Adviento.
Bjartur ha ido al redil de las ovejas madres. La nieve está endurecida, congelada, y no hay perspectivas de uso inmediato de los pastizales. Con los dedos entumecidos, la abuela libra su eterna lucha contra el empecinado fuego invernal, mientras que, acurrucados en medio del humo, yacen los niños, durmiendo o despertando igual que el año anterior o el precedente; escuchando el débil restallar de la broza en el fuego, o no escuchándolo. Y, antes de que la abuela haya hecho su primer intento inútil para despertar a Asta Sóllilja, el pequeño Nonni hace un intento más infructuoso aún para concentrar sus pensamientos en algo que puede suceder, por lo menos alguna vez, en alguna parte, quién sabe cómo, y —es de desear— cuando haya alguien presente. El año pasado vivían todos allí al abrigo de una agonía viviente, de una respiración dolorosa que estaba tan callada ahora como la cuerda de violín del poema. Ha desaparecido la angustia que nos ama a todos y que da vida al alma, la angustia que da vida incluso a los objetos inanimados del interior del alma: también la fuente boscosa está rota tiempo ha…
Y luego, de pronto, mucho antes de que el fuego empiece a tirar, mucho antes de que el agua esté siquiera cerca de comenzar a burbujear, el padre sube con furia la escalera. Atraviesa precipitadamente el cuarto y, tomando sus cuchillos de sacrificar, los desenvuelve.
—¡Ah! ¡Parece que alguien más está por morir! —dijo la abuela.
—¡A levantarse, chicos! —dijo él, sacando a los niños de la cama, con el reluciente acero en la mano—. Será mejor que vengáis conmigo a las cabañas y veáis las señales de lo que ha sucedido, para que podáis contestar a vuestra abuela.
—Oh, nadie necesita asombrarse de que aquí sucedan cosas —replicó la anciana—. Todo eso es de esperarse.
Filas raleadas en los establos, ese invierno. Las más aptas sobreviven, la porquería desaparece, como decía a menudo Ólafur de Ystadalur en la esperanza de consolarse a sí mismo y a los demás con una doctrina científica que incluso los extranjeros han reiterado —incontable número de veces— en los periódicos. Y eran magníficas ovejas, en efecto, ovejas hermosas, las que albergaban ese invierno los establos de Bjartur de la Casa Estival, y el pegujalero, si no estaba más orgulloso de ellas en su poco número que de toda la majada, por lo menos estaba igual de orgulloso. No tenía por hábito lamentarse por lo que perdía. Algunas personas lo hacen, pero Bjartur de la Casa Estival pensaba que un hombre debería consolarse con lo que tiene, o, más bien, con lo que le queda, cuando ha perdido lo que poseía. Los gusanos son la peor calamidad que puede ocurrirle a un pegujalero de los páramos; más dañinas son las potencias secretas que no pueden ser contenidas siquiera con una buena cosecha de heno. La anciana había tenido razón cuando dijo que sucederían cosas peores. Las potencias secretas estaban en plena actividad.
Esta mañana desciende la escalera del corral de las ovejas madres, en busca de heno, ¿y qué encuentra allí, metido entre dos peldaños? En ese lugar increíble encuentra a una de sus ovejas, muerta, pisoteada, embutida entre los escalones como si fuese un guiñapo, con uno de los cuernos enroscado en torno al borde de la escalera. Dio rienda suelta a todas las maldiciones que le vinieron a la lengua en tan corto tiempo, sacó a la oveja de entre los peldaños, la depositó afuera, sobre un desprendimiento de nieve, llamó a los niños. Y ahora contemplaba al animal muerto, y los niños lo contemplaban también, todos preocupados, en la luz grisácea de la mañana. Hacía frío, pero un frío embotado. Algunos días parecen extrañamente tontos cuando se mira en derredor; parecen ser incapaces de proporcionar una respuesta. En tanto que otros días son inteligentes y dan la respuesta para cualquier cosa. Gvendur pensó que las ovejas había estado tratando de entrar en el granero del heno y había quedado atrapada entre los escalones.
—¡Idiota! —dijo Helgi.
El joven Nonni tomó la mano de su hermano mayor y la soltó nuevamente. A Asta Sóllilja le castañeteaban los dientes.
—No te pareces a tu madre —dijo Bjartur—. Ella no se sobresaltaba por pequeñeces, como una vieja sentada en un bacín.
Pero ella dijo que no tenía miedo, porque era feo tener miedo; sentía frío, eso era todo.
Durante dos días la sombra de la atrocidad pesó sobre la granja. Vinieron visitantes de la casa consistorial, inofensiva gente inerme. Pero Bjartur no se encontraba de humor afable y declaró que era con mano renuente que ofrecía café a esa carroña. En realidad constituía un error alentar a esa gente a que acudiese a la casa sirviéndole café; a esas personas había que darles la bazofia de los cerdos. Por cierto que eran descendientes de criminales, especialmente ladrones de ovejas. Nunca anteriormente una escoria tan mal nacida había puesto el pie en las tierras de Casa Estival. ¿Qué había ocurrido?
—Si os han enviado aquí para averiguarlo, hijos —repuso él—, podéis informar que no lo averiguasteis.
De modo que los visitantes partieron de regreso, tan enterados como cuando llegaron.
