Las huellas de las pisadas de un chico en la nieve no duran mucho tiempo con la nevada continua del día más corto, de la noche más larga. Se pierden en cuanto se hacen. Y una vez más el brezal queda envuelto en el blanco móvil. Y no hay fantasma alguno, aparte del que vive en el corazón del chico sin madre, hasta que los rastros de sus pasos desaparecen.
¿Qué noticias hay de la felicidad del alma, el día después de la noche más larga?
Ésa no era, ni con mucho, la primera vez que había caído sobre corazón y brezal el corrosivo peso del temor que hace que la dicha sea un fenómeno tan notable a los ojos de la nación. Pero, por otra parte, había carne de sobra, más carne de la que nadie podía recordar, carne en barricas y en cajones, carne muerta, sin duda, en opinión de la parroquia, pero ¡maldita sea!, no era carne muerta, aunque no pudiese encontrarse a nadie que quisiera comprarla y la gente se viese obligada a comérsela ella misma. Era igual que la carne de cualquier otra Navidad, de buenas ovejas gordas sacrificadas, y una cosa así era una novedad en aquel pegujal donde se habían comido correosas ovejas viejas para señalar una festividad. Todos tenían ahora las mejillas rojas, la cabeza pesada y el cuerpo laxo por efectos del dolor de estómago. Carne en el desayuno, carne entre comidas, sopa con más frecuencia que gachas, salsa más a menudo que agua. Y cuando la perra está indefensa de tanto comer, ¿qué más puede pedir el alma del hombre?
Y entonces empieza la Navidad con todo su ritual.
Esa noche, cuando la anciana deja a un lado sus agujas mucho antes de que llegara la hora de acostarse y dice a Asta Sóllilja: «Vaya muchacha, podrías lavarte un poco», entonces, y sólo entonces comenzó la Navidad. Ella cree, por supuesto, que Asta Sóllilja no se lava más que una noche especial y que no se lava ni cuando se lo ordenan. Ella misma ha dejado de lavarse hacía mucho tiempo y, además, la gente ya no cree en la orina rancia, ni para una cosa ni para otra. Pero ¿es eso toda la Navidad? No. La abuela también saca esa noche su pañuelo. Desata su harapiento y viejo chal y se anuda el pañuelo a la cabeza. Es una reliquia de los tiempos del Monopolio danés —la parte del centro todavía estaba sana—, una tela de seda negra pasada de manos de una abuela a las de otra, alisada a lo largo de los siglos por la caricia de viejas manos sarmentosas, como un fragmento de un fragmento de las riquezas del mundo, o, por lo menos, como una prueba de su existencia real. Pero esto no era todo. La Navidad es la fiesta de los tesoros. Cuando la anciana se ha puesto su pañuelo, procede a sacar su mondaorejas. El mondaorejas es un símbolo de la civilización del mundo en los páramos. Como el pañuelo, es un legado de muchos siglos de antigüedad, hecho de plata cara, ennegrecido por el tiempo en las muescas, pulido por el desgaste en los salientes curvos, retorcidos. De pronto comienza a escarbarse las orejas. Y cuando ha comenzado a escarbarse las orejas, con todos los gruñidos y muecas reservados para esa tarea, la Navidad puede comenzar en serio, porque sólo entonces está todo plenamente consagrado.
Para esa oportunidad Bjartur había ordenado que se guisase toda una pierna de oveja. El pegujalero, inspeccionándola mientras yacía ante él, gorda y fragante, en la artesa, sintió que era imposible exteriorizar de modo alguno su admiración, a despecho de todo lo ocurrido últimamente.
—¡Dios, ésta es una Navidad de primera, por cierto! —observó con entusiasmo.
