40. En el empedrado

Cuando hay muerte en primavera, el verano pasa con un funeral, y el alma… ¿el alma? ¿Qué pensamientos cobija el alma en un nuevo otoño… y al principio del invierno?

—Y si fuese un invierno largo —dice el hijo mayor, sentado en el empedrado, frente a la casa, al atardecer—, si por casualidad viniese uno de esos inviernos que duran y duran, y que giran y giran en círculo, de ahí en adelante, sin sentido, como un perro que corriese en círculo porque alguien lo ha tomado por la cola… Y luego continúa girando, en círculo, más y más, siempre en el mismo círculo, hasta que finalmente no puede detenerse, hágase lo que se haga para impedirlo… entonces, ¿qué? —Y responde a su propia pregunta—: Nada podría suceder ya.

El hermano menor:

—No podría existir un invierno tan largo. Porque, si hubiese un invierno tan largo, de cien años, por ejemplo, yo subiría a la montaña.

—¿Para qué?

—Para ver si podía divisar los países.

—¿Qué países?

—Los países de que me habló mamá antes de morir.

—No hay países.

—Te digo que sí. En primavera he visto a menudo la corriente fluyendo hacia atrás.

Naturalmente, el hermano mayor no se dignó rebatir argumentos tan hostiles a todo buen sentido, nacidos del mundo de los deseos, sino que se contentó, luego de una pausa, con continuar desde donde se había interrumpido.

—Pero supongamos que hubiese un largo funeral —dijo—. Supongamos que hubiese un funeral tan largo que el sermón del sacerdote siguiese y siguiese, como una gotera, por ejemplo, gota tras gota, ¿me entiendes?, y supongamos que no acabe jamás. Supongamos que dijese ciento cincuenta amenes, uno detrás del otro. Supongamos que dijese amén continuamente durante ciento cincuenta años. Y entonces, ¿qué?

—No podría haber un funeral tan largo. La gente se pondría de pie y se iría.

—Pero el ataúd, tonto… ¿Se pondría de pie y se iría él también?

—La gente se lo lleva consigo —contestó el hermano menor.

—¿Estás loco, hombre? ¿Crees que alguien tendría la audacia de tomar el ataúd y llevárselo consigo antes de que el sacerdote hubiese dicho el último amén?

—Cuando mi madre fue sepultada, el sacerdote siguió hablando y hablando, lo sé. Pero al cabo se detuvo. Cuando el sacerdote comienza a sentir ganas de beber un poco de café, se calla por su propia voluntad. Siempre supe que alguna vez tendría que callarse.

El hermano mayor se acercó más al menor, en el empedrado, donde estaban sentados, y le posó una mano sobre el hombro como un protector.

—Eres tan pequeño aún, Nonni, chico… No hay que esperar que entiendas.

—Pero es que entiendo —protestó Nonni, y no quiso soportar la mano protectora de su hermano sobre el hombro—. Entiendo todo lo que entiendes tú, y más.

—Muy bien —dijo el otro—, ya que eres tan inteligente, ¿qué es un funeral?

El hermano menor caviló durante un rato, porque estaba decidido a presentar la respuesta correcta. Luego pensó un rato más, sin encontrar una contestación completamente satisfactoria. Y por fin había pensado durante tanto tiempo que, aunque le fuese en ello la vida, no le habría sido posible descubrir una respuesta sensata a una pregunta tan sencilla, visto lo cual el hermano mayor tuvo que contestarla él mismo:

—¡Un funeral es un funeral, idiota! —dijo.

Y el joven Nonni se sorprendió de que no se le hubiese ocurrido, tan evidente como era.

Luego el hermano mayor continuó:

—Y, desde entonces, nunca termina. Aunque la gente se vaya, aunque el sacerdote pronuncie el último amén; aunque la cascada fluya hacia atrás, sobre la cima de la montaña, como dices que sucedió la primavera pasada, que en realidad no es cierto, porque ninguna cascada podría fluir hacia atrás sobre la cresta de una montaña… Nunca, nunca termina desde entonces. ¿Y sabes por qué?

—No seas tan tonto, grandísimo estúpido.

—Porque el cadáver jamás vuelve a la vida.

—¡Oh! ¿Por qué tienes que estar siempre encima de mí? ¿No puedes dejarme tranquilo? —Y el hermano menor se apartó un poco.

—¿Tienes miedo?

—No.

La oscuridad, sobre el empedrado, se espesa más y más. Helaba. Negros bancos de nubes en el horizonte. Quizá pronto ocurrirá algo. La abuela espera una luna nueva.

