Sí, alguien había hablado de café y, como todos estaban de acuerdo, la ceremonia religiosa se interrumpía ya por propia iniciativa. Más y más personas subían, sin haber sido invitadas, por las escaleras. Toda la campiña parecía estar alojándose en la casa de Bjartur. Pronto el piso empezó a crujir peligrosamente, de modo que alguien dijo a la gente joven que se saliese, qué demonios creían que estaban haciendo allí; de todos modos, no era el momento ni el lugar para los chillidos de las tunantuelas, ni, ya que estamos en eso, para forma alguna de música. Si querían café podían esperarlo abajo, en el establo. La trampilla fue cerrada tras ellos. Los hombres se dispusieron en filas, en las camas, apretujándose como mejor pudieron, en tanto que las mujeres ayudaban a avivar el fuego.
—Esto es todo, pues; supongo —dijo uno.
—Sí, eso es todo —convino otro.
—Eso creo yo también —dijo un tercero.
Los visitantes se encontraban aún bajo la influencia de los poderes ocultos y, en consecuencia, experimentaban cierta dificultad en concentrar inmediatamente el pensamiento para la consideración de asuntos materiales. Pero Hrollaugur de Keldur era una excepción. Ese hombre no clasificaba los fenómenos de acuerdo con su origen, sino que lo tomaba todo, natural o sobrenatural, como viniese y luego le concedía la atención que creía necesario concederle.
—Bien, señor cura —comenzó—, yo tengo, como todo el mundo sabe, un par de magníficos borregos machos que no tuve el valor de castrar en el otoño. Quizá será un suicidio criar animales tan costosos con el solo fin de especular, pero se me ocurrió que posiblemente pudiese conseguir por ellos un precio decente si se convencía a alguien de la Revista Agrícola para que les echara una ojeada y escribiera un artículo describiéndolos, para alguna de las importantes publicaciones de la capital.
—Muy cierto —convino el cura, satisfecho de haber logrado convencer por lo menos a alguien de su conocimiento de las ovejas y de su deseo de fomentar la creación de una buena raza. Inmediatamente empezó a explicar para su auditorio los resultados, como los informaba la Revista Agrícola, obtenidos en las exposiciones de carneros del oeste, especialmente las relacionadas con animales de carne.
Y el rey del rodeo, que, aunque había conseguido introducirse en el concejo parroquial, no era todavía un agricultor importante, sino apenas de la clase media, y que durante más de un año había vivido en medio de una gran tortura mental debido a la competencia existente entre el comprador y la Sociedad Cooperativa —porque cuando dos poderosos rivales luchan entre sí es esencial tener la paciencia de esperar y ver—, también consideraba que era de principalísima importancia, en estos tiempos difíciles, que el público se diese cuenta de la necesidad de mejorar la raza del ganado.
—Pero —agregó—, me agradaría dejar aclarado que nunca he sido un creyente incondicional en el ganado gordo en sí y por sí, como parece serlo nuestro buen amigo el cura. En mi opinión se ha demostrado repetidamente que en un año difícil, como el pasado, por ejemplo, las ovejas gordas no tienen esa capacidad de resistencia en la hora de prueba que los hombres de nota querrían hacernos creer que tienen. Por otra parte, nuestras ovejas duras, magras, la raza de Rauðsmýri, por ejemplo —y nadie se ha atrevido a sostener jamás que fuesen flacas—, me han parecido siempre el colmo de la crianza, por lo menos mientras no aparezca otra raza mejor.
Y bien, hacía apenas unos días se habían hecho las listas de impuestos municipales y, puesto que el rey del rodeo intervenía en la conversación, se le ocurrió a Ólafur de Ystadalur que sería una buena idea preguntarle qué ocurriría con la gente corriente este invierno, por lo que se refería a los impuestos. Porque Ólafur de Ystadalur había votado por el rey del rodeo en el momento oportuno, confiando en su fuerte sentido de la responsabilidad y creyendo que cumpliría las promesas hechas a medias a los pequeños propietarios, así como en su tiempo había abrigado la esperanza de ganar unas monedas adicionales para la comida, como veterinario ayudante, confiando también en el rey del rodeo para esa cuestión.
—Sí, los impuestos —replicó sobriamente el rey del rodeo—. Lamento tener que decirlo, Ólafur, amigo mío, pero el concejo parroquial no es ninguna comisión de fiestas en estos días. El alcalde Jón de Myri, el Consejo provincial y el Gobierno atestiguarán que no es un juego eso de establecer los impuestos en momentos tan graves como éstos, cuando el tráfico y la competencia braman en todas las esferas de la vida del distrito y fuera de él, y nadie sabe realmente qué bando obtendrá la victoria. Es difícil predecir si será Bruni quien tome bajo su protección a los hombres en bancarrota, y peor que en bancarrota, o si la cooperativa tomará en sus brazos a los pequeños propietarios abrumados por el terrible peso de las deudas, ó si Jón de Myri, ese patriótico caballero, ese magnánimo pilar del Estado, se constituirá en el último recurso y salvación de la comunidad. O, tercera alternativa, o incluso cuarta, si la propia parroquia, aunque desde hace tiempo empantanada en una insolvencia insondable, se verá obligada a acudir en ayuda del personal.