Nunca antes le habían oído los niños referirse a la Navidad como si se tratase de algo especial, pero ahora decía que no cualquier oveja podía dar una pierna tan magnífica para Navidad. Masticaron en silencio, con caras hoscas, indiferentes. Ya sólo quedaban tres de ellos, y los que estaban allí no podían dejar de pensar en la desaparición del hermano mayor ni en cómo la parroquia le había estado buscando, en vano, durante los últimos días. Pero Bjartur de la Casa Estival no pensaba en nada que estuviese seguro de haber perdido, y no se sentía muy complacido con los chicos por no dar muestras de alegría precisamente en Navidad. Y de ese modo se acercó la hora de acostarse y la Nochebuena, con su dolor de estómago y su sueño inquieto. O con sus lágrimas silenciosas.
Aunque ha pasado la hora de acostarse, Asta Sóllilja continúa peinándose el cabello y calentando agua y moviéndose a la luz de la mecha, y él la contempla desde su cama hasta mucho después de que los demás se hayan acostado; el agua de la muchacha se va calentando lentamente en el silencio de esta Nochebuena. Tenía sumo cuidado en no mirar en su dirección. ¿Sería porque era una muchacha mala? Oh, ¿por qué tenía que pensar nuevamente en eso? Si no había hecho nada. Y, sin embargo, la pregunta le había subido muchas veces a la mente ese invierno, y siempre la asoció con la muerte de su madre, como si sintiese que había sido cómplice del suceso y que era por su culpa que su padre no había comprado suficientes medicinas ni le había dado una chaqueta a la madre… Y sin embargo, sin embargo no había maldad alguna en su corazón aquella noche, en el mundo, cuando era pequeña; es que, simplemente, no pudo evitarlo. Incluso cuando, como esta Nochebuena, todo estaba tranquilo y gozoso en mitad del invierno del mundo, se sentía repentinamente acometida por el temor. El temor al temor de lo que realmente no fue nada. El temor de que aún no había sido perdonada. El temor de que algo no la había perdonado aún por algo. Y de que ese algo seguiría tan horriblemente innominado entre ella y él, entre él y ella. Es posible que lucharan ambos contra la misma cosa, sin comprenderla, cada uno con su propia alma, él fuerte, ella débil. Sí, sin duda alguna había un océano absolutamente infranqueable entre ellos, la vida de él era poesía demasiado compleja para rimar con la existencia muda, sin métrica, de ella, y su fuerza no podía armonizar con la sensibilidad de ella. Aun cuando se perdió su hermano, el que había vivido allí y respirado hacía apenas dos noches, aun cuando él ordenó que todos se callaran la boca. Y ella lloró durante toda la noche mientras él dormía, no tanto quizá porque lamentase la pérdida de su hermano, sino porque era tan grande la oscuridad en que había desaparecido y porque se sentía tan profundamente agitada ante el pensamiento de haberle perdonado sus frecuentes malos tratos cuando eran hermano y hermana… Pero su padre, ¿cómo podían llegar a entenderse alguna vez, él y ella? ¿Él, que dormía mientras ella lloraba? Y lo que era más importante, ¿cómo estarían alguna vez libres de culpa el uno hacia el otro si no se entendían? Aunque ella se quitase hasta la última prenda y se lavara y se lavara y se lavara, una y otra vez, y otra, sin cesar, jamás conseguiría borrar la sombra de la vaga, incomprensible culpabilidad que se interponía entre ambos, la sombra que pesaba sobre cuerpo y alma. Y mientras ella pensaba, él apoyaba la nuca en la cabecera de la cama, contemplando, maravillado, el vapor de agua y las sombras, cuan incansablemente jugueteaban en torno a la juvenil figura.
Ella tenía esa clase de mejilla derecha que nunca es igual a ninguna hora del día. Sus pensamientos eran decididos entre temor y expectativa, como los cielos estivales de la tierra con sus tiempos vivos, sus fugitivos retazos de sol y sus sombras que se esfuman. Una mejilla así es en realidad como un ser viviente, indefenso en su excesiva susceptibilidad hacia lo que está afuera y lo que está adentro. Es casi como si su nervio vital se encontrase al descubierto, como si todo su cuerpo fuese una sola alma continua que no puede soportar el mal y que no encuentra, quizás, otra cosa que el mal. La expectativa es lo que salva a un alma como ésa, no la felicidad.