—Escucha, Nonni, chico, ¿te gustaría que te dijera algo?

—No —repuso el chiquillo—, no quiero oírlo.

—Si nos quedáramos sentados en este empedrado durante cien años, o, mejor, durante ciento cincuenta años, y comenzara a oscurecer como ahora, y papá estuviese siempre alimentando a la misma oveja con el mismo heno de la misma gavilla, y…

—Si papá estuviese en casa, os daría una magnífica zurra por quedaros aquí sentados, parloteando como idiotas, cuando sabéis que es preciso seguir haciendo algo… —Es el hermano intermedio, Gvendur, que se ha introducido sigilosamente en la mística conversación, como un ladrón en la noche.

Pero, por increíble que parezca, fue el hermano que menos había entendido quien tomó la defensa del que más había hablado, y preguntó secamente al tercer hermano:

—¿Te hablaba alguien a ti?

Y el mayor agregó:

—Nadie es tan tonto como para hablar contigo.

Su hermano Gvendur nunca había entendido las cosas del alma, en tanto que ellos, en privado, discutían interminablemente acerca de las esperanzas y las desesperaciones de ésta. Esta diferencia de perspectivas les unía contra el otro, que sólo pensaba en seguir haciendo algo.

—¿No? —repuso Gvendur—. Ve y pregúntale a papá y él dirá que yo soy más hombre que vosotros dos juntos.

—¿Y a quién le importa? Mamá nos quería más a nosotros.

—Me gusta eso… ¡Si no había siquiera rastros de lágrimas en vuestros ojos cuando la enterraron! Ninguno de los dos lloró. Y la vieja Gunna de Myri dijo que era una deshonra veros, vuestra madre enterrada y vosotros ahí, boquiabiertos, mirando al sacerdote como un par de terneros, eso dijo.

—¿Así que piensas que debíamos hacerle a papá el favor de moquear y llorar? No. Nada de eso. Tampoco nosotros nos rendimos. Nosotros también somos vikingos de Jóm. Tú eres quien moquea. Nosotros maldecimos.

Precisamente cuando la riña se está enconando hermosamente, Asta Sóllilja asoma la cabeza por la puerta y atisba en la oscuridad hacia la carretera, limpiándose las manos de dedos largos, agrietadas por el agua, en sus harapientas faldas.

—Chicos, ¿no le habéis visto aún?

—¿A quién?

—¿Quién creéis que puede ser el que digo? Demostrad un poco de juicio por una vez en la vida.

—¿Piensas que estará muerto, o algo así?

—¡Vergüenza! No sé en qué terminaréis, con la forma en que habláis y pensáis de vuestro padre.

—Oh, nos iremos y viajaremos por todo el mundo cuando nos venga en gana, y os dejaremos a todos vosotros aquí —dijo el joven Nonni.

Asta Sóllilja:

—¡Oh, por lo que más quieras, vete a tu mundo, pues, y cuanto antes, mejor! Nadie te envidiará… —Esto lo dijo porque conocía el mundo por experiencia personal. Se volvió y entró nuevamente en la casa.

De modo que se quedan solos, como antes, sentados sobre las losas.

—También ella parloteó —dijo Helgi al fin, cuando el silencio se tornó demasiado prolongado.

Nonni:

—Sí, y sigue parloteando. Parloteaba anteayer por la noche. Y continuaba parloteando ayer por la noche. A nadie se le ocurriría charlar siquiera la mitad de lo que lo hace nuestra Asta Sóllilja.

—¿Sabes una cosa, Nonni? No tiene derecho a llorar.

—Sí, no es parienta de nadie.

—Eso se ve claramente mirándole los ojos. Tiene un ojo bizco.

—Y aunque cree que es grande y puede mandar a todos porque el pecho comienza a hinchársele a ambos lados, como el de una mujer, en realidad no es grande y no puede mandar a nadie, como volví a verlo ayer, cuando se acostaba. Pero ten cuidado de que no te oiga; tiene la maldita costumbre de fisgonear y de darte un golpe cuando menos lo esperas.

—No me importa. Ella tiene la culpa de que mamá haya muerto. Ella era quien tenía una chaqueta cuando mamá no poseía ninguna, y a ella se le permitía entrar en casa dos veces por día, en tanto que mamá debía continuar trabajando en el campo, aunque estaba enferma.

—Nonni, ¿te acuerdas cuando mamá cayó en brazos de la abuela y no pudo volver a ponerse en pie? ¿Te acuerdas cómo se le sacudía todo el cuerpo?