—Oh, bueno, es precisamente lo que siempre he dicho yo —replicó Ólafur, sin demostrar demasiada desilusión hacia el concejo parroquial por el que había votado—; la vida del hombre es corta, tan corta que la gente del montón no puede siquiera darse el lujo de nacer. Pero yo insisto en que, si la sociedad hubiese sido científica desde el principio y, por lo tanto, hubiera existido alguna relación sensata entre la cantidad de trabajo de un hombre y la cantidad de provisiones que el comprador le entrega por sus productos cuando va al pueblo; en que, si un individuo pudiese poner un techo decente sobre su cabeza antes de que sus hijos se pudrieran de tuberculosis, entonces… maldito sea, ¿qué quería decir yo? No veo posibilidad alguna de llegar a pagar mis deudas, aunque continúe trajinando y afanándome como ahora durante otros tres mil años.
Pero en ese momento intervino Einar de Undirhlíð para decir que esperaba que le perdonarían si opinaba que esa clase de conversaciones era muy poco espiritual en un momento tan solemne como el que estaban viviendo, cuando misteriosas potencias habían invadido sus vidas en forma realmente extraordinaria.
—¿Es que somos, entonces, completamente incapaces —preguntó—, por más que el Señor nos lo reproche, de olvidar nuestras vidas de hambre, deudas y consunción ni siquiera en un momento tan serio?
—Yo no comencé la conversación —repuso Ólafur—, de modo que no tienes por qué culparme a mí. Cualquiera puede decirte que soy de esos que están dispuestos, en cualquier momento, a dejar de lado toda frivolidad y concentrarse en asuntos importantes. Pero no resulta tan fácil hablar con autoridad, ni aun con conocimiento, cuando se es tan pobre que se está completamente apartado de toda comunicación cultural con el mundo exterior, y cuando, por añadidura, hay que sufrir, en el hogar, la situación que yo tengo que sufrir: los niños tuberculosos, como todos saben, y la esposa prácticamente agonizante. Y no es que ella tenga algo que ver con el caso en disputa. Hace ya diez años que me vi obligado a renunciar a la Asociación de Amigos del País, la única sociedad con la que en mi vida he conseguido estar relacionado. Y el así llamado círculo de lectura que tuvimos aquí en una oportunidad está arruinado desde tiempo ha. Algunos dicen que las ratas han entrado en él. No sé si es cierto, pero es un hecho indiscutible el que nadie se atreve a abrir los armarios desde hace cinco años, de modo que yo, personalmente, no veo cómo nadie de esta parte del país puede decir algo sensato, tal como están las cosas ahora.
Einar de Undirhlíð manifestó que, en tal caso, deberíamos hacer una buena utilización del momento actual, porque ahora nos encontrábamos en compañía de hombres educados, el cura, por ejemplo, y el cura, si lo conocemos bien, es uno de esos caballeros que, estoy seguro, perdonará sin mucho trabajo mi falta de ilustración, a despecho de que el Reverendo Guðmundur, de bendito recuerdo, haya bajado a su tumba sin perdonarme jamás por mi ignorancia, Pero lo que yo quería preguntar es esto: ¿Cómo es que ciertas almas no pueden encontrar nunca descanso, ni en las alturas, ni en la superficie de la tierra, ni en las profundidades del océano?
—Pues, supongo que porque están poseídos por el demonio —contestó vivamente Krúsi de Gil, mucho antes de que el sacerdote hubiese decidido cuál sería una respuesta adecuada. Varios de los otros replicaron con sus opiniones, aunque sin arrojar mucha luz sobre el problema, y Ólafur de Ystadalur se refirió incluso a un libro, varias páginas del cual consiguió una vez para envolver unas copas, en el que se negaba rotundamente, de acuerdo con pruebas suministradas por hombres de ciencia extranjeros, que la maldad existiese siquiera.
