44. Procesionar

Pero la gente del campo, camino de regreso a sus casas desde el pueblo, había visitado la Casa Estival y se habían enterado de las noticias por los niños. Llevaron las nuevas tierras adentro, a las casas solariegas, donde la historia del fantasma no tardó mucho tiempo en difundirse. Fue recibida calurosamente por jóvenes y viejos, con la ausencia de titilación emocional que es tan famosa característica de los cortos días de mediados de invierno. Y todos se mostraban tanto más dispuestos a dejarse convencer de los merodeos de los fantasmas cuanto más escépticamente pusieron en dudas los correteos de las ratas, porque el alma del hombre tiene cierta tendencia a lo increíble, pero duda de lo creíble. Antes de que pasara mucho tiempo, el número de visitantes empezó a crecer. Por extraño que ello pueda parecer, la gente demuestra muy raramente tanto entusiasmo como cuando busca pruebas de la veracidad de una historia de fantasmas… el alma acoge todas esas cosas en su hambriento seno. Bjartur, naturalmente, declaró que era muy propio de los habitantes de los valles eso de lanzar espumarajos de excitación y luego correr en busca de un fantasma, pero que tenían pleno derecho a gastar las suelas de sus zapatos como mejor les pareciera. Él, personalmente, no tenía tiempo para responder a todas las tonterías que le preguntaban acerca de los fantasmas, pero una cosa les podía decir, y era que ese condenado gato había ido y asustado a las ovejas durante la noche, de tal modo que éstas enloquecieron de terror y, chocando contra las paredes o los comederos, se quebraron el cuello o se empalaron en clavos mohosos. Los niños, por su parte, se mostraban ansiosos de entretener a los visitantes y estaban afuera, apoyados contra la pared, parloteando incesantemente acerca de los fantasmas. Por primera vez en su vida eran personas de importancia ante un auditorio complaciente. La señora de Myri llegó incluso a enviar a Asta Sóllilja un poco de café y azúcar a espaldas de Bjartur, así como el libro titulado La Vida Sencilla, de un famoso extranjero de talento y genio literario. Más aún: resultó que los chicos habían visto al fantasma y conversado con él. El mayor y el menor, en especial, no necesitaban más que entrar en el corral de las ovejas y cerrar la puerta tras de sí para que el fantasma apareciese. Podían verle brillar los ojos en la oscuridad, pero nunca entendían bien lo que les decía, porque hablaba con espantoso ceceo y bufaba mucho. Sin embargo, logró comunicarles lo siguiente: como hacía mucho tiempo que se había cansado de vivir en silencio, sin que nadie le cuidase, estaba decidido a hacer que su presencia se sintiese nuevamente y no volvería a portarse como es debido a menos que se le tratase con el adecuado respeto, preferiblemente con canciones y sermones, con oraciones, y en especial con panegíricos. Muchos de los visitantes entraron en el corral para canturrearle uno o dos versos de un himno o mascullarle un trozo del padrenuestro. Asta Sóllilja estaba atareadísima sirviendo café. Más visitantes, decía el fantasma, mándame más visitantes mañana. Evidentemente no era ningún falso dios, sino un dios verdadero que rezaba a los hombres y decía: Nuestra oración de cada día, dámela hoy. Y luego, cuando las recibía, se sentía mucho mejor. La parroquia hervía con los más ofensivos rumores en punto a ese demonio que cabalgaba sobre los tejados del valle del páramo y podía ser visto correteando por las bardas de los techos o bajando a tierra, a la luz del día, y lanzando las amenazas más espantosas acerca de lo que ocurriría si no recibía sus oraciones. El pequeño pegujal, del que nadie hizo caso hasta entonces, se convirtió repentinamente en el solo tema de conversación en todo un distrito, incluso en otros distritos. Hombres y perros que nunca habían sido vistos anteriormente se paseaban por el empedrado y hasta invadían la sala. Las historias del fantasma, las acaloradas discusiones, los distintos puntos de vista, las explicaciones teológicas y filosóficas… no habría sido una broma para nadie tener que anotar todo eso. El resultado habría sido casi tan largo como la Biblia. En ésta como en otras religiones había varias sectas. Algunas personas se sentían convencidas de que era una revelación. Otras preguntaban, ¿qué es una revelación? Un tercer grupo sostenía, teniendo en cuenta todos los hechos, que las ovejas se habían matado ellas mismas. Algunos decían que el fantasma tenía la estatura de un gigante, otros que sólo tenía un tamaño corriente, y otros, en fin, que era pequeño y robusto.