Una vez más el chiquillo no respondió.

El mayor:

—Eso ocurrió el día que mataron a nuestra Búkolla.

Silencio.

—Nonni, ¿has advertido alguna vez que algunas personas están muertas aunque estén vivas? ¿No lo has visto nunca en los ojos de la gente que viene aquí? Yo lo veo inmediatamente; no tienen más que mirarme y lo veo. Ni siquiera tienen que mirarme. El día que mamá se desplomó en brazos de la abuela, ese día murió. No volvió a vivir después de eso. ¿Te acuerdas de cómo nos miró esa noche?

—¡Oh, cállate, Helgi! ¿Por qué estás siempre encima de mí?

—Todo lo que la vieja Fríóa profetizó hace años se ha cumplido, a pesar de que estaba loca. «La tiranía de la humanidad —dijo—. De este modo os matará a todos».

Fue el hermano mayor quien dijo eso. Algunas personas están dotadas de la sensación del funcionamiento del destino. Sus percepciones tienden hacia todo lo que es oscuro, incluso a lo más oscuro. Incluyen hasta las más terroríficas dimensiones que se abren detrás de la vida y detrás del mundo, tienen la visión que Dios ha negado a los ojos mortales. Ante tales poderes, ante una visión tal, el hermano menor permanecía ignorante e indefenso, él, que albergaba un deseo, deseos.

—Helgi, ojalá fuese yo una persona mayor —solía decir, porque con sus deseos, y con los deseos que le legara su madre, trataba de eludir las decisiones del destino y de lo que hay detrás del destino. Sí, sería hermoso tener alas y volar por encima del hado, como los pájaros que pasaban volando por encima de la enorme cerca de Útirauðsmyri, sí, y hasta por encima del teléfono. Pero, por intensamente que lo intentase, era siempre como un animal doméstico, cuadrúpedo y carente de alas, y su hermano mayor le rodeaba siempre como una cerca de varios espesores, una gigantesca maraña de alambres espinosos. Podía desenrollar el ocaso, sobre el empedrado, y convertirlo en un eterno amén, y aunque cambiaba de lugar y se sentaba en otro punto de las losas, no servía de nada, porque le llegaba un amén más prolongado aún, un amén más sepulcral.

—Escucha, Helgi —dijo finalmente, porque acababa de ocurrírsele una idea—. ¿Por qué no podríamos fugarnos? Te acordarás del hijo adoptivo de Gil, que se escapó, Huyó. Huyó y llegó hasta Vík.

—Su padre y su madre vivían en Vík —le informó Helgi—, y ellos lo recibieron cuando bajó de las montañas. Pero nosotros, ¿quién nos recibirá a nosotros? ¿Y dónde? Nadie. En ninguna parte.

Nuevamente el empedrado del pegujal, y el ocaso de la noche tornándose más y más opresivo, especialmente sobre el hermano menor, lo bastante desdichado como para acariciar rosados sueños. Y, cuando no puede soportarlo más, prueba suerte con otra sugerencia.

—Cuando mamá era joven solía tener amistad con unos elfos. Fue cuando vivía en Uróarsel —dijo—. El año pasado, cuando íbamos por las laderas, mamá y yo, vigilando a Búkolla, me habló de ellos. Y me recitó poesías. Y una vez, cuando yo era un chiquillo, los elfos le dijeron a mamá que cuando yo creciera cantaría… —No se atrevió a hacer a su hermano la confidencia de que cantaría para todo el mundo, para que no se burlase de esa tímida ambición, porque los más caros deseos del alma son sus más hondas penas. No dijo más que—: Cantaré para la gente de la iglesia de Rauðsmýri.

—Escucha, Nonni, chico, ¿no sabes todavía que, cuando eres niño, te dicen toda clase de cosas? ¿Y por qué te las dicen? Porque eres niño. Ella me dijo a mí lo mismo. Son duendes, dijo; viven detrás del buen tiempo y detrás de las tormentas; detrás del sol, en otro sol. Detrás de los días. Y luego tuvo un niño, que murió, y estuvo enferma durante varias semanas, y cada vez que respiraba yo me daba cuenta de cuánto le dolía y a veces me quedaba despierto durante la noche y escuchaba su dolor. Por la noche solía salir; a veces nevaba, y, aunque nadie estaba enterado de ello, iba hacia todas las rocas de la ladera de la montaña, les quitaba la nieve para que pudiesen oírme mejor y les pedía a todas que la ayudaran, así como las rocas habían ayudado a la gente en los cuentos de mamá. Una noche rogué a diez peñascos; estoy seguro de que debo haber suplicado a treinta, porque me dije que si no había elfos en aquella roca, seguramente los habría en la siguiente. Y estaba convencido de que, si existían, la ayudarían. Y quizá nos ayudarían a todos nosotros. Hasta que murió. Entonces murió. Dime por qué no la ayudaron… ¡tú, que crees saberlo todo! Sí, sé que no puedes decírmelo. Sé que yo mismo tendré que decirte por qué no la ayudaron. Es porque no existen. Ni en esta roca ni en la otra. Mamá nos relató esos cuentos simplemente porque éramos muy pequeños y porque ella no era mala del todo.

