49. Tiempos mejores

¿Arneses tintineando? ¿Cascos repiqueteando en el hielo? ¿No es la vieja Blesi que resopla en la oscuridad, afuera, sobre el montículo de nieve? Sí, es claro que sí. No tardaron mucho en bajar velozmente la escalera, salir al corredor de nieve y emerger en la superficie… ¿Hay alguien ahí? —Dios sea alabado —se oyó susurrar en la oscuridad, junto a ellos—. De modo que la bendita criatura ha encontrado, después de todo, el camino a casa. Acérquense.

Y, cuando los hombres se acercaron, encontraron a un hombre en la nieve. Tomaron su mano fría en señal de saludo. Ambas partes se mostraron igualmente encantadas de la presencia de la otra.

—¿No hay una puerta para entrar en la casa? —preguntó el visitante.

—No —replicaron ellos—, pero hay un agujero excavado a través de la nieve caída del techo.

—¿Querréis, entonces, mostrarme inmediatamente cómo se entra en ese agujero? —pidió el visitante—. Me temo que estoy enfermo. Todavía no sé cómo no morí de frío en el brezal. Ésta ha sido una terrible tormenta para mí.

Mientras Gvendur llevaba a la vieja Blesi al corral, los otros niños condujeron al recién venido al montículo de nieve y le mostraron cómo debía arrastrarse sobre el umbral de entrada.

—No tan rápido —se quejó él—. Tengo que usar un bastón para caminar, como ven.

Luego trepó dificultosamente por la escalera, saludó a la anciana y se quedó, temblando y erguido a medias, cerca de la trampilla. Estaba muy mal equipado para viajar por la montaña. No había duda de que era un hombre de la ciudad. Dijo que creía que estaba congelado, y posiblemente tuviese algo de pulmonía. Más tarde los niños pensaron con frecuencia cuan extraño era que pareciese tan viejo la primera vez que le vieron en la casa, cuando más tarde se tornó de aspecto tan juvenil. Ninguno de sus movimientos, ningún botón de sus ropas escapó a la hambrienta observación de los chiquillos, que tan apasionadamente habían ansiado un incidente en ese mundo de desolación en que no se veía un solo trocito de suelo desnudo… Sí, llevaba incluso botas de charol, un caballero elegante, por cierto. La anciana fue la primera en recobrar el habla lo suficiente como para averiguar de dónde venía el caballero. Y venía de la costa.

—Sí, eso me pareció, pobre hombre —fue la respuesta de ella—. Sola, muchacha, a ver si le ayudáis con las botas y los calcetines, si quiere quitarse la ropa, y apresúrate y caliéntale algo. ¿Podemos preguntarle si le agradaría quedarse esta noche aquí?

Sí, no seguiría más adelante; y mejor es así, susurró él. Sí, susurraba, lo decía todo en secreto, y uno tenía la impresión de que la cosa no debía pasar de ahí. Asta Sóllilja deseó y esperó que no enfermase de pulmonía; tenía miedo de no saber cómo cuidarle. Sintió que una gran responsabilidad pesaba sobre ella, porque todas las cosas de la granja, las de adentro y las de afuera, estaban a su cuidado, y aquélla era la primera vez que tenía un visitante. ¡Oh, si sólo supiese qué debía hacerle, qué ofrecerle, cómo cuidarle, qué decirle! Pero al cabo fue él quien rompió el silencio y susurró, no, hasta aquí y nada más:

—Me envió aquí un tal Guðbjartur Jónsson, que, aunque olvidó mencionarlo expresamente, estoy seguro de que les ha enviado sus más caros recuerdos. Soy el maestro que deberá quedarse con ustedes hasta la primavera. Ni yo mismo lo creo, pero, aun así, es cierto.

