El mismo tiempo, ninguna señal de mejoría, cielos horribles, frecuentes granizadas. Todo el pegujal apestaba con el olor pútrido del estiércol plagado de gusanos, que se tornaban más virulentos. La hueca tos de las ovejas se mezclaba a los gemidos de la vaca. Los gusanos les salían retorciéndose de las fosas nasales y pendían, como hilos, del pus que les rodeaba la nariz. Todas las mañanas una o más de ellas eran encontradas tiradas en el fango, a veces respirando aún levemente, y él las mataba, las arrastraba hasta una tumba de turba, limpiaba su cuchillo con el musgo, maldecía. Veinticinco muertas, todas ellas criadas por él. Conocía la genealogía de cada una de ellas, había podido reconocerlas desde que nacieron. Una imagen de cada uno de los animales estaba grabada en su cerebro tan nítidamente como las facciones de cualquier amigo íntimo, tanto en aspecto como en personalidad. Detrás de sus recuerdos de los animales veía el paso de muchas estaciones. Los recordaba sanos y cubiertos de espesos vellones, bajando de la montaña en el otoño, orgullosos de sus hijos retozones. Los recordaba en primavera, cuando lamían a sus borregos, recién nacidos e indefensos, en alguna verde cañada. Cada una de las ovejas tenía sus propias características, su propio temperamento. Recordaba en detalle la forma de cada uno de los cuernos, empenachado uno, moteado de gris otro, estriado de amarillo un tercero. Una era tímida y tan medrosa como la más ruborosa de las doncellas; otra saltaba descaradamente a lo alto de los muros o cruzaba a nado ríos imposibles de cruzar; a una tercera le gustaba deslizarse al fondo de los barrancos… y él había tenido que cortarles la garganta. Los gusanos habían salido retorciéndose del cuerpo sangrante, los pulmones estaban taladrados como carroña podrida: Hringja, Skella, Skessa, Kempa, Gala, Dúfa, Drófn, Hálfhyrna, Styggahvít, Spakagul, Kría, Dúóa, Brúska, Gulsokka, Drotning, Rák, Gryta, Fála, Gaef, Breióhyrna, Fjóla, Morkola, Bjartleit, Kríka, Arnhófóa, aquellas criaturas habían sido el eje motor de su existencia y su más fuerte apoyo. Veinticinco. ¿Cuál será la próxima?
Nieve espesa; ni posibilidades, hoy, de dejar que las ovejas salgan a pastar, tres ovejas madres condenadas a muerte esta mañana: Kúpa, Laufa, Snúra. Ni una palabra pronunciada en la casa; los últimos restos del heno, repartidos; la vaca se ha negado a mantenerse en pie. A medida que el día avanza, los intervalos entre nevada y nevada se hacen menores, hasta que, una vez más, ruge la tormenta, hay oscuridad en el ventanuco y el humo sopla chimenea abajo, para añadir su incomodidad al hedor del maloliente estiércol de abajo, resulta casi imposible respirar.
Y en alguna otra parte del mundo hay un huerto y un palacio.
Y entonces, ¿es que el mundo se había olvidado por completo de ese pequeño pegujal del valle? ¿Había sido abandonado ya con sus ansiosos corazones, su heroísmo no registrado por cronista alguno, no recogido por ningún libro? ¡No, oh, no!, había visitantes ante la puerta, los bufidos de caballos en la tormenta, el tintinear del bocado del freno, voces extrañas… repentina expansión de la mente desde su mudo terror congestionado, inesperado placer de hombre y perra.
Y por el escotillón apareció una nevada muchacha, cuyas generosas curvas eran acentuadas por sus ceñidos pantalones de montar, cuyos ojos azules eran complacientes y sus mejillas estaban enrojecidas por el viento. Se quitó la nieve de las ropas, haciéndola caer por la abertura, mostró sus saludables dientes en una carcajada y maldijo aquí y allá, jajajá. Su fusta de montar relucía lujosamente en ese lugar en que ni un solo artículo habría podido venderse por más de veinticinco céntimos… Auður Jónsdóttir de Myri. Su escolta, uno de los hombres del alcalde, la siguió al desván. La llevaba a Fjóróur, para que pudiese embarcar mañana en el vapor correo del sur, rumbo a Reykjavik y a un clima más suave.
—¡Mi querida señorita, cómo se extiende usted por las dos bandas! —exclamó Bjartur, palmeándole cortésmente las nalgas—. Se alimenta todavía con lo mejor que se produce, según veo. No se la crió con lavazas, bendita sea la cabecita que apenas me llegaba a la cintura cuando me casé por primera vez.
