Con esa victoria de Guðbjartur Jónsson se puso fin, al menos por el momento, a todas las actividades espectrales en los páramos. Así como un hombre corta de un tajo, en primavera, a una oveja enferma de lombriz, así cortó él la religión y la filosofía la noche en que expulsó a la parroquia de su casa y ordenó a sus hijos que se acostaran. Algunas personas dicen que también ahorcó al gato. Si el fantasma pensó que Bjartur se amilanaría, vendería sus tierras y buscaría una nueva casa debido a ese segundo desastre ocurrido a sus ovejas, le esperaba una desilusión. El diablo se había tomado todo el trabajo para nada; Bjartur estaba tan firme como una roca. Y aunque sufrió grandes pérdidas en la refriega, el pegujalero aprendió a no ceder siquiera un centímetro de terreno. Lo que siguió después no fue otra cosa que las consecuencias de los sucesos ya ocurridos.
Era el día más corto del año, cuando desaparece el sol. El cielo se nubló durante la mañana, con nubes bajas, cargadas de nieve y amenazadoras, que pendían a mitad de camino de las laderas de las montañas. Ningún resplandor portentoso iluminaba las almas o el paisaje. Hubo apenas un pequeño mediodía, esfumado en cuanto llegó, y sin embargo, ¡cuánta oscuridad se necesitó para envolverlo! Y el alcalde debía llegar de un momento a otro. El pegujalero no dio a nadie las órdenes para ese día de trabajo; era como si quisiese esperar la decisión de las autoridades para saber quién era el amo allí, si él o Kólumkilli. Pero, de todos modos, el pequeño Gvendur le siguió afuera, con la perra, cuando salió para dar de comer a las pocas ovejas que le quedaban. El hijo mayor estaba sentado ante la ventana, golpeándose las rodillas una con otra y contemplando en silencio un viejo dibujo grabado sobre la mesa. No hablaba ni cuando se le dirigía la palabra, no pensaba ni siquiera en trabajar un poco con el hilo del huso, y el pequeño Nonni, que estaba sentado junto a su abuela, tejiendo, le miró y, entendiéndole en la forma sutil, inexplicable que llega más lejos que las palabras o las imágenes, se le acercó consoladoramente:
—Helgi —dijo—. No te preocupes por eso. El alcalde no puede hacerle nada a un fantasma.
Y como el hermano mayor no contestó, el pequeño Nonni volvió a sentarse junto a su abuela. Nada de cuentos, de himnos; apenas unos murmullos triviales que nadie entendía.
De pronto el alcalde llegó desde el interior para encontrarse con el gobernador de la provincia, porque se iba a llevar a cabo una investigación judicial. Por el momento no se veía rastro de gobernador alguno. Había comenzado a nevar y el alcalde se mostraba hosco e insultante y no tenía tiempo que perder en esa clase de tonterías, y era dudoso que el maldito y viejo gobernador arriesgase su precioso esqueleto en los páramos, con ese tiempo; los universitarios se meten en la cama en cuanto ven unos copos de nieve. El alcalde se acostó en la cama de los padres; llevaba largas polainas para la nieve y llamó a Asta Sóllilja para que se las quitase. Ninguno de los dos estaba de buen talante: ni el visitante ni el pegujalero… Siempre estás metido en algún maldito embrollo, dijo aquél a su anfitrión mientras buscaba su tabaquera. Si no son esposas moribundas y ovejas agonizantes, son demonios desenfrenados y diablos furibundos. Y el pegujalero replicó que, por lo que concierne a la muerte y los demonios, compañero, nunca he pedido a nadie que viniese aquí y se reventara las tripas de tanto vociferar himnos y bobadas espirituales en medio de la noche, para risa de Dios y los hombres y eterna deshonra de toda la parroquia. Lo único que pido es la justicia a que tienen derecho todos los hombres libres en un país libre. Todos los años las autoridades me visitan para pedirme impuestos y contribuciones, pero ésta es la primera vez que yo solicito algo a las autoridades, de modo que opino que no les debo nada y no tengo que aguantar su insolencia.
—¡Mira! —dijo el alcalde, moviendo con la lengua el tabaco que tenía en la boca—. ¡Deberías venderme este apestoso agujero negro y estafarme por segunda vez!
Pero, después de la turbulencia emocional de los últimos días, Bjartur estaba decidido a recibirlo todo con la mayor ecuanimidad. No permitiría que el alcalde le irritase.
—Sí, viejo —replicó compasivamente—, siempre le ha agradado hacer su bromita, ¿eh?