—¡Vaya, Ólafur, vaya! —exclamó el rey del rodeo—. Ésa es una afirmación que yo ni soñaría en hacer, por lo menos en las circunstancias actuales. Por mi parte siempre he creído que tanto el bien como el mal existen y, como la señora de Myri, una mujer sumamente educada, como todos saben, ha subrayado constantemente en discursos pronunciados en privado y en público, se dice que la creencia en el bien y el mal forma parte de la religión persa. Por otro lado, considero que las potencias invisibles del mundo no son ni siquiera aproximadamente tan buenas en sus muchos aspectos como generalmente se cree, y probablemente tampoco tan malas. ¿No te parece, Ólafur, que lo más lógico es que se encuentren más o menos a mitad de camino entre ambos puntos?
El sacerdote, que para entonces había tenido tiempo de meditar las cosas, sugirió que estaría más conforme con el pensamiento moderno suponer, como él había señalado ya durante la procesión, que se encontraban tratando con almas desdichadas, expulsadas de uno a otro mundo como si fuesen proscritos.
Pero entonces fue Einar de Undirhlíð quien ya no pudo aguantar más.
—No, reverendo Teodor, —exclamó—, en este momento no temo decirle, con el apoyo de mi conciencia y bajo mi responsabilidad, que ha ido usted demasiado lejos. Puede ser cierto que el difunto Reverendo Guðmundur no me mostrase nunca demasiada amistad ni prestase atención alguna a los pobres versos religiosos que escribí, no para ganar alabanzas ni fama, sino para mi propio solaz espiritual. Pero, aunque era muy severo con los hombres incultos, nadie debe abrigar duda alguna en cuanto a su credo: no era hombre de prestar oídos a ninguna jerigonza por el solo motivo de que se la supusiese moderna, y por cierto que habría sido la última persona en la tierra en manchar alguna vez sus labios con la afirmación de que Satán y sus misioneros no eran más que almas desdichadas. Aunque tenía buenos moruecos y ovejas gordas, nunca se había embrollado con objetos que no guardaban relación alguna entre sí. Él sabía en quién creía, que quizás es más de lo que puede decirse de muchos de nuestros jóvenes sacerdotes, que creen en cualquier cosa siempre que sea de la nueva hornada.
El Reverendo Teodor tuvo entonces que tratar de convencer a Einar de que los modernos teólogos también sabían en quién creían, aunque quizá habían formulado sus ideas en forma distinta a la empleada por los antiguos teólogos.
—¿Puedo, entonces formular una pregunta al reverendo Teodor? —inquirió Einar, tornándose gradualmente más audaz—. ¿Cree usted en todo lo que se dice en la Biblia, en el Antiguo y en el Nuevo Testamento por igual?
El cura:
—Puedes estar seguro, Einar, de que creo en todo lo que contienen ambos Testamentos. Creo en el Nuevo Testamento. También creo en el Antiguo Testamento.
Einar de Undirhlíð:
—¿Me permite entonces que le haga otra pregunta? ¿Cree, por ejemplo, que Jesús, el Hijo de Dios, levantó a Lázaro de entre los muertos después que había comenzado a pudrirse en la tumba?
El Reverendo Teodor pensó durante unos instantes, se enjugó el sudor de la frente y finalmente dijo, con gran convicción:
—Sí, creo que Jesús, el Hijo de Dios, levantó a Lázaro de entre los muertos después que estuvo tres días en su tumba. Pero, naturalmente, opino que en ese tiempo no se había podrido realmente mucho.
—Oh, ¿qué importa si el pobre diablo había comenzado a pudrirse o no? —exclamó Ólafur con su vocecilla chillona—. Se me ocurre que lo principal es que hubiera vuelto a la vida. De todos modos, puesto que el cura es de los presentes, y que estamos esperando una gota de café, y que, sea como fuere, no creo que pueda yo dormir mucho antes de que amanezca, me agradaría aprovechar la oportunidad, lo mismo que Einar, y formular al cura una preguntita. ¿Cuáles, exactamente, son sus puntos de vista en cuanto al alma, Reverendo Teodor?
El cura sacudió la cabeza con una sonrisa torturada, luego dijo que, en general, no tenía puntos de vista especiales en cuanto al alma, sólo los puntos de vista antiguos; el alma, sí, el alma, el alma, naturalmente, era, en cierto modo, inmortal; y si no fuera inmortal, pues, no sería alma.
—¡Oh, eso ya lo sé! —exclamó Ólafur, nada impresionado por la respuesta—. Esto es exactamente lo que le dijeron a Jón Arason antes de cortarle la cabeza. Pero ahora le diré algo de lo que me he enterado por un periódico de la capital, muy digno de confianza, que un amigo mío me prestó el año pasado. Y es que ellos suponen que en la actualidad no es nada fuera de lo común que las almas muertas penetren en los muebles de las casas de hombres de alta posición, en Reykjavik.
El bueno y viejo de Ólafur, siempre el mismo, no había fin para las paparruchas en que podía creer, siempre que las viese en letras de molde. Algunos de los granjeros menearon la cabeza y rieron.