Se quitó el raído sobretodo ciudadano y se sacó una de las botas, pero no la otra. La bota estaba inanimada, inexpresiva y completamente carente de toda naturaleza viva, en todo sentido, como si estuviese congelada del todo, y la muchacha estuvo a punto de preguntarle si no debía ayudarle a sacársela y luego examinarle el pie, aunque había suficientes motivos para suponer que lo tenía helado. Entonces él se acostó en la cama de los padres y pidió a Asta Sóllilja que le cubriera, y ella nunca había tapado anteriormente a un hombre y el corazón comenzó a palpitarle, pero aun así arropó al hombre, como arropaba a los niños cuando eran pequeños, hasta la barbilla, pero no le cubrió la bota del pie derecho, que él ni siquiera había metido bajo las ropas. Sobresalía de la parte inferior de la cama, inmóvil, y poco a poco se fue haciendo cada vez más difícil saber con exactitud qué actitud era preciso adoptar con respecto a ese miembro. El hombre tenía una frente alta y cabellos espesos, que le caían de la frente en marañas más bien que en rizos. Un rostro regular, con profundas arrugas, que se tornaba más y más agradable a medida que la piel se recobraba de su larga exposición al frío. Y, cuando le tapaba, ella advirtió que llevaba una camisa color caqui, sí, otra vez un visitante había venido para quedarse en la tierra, y llegó en secreto y convertía el desván en su habitación. Nadie lo sabría jamás, no invitaría a nadie durante todo el invierno para que las noticias no se divulgasen, para que no hubiese peligro alguno de que se lo arrebataran como al otro visitante, tiempo ha, cuando ella era pequeña.

—¿Y cómo está todo en la costa? —preguntó la abuela. Pero en lugar de darle noticias, él comenzó a hablar del incomprensible laberinto del destino que hizo que un hombre de su salud partiese en una expedición tan azarosa, en mitad del invierno, después de haber vivido decenas de años en la dulce tibieza de las ciudades del mundo, clamorosas y calentadas a estufa.

—Oh, sí —dijo la anciana—, pero he oído que las llamadas estufas no son, en modo alguno, lo que se supone que sean. En mis tiempos no vi nunca una estufa, y sin embargo jamás me dolió nada, por lo menos mientras pudo decirse que estaba realmente viva, aparte de esa urticaria que tuve una noche, cuanto tenía quince años, aunque no fue tan mala que no pudiese levantarme al día siguiente y dedicarme a mis quehaceres. Fue debido a unos pescados frescos que los chicos solían pescar en los lagos del contorno. Eso ocurrió en el sur, donde me crié.

El hombre no contestó durante un rato y se quedó acostado en silencio, meditando acerca de la historia médica de esa criatura increíblemente vieja que, sin haber puesto jamás los ojos sobre una estufa, no sufrió de una sola enfermedad durante los sesenta y cinco años pasados. Finalmente respondió que, en último caso, las llamas de la estufa de la civilización mundial eran probablemente las mismas que alimentaban la inextinguible angustia del corazón, y todavía está por decirse, abuela, si el cuerpo mismo no se encontrará mejor en un medio más frío que el engendrado por las llamas de las estufas de la civilización. Es verdad, el mundo posee una gran belleza superficial en sus mejores momentos, en sus mejores lugares; en los bosques murmurantes de California, por ejemplo, o en las avenidas de palmeras del Mediterráneo, doradas por el sol. Pero el resplandor interno del corazón se torna tanto más ceniciento cuanto más brillantemente relucen sobre él los diamantes de la creación. Pero a pesar de todo ello, anciana, siempre he amado a la creación y siempre traté de estrujarla hasta sacarle todo lo que me fue posible.

—Sí —replicó la abuela, que había entendido mal lo poco que oyó de las palabras de la sabiduría del maestro—, y por eso no puedo entender qué quiere decir Bjartur cuando hace venir aquí a gente decente, con este tiempo, en tanto que él mismo se va.