Alineándose hombro a hombro, los niños la contemplaron admirados, profundamente impresionados por su tamaño, por su confianza en sí misma, por lo largo del viaje que iba a hacer y por lo experto de sus juramentos. Y pronto terminó ella de quitarse la nieve y se estaba allí, de pie, como una planta fértil y madura que se encorva bajo el peso de sus flores recientemente abiertas y que pronto dará sus frutos.
No, ni hablar de cruzar el brezal con ese tiempo; una tormenta como ésa sería el fin de cualquier mujer. Se quedaría allí hasta que aclarara. Ella miró en derredor buscando un asiento, pero las colchas de todas las camas eran igualmente poco incitantes. Por fin se la convenció de que se encaramase en la parte de delante de la cama de los padres. No quería molestarles, esperaba que el tiempo mejorara antes de la noche, preguntó cortésmente por las ovejas.
—Hubo alguien aquí, no sé quién, que tramaba algo a fines de febrero, y que me contramarcó una oveja. Pero supongo que eso no será nada comparado con lo que ustedes tendrán que informarme.
Sí, había lúgubres noticias provenientes de tierra adentro, confirmadas por la escolta, lúgubres noticias. Ólafur de Ystadalur había perdido aproximadamente cuarenta animales, a pesar de toda su ciencia, y Einar de Undirhlíð más de treinta, aunque posiblemente encontrarían pastizales más verdes en el otro mundo. Pórir de Gilteig no quería siquiera decir cuántas había perdido, ahora que su hija menor se había fugado y dado a luz un hijo ilegítimo (la hija del alcalde: «¿Por qué no se casan decentemente con los individuos?»), pero Bjartur dijo que lo que siembres eso recogerás, y rió.
—Es culpa de las vacas —declaró—. Terminan comiéndole el alma a uno, los malditos parásitos. Sus vientres son tan insondables como el Mediterráneo.
Empero, las cosas no le iban tan mal al rey del rodeo, continuó diciendo el hombre del alcalde, y en Myri les daban masa de pan, aunque algunas de ellas se mostraban desganadas, como sucedía tan a menudo en primavera, y tuvieron que cortar una que otra garganta.
En efecto, Bjartur lo sabía. Era una vieja costumbre de Myri. Una morcilla de más o de menos en la época de la matanza no significa gran cosa para el alcalde, siempre que sus caballos de silla estuviesen bien alimentados.
La tormenta se negó a amainar y la muchacha comenzó a inquietarse. Una y otra vez bajaba para mirar afuera. La nieve entraba directamente por la puerta, le golpeaba en el rostro; las tormentas no son nunca tan punzantes como en primavera. Ella maldecía durante unos momentos; luego se callaba y se ponía pensativa. Después tenía un acceso de histeria que culminaba en la pérdida de todo dominio de sí.
—¡Mi hermano Ingólfur me espera esta noche! —gritaba—. ¡Seguramente pensará que me he perdido en la montaña, cielos, si pierdo ese barco!
—Oh, esta noche aclarará, con seguridad.
—¡Que el cielo me ampare si pierdo ese barco!
—Ya está cediendo un poco.
—¡Que Dios Todopoderoso me ayude si pierdo ese barco!
—¡Oh, puede alcanzar el siguiente!
—Pero si pierdo ese barco…
—Reykjavik no se moverá de su lugar, aunque pierda un barco y tenga que tomar el otro.
—Sí, pero tengo que ir en ese barco —insistió ella—. Aunque muera en la montaña… Tengo que llegar a Reykjavik el sábado.
—¿A qué tanta prisa?
Ninguna respuesta. Desesperación. Se quejó de que estaba a punto de ahogarse, se negó a comer o a beber. Pero se quedó toda la noche, a pesar del mal olor. No tenía otro lugar adonde ir. No se desnudó, sino que se acostó sobre un par de cajones. No quería oír hablar de acostarse en la cama. Durante toda la noche se la oyó suspirar y gemir. Una y otra vez se escurría escalera abajo, en la oscuridad, y salía. ¿Quería un orinal?, preguntó Bjartur. No, había salido a mirar el tiempo. Y a vomitar. Tenía que estar en Reykjavik el sábado.
