48. O puré optimi

A su modo, la desdicha, igual que la alegría, es variada de formas y notable siempre que en el mundo se agazapaba una chispa de vida, y esos niños, que por algún motivo misterioso estaban todavía vivos en los páramos, habían experimentado muchos de sus más sobresalientes fenómenos, no sólo durante las festividades, sino también entre una festividad y otra. Siempre ha sido instructivo perder a la madre con los primeros rayos de sol de la recolección del heno. Y cuando papá se va después de la desaparición del hermano de uno, entonces también eso es un tipo especial de experiencia, un nuevo tipo de desdicha, lo mismo que en la alegría, en la que se dice que la gente establece una enorme distinción entre canción y danza. Una pequeña pérdida toma prestada su fuerza de una pérdida mayor, y así, después de la partida del padre, su condición de hijos sin madre les cayó encima como un acreedor clamando sus exigencias sobre el recuerdo. Pocos como el padre, ninguna como la madre. Y en las profundidades del invierno los niños ven una vez más, en su imaginación, ese día de estío en que la madre fue colocada en un féretro, en el corral de las ovejas, entre las setas, al mediodía, y el sol seguía brillando. Sí, y el moscardón continuó zumbando en su rayo de luz, al abrigo del marco de la ventana, inconmovido por el hecho de que la amante agonía de la vida no estuviese más en el pegujal y de que fuese el silencio de la muerte el que reinaba arriba, sin relación alguna con el silencio del corazón… El moscardón, ese insecto amante del canto, que se restringe a una sola nota. Hoy la canción regresa, la canción, ese otro mundo que es una nota inmutable, remota, sin amor… Hoy canta una vez más en sus mentes, cuando la ventana está sepulta en la nieve. La consideran por separado, sin mirarse entre sí; cielo y montañas cubiertas de glaciares, en llamas al mediodía, sobre el horizonte. Los picos de las Montañas Azules, blancos, relampagueantes en la escarcha ardiente. Y la vida de ellos, que carecía ya de muros protectores, se encuentra ahora, de pronto, sin cumbrera, como un techo derrumbado. Las ovejas, en la santidad del hondón junto al arroyo, contemplan, balando, las heladas colinas, incapaces de impartir a los hijos de los hombres las virtudes de su mentalidad. Y así, cuando hubieron dado al ganado el último pienso del día, los dos niños se sentaron en el montículo de nieve, sin entenderse el uno al otro, y miraron con poca energía las mismas colinas. Es duro que jamás se le permita a uno un momento de descanso, pero más duro es vivir cuando ya no hay nadie que le diga a uno qué debe hacer… Porque, en ese caso, ¿cómo se puede seguir haciendo algo? Y entonces, de pronto, el hermano menor recuerda a su abuela, que lo sabe todo —solamente es preciso entender lo que dice—, y declara a su hermano que cuando sucede algo ella lo sabe de antemano y continúa tejiendo.

—Sí —dijo Gvendur—, es bastante fácil cuando tienes casi cien años y no necesitas hacer otra cosa que tejer. Pero ¿y nosotros? ¿Cómo nos las arreglaremos con las cosas?

El pequeño Nonni pensó y pensó, y finalmente replicó:

—Lo que necesitamos es un poco de tabaco.

—¿Tabaco? —preguntó Gvendur, muy lejos de esa forma de razonamiento.

—Sí, tabaco. El que no conoce a su Hacedor necesita tabaco. Lo decía la abuela cuando hablaba con el alcalde.

—¿El hacedor? —preguntó Gvendur—. ¿Qué hacedor? ¿Estás seguro de que sabes lo que estás diciendo?

—Lo que quiero decir —explicó el pequeño Nonni— es que si mascas tabaco no necesitas preocuparte de si tu Hacedor lo dispone todo como mejor le plazca.

Gvendur:

—Comienzas a hablar como solía hacerlo nuestro Helgi. En lugar de ello deberías pensar en cómo algún día seremos grandes y ayudaremos a nuestro padre a triplicar el ganado y empezaremos a trabajar en gran escala, como la gente de Rauðsmýri, y en cómo tendremos vacas y construiremos casas. Y en muchas otras cosas.