—¡Sí, reíd! —exclamó él—. ¡Reíd, si queréis! Pero ¿podéis señalarme un solo ejemplo en que haya hecho afirmación alguna sin tener el respaldo de la mejor autoridad para el caso? Está claro que penetran en los muebles de la gente famosa de Reykjavik, y eso es tan cierto como que estoy sentado aquí. Lo más gracioso de vosotros es que os negáis a creer en nada que suceda a más de cien metros de las puertas de vuestros corrales. No dais crédito a una cosa, física o espiritual, aparte de las que podáis ver o no ver en vuestros desdichados establos.
El cura sentía inclinación a apoyar a Olafur. Con tono de disculpa, dijo que, aunque era de lamentar, muchos hombres eminentes de la capital habían, sin duda alguna, advertido últimamente cosas más bien extrañas en sus muebles. Pero si era correcto decir que las almas eran la causa de esas cosas, era ésa una cuestión completamente distinta. Algunas autoridades sugerían que acaso se tratara de espíritus vagabundos a quienes no se había permitido ver la luz del cielo.
Ólafur, apasionadamente:
—¡Pues, me agradaría hacerle otra pregunta al sacerdote! ¿Qué es un alma? Si se le corta la cabeza a un animal, ¿le corre acaso el alma hasta el extremo de la columna vertebral y asciende al cielo volando, como una mosca? ¿O es el alma como una torta de sartén, que se puede enrollar y tragar como se cree que hizo Bjarni el Embustero? ¿Cuántas almas tiene un hombre? ¿Murió Lázaro por segunda vez? ¿Y cómo es que las almas, o como quiera que haya que llamarlas, se portan cortésmente con los funcionarios de Reykjavik, mientras no hacen más que molestar a los campesinos pobres de los valles?
Pero en ese preciso momento, cuando el alma comenzaba a arraigarse firmemente en la conversación, el dueño de casa asomó la cabeza por la trampilla y miró el cuarto atestado. Era una escena de la que, aparentemente, obtenía muy poco placer. De un golpe cortó el nudo científico que su viejo amigo Ólafur de Ystadalur acababa de colocar ante los concurrentes.
—Ahora me voy a acostar —dijo—, y lo mismo hará mi familia. No tenemos paciencia suficiente para escuchar más bobadas acerca del alma, esta Navidad. Y en el futuro, si necesitáis vociferar más himnos, entonces, permitidme que os pida que os vayáis a vociferarlos a alguna otra parte. He enviado a buscar a las autoridades. Son ellas quienes encontrarán al culpable y le castigarán. Y cuando vosotros os hayáis ido de aquí esta noche, espero que consideraréis esta visita como si nunca hubiese existido. Saca de ahí esa marmita, Sola, muchacha. No conozco a esta gente, ni me han venido a ver a mí.
Esa noche no hizo caso alguno de sus mejores amigos; les empujó hacia la puerta. Y ellos tampoco reconocieron a su viejo amigo, o, más bien, no reconocieron el odio letal, helado, que había en los ojos del hombre que entró en el momento en que perdían de vista al raciocinio natural. Y era él, ese hombre, quien parecía de pronto haberlo comprendido todo, y que ahora no pedía otra cosa que la presencia de las autoridades. Avergonzados, torpes, como rateros de alacena sorprendidos con las manos en la masa, mascullando, olvidándose incluso de despedirse, viejos y nuevos amigos por igual descendieron uno detrás del otro y, desbandándose en el desprendimiento de nieve de afuera, tomaron sus distintos caminos. La luna había desaparecido. No quedaba nada del encantamiento, del café; nada de nada.
Y, por extraño que pueda parecer, en adelante no se mencionó mucho lo sucedido esa noche. Desapareció completamente de la historia, del mismo modo que desapareciera el reno macho sobre el cual Guðbjartur Jónsson cabalgó una vez y cruzó el Río del Glaciar, en los Páramos. En los días que siguieron, cuando hombres barbudos, cubiertos de musgo, se encontraban por casualidad en las casas o al raso, cruzaban una mirada rápida, turbada, como un joven y una muchacha que hubiesen ido demasiado lejos la noche anterior pero que estuvieran resueltos a que tal cosa no volviese a ocurrir. Muchos años después, esa noche pesaba aún sobre la parroquia como una desdichada mancha. Siguió viviendo en el fondo de la conciencia de todos como una fantasía morbosa, cargada de vergüenza y culpabilidad… las lívidas sombras parpadeantes, los ojos de la leyenda, la blasfema entonación de himnos, el café que nunca llegó, el alma. Y Bjartur de la Casa Estival, que negó a sus amigos cuando éstos se habían reunido para atacar a su enemigo, Kólumkilli.