El alcalde:
—No veo por qué te molestas en seguir por más tiempo con esta empresa arriesgada e insignificante. Tus dos esposas están muertas; tus ovejas, muertas; tus hijos, muertos y peor que muertos. ¿Qué demonio de sentido tiene todo esto? Y ahí está la pobre Sólbjórt, o como quiera que se llame, casi una mujer crecida, pagana, analfabeta, y no se ha hecho esfuerzo para confirmarla.
—Es algo nuevo —comentó Bjartur—, su deseo de cristianizar a todos. Quizá siente que ha llegado a una edad en que será mejor estar preparado para cualquier cosa.
—No necesitas preocuparte por eso —repuso el alcalde—. Siempre he puesto mi cristianismo ante mí, y exijo de los demás el cristianismo necesario para ponerles dentro de las reglas de la ley. Siempre he tenido una imagen de Cristo en la pared de mi cuarto, una imagen que me dejó mi madre («Sí, y también otra del zar ruso», interpuso Bjartur)… sí, y otra del zar ruso, y quiero que sepas que siempre ha gobernado correctamente a sus súbditos, y que éstos no son, por lo menos, una pandilla de paganos testarudos que atraen sobre sus cabezas a los fantasmas y a los monstruos por la forma en que se comportan.
—¡Bah! —bufó Bjartur—. Grettir Ásmundarson nunca fue considerado un gran héroe religioso en su época, y sin embargo fue vengado en el sur, en Miklagaró, y aclamado, por ese mismo motivo, como el más grande hombre que Islandia tuvo jamás.
Pero lejos de dignarse a responder tonterías tan ajenas a la cuestión, el alcalde se sacó el tabaco de la boca y expresó su intención de acostarse un rato, ya te diré algo más cuando despierte, apoyó las piernas en la cama, volvió la cara hacia la pared.
—Prepárame unas tortas de barro para las autoridades, Sola, muchacha —dijo Bjartur mientras salía a ocuparse de sus tareas. Y la nieve se fue espesando gradualmente y el día transcurrió de algún modo, de cualquier modo o de ningún modo, con una fuerte nevada y el alcalde durmiendo y el gobernador que tenía que llegar de un momento a otro.
La característica más desagradable de mediados del invierno no es su oscuridad. Más desagradable, quizás, es que nunca haya la suficiente oscuridad como para que uno se olvide de lo infinito del cual esa oscuridad es el símbolo, de lo infinito que, en realidad, está emparentado con la justicia misma, que llena el mundo como la justicia y, como la justicia, es inexorable. Mediados de invierno y justicia son hermanos. Y uno se da cuenta mejor en la primavera, cuando brilla el sol, de que ambos fueron malvados. Hoy es el día más corto del año. Quizá los que consigan sobrevivir a este día estarán a salvo, esperémoslo así. Hoy es también el día de la justicia y la gente menuda del pequeño pegujal espera a la justicia que llena el mundo y carece de comprensión. Es el padre quien ha enviado a buscar a la justicia. El que recoge el heno para sus ovejas tiene a la justicia de su parte; las ovejas son las ovejas de la justicia. Y aunque una madre yazga en su ataúd y los niños sean plantados en el cementerio, la justicia, pese a todo, reside en las ovejas y sólo en las ovejas. Ya se trate del que ama los sueños o el alma, o de aquel cuyas esperanzas se centran en torno a la rebeldía, la justicia es enemiga de ambos, porque ellos no tuvieron el ingenio suficiente como para conquistar. Y porque la justicia es estúpida por naturaleza. Y mala. Nada tan malo como ella. No hay que escuchar cómo duerme el alcalde para darse cuenta de ello; no hay más que oler las tortas que están siendo horneadas para la justicia y sus funcionarios. Y el hijo mayor de la Casa Estival cierra la puerta tras de sí.
El alcalde sigue durmiendo, roncando ruidosamente. Uno creería que ese hombre fuerte, de rostro vigoroso, cincelado, no había dormido bien en toda su vida. Sola, chica, ¿no tienes un trozo de carne para las tripas del alcalde, para cuando despierte?… Porque no había necesidad de ser ahorrativo con la carne ese invierno en la Casa Estival; todas las barricas y todos los cajones estaban henchidos de ese manjar, que nadie querría comprar porque era carne muerta. Carne muerta, narices, por supuesto que no era carne muerta, esa carne no tenía nada de malo, aparte de la marca que la estupidez y la superstición le habían estampado. Sea como fuere, rellenaremos con ella a las autoridades y dejaremos que ellas decidan. ¿Dónde está Helgi?