—Sí, muchas veces he pensado en todo eso —contestó el pequeño Nonni—, pero hay que esperar demasiado. Y a veces he pensado en irme. Por ejemplo, si no sucede nada durante cien años. Porque debe ser posible huir, aunque Helgi haya dicho que no lo era. Pero si nada ocurre, y si no es posible irse durante años y años y años, porque cualquier cosa debe ser posible alguna vez, entonces será posible que no dejes que te preocupe el que no puedas crecer inmediatamente, o el que el ganado no aumente, o el que no puedas tener vacas. No haces más que mascar un poco de tabaco.

Incapaz de seguir escuchando tamañas tonterías, Guðmundur Guðbjartsson se alejó en silencio, y otro día arrastró su extensión sobre la potente nieve y los pequeños corazones aprensivos de la nación, hasta que los chiquillos se encontraron una vez más sobre el mismo montículo de nieve, el día siguiente, contemplando un paisaje en el que no podía distinguirse ni un solo trocito de suelo desnudo. Y entonces fue cuando Guðmundur Guðbjartsson dijo, sin preámbulos:

—Escucha, Nonni, ¿has robado tú el tabaco de las ovejas, que quedó del año pasado? Debería estar en el cajón de los trastos, a la entrada.

Nonni:

—Ayer dijiste que no querías tabaco. ¿Por qué lo quieres hoy?

Gvendur:

—Entrégamelo inmediatamente o te daré una buena tunda.

Siguió una pequeña pelea en la nieve, hasta que el hermano mayor sacó de los pantalones del más joven una mecha de mohoso tabaco para mascar.

—¿Te has creído que te dejaría que tú solo te comieras todo eso, pequeño glotón?

La paz fue finalmente restablecida y, después de oler el tabaco, de lamerlo y de probarlo con la lengua, convinieron en compartirlo en forma fraternal y no comer más que un bocado por día hasta que se terminase. Pero más tarde, ese mismo día, se sintieron terriblemente enfermos. Subieron trabajosamente al desván, con dolores de estómago, vértigos y vómitos, y Asta Sóllilja tuvo que desvestirlos y acostarlos. Pero por más que les importunó con preguntas no logró convencerles de que pronunciasen una sola palabra acerca del sedativo que hay que tomar si se teme que el Señor lo dispone todo tal como mejor le plazca.

Y Asta Sóllilja, que está sentada, cardando la lana, ¿cómo puede ella olvidar todas esas noches del mañana que hacen que esta noche sea más larga? Trata de pensar en cómo crujió la escalera ayer por la mañana, cuando papá bajó por última vez, en cómo tintineó el bocado del freno en la boca de Blesi cuando le pasó las riendas por la cabeza, puso el pie en el estribo y se sentó a horcajadas de su equipaje, en cómo chilló la nieve congelada bajo los cascos de la yegua, cuando se alejaban. Obliga a su mente a demorarse en esa partida todo lo posible, como en la primera parte de un cuento, para poder alegrarse más con el pensamiento de su regreso para Pascua. Y posiblemente haya una Pascua verde, ya que ha habido una Navidad blanca. Y entonces, tras un incalculable número de noches, escucha el tintineo de arneses que le llega desde afuera, porque ahora él le quita las bridas al caballo, y una vez más cruje la escalera y ella le ve el rostro y los poderosos hombros elevándose sobre el escotillón, y es él, él, que por fin ha venido. Brinca hacia esa visión del futuro sobre innumerables noches interminables. Pero, cuando llegó el momento, descubrió que no podía hacerlo. No podía elevarse en el aire lo suficiente. Estaba sola, frente a tantas noches que todavía debían venir como muchedumbre de muertos agolpándose en una sola alma. El alma del hombre necesita un poco de consuelo todos los días, si quiere vivir, pero no podía encontrar consuelo en ninguna parte.

—Cuando termina esta fiesta, abuela, ¿qué viene después?