¿Qué sería de esa muchacha si no tuviese su maligna mejilla izquierda para ayudarla?
Él la llama y le ruega que le escuche. No, no le había oído mal. Ella se levantó y cruzó el cuarto hacia él. Él quería que se sentase un momento. Sí, iba a conversar un poco con ella, visto que había llegado a una edad de discreción. Ella no dijo nada. Y entonces, sin previo aviso:
—Me iré después de Navidad y te dejaré aquí. No regresaré hasta el tiempo de Pascua.
Ella le miró con ojos enormes, interrogantes, y en su rostro algo se derrumbó.
—He perdido muchas ovejas —continuó él—. Es como se dice en la Edda: «Muere el ganado».
—Sí —repuso ella, y estaba pensando en decir mucho más. Después deseó que ella y sus hermanos pudiesen ayudarle a conseguir más ovejas. Pero él se iba, y Asta descubrió que no podía decir nada más.
—No me quejo, en fin de cuentas —prosiguió él—. No soy en modo alguno el primero que ha sufrido pérdidas en este país. Digo como dice el proverbio: «Sobra lugar en la cama, la esposa ha muerto». Lo que importa, chiquita, es que yo mismo no estoy muerto, todavía no. Y no es que no me dé lo mismo si muero. Pero aguantaré todo lo que pueda mientras tenga algo en que apoyarme.
Ella le miró con el corazón palpitante y supo que hablaba de cosas serias, aunque no podía entenderle. Dos seres humanos tienen tantas dificultades para entenderse… No existe nada tan trágico como dos seres humanos.
—Te dije el año pasado, chiquilla (¿o fue el año anterior?) que, con el tiempo, construiría una casa. Y lo que he dicho, dicho queda.
—¿Una casa? —preguntó ella inexpresivamente, porque se había olvidado de todo lo que se refería a eso.
—Sí, una casa —repitió él—. Ya les mostraré a ésos. —Y agregó con voz más tierna, mientras le tocaba el hombro con la zarpa:— Cuando un hombre tiene una flor en su vida, construye una casa.
Ella tenía espesos cabellos castaños que le caían naturalmente ondulados, cejas curvadas en un arco interrogante y pestañas que alimentaban grandes lágrimas. Él le miró otra vez la mejilla y pudo calar en la sensible movilidad de la vida de esa parte del rostro. Y entonces ella musitó muy bajo en su pecho:
—¿Te vas?
—Estoy pensando en dejar todas las cosas a tu cargo, tanto las de dentro como las de fuera —repuso él—, y mañana os explicaré todo lo concerniente a la alimentación de las ovejas, a ti y al pequeño Gvendur.
Entonces ella se echó a llorar, porque el temor que albergaba en su corazón se hinchaba hasta adquirir proporciones gigantescas. Se sentía absolutamente desesperada y se rindió a la fuerza de esa extraña voluptuosidad que, con la perfecta desesperación, penetra en el cuerpo y en el alma. No sabía qué decía, porque era la angustia la que hablaba en su corazón, y la angustia decía que no le importaba si enfermaba y moría como su madre, en mitad del invierno y con glaciares sobre el brezal, y, oh, ojalá no me hubieran vuelto jamás a la vida para gozar de un momento de dicha y es culpa mía que haya muerto mi madrastra porque no la amé bastante, pero mi pobre hermanito Helgi, él la quería tanto que pensaba en ella noche y día, y le oía decir, en el empedrado, que estaba muerto, y debí ser yo quien se perdiese en la nieve y muriese en el brezal, oh, estoy segura que debe ser hermoso estar muerta, porque si me dejas, padre, no habrá nadie que me ayude… y así continuó durante un rato, acurrucándose contra él mientras sollozaba, sacudiendo la cabeza sobre el pecho de él, desesperada.