Había varias personas que presentaban pruebas históricas para demostrar que era masculino, otras que poseían pruebas igualmente válidas de que era femenino y otro más que habían desarrollado una teoría instructiva y altamente digna de encomio, de que era neutro.

Finalmente, alguien que sentía amistad hacia la gente de Casa Estival fue a visitar al sacerdote, porque circulaba un rumor de que el fantasma tenía la intención de destruir el pegujal para Navidad; alguien lo había escuchado de los chicos, que se encontraban en comunicación constante con el fantasma… y, ¿no querría el sacerdote tener la bondad de visitar la Casa Estival y celebrar una pequeña ceremonia para ver si el demonio no quería ceder a sus ruegos al Señor? Alegró intensamente al cura que a la postre se hubiese presentado una situación que recordaba a su tibia grey la existencia del Señor, porque él mismo no se había atrevido a mencionar Su nombre en el pulpito por propia voluntad, desde que aceptó el puesto, ya que cualquier cosa espiritual disgustaba a sus feligreses o, simplemente, les movía a risa.

Y así fue que una noche la casa del pegujal estaba tan atestada que cualquiera habría creído que se iba a celebrar una fiesta campestre. El tiempo estaba calmo y las estrellas luminosas, la luna casi llena. Escarcha. Una gran multitud de jóvenes había llegado y se encontraba afuera, sobre la nieve caída del techo, como papanatas, saboreando el tenso horror que la noche incubaba arriba con su rígida luz azul. Las diversiones eran proporcionadas por un garboso joven de Fjóróur que trabajaba en una de las granjas de tierra adentro, como ayudante, en invierno. Conocía todas las canciones modernas, todos los aires de danza de la gente de Fjórdur, y los demás trataron de unirse a él para disipar sus aprensiones. Pero había otros, además de los simples buscadores de emociones. Había hombres maduros y de experiencia, dignas y antiguas relaciones, entre los que se encontraba el rey del rodeo, que había conseguido ser elegido para el concejo local dos años antes y que, por lo tanto, se encontraba a menudo abrumado por la responsabilidad que pesa sobre la administración de una pedanía en estos tiempos difíciles. Y el sacerdote, el joven calvo, con las manos cubiertas de eccema, se dejó convencer y había aparecido. Y ahora declaraba que había llegado el momento de hacer exposiciones de carneros en la región y de conseguir la colaboración de algún experto de la capital para que ayudara en los preparativos. Citó las últimas palabras que acerca del tema había publicado la Revista Agrícola. Varias personas apartaron a los chicos a un lado para interrogarles en punto al fantasma, su aspecto, su conversación, pero Bjartur estaba de talante agrio y casi no respondió a los saludos de los visitantes. No invitó a nadie a que subiera y permanecía mascullando trozos de las Rimas, que se perdían entre sus barbas.

Durante un rato los visitantes se pasearon de uno a otro grupo, ociosamente, en el montículo de nieve o en la puerta, en compañía de las sombras de la noche, muchos de ellos con el conocimiento de que apenas eran más o menos bienvenidos, hasta que finalmente el viejo Hrollaugur de Keldur, un individuo franco e industrioso que jamás podía ver a nadie ocioso, preguntó:

—Bueno, muchachos, ¿no es tiempo ya de que pensemos en procesionar?

De modo que, aparentemente, la cosa sería una de esas llamadas procesiones, en torno a los edificios de la granja, que ahora, con el discurrir del tiempo, habían desarrollado un ritual definido y habían entregado al idioma el término «procesionar». Sí, convinieron solemnemente los demás, debía ser ya hora de procesionar. Se envió en busca de los jóvenes, y los jóvenes respondieron desde lejos, porque algunos de ellos habían comenzado a caminar por su cuenta, hacia la montaña, ya que la noche, con sus flotantes sombras azules, resultaba sumamente tentadora, no sólo para un fantasma, sino también para el amor. Los chicos llegaron con los ojos dilatados, y el sacerdote, que había estado tratando de olvidar las potencias ocultas en una afiebrada discusión de las teorías de la Revista Agrícola, jadeó y respondió al llamado del Hrollaugur con un «¡Sí, en el nombre de Dios!». El rey del rodeo, Einar de Undirhíð y Ólafur de Ystadalur llegaron en fila, con las manos cruzadas a la espalda, cada uno con su expresión peculiar, cada uno con heno en la barba, con perros delante y detrás, excitados e importantemente conscientes de las solemnidad del momento. Varias personas ofrecieron a sus hijas en colaboración, y las muchachas estaban ruborizadas por culpa de los fantasmas, aunque Bjartur consideró que buscaban lo otro, claro.

