El tiempo cambió después de mediados de adviento, una nieve espesa caía silenciosa, dulcemente, pero persistente, día tras día, pero aparte de eso, nada, ni siquiera se veía una sola huella, una nevada con tiempo calmo es la más poco comunicativa de todas las cosas que caen del cielo, uno mira ciegamente su caída y es como si estuviese separado de todo, como si ya no existiera. Muy bien, siempre que nada suceda, decía Bjartur. Algunos se quejan de la monotonía… esas quejas son los signos de la inmadurez. A la gente sensata no le agrada que sucedan cosas. De entre los animales, por supuesto, pocos tienen, como el gato, la misma capacidad para la monotonía. En tanto que la nieve se acumula en la ventana, velando el vidrio como una azulenca borra de lana, el gato no hace más que cerrar los ojos con burlona dignidad y suave malicia. Finalmente deja de nevar. El cielo se torna luminoso, pero la nieve se ha endurecido y fríos vientos arrachados la hacen caer formando gruesas capas. Pero este invierno no falta el heno. Este invierno no había por qué temer los ataques de la naturaleza. Pero ¿y lo sobrenatural? ¿Se lo veía claramente? Por el momento, no. La sensación de inseguridad que hizo que el agricultor fuese en busca de un gato parecía haber desaparecido. Acarició al animal de la cabeza a la cola, aunque sólo una vez, y con gran prisa dijo:
—Tened cuidado de que la perra y el gato no riñan.
Pero, cuando meditaba acerca de la cuestión a la luz de la razón fría, no podía comprender cómo se le había ocurrido que un gato produciría efecto alguno en lo sobrenatural. Sea como fuere, ya no se levantaba por la noche para inspeccionar el corral de las ovejas.
Pero las fuerzas intangibles de la existencia no estaban aún derrotadas, a despecho de los gatos. Solamente habían estado esperando una helada, está claro, porque no les agrada dejar rastros en la nieve. Una mañana, temprano, Bjartur hace su viaje acostumbrado al establo, abre la puerta y, después de encender la mecha, mira en su derredor y se encuentra frente a una de las más horribles escenas que le hubiera sido dado contemplar: diez de sus ovejas yacían muertas o presas de los estertores de la muerte, algunas en el suelo, otras en los comederos. Les han arrancado la vida en la forma más monstruosa; unas tienen el cuello seccionado a medias; otras, clavos mohosos incrustados en el cráneo; otras, en fin, la cabeza destrozada como con un garrote. Es una escena de carnicería que desafía toda descripción, pero Guðbjartur Jónsson nunca había gustado de contar cosas como ésta a nadie, ni antes ni ahora. Jamás había recibido tal golpe en su vida. Se arrancó la gorra y se rascó la cabeza con ambas manos, con tanta fuerza como le fue posible. Luego tomó uno tras otro los cadáveres, examinó las heridas y ultimó a los animales que todavía respiraban. Pero ya no pudo contenerse. Girando sobre sus talones, se golpeó un puño con otro y maldijo y escupió en todas direcciones. Desafió al diablo Kólumkilli y a su ramera de Gunnvór a que se presentasen y lucharan. En un lenguaje pagano y cristiano a la vez les conjuró a que trabaran batalla contra él, los dos juntos, y eligió el talud de frente al pegujal como el terreno que defendería… ¿qué podía decir el hombre, qué podía hacer? Exigió que las potencias secretas de la existencia mostrasen algún rasgo de humanidad y apareciesen al descubierto. En verdad que ya no podía seguir ocultándose tras las faldas de la existencia, esto es, si querían conservar al menos algún jirón de reputación.
—¡Es muy fácil matar y destrozar cuando todos duermen! —gritó, sacudiendo el puño ante el rostro helado de la naturaleza y hacia el cielo. Al fin no pudo encontrar palabras lo suficientemente fuertes y chilló. La perra chilló a su vez. Era blasfemia pura. Y no servía de nada. El débil resplandor azulado del este seguía siendo opaco y tardo. Luego comenzó a preguntarse si al maldecir a los monstruos no había adoptado una actitud equivocada, porque de pronto recordó una vieja leyenda de trasgos que medraban con esas cosas… Pero ¿qué podía decir el hombre?