—No tengas temores por mí, anciana. Ha llegado el momento de que descanse un poco del fuego fatuo de la vida civilizada —susurró tímidamente el visitante—. He vivido en el gran mundo durante muchos años y contemplado largo tiempo el océano de la vida. Cuando un hombre sufrió lo que sufrí yo, comienza a anhelar la vida en un mundo pequeño, tras las montañas, una vida sencilla y bienaventurada como la que puede encontrarse en este desván. Pero desdichadamente no todos pueden refugiarse aquí, porque el mundo no se muestra dispuesto a soltar su presa. Creí que moriría en la montaña como esos hombres, de quienes se habla en los libros, que huyeron de sus enemigos para caer en manos de enemigos peores aún, o sea que salieron de la sartén para caer en las brasas. Y me pareció que lo menos que podía esperar era una enfermedad mortal. Pero ahora que esta esbelta doncella se adelanta como una planta florida de la vida humana, ofreciéndome café, siento que todavía me resta un poco más de vida. No, anciana, un hombre no se encuentra nunca tan desamparado que la buena fortuna no le favorezca con otra sonrisa más antes de su muerte.

Se incorporó, agradecido, para dar la bienvenida al café y a la esbelta planta florida de la vida humana, pero la bota asomaba aún por la parte delantera de la cama, tan estólida como antes. Los chicos continuaban contemplando, hechizados, la distinguida extremidad, que, junto con el bastón, sería para ellos eternamente la demostración más segura de la nobleza incuestionada. Sí, y ella azucaró la grasa que le dio con el pan de centeno, cosa que nunca había hecho antes para nadie, excepto para sí misma a hurtadillas, era el colmo de los lujos de que consiguiera jamás gozar, esa maravilla de belleza y talento. Y él nunca probó nada que fuese siquiera la mitad de delicioso, y Dios sea alabado, agregó, porque existan todavía muchachas que se ruborizan, pues ella se ruborizaba cada vez que él le daba las gracias. ¿Cómo podía, en verdad, sentirse agradecido hacia una jovencita delgada, de vestido incoloro, roto en un codo, él, que había visto hasta muy lejos en el océano de la vida humana? ¡Cuán humildes son siempre los grandes hombres! A cada una de las palabras de agradecimiento, Asta se sentía más dispuesta a hacer todo lo posible para agradar a ese hombre que había viajado sobre las montañas cubiertas de nieve, desde los bosques murmurantes de California hasta las avenidas de palmeras del Mediterráneo, doradas por el sol, para enseñarles muchas cosas buenas. Ella, que durante tanto tiempo tuvo miedo al solo pensamiento de despertar, se encontraba de pronto ansiando levantarse la primera por la mañana para hacerle tortas de sartén para el desayuno. Es cierto, él no tenía el rostro que sonríe por sí mismo sin sonreír, cosa que difícilmente podía esperarse dado que era un visitante de invierno y no de verano, pero tenía ojos sabios, serios, llenos de diversión bonachona, que miraban con gozosa comprensión y calaban muy hondo en el cuerpo y en el alma de la joven… Ojos que parecen capaces de resolver todos los problemas del cuerpo y todos los problemas del alma, ojos en los que se piensa quizá cuando se siente uno desdichado, sabiendo que ellos pueden ayudar. No, en realidad no se sentía ya tímida con él, aun cuando de tanto en tanto se ruborizaba un poco. Incluso encontró la valentía suficiente como para preguntarle por papá.

—Sí, mi querida —dijo él—, es un verdadero vikingo ese hombre. Pero que tuviese una hija tan pálida, de cabello castaño, es más de lo que jamás me habría imaginado.

—Espero que Bruni haya podido darle algún trabajo —dijo la anciana.

—No, lejos de ello —fue la respuesta del visitante—, esos días han terminado. Los días de la autocracia y el monopolio han terminado en esta región. Por fin somos lo suficientemente maduros como para gozar de los beneficios que la democracia trae consigo.

—¡Caramba! —exclamó la anciana.