—¿Eh? —preguntó la abuela—. ¿Qué esperas que venga? No creo que todavía falte nada importante. Nada en absoluto, diría yo, por cierto. Y es mejor así.

—Pero es preciso que después venga algo, abuela, después de pasado el Año Nuevo. Quiero decir, alguna festividad… —algo que se acerque a Pascua, se dijo, pero no se atrevió a expresarlo en voz alta.

—Oh, no sé que haya ninguna otra fiesta grande, aparte de que después de Año Nuevo viene la víspera del día de Reyes, pero no es una fiesta muy importante. No, no creo que haya gran cosa en materia de grandes festividades.

Sí, precisamente era la víspera de Reyes la que ansiaba Asta Sóllilja, y no otra fiesta, porque la expectativa prefiere olvidar las interminables noches de los días laborables y utilizar las fiestas solamente como sus mojones hacia el futuro.

—Sí, víspera de Reyes. Y después, ¿qué?

—Después no faltará mucho para el mes de porri.

Porri, pensó la muchacha con tristeza, porque eso no le recordaba más que grandes tormentas de nieve y súbitos deshielos que venían por turno y, por lo tanto, sin propósito alguno, un deshielo que se convertía en helada, una helada que se tornaba deshielo, eternidad tras eternidad.

—No, abuela, Porri, no. Eso no. Quiero decir fiestas. Festividades…

—En mi época tomábamos nota del tiempo en el día de San Pablo y en la Candelaria, pero entonces, naturalmente, todavía quedaban muchas de las viejas costumbres.

Pero Asta Sóllilja había estado esperando el miércoles de ceniza, porque le parecía recordar que el miércoles de ceniza era una cumbre desde la cual podía divisar la Pascua, pero ahora, aparentemente, debía pasar todo el mes de Porri y todo el mes de Góa, y después vendría… el ayuno de nueve semanas. ¿El ayuno de nueve semanas? ¿Nueve semanas? ¿Quién podría sobrevivir a un ayuno así? Pero cobró nuevos ánimos y expresó la esperanza de que cuando el ayuno de las nueve semanas hubiese terminado, el miércoles de ceniza no estuviese ya tan lejos.

—Oh, yo siempre entendí que primero venía el martes de carnaval.

—Pero el miércoles de ceniza debe llegar alguna vez, abuela, y entonces no faltará mucho para Pascua.

—Será una novedad, entonces —replicó la anciana, echando la cabeza hacia atrás y lanzando una mirada oblicua, hacia abajo, a sus agujas—. En mis tiempos el miércoles de ceniza era siempre seguido del ayuno.

—¿Qué ayuno?

—¡Pues, el largo ayuno, la Cuaresma mujer… la Cuaresma! ¡Hábrase visto tamaña ignorancia! ¡Tiene casi dieciséis años de edad y cree que la Pascua viene inmediatamente después del miércoles de ceniza! En mi época se te habría considerado una boba por no conocer la Cuaresma y las más importantes festividades que hay en ella, las témporas, por ejemplo, y la Anunciación.

—Pero conozco el Viernes Santo —dijo la joven con repentina inspiración—. Alguna vez llegará, ¿no es cierto?

—Oh, creo que San Magno viene antes —replicó la anciana—. Y el Jueves Santo.

Esto terminó con la tentativa de centrar la Pascua. Se rindió. Se había extraviado en los desiertos del calendario, perdió todo el sentido de dirección, la lana repentinamente pegajosa en sus dedos, todos los vellones convertidos de pronto en masas enmarañadas que jamás lograría peinar. ¿Por qué estos jóvenes no podían consolarse con el pensamiento de que todo pasa, de un modo o de otro, tal como mejor le place al Hacedor?

—Oh, la suerte de una no se hace únicamente con las grandes festividades, hijita —dijo la abuela en un repentino acceso de compasión—. Recuerdo, por ejemplo, un domingo de Pentecostés, hace muchos años, cuando mi pobre padre sacó a la vaca para que pudiese mordisquear unas pocas briznas de hierba marchita que asomaban a través del hielo. Y no era en modo alguno extraordinario que una tormenta de nieve cayese precisamente el día de San Juan.