama en rama.
Asta siempre había entendido la poesía y otras cosas en forma personal. Por ejemplo, una noche se acostó. Y fingía estar dormida, como siempre hacía en cuanto se acostaba, pero no estaba dormida. Esperaba que la abuela apagase la mecha. Los momentos pasan. Y luego, con el rabillo del ojo ve a un hombre sentado en la cama, con la barbilla apoyada en la mano. Ella contempla el pómulo de afilados perfiles, las peludas cejas sobre la oscura mirada penetrante que contenía, en otros momentos, todo el hechicero juego de luces y color de la poesía. Y ve también su garganta, desnuda hasta la tirilla de la camisa abierta, y que él sigue mirando y pensando, como en el poema:
Por lomas, valles, por helados mares, me alejé del paisaje de la infancia. La paz huía de mí. La hallé dormida en estas arboledas desoladas.
… porque sobre su cabeza las tablas podridas del techo de tingladillo se han convertido en un bosque susurrante, recorrido por gamos y panteras, y la tormenta de Góa que apila la nieve en montículos más y más altos es el rugido del Misisipi salido de madre, y él, que ha huido de las encantadoras ciudades del mundo, está sentado allí, recorriendo con la mirada su vida anterior.
La juventud ardiente es una flor marchita. La vida crece seca, cual hojas en la nieve. El pelo de la marta cuajado está de hielo Y perdida la fama ganada duramente.
No, la joven no amaba a los héroes ni los sacrificios, ni siquiera las virtudes, más que a otra cosa. Amaba la poesía que le hablaba de sueños que, o bien se cumplían en vano, o bien no se cumplían nunca. De dicha que llegaba como una visitante o no llegaba; de cómo llegaba y se iba, o bien no llegaba jamás. Vio a ese hombre y le entendió, no en forma objetiva, sino a su modo: con los ligeros colores de la poesía, con bosques como fondo y, penetrándolo todo, el rugido del más hondo y más potente río del mundo.