—Ahora es Ingólfur Arnarson Jónsson el importante, anciana —dijo el visitante—. Los que medran a expensas de viudas y los huérfanos han recibido su merecido. Porque he aquí que una época mejor ha llegado nuestras penas a mitigar, y audazmente acomete los antiguos males. Clama justicia por los pobres y los oprimidos de otrora y se siente a sí misma libre de trabas, grande y fuerte, como dice nuestra Oda al Muevo Siglo. El poderío ha pasado a las manos de los que hacen el comercio sobre una base sana. Túliníusjensen partió en el último barco que zarpaba antes de Navidad. Hemos combatido por los ideales comerciales de Ingólfur Arnarson y hemos vencido. Este joven aristócrata que regresó a Islandia inspirado por los ideales mercantiles de los economistas humanitarios del mundo, y que se dedicó a quebrar las cadenas de deuda forjada por las fuerzas comerciales, ofreciendo crédito incluso a aquellos a quienes durante muchos años se les negó unos gramos de harina de centeno por su propia cuenta… le hemos colocado en una posición inexpugnable. Conozco a un padre pauperizado que no podía darse ningún lujo porque todas sus inclinaciones le llevaban hacia la literatura y los conocimientos extranjeros. Ingólfur le envió medio barrilillo de carnero salado, en otoño, así como un gran cajón de mercancías coloniales. ¿Qué les parece eso? Más aún: le dio un empleo, durante una quincena, en el matadero, en tanto que muchos héroes locales se encontraban sin trabajo, sin otra cosa que hacer aparte de holgazanear en las esquinas y tocar la armónica, y todo porque creían en la autocracia y la opresión y pensaban que su salvación residía en las sanguijuelas que les habían chupado la sangre. Sí, anciana, Ingólfur Arnarson es un gran hombre, un genio que podría hacer girar a todo el mundo en su dedo, un filántropo que arriesgó su puesto, que está en estrecho contacto con el gobierno, que puso en peligro su vida y su reputación para buscar el bien de los despreciados y los olvidados. Porque los periódicos no se fijan mucho en lo que dicen acerca de los que toman la parte de los oprimidos. Pero, a pesar de todo ello, hemos conseguido instalarle en la morada de Bruni. Y la última vez que lo vi, Guðbjartur Jónsson de la Casa Estival estaba poniendo los muebles de Ingólfur Arnarson en la Casa de la Torre. Tengo entendido que, cuando terminase la tarea, se le daría un empleo de algo así como almacenero de la Sociedad Cooperativa.

—Sí, ya lo sé —dijo la anciana—. Uno entra cuando el otro sale, como viene sucediendo tiempo ha. Muchos hablan mal de los comerciantes, y es cierto que las riquezas ansiadas son difíciles de guardar. Se cree que lo nuevo es siempre lo mejor, y lo último es siempre lo peor. He sobrevivido a muchos comerciantes, benditos sean.

El maestro, dándose cuenta de que tendría poco sentido entrar en mayores detalles en beneficio de una mujer tan vieja, clausuró su parte de la conversación con la observación de que, por tardío que fuese, el sol de la justicia surgiría al final. Ahora vendrán mejores tiempos para todos nosotros.

Sí, vendrán mejores tiempos para todos nosotros. Ese estribillo suyo, ese nuevo motivo, se elevó cantarino, con súbita alegría, entre la sombría música invernal, para calentar los helados corazones del invierno, aplastados bajo las leyes de un calendario inflexible, y he aquí que no había ya demanda de festividades y que el tabaco había dejado de ser el único remedio concebible para un Hacedor a quien nadie entendía. Pronto el hombre comenzó a deshacer su equipaje. Permitió que los chicos le contemplasen a cierta distancia, en semicírculo.

De la boca de un saco extrajo en primer lugar sus pertenencias, su propio equipaje, las posesiones que enlazan a un hombre a la vida con las ataduras más fuertes, o que, por lo menos, le tornan la vida más tolerable. ¿Y qué eran esas posesiones? Una camisa remendada y un calcetín solitario, muy remendado también. Acarició esos tesoros con misteriosa gravedad, como si poseyesen alguna virtud cabalística. Después los puso bajo su futura almohada sin decir una sola palabra. Los niños contemplaron la desaparición de ambas prendas bajo la almohada como prueba de cómo los grandes hombres se revelan en las cosas pequeñas. En seguida sacó los artículos que estaban más directamente relacionados con los chiquillos… el aparato educacional que les traía en virtud de sus funciones. Y acarició con afecto los paquetes rectangulares y dijo:

—Pues bien, chicos, henos aquí. En estos paquetes está la sabiduría del mundo.