Esa noche se durmió muy poco en la casa. ¿Qué se le había perdido en Reykjavik? ¿A quién tenía que ver allí? ¿Acaso Asta Sóllilja no tenía una frente alta y cejas tan curvas como ella? Y Asta Sóllilja ya no era delgada; era también una jovencita llena de anhelos y desesperación. La casa de él se erguía solitaria, en un bosque, no con una muchacha ante ella, como en la fuente de la madre, sino sola, en un bosque, como en el calendario que se cayó el año pasado y fue pisoteado y arrastrado a la porquería por las patas de las ovejas. Ella había sido la primera en tenerle; fue huésped en tierras de ellos, no de Auður. ¡Buen Dios, qué sueños había soñado durante todo el invierno, hasta la muerte roja de la primavera! También ella permanecía despierta por la noche, con deseos tan apasionados como nunca sintiera anteriormente, más apasionados que antes. Algunas se quedan atrás, sentadas, en la muerte de la primavera, mientras otras se dirigen hacia el sur.
Asta Sóllilja fue despertada a la mañana siguiente, después de una corta modorra, por el sonido de las claras carcajadas alegres. La tormenta había cesado y la hija del alcalde, feliz, engullía sus emparedados con tiempo de sobra para alcanzar el barco. Su escolta, es verdad, afirmó que las perspectivas no eran buenas, pero la hija del alcalde rió y preguntó qué demonios importaba eso. Y habiendo recobrado su facultad de maldecir, salió a buscar sus caballos, mientras gritaba a su acompañante, a frecuentes intervalos:
—¡Oh, vamos! ¿No es hora ya de que partamos?
Pero el hombre estaba ocupado arriba, bebiendo café con la familia.
—¡Qué condenado barullo hace! —dijo.
—No es muy estable de humor, bendita sea.
—Es cierto —convino el guía, sorbiendo ruidosamente su café—. Estas mujeres están siempre nerviosas cuando se encuentran a punto de casarse.
—¿Me equivoco, o está engordando ella en ese sentido? —preguntó Bjartur.
—No se necesita una vista de lince para verlo.
—¿Supongo que alguien habrá pasado por allí? —continuó averiguando Bjartur.
—Ali, ¿crees que prueban sus anzuelos y sus lincas solamente en tus tierras estos héroes cooperativos del sur?
—¡Oh! ¡De modo que también él era de la cooperativa, el muy cochino! —exclamó el pegujalero—. Debí habérmelo imaginado.
Pero, a pesar de ello, acompañó a sus visitantes hasta el camino.
El viento era cortante; probablemente más nieve en ciernes. Al infierno con todo eso.
—¿No es tiempo ya de que esos diablillos perezosos se levanten?
Sacó dos cuchillos de carnicero envueltos en arpillera, los desenvolvió y los colocó en la cama, a su lado. Tomó una piedra de amolar del estante, escupió. El ruido que hacía al afilar el acero hería las carnes de muertos y vivos.
—Helgi, ¡arriba chico! Te necesito.
El niño se levantó enfurruñado de la cama, se puso los pantalones, comenzó a buscar el resto de sus ropas. Bjartur siguió afilando. Los otros chiquillos espiaban por debajo de las mantas. Él siguió amolando durante unos instantes más. Luego, arrancándose un pelo de la cabeza, probó el filo. Después tomó un mohoso escoplo del cajón de los trastos viejos, se lo limpió en la pernera del pantalón y lo afiló.
—¿No te has vestido aún, chico?
—¿Qué tengo que hacer?
—¿Qué tienes que hacer? Tienes que hacer todo lo que a mí se me ocurra decirte. Vamos, bajando…
Hizo bajar al chico mientras Finna contemplaba con ojos enloquecidos a su esposo, que estaba de pie ante la trampilla, con un cuchillo en cada mano. ¿Es que había pensado —esa gastada mujer que creía en la victoria final del bien y que había construido un batidor según las enseñanzas de Jesucristo— que podía hacer algo para desviar la implacable voluntad de conquista, sobre la cual se asentaron la libertad y la independencia de la nación durante un milenio? El milenio de Islandia. Echó los brazos al cuello de su esposo, mientras éste permanecía ante el escotillón con un cuchillo en cada mano.
—Es igual que matarme a mí, Guðbjartur —gimió—. Ya no puedo seguir viendo cómo los chicos se mueren de hambre… —y se sacudió de pies a cabeza con el llanto. Una flor eterna con temblorosas lágrimas. Pero, con un movimiento de los hombros, él se la quitó de encima. Y Finna le miró con ojos frenéticos mientras Bjartur desaparecía abajo.
Durante un rato no se oyó otra cosa que movimientos mudos. Él desató un cabo de cuerda e improvisó un cabestro. Luego pinchó a la vaca, más muerta que viva, para obligarla a ponerse de pie, gruñendo por el esfuerzo. Bjartur le soltó la cuerda que la ataba al establo; el animal mugió lastimosamente a través de la puerta abierta.
Para Finna de la Casa Estival, esa mujer silenciosa