Sí, ¿dónde estaba Helgi? ¿No estaba aquí hace unos minutos? Oh, no tardaría en aparecer; hoy le toca a él sacar afuera la porquería del caballo. Ninguna señal de que el alcalde despertara. Oh, bueno, no es cosa nuestra, supongo que puede dormir todo lo que quiera, el viejo búho. Éste sí que nos la ha hecho buena, el gobernador no habrá puesto el pie en el brezal con este tiempo, la nieve cae ahora tan espesa como una sopa y no puedes verte la mano aunque te la pongas ante la cara. Si miras desde el montículo de nieve que hay ante la puerta, creerás que el mundo ha desaparecido; no hay vestigio alguno de líneas o colores, no queda ningún mundo; uno podría estar ciego o cayendo en un profundo sueño.
—¿Adonde puede haber ido ese chico? Gvendur, baja y echa una mirada, hijo. Es imposible que se haya ido a los establos. —Pronto terminaron de comer y el propio Bjartur salió a buscar al chiquillo. El alcalde despertó y se levantó, bostezando y desgreñado.
—¿Eh? —preguntó.
—Nuestro Helgi —contestó Asta Sóllilja—. No sabemos qué se ha hecho de él.
—¿Helgi? —preguntó el alcalde, que no conocía a nadie de ese nombre en el pegujal.
—Sí —replicó ella—. Mi hermano Helgi.
—Oh —exclamó el alcalde, atontado de sueño y buscando su tabaco—, mi hermano Helgi. Escucha, querida —agregó—, deberías decirle a Bjartur que venda el pegujal. Puedes venir a nuestra casa cuando quieras; no necesitas pedirle permiso a nadie. Tienes la boca de mi madre.
—¿Qué? —preguntó la joven.
—Debes tener unos quince años…
Sí, había cumplido los quince hacía apenas un mes.
—Sí, es una lástima, pero ¿qué puede hacer uno? Tendríamos que haberte llevado inmediatamente. Pero ¿qué quería decir yo? ¿No te vi comiendo un trozo de pescado, chica?
—No, carne.
—Sí, naturalmente, la carne es el alimento de esta Navidad en Casa Estival.
—Le he hecho algunas tortas de sartén —dijo ella.
—¡Oh, al demonio con las tortas! Mi estómago ya no tolera esas cosas. Masticaré un poco de carne. Es muy del gobernador esto de engañarme y hacerme venir, mientras él se queda roncando en la cama, maldito sea. No veo cómo podré alejarme mucho de aquí esta noche.
Pero los oídos de Asta Sóllilja estaban muy lejos de la conversación, porque no entendía qué podía haberle ocurrido a Helgi. Asaltada repentinamente por un recelo que bordeaba casi el terror, descuidó incluso las necesidades del alcalde, corrió escaleras abajo y salió al montículo de nieve de afuera. De modo que el alcalde se quedó solo arriba, con la anciana y el hermano menor, para dedicarse a su tabaco y aclararse la garganta y rascarse y bostezar. Pasó el rato, y le pareció que tenía que decir alguna cosa.
—Bueno, bueno, Bera —empezó a decir—, ¿qué tienes que opinar acerca de toda esta tontería?
—¿Cómo? —preguntó ella.
—¿No crees que todo ha enloquecido en el cielo y la tierra, Bera, vieja?
Aunque hablaba a la anciana con una voz que estaba muy lejos de ser completamente inamistosa, no parecía esperar su respuesta con gran interés, porque continuó su pregunta con una sucesión de tremendos bostezos.
—Oh, no me parece que tenga mucho que pensar o que decir, aparte de que siempre supe que esto sucedería alguna vez. O peor aún. Permítame que le diga que no son los ángeles de Dios los que pululan en torno a esta choza, nada de eso. Y nunca han estado aquí. Y nunca lo estarán.
—No, nunca estuvieron y nunca estarán —apoyó el alcalde—, ¿y tienes alguna objeción que poner a que se te encuentre un buen rincón para ti, junto a la chimenea, en una hermosa granja del interior, si el gobernador se dignase llevar a cabo la suficiente actividad como para expulsar de aquí a Bjartur por orden de la ley?