Himnos, se le ocurrió. ¿No debería, quizá, pedirle a la vieja Hallbera que se arrastrase hasta allí y entonase un himno? ¿O ir a buscar al sacerdote y rogarle que invocase a Jesús en hebreo? Por supuesto, no es que él, Bjartur de la Casa Estival, tuviera alguna fe en la religión; podía medirse con cualquier espectro. Por otra parte, había oído consejas que decían que los aparecidos creían en la teología y se rendían ante el poder de Jesús pronunciados en famosas lenguas antiguas, aunque, está claro, pocas esperanzas había de que el Reverendo Teodor, ese calvo, pudiese ayudarle mucho por lo que se refería a castigar a enemigos a quienes los vigorosos y ancianos sacerdotes de otrora, con sus ardientes exorcismos, habían enviado repetidas veces al infierno sin resultado.
Los chicos estaban afuera, sobre el montículo de nieve que se había acumulado contra la pared del corral de las ovejas, contemplándole en silencio mientras él colocaba sobre la pared las cabezas de las ovejas mutiladas. Fue el pequeño Nonni quien a la postre encontró algo que decir.
—Padre —dijo—, nuestro Helgi ve a menudo cosas en torno de la casa.
Bjartur se enderezó y, con el cuchillo ensangrentado en la mano, preguntó:
—¿Qué?
—Nada —repuso Helgi—. Está diciendo mentiras.
—Sí, ¿eh? ¿No te acuerdas de lo que me dijiste una noche, no hace mucho, cuando papá no estaba en casa y nos encontrábamos sentados en el empedrado, hablando acerca del salto de agua?
Bjartur se acercó a su hijo mayor con el cuchillo en la mano y, en términos nada vagos, exigió detalles más explícitos de lo que había visto. Pero el niño sostuvo que no había visto nada. Luego Bjartur le tomó del hombro y le dio unos azotes, y le dijo que sería peor para él, en vistas de lo cual el chico se asustó y confesó que una vez vio a cierta persona, a un individuo de edad madura, aunque a veces llevaba trenzas grises, como una anciana.
—¿Cuándo lo viste?
—Lo he visto correr desde el corral hacia la casa. A menudo traté de seguirlo.
—¿Por qué no lo dijiste antes?
—Sabía que nadie me creería.
—¿Hacia dónde fue?
—Corría.
Bjartur se tornó más insistente y ordenó que se le hiciese una descripción detallada de ese misterioso atleta, pero las respuestas del niño se hicieron más y más desatinadas; en ocasiones el hombre tenía barba; en otras, trenzas. Finalmente había aparecido con faldas…
—Faldas —repitió Bjartur—. ¿Qué clase de faldas?
—Rojas. Y llevaba algo en torno al cuello.
—¿En torno al cuello? ¿Qué tenía en torno al cuello?
—En realidad no sé qué era. Creo que era algo así como la gorguera de un sacerdote.
—¡La gorguera de un sacerdote, idiota! —exclamó Bjartur, perdiendo los estribos y dándole a su hijo un golpe en la mandíbula que casi lo derribó—. ¡Ahí tienes la recompensa por tu historia!
Los fenómenos sobrenaturales son sumamente desagradables por este motivo: que, habiendo reducido a un caos todo el conocimiento ordenado del mundo que rodea al hombre y que es el cimiento sobre el cual se apoya, dejan al alma flotando en el aire, donde no tiene, en rigor nada que hacer. Uno no se atreve ya a sacar conclusiones, ni siquiera las que surgen del más sólido buen sentido, porque todos los límites, incluso los existentes entre las antítesis, se encuentran en un estado de perpetuo flujo. La muerte no es ya muerte, ni la vida, vida —como sostiene Einar de Undirhlíð, él, que todo lo separa en grupos correctos, como se hace con los naipes que se tiene en la mano—, porque las potencias ocultas de la existencia han irrumpido, sin previo aviso, en el mundo sensorial del hombre, sacándolo todo a flote, como si se tratase del heno de septiembre durante las lluvias otoñales. Algunas personas opinan que los fenómenos sobrenaturales se producen por el deseo del Señor de recordar a los simples mortales que Él es mucho más sabio que ellos. ¿Cuál era la opinión de Bjartur de la Casa Estival? ¿Permitiría que lo misterioso le arrinconara? ¿O se dirigiría a otros y les pediría consejo? ¿O lanzaría maldiciones en privado y esperaría hasta que los mal nacidos engendros de otro mundo hubieran sacrificado a todo su ganado y destruido todo su pegujal, como hicieron en 1750?