—¡Eres un mentiroso! —gritó Nonni, herido, casi con un sollozo en la voz.

—Y cuando me hice grande —continuó el otro—, a menudo subía al desván a la hora de la cena, y ella estaba acostada allí, enferma, y se me ocurría preguntarle si eso era cierto. Pero jamás se lo pregunté. Porque, si era cierto, los elfos la ayudarían. Y a todos nosotros. Y, si no era cierto, bueno, no quería que ella creyese que yo había crecido. Y después venía papá y me echaba.

—¡Eres un mentiroso, un mentiroso, un mentiroso! —chilló el pequeño Nonni, arrojándose sobre su hermano, con los puños apretados en forma de tangible afirmación de la existencia de un mundo distinto y mejor.

—Nonni, ¿te acuerdas del himno de la tormenta? —preguntó el hermano mayor, lógicamente inconmovible, cuando el otro dejó de aporrearle—. Nonni, ¿sabes una cosa?

—No —repuso el hermano menor—. Déjame tranquilo. Qué raro que no puedas dejar a una persona en paz.

—¿Has visto que cuando sucede algo la abuela siempre dice sí, lo sabía, o dice que todavía vendrá algo peor, que esta mañana había aquí algo impuro? Siempre es la misma, suceda lo que suceda. Nunca se alegra, jamás se entristece. ¿Te acuerdas qué hizo cuando murió mamá y Sola amortajó el cadáver? Besó el cadáver y dijo: «No me extraña».

—Eso es porque pronto cumplirá cien años —dijo el hermano menor, con voz sin tonalidades y como al azar.

Pero ni siquiera en eso se le permitió tener razón.

—No —dijo el hermano mayor—, es porque lo entiende todo. Conoce todo lo que existe entre el cielo y la tierra. ¿Recuerdas al loco del himno de la tormenta, y cómo entró en los animales? Quien entiende a la abuela, lo entiende todo.

—Mamá nunca entonó himno alguno —declaró el pequeño Nonni—. Y papá dice que no hay ningún Jesús.

—Quizá no lo haya —dijo el otro—, pero el hombre del himno de la tormenta existe, y es Kólumkilli y ningún otro, yo mismo te lo aseguro. ¿Cómo lo sé? Lo sé porque le he visto con mis propios ojos. ¿Cuándo? Muchas veces. ¿Te acuerdas de esa noche de marzo del año pasado, por ejemplo, cuando papá había ido a buscar las ovejas para traerlas a casa? ¿Te acuerdas de que encontró una con una oreja hecha pedazos? Bueno, yo vi cómo lo hacía. Le vi con mis propios ojos cuando salía de un aguacero y se dirigía a una de las ovejas y le hacía algo. No sabía entonces qué o quién era, pero era eso. Era él.

—¿Era él? —preguntó estúpidamente el chiquillo.

—Y la primavera de hace dos años, cuando las ovejas se morían, era por algo que él les había hecho antes. Y después se murieron. Fue Kólumkilli, Kólumkilli, que lo han matado siete veces pero que siempre vuelve a la vida para destruir el pegujal. Le han destruido siete veces, como podrá decírtelo cualquiera. Le veo todos los días.

—¡Eres un embustero! ¡Nunca ves a nadie! —exclamó el hermano menor, volviendo a golpear a su hermano, esta vez casi gimiendo.

—¿Y sabes por qué le veo? —continuó el otro. Tomando a Nonni de las muñecas, le retuvo con fuerza mientras le musitaba al rostro—: Porque yo también estoy muerto. Nonni, mírame, mírame atentamente, mírame a los ojos. Estás viendo a un muerto.

Dos antítesis complementarias, las eternas antítesis de forma humana, en un nuevo otoño, a principios del invierno. Penumbra. Borrados los límites del mundo y no-mundo. Una luna nueva detrás de las nubes.