Y tal, por cierto, parecía ser la verdad. De los paquetes emergieron libros nuevos, fragantes, cada uno de ellos envuelto en papel brillante, colorido, y atados con un cordel blanco. Libros de todos los colores del arco iris, con grabados por dentro y por fuera, llenos de las letras más increíbles, uno sobre especies animales desconocidas, otro acerca de reyes muertos y pueblos sin ninguna relación entre sí, un tercero de países extranjeros, un cuarto de la magia especial de los números, un quinto del cristianismo largamente deseado en Islandia… todo, todo lo que el alma anhela, regimiento tras regimiento de maravillosas noticias para elevar el alma a planos superiores y proscribir la múltiple tristeza de la desolación de las vidas de los hombres. Sí, nos esperaban tiempos mejores.

Se les permitió tocar un poco cada uno de los libros, pero esta noche solamente con la punta de los dedos; la literatura no tolera las manos sucias. Primeramente tendremos que forrar con papel todos los libros, las cubiertas no deben ensuciarse ni los lomos romperse; los libros son la posesión más preciosa de la nación, los libros han conservado la vida de la nación a través del Monopolio, las pestes y la Gran Erupción. Para no hablar de las toneladas de nieve que cayeron sobre las casas diseminadas por todo el país, durante la mayor parte de cada uno de sus mil años. Y eso es lo que vuestro padre sabe tan bien, por dura que sea su cáscara. Y por eso os ha enviado un hombre especial, portador de estos libros, y ahora tendremos que aprender a manejarlos con cuidado. Y los niños pensaron en su padre con una gratitud que casi les hizo tragar saliva. Su padre, que les había dejado pero no olvidado. De modo que, en fin de cuentas, tenían un padre así, y Asta Sóllilja no pudo contenerse y dijo a los niños:

—Ahí tienen, ahora ya pueden ver que nadie tiene un padre como nosotros, que nos envía un hombre especial para que nos enseñe todo lo que hay que aprender.

—Y los libros, entonces, ¿hablan de los países? —preguntó el pequeño Nonni.

—Sí, hijo mío, de países nuevos y antiguos. De nuevas tierras que surgen del océano como jóvenes doncellas y bañan sus preciosas conchas y sus corales de mil colores en la primera luz del estío; y de tierras antiguas, con bosques fragantes y hojas que susurran pacíficamente. De castillos de mil años de antigüedad, que se yerguen sobre las Montañas Azules, a la luz de la luna romana; y de ciudades blancas como el sol, que abren sus brazos a verdes océanos tersos que lamen las costas en una perpetua y bailarina luz de sol. Sí, como dice vuestra hermana, no todos tienen la buena suerte de aprender a conocer los grandes países del mundo de boca de quien los ha visitado todos.

Durante un rato continuaron jugando con los libros, pero no debían mirar las ilustraciones de una sola vez; sólo una de cada libro, por esta noche… El grabado de Roma, por ejemplo, que es casi tan grande como la montaña que domina la granja; y la jirafa, de cuello tan largo que, si se detuviese ahí, en la puerta, la cabeza le sobresaldría por la chimenea, porque es de esperar que al menos haya una chimenea en la casa. ¿Y qué les parece? La noche casi había terminado. Jamás, en la mente del hombre, pasó una noche con tanta velocidad. Los libros fueron cuidadosamente envueltos en sus papeles. No, basta por hoy… cuando ellos pensaban en hacerle cien preguntas. Estaba cansado y quería dormir, y ellos no se atrevieron a mostrarse pródigos en el derroche de su sabiduría.

Los chicos se quedaron reverentemente junto a él mientras se desnudaba, estudiando su forma de desvestirse. Pero Asta Sóllilja se volvió de espaldas y se dirigió hacia su abuela. Él puso el bastón junto a sí, en la cama, y lo cubrió con las ropas; quizás el bastón tenía un alma. Finalmente comenzó a desatarse la bota del pie derecho. Cada movimiento parecía costarle considerables esfuerzos. A veces le recordaba a uno el alcalde. A veces, pero con menos frecuencia, al librero. Oh, qué tontería, a menudo tosía con fuerza en el pañuelo; todo atestiguaba el hecho de que era una persona sumamente especial. ¿Y qué apareció, al cabo, de esa inanimada bota derecha? Un pie. Pero no era un pie corriente, una obra de la creación como los nuestros, de piel blanca o al menos levemente atezada, cubierta de pelitos. Era un pie especial, castaño oscuro, producto prolijamente terminado de un taller, sin carne ni sangre; carpintería. Y entonces fue el pequeño Nonni quien no pudo seguir conteniendo sus sentimientos y exclamó:

—¡Oh! ¡Sola, ven a ver el pie del señor!