Por una vez el pegujalero no supo qué responder, porque para él nada había sido nunca tan completamente ininteligible como los razonamientos que nacen de las lágrimas. Le desagradaban las lágrimas, siempre le desagradaron, jamás las entendió y muchas veces le hicieron salirse de sus casillas. Pero sintió que ahora no podía responder a esa flor de su vida, a esa forma inocente; el agua y la juventud son compañeras inseparables. Y, además, era Nochebuena. De modo que simplemente insinuó que debía haber olvidado otra vez que él le prometió construirle una casa. Fue el otoño siguiente a la llegada de la vieja Fríóa, maldita sea.
Pero aparentemente a ella no le interesaba en lo más mínimo vivir en una casa, sí, quizás una vez, hacía muchos, muchos años, pero no ahora, la que tenían era suficientemente buena para ella, si tan sólo quisieras quedarte con tu Sola, si sólo no te fueras y abandonaras a tu pequeña Asta Sóllilja. Si tengo que quedarme sola, padre, todo lo que amenaza aquí, todo lo que podría suceder…
Él le aseguró que nada ocurriría y que no había ninguna amenaza inminente. Sí, estaba seguro de ello. Sabía lo que ella quería decir, se refería a un fantasma, pero era como él le dijo muchas veces a la perra: un hombre encuentra lo que busca, y el que cree en los fantasmas encontrará, con seguridad, un fantasma. Había resuelto irse y trabajar por dinero para comprar más ovejas en otoño. Ésa sería la primera vez en su vida que trabajaría por dinero. Conseguiría que Bruni le diese algún trabajo, siempre que Túliníus Jensen no estuviese en bancarrota. Bien; existía una posibilidad de que los niños no quedasen abandonados a sus recursos, porque había un individuo en Fjóróur en quien podía pensar… pero aquí se interrumpió, por si se sentía tentado a prometer mucho, vaya, vaya, chica, anímate un poco, tu madre estuvo cien veces más solitaria cuando murió aquí, en el desván, en los viejos tiempos, y no veo por qué nadie habría de lamentar haberse topado de narices con la vida, muchacha, porque, por lo menos, ha tenido una oportunidad barata de probar fuerzas, y hay tiempo de sobra para quejarse en la tumba, de modo que sécate la cara, cordera, y a ver si te acuestas.
Allí terminó la discusión. Él se acostó primero. Cabizbaja, ella se encaminó al fuego. Tenía la garganta contraída de llanto, pero no le importaba. Aunque hubiese sido una famosa oradora, poseedora de un verbo de oro, todos los parloteos habrían sido inútiles. Él se había acostado y tapado. La nieve, en la ventana, era azul. Pero no había rosas de escarcha. El cuarto estaba tibio, el agua hervía en la marmita, vapor, enormes sombras, poca luz, Navidad. No existía una potencia, ni de fuerza ni de cariño, que pudiese debilitarle en sus decisiones. No era cosa de juego eso de tener un padre, y sin embargo, ella nunca, nunca desearía otro padre que no fuese él. Se encontraba en ese estado laxo, sin alma, que envuelve al cuerpo después de un llanto sincero, como cuando el agua se evapora después de mucho hervir y se queda en el aire. Sollozó y sollozó. Lentamente se secaron las lágrimas en sus ojos. Aun la tortura de su alma se había evaporado. Se quitó las medias, luego la bata, y fue poniendo, distraída, una prenda tras otra sobre el banco, ante sí, sin mirar a la izquierda ni a la derecha. Todo lo que hizo estaba justificado. Se quedó de pie ante el agua hirviente, alta y flexible como una planta, con sus altos senos en forma de taza dibujados en dulce silueta contra el débil resplandor de la mecha, la Nochebuena, contra las parpadeantes sombras del vapor de agua, los labios hinchados de llorar, las pestañas cargadas de sal.