La tarde estaba tranquila, de modo que no tenía prisa alguna en hacer entrar las ovejas. Distraído, se alejó de la granja, hablando para sí, intercambiando insultos con las potencias superiores y no advirtiendo, quizás, adonde le llevaban sus pies. Luego, de pronto, la marcha comienza a hacerse difícil, ha llegado más lejos de lo que creía y se encuentra ahora ascendiendo la montaña, ¿quizá había ido a visitar a Einar y a los otros? Una dorada luna nueva se refleja ostentosamente en la dura nieve helada; la penumbra adquiere un tono cada vez más intenso de azul. Muchos dicen que el momento más hermoso del día es cuando comienza a caer la noche. Y allí, en el sereno paisaje invernal, cerca del borde del barranco, está el pétreo túmulo del espectro, con un costado en sombras y el otro iluminado por la pálida luz de la luna, entre día y noche, en una inocencia casi encantadora, en una serenidad casi digna. Pero Bjartur estaba lejos de sentirse encantado cuando, aumentando la velocidad de la marcha, trepó apresuradamente la pendiente como un toro enfurecido atacando a algún desdichado a quien ha resuelto condenar a muerte. Pero no atacó la tumba inmediatamente. Tomó una piedra de entre el cascajo y permaneció durante unos momentos sosteniéndola a la espalda.
—¡De modo que estáis ahí, los dos! —dijo, mirando con helado odio el lugar del entierro. Pateó ante las barbas de ellos. Pero no le respondieron.
No obstante, les habló durante largo rato. Les dijo que ya no se engañaba en punto a sus intenciones. En términos nada ambiguos les acusó de haberle asesinado esposas e hijos, y que ahora, al parecer, se dedicaban a las ovejas.
—Seguid —dijo—, seguid, pues, si os atrevéis. Pero no permitiré que nadie haga el tirano conmigo. Derrumbad la montaña sobre el pegujal, si queréis, pero allí me quedaré mientras tenga fuerzas para seguir respirando. Nadie me dominará, y vosotros menos que nadie.
Ninguna respuesta, aparte de que las estrellas del cielo sonrieron con sus extraños ojos dorados al hombre mortal y a sus enemigos.
Luego dijo:
—Aquí tengo una piedra —y ante las mismas narices de ellos agitó la piedra que había sacado de entre el cascajo—. Aquí tengo una piedra. Creéis que os la voy a dar. Os estáis diciendo: debe estar asustado, ahora que está ante nosotros con una piedra en la mano. Os estáis diciendo: al fin nos ha traído una piedra, porque tiene miedo de perder a su Asta Sóllilja como perdió a sus dos esposas. Pero yo digo: heme aquí, Bjartur de la Casa Estival, un hombre libre en la tierra, un islandés independiente desde el día de la colonización hasta esta hora y momento. Podéis dejar caer la montaña sobre mí. Pero nunca os daré una piedra.
Y como prueba de esta falta de respeto, lanzó la piedra al barranco y se la escuchó despertando ecos. Y de abajo llegó el sonido de voces aprensivas y viejas, como si la ramera y su familia hubiesen despertado del sueño de siglos e iniciado su averiguación. Nunca estuvo Bjartur tan lejos de buscar la ayuda de nadie como en ese momento en que aclaró su posición. Nunca se sintió más decidido a enfrentarse, solo y sin apoyo, contra los monstruos del país y a continuar la lucha singular hasta el fin.
Volviéndose sobre los talones, se alejó hacia su valle.