Es la tercera mañana, cuando entra en el corral de los borregos, cuando se golpea la cabeza contra algo que pende del techo. Bueno, maldito sea, piensa, e inmediatamente comienza a jurar. Era uno de sus mejores corderos, con un cabestro en torno al cuello. Lo cortó y examinó con atención la cuerda, pero no pudo reconocerla como suya. No, esto no puede ser obra de un hombre, pensó… No era posible imaginar a ningún ser humano que fuese tan vil como para ahorcar a una oveja. Cuando inspeccionó la nieve de alrededor del establo, la encontró dura, helada, y no vio huella alguna… Y eso tenía que sucederle a él, Bjartur de la Casa Estival, de entre todas las personas, un hombre que ni siquiera creía en el alma, para no hablar de demonios y fantasmas. Pero esta vez se burló de ello en la casa, diciendo que había tenido que matar a un cordero que comió lana. Nadie, y menos sus hijos, descubriría grieta alguna en su coraza de escepticismo que desde el comienzo le confirió más grande fortaleza moral que la que poseía hombre alguno. Empero, cuando se encontraba solo, los sucesos de los últimos días continuaban rondándole el cerebro. Se quedaba mirando las ovejas, cejijunto y mascullando para sí; maldito y condenado sea, pensaba por centésima vez. No podía dedicarse a tarea alguna, ni dentro de la casa ni en el campo.
—Búscame un par de polainas limpias —dijo finalmente a Asta Sóllilja—. Creo que daré un paseo hasta la casa consistorial.
—¿La casa consistorial?
—Sí —repuso él—. Pienso que es posible que haya ratas en los establos.
Esto último lo agregó a modo de explicación, como disculpándose, como un canceroso que afirma que no es más que un ataque de cólico.
—¿Ratas? —preguntó el concejo, asombrado—. ¿De dónde podrán venir esas ratas? ¿No serán ratones?
Encontró a sus vecinos Ólafur de Ystadalur y Einar de Undirhlíð profetizando y tomando rapé en la semioscuridad del ocaso, como es corriente en adviento, de modo que Bjartur también tomó rapé y profetizó. Dijeron que no podía tratarse de ratas. Bjartur replicó que, en su opinión, existía una insignificante diferencia entre una rata y un ratón. Einar dijo que su punto de vista era, naturalmente, de poca importancia, pero que siempre había creído que una rata era una rata, y un ratón un ratón y, ahora que me acuerdo, será mejor que te entregue estos pocos versos que escribí en el otoño, cuando terminó el principal trajín de la recolección del heno.
Escribí un panegírico de tu primera esposa, agregó, de modo que creía que también podía escribir otro para tu segunda esposa. Eran excelentes mujeres, inestimables, ambas. Sí, inescrutables son los caminos del Señor. Pero Ólafur afirmó que, si se trataba de un ratón, y si el ratón atacaba a las ovejas, el remedio de un viejo, confirmado fuera de toda duda por la experiencia práctica, aunque quizá no había conseguido aún ser alabado por los periódicos, era que, si se había abierto paso hasta la cruz —por ejemplo— a mordiscos, y uno podía atraparlo y frotarlo en la herida de modo que las entrañas le saltaran afuera y se mezclaran con la herida de la oveja, entonces ésta se curaba.
—Puedes guardarte tus panegíricos —dijo Bjartur a Einar—. No tengo tiempo para himnos, ni los dedicados a los vivos ni los que cantan a los muertos, y nunca lo he tenido, como creía que sabías desde hace varios años. Ningún himno fue escrito para los vikingos dejóm, y sin embargo ellos gozaron de gran fama. Y, si la memoria no me traiciona, Grettir fue vengado en el sur, en Miklagaró, sin necesidad de himnos, y eso que se le consideraba el más grande hombre de Islandia. De modo que no veo motivo para que, sólo porque un par de mujeres la haya espichado, la gente se ponga a escribir cosas religiosas acerca de ellas. Nunca me ha agradado especialmente la religión, ni, en general, nada que fuese espiritual. Pero si alguno de vosotros quiere venderme un gato, lo consideraré un favor especial; y puede ser tan salvaje como queráis.
Llegó a la casa por la noche, con un gato en un saco, que vació en el suelo y, qué es eso, preguntaron los chicos y, es un gato, dijo él, y por la noche hubo alegría, mientras la historia se difundía por toda la región como un cambio de tiempo y todos decían: la rata de la Casa Estival. Allí, junto al escotillón, está el gato, rayado de gris, suspicaz y mirando cautelosamente en torno, con enormes pupilas dilatadas y una pata en alto, maullando, intensamente desdichado, pero sin dar señales de haber perdido el valor. Los gatos pueden producir los sonidos más quejumbrosos de toda Islandia, pero nadie ha sabido de un gato que se rindiese; los gatos no se rinden.
—Cuiden de que la perra y él no se encuentren —ordenó Bjartur. Afuera, junto a la pared, comenzó a preguntarse si no habría estado loco cuando trajo un gato consigo.
Si, había un gato en la casa. A veces, durante el día, se sentaba en el borde de la trampilla, escuchando con tensa atención los ladridos de la perra, que le llegaban desde abajo. El pelo del lomo se le erizaba a la perra cuando sabía que él estaba cerca, e inmediatamente se lanzaba a ladrar. Si subía el gato saltaba al hueco de la ventana que había sobre la cabecera de la cama de la abuela, donde conseguía acurrucarse en el alféizar. Desde allí observaba atentamente a la perra durante un rato; luego las pupilas se le contraían y los ojos se le cerraban filosóficamente. Cuando la perra se iba, el gato saltaba a la cama de la anciana y, después de lavarse con minucioso cuidado, se acostaba a dormir, con la cabeza entre las patas traseras. La anciana no le llamaba jamás otra cosa que «esa escoria de gato», o «esa bestia de gato», y sin embargo el animal la prefería a todos porque no asignaba tanto valor al vocabulario como al talante. La anciana nunca había lastimado a animal alguno. Es extraña la afición que los gatos tienen por la gente de edad. Aprecian su falta de inventiva, rica en seguridad, que es la principal virtud de la vejez. ¿O es que entendían lo gris que había en ambos, lo que está detrás de la cristiandad y detrás del alma?