Pero Asta Sóllilja, es claro, no quería ver el pie de un hombre. Una idea así ofendía su sentido de la modestia, como era natural.

—Tendrías que avergonzarte de la forma en que te portas —replicó, sin moverse. Pero la mañana siguiente, en los establos, no pudo dejar de preguntar a los hermanos qué clase de pie era y si había algo extraño en ese pie. Lo discutieron desde todos los ángulos posibles, una y otra vez, cuando terminaron de dar de comer a las ovejas. Y luego analizaron al hombre: qué persona maravillosa era, y qué deleite sería que él les enseñase, y cuánto sabrían en primavera, cuando hubiese terminado de enseñarles. Cuando estaban solos, el hombre era tema de debates interminables. Todo lo que le concernía era individual y se encontraba velado por el misterio. Todo, desde su voz susurrante hasta su pie de carpintería, sin exceptuar el bastón, que tenía permiso para dormir con él, como si poseyese un alma. Por cierto que los chiquillos de Casa Estival eran afortunados por estar al lado de un hombre semejante. Y luego, en cierto modo, se les ocurrió la idea de que fue él quien le arrebató la casa a Bruni y se la entregó a Ingólfur Arnarson Jónsson, para que la gente pobre pudiese recibir unos granos de harina de centeno por su propia cuenta. Y, ¿no es extraño que los hombres de aspecto atrayente, digno, que vienen de grandes ciudades indefinidas, lleven todos camisas color castaño claro?

Ahora él está acostado en el cuartito de ellos, él, que había visto nuevos y viejos países bañándose en las primeras luces del sol de la mañana, sí, y tantas y tantas otras cosas. Si uno pudiera siquiera recordar todo lo que había dicho y repetirlo después… Nadie tenía una lengua de oro. Sí, y está acostado allí, con esa expresión de seriedad sabia en los ojos, y se ha cubierto con las mantas hasta el cuello y descansa junto a ellos, bajo el mismo techo, después de un viaje azaroso cruzando el brezal, todo por ellos, él, que creció en murmurantes bosquecillos. Oh, si pudiésemos pagarle de algún modo y demostrarle cuánto le apreciamos. Esa noche, cuando se acostaron, sintieron que les sería muy fácil vivir hasta los cien años de edad, sin tabaco, como la abuela, y sin cansarse jamás de desvestir el mismo cuerpo noche tras noche y volver a vestirlo a la mañana siguiente. Y en verdad que es buena suerte la de poder ansiar la llegada de la mañana siguiente con gozosa expectativa.

—Sí —susurró él—, éste es el reino de los corazones inocentes. Es extraño que todavía me esperase esto, especialmente después de haber visto el chillón espectáculo del mundo en los grandes lugares, como lo he visto yo. —Luego suspiró y agregó—: Sí, sí, mi pie ha viajado por tierras remotas y trepado por empinadas laderas de disensión, en un mundo densamente poblado de egoísmo, donde las alas palpitantes del espíritu humano encuentran poco descanso, donde el frío glaciar de la soledad se cierne sobre los terrenos musgosos de la vida cotidiana, sin inocencia ni descanso. Sin amor. Asta Sóllilja, querida, me pregunto si serías tan dulce como para dejarme una gota de café cerca, por si el corazón me molesta esta noche. Pero siento que el corazón no me molestará esta noche.