—Oh, no creo que tenga mucho que objetar a las autoridades, decidan ellas lo que decidieren, y, en cualquier caso, no me importa mucho lo que pueda ser de mí. Como el alcalde sabe, el difunto Pórarinn y yo vivimos cuarenta años en Uróarsel, y nada sucedió durante todo ese tiempo. Nuestros vecinos de los páramos eran buenos vecinos. Pero aquí parece que a cada rato ocurre algo. Y no quiero decir que haya sucedido nada que no fuese querido por la Providencia; por ejemplo, que se me permitiese seguir viviendo, si esto se puede llamar vida, en tanto que mi pobre hija es arrebatada del hogar y de la casa con las primeras luces del sol de la recolección del heno. Para no hablar de la pérdida de las ovejas, la primavera pasada, y, ahora, este último estallido de diablura.
—Diablura, sí —convino el alcalde—, un condenado estallido remaldito.
Durante un rato la anciana siguió mascullando para sí.
—¿Qué? —preguntó el alcalde.
—¿Qué? —preguntó la anciana.
—Sí, quiero decir, ¿qué piensas de todo eso? —preguntó a su vez el alcalde—. ¿De esto que llaman intervención del demonio?
—Bueno, puesto que el alcalde condesciende a preguntármelo —contestó ella—, permítame que le diga esto, Jón, buen hombre: que en mi tiempo era costumbre, y costumbre que a menudo le hacía un buen favor a la gente, la de salpicar a esos seres inquietos con orina vieja, y muchos demonios se sintieron contentos de escapar a una rociadura cuando todos los demás medios habían fracasado; pero el amo de esta casa no quiere oír hablar de nada que tenga que ver con la religión cristiana, es una persona sumamente extraña, este Bjartur, y todo lo sagrado es menospreciado, escarnecido y pisoteado como en la actualidad se menosprecia, escarnece y pisotea todo.
—En efecto —convino el alcalde—. No se puede sacar partido de él ni en una forma ni en la otra, zoquete testarudo. Y nunca se pudo. A los niños habría que sacarlos de aquí y llevarlos a alguna hermosa granja, por orden de la ley si fuese necesario. Y en cuanto a nosotros, abuelita, estoy seguro de que Markúsjónsson de Gil se apiadará de nosotros, vista la situación en que nos encontramos, hace ya veinte años que cuida a personas ancianas cuando yo se lo pido. Es un alma inofensiva, nunca he sabido que haya levantado alguna vez la mano a una persona de edad.
—Yo sería la última en quejarme de algo —musitó la anciana— y, de todos modos, sé que mi Hacedor hará conmigo lo que más le plazca. Soy algo así como nada, como cualquiera puede ver, y, aunque aparentemente no puedo morirme, difícilmente podría afirmar que estoy viva. A veces necesito de todo el tiempo de que dispongo para saber quién soy. Pero me agradaría mucho saber que el pequeño Nonni está junto a mí, porque es un chico que promete, en hechos y en palabras, y no merece quedar en manos de desconocidos. Ha dormido a mi lado, en este rincón, desde que nació.
—Sí, hablaré de ello con el gobernador, si es que alguna vez se toman medidas para vender esta casa.
—Naturalmente, el alcalde le dirá al gobernador lo que le parezca conveniente, como, sin duda alguna, ha hecho siempre. Pero, si una pudiese escoger, por supuesto escogería Uróarsel en lugar de cualquier otro punto. Pero nunca he tenido por costumbre esperar nada en especial, ni siquiera cuando era más joven. Y jamás he tenido miedo a nada, ni a los hombres ni a los demonios. Y si la voluntad de mi Hacedor es destruir esta granja para siempre, pues no será más que lo que todos esperan que suceda. Todos saben qué clase de casa es ésta. Y en cuanto a qué será de mí, alcalde, no me preocupa en absoluto, ciega y sorda como estoy. Y por cierto que lo estoy. Y no puedo decir que me quede un solo dedo, están todos muertos, mire. Y el pecho… Pero eran hermosas las puestas de sol de Uróarsel…
El alcalde la contempló fijamente durante unos instantes, como desconcertado. ¿Qué podía hacerse con un ser como ése, que en realidad no era ya un ser y que, según su propio relato, no estaba muerto ni vivo? ¿Cómo podría seguir manteniendo esa conversación? De modo que se acarició la mandíbula, bostezó y mordió un buen trozo de tabaco.
—¿No quieres mascar un poco, vieja? —preguntó caritativamente.
Durante un rato largo ella no escuchó ni entendió a qué se refería su interlocutor, pero finalmente se le ocurrió que debía tratarse del tabaco.
—Para refrescarte —agregó él. Pero ella declinó cortésmente el ofrecimiento.
—¡No, hombre, no! —dijo—. Nunca he necesitado tabaco. Y el motivo es que sé que el Señor lo dispone todo como mejor le place.