—Vaya, pues, chicos, entrad en los corrales y preguntad hacia dónde tenemos que procesionar —repitió Hrollaugur de Keldur.

Era más seguro hacer averiguaciones previas, porque en ocasiones el fantasma les hacía girar en torno a los corrales en el sentido de la marcha del sol, a veces en sentido contrario. Helgi tomó a su hermano de la mano y se dirigieron de puntillas hacia la puerta; nadie sino ellos tenía permiso para entrevistar al fantasma. Después de quitar la tranca, atisbaron cautelosamente.

—¡Chss! —susurró el hermano mayor, alejando con un ademán de la mano a los visitantes más curiosos—. ¡No tan cerca!

Las ovejas se alejaron corriendo al extremo más lejano de los establos casi vacíos, con un terror poco natural. Los niños desaparecieron en el interior y cerraron la puerta a su espalda. Una mujer de mediana edad, de la casa solariega, comenzó a cantar «Alabado sea el Señor». Muchos de los otros se unieron a ella en el canto. Pero Hrollaugur de Keldur dijo que habría tiempo de sobra para comenzar a cantar cuando estuviesen procesionando… Dirigía la cuestión como habría dirigido cualquier otra tarea sensata que exigiera sus propias normas rutinarias. De pronto todos pegaron un brinco, porque los dos chicos salieron corriendo del corral y rodaron sobre el hielo como si hubiesen sido lanzados.

—¡Los himnarios, los himnarios! —gritaron, rodando aún. El fantasma ordenaba que diesen nueve vueltas en torno al corral y entonasen nueve versos.

—Supongo que habrá querido decir versículos —dijo Einar de Undirhlíð seriamente.

Fuera lo que fuese lo que quiso decir, empezó la procesión. Los más viejos canturreaban el himno lo mejor que les era posible; los perros aullaban. Pero los jóvenes no conocían el himno y pensaban en otros himnos. Y había pequeños estornudos subrepticios, en tanto que las azuladas sombras de la luna se fundían con otras. Bjartur se quedó a un lado y llamó a su perra, temiendo que se enzarzase en alguna riña.

Pero, al cabo de unos momentos, resultó evidente que la gente joven no quería molestarse en hacer todos aquellos círculos. Un pequeño grupo se separó del gentío y se alejó hasta el pie de la montaña para escuchar una vez más, de boca del cantor, «muévete, gira; ahora, las manos». Dos valientes hombres se asomaron al corral sin permiso, para ver al fantasma. Pero no se quedaron mucho tiempo allí. Apenas habían cruzado el umbral cuando vieron dos malignos ojos llameantes mirándoles desde el rincón que estaba junto a la puerta del granero de heno, en la parte más baja del comedero. Era una visión tan horrible como los ojos que miran en los estertores de la muerte, en la Saga de Grettir. Cuando esos hombres fuesen más viejos hablarían a una nueva generación de aquella noche, tiempo ha, en que, jóvenes aún, vieron los ojos de la leyenda islandesa. Y no fue una mirada silenciosa, porque la acompañó un ruido infernal, más terrorífico que la voz de cualquier criatura islandesa, recordatorio del chillido demencial de una demoníaca puerta vieja. Según el sacerdote, que a su vez lanzó una mirada rapidísima en el establo, era la voz de un ser condenado a la desesperación eterna, fuera de las puertas del Cielo, y la luz amarillenta y verdosa era la de unos ojos que nunca habían visto la luminosidad del cielo y nunca la verían. De modo que aprovechó la oportunidad para ofrecer una oración para que a nosotros nos sean abiertas las puertas del cielo, a fin de que podamos contemplar su luz. Y en ese momento la luna se escondió, flotando airadamente, detrás de un banco de nubes, y el pálido mundo azul, nevado, se hundió simultáneamente en una oscuridad más fantasmal aún que antes. Los rasgos del paisaje se disolvieron; las personas mismas parecían irreales unas a los ojos de las otras, envueltas en las sombras de esa extraordinaria vigilia nocturna que superaba todos los límites de la razón. Tanteaban involuntariamente, a ciegas, buscándose las manos unos a otros, temerosos de quedarse solos. ¿Qué más es posible, en realidad, que haga un hombre? Y así estaban, tomados de las manos y temblando mientras la luna desaparecía en una oscuridad más y más espesa. Querían café. Tenían frío.