Y ahora los niños se habían acostado y la lámpara de la pared estaba apagada. La única luz era el resplandor de la pequeña mecha que ardía en el estante de la abuela. Sí, y entonces la muchacha recordó que no se había lavado desde la partida de su padre, de modo que se lavó un poco y se peinó un poco el cabello, a hurtadillas, antes de quitarse la ropa. Luego volvió a cruzar el cuarto para acostarse; ahora era la compañera de cama del pequeño Gvendur. Y el vestido le chilló quejumbrosamente cuando lo convenció para que pasara sobre la cabeza. Ahora ya no era, en verdad, más que un harapo, y le iba demasiado estrecho. No se atrevió a quitarse la bata, por miedo de que el maestro la viese, y se deslizó sigilosamente junto a su hermano. En el mismo momento su abuela apagó la mecha.

—Buenas noches —musitó el maestro en la oscuridad, pero Asta Sóllilja no sabía cómo había que responder a esa cortesía y el corazón comenzó a martillearle. Pero, luego de pensar un poco, respondió:

—Sí.

Los chicos permanecieron despiertos hasta mucho después de que el huésped comenzó a roncar, con la fragancia de los libros todavía metida en la nariz, saboreando la gloria de esa nueva era que, lo sabían, aparecía en sus vidas. Pero gradualmente sus percepciones se disolvieron en una alborozada confusión y se deslizaron imperceptiblemente en un mundo elástico que es muy posible que sea el más auténtico de los mundos, aunque nada parece siquiera la mitad de irracional, especialmente cuando el cuello de los animales asoma por la parte superior de las chimeneas y la montaña se convierte en una hermosa iglesia cristiana de escalera oscura, crujiente, que conduce hasta la torre. Al principio se mostró terriblemente cautelosa y tuvo mucho miedo, pero, puesto que había comenzado a subir, tenía que seguir y seguir, cada vez más alto. La escalera crujía y crujía. Tenía tanto miedo porque sabía que su padre estaba en alguna parte, detrás de ella. Se apresuró cada vez más. Debía llegar la primera arriba. Finalmente se encontró sin aliento y espantosamente asustada, pero era hermosísimo correr por escaleras oscuras, sola, trepando hacia la torre, todo, todo, todo el camino hasta la torre, no, nadie lo sabría jamás. Luego la escalera comenzó a estrecharse y ella se golpeó contra las paredes y la escalera crujía más y más y su temor se tornó más intenso que su alegría, oh, por qué había entrado en esa iglesia cristiana, en lugar de quedarse tranquilamente afuera, donde no había nada que temer, y ahora su padre la atraparía y le abofetearía el rostro si la atrapaba. Finalmente vio un hilo de luz sobre su cabeza, una puerta entreabierta, la torre del reloj y un rostro que esperaba que ella llegara. ¿Qué rostro? ¿El rostro de la alegría? No, no, no, una cara completamente distinta… el feo, viejo y malvado librero que tenía todos los feos, viejos y malvados libros ilegales. Y era él quien se acercaba cojeando, apoyado en su bastón, con una camisa parda; ¿de dónde había sacado ese feísimo hombre su camisa parda? De modo que era él quien había estado aguardándola con el libro en la mano.

—Aquí puedo mostrarle un libro prácticamente nuevo y completamente de moda en estos días. Échele una ojeada, señorita, ¿no le parece que nos gustaría leerlo?

Se sobresaltó, bañada en sudor, con las manos húmedas, temblando en las garras de ese estremecimiento indominable que es el rasgo característico de las pesadillas y que, después de arruinar el sueño de toda una noche, puede saturar todos los instantes del día siguiente con una actitud de aprensiva cautela hacia la vida. Oyó la parte final de su propio chillido aterrorizado, resonando mientras abría los ojos. Se sentó en la cama de un brinco y boqueó para respirar. Oyó que el corazón le latía como un martinete cayendo sobre hierro al rojo. Se pasó la mano mojada por la frente. No, no, no. No había peligro alguno; no había sido más que una pesadilla. A dos metros de distancia apenas estaba el hombre que había venido a traerles tiempos mejores y a elevar sus vidas a un plano superior. Y ella le haría tortas de sartén por la mañana para que se sintiese mejor. Gradualmente se le evaporó el terror mientras le escuchaba dormir y le enviaba sus buenos deseos. Sí, nos esperan mejores tiempos. Y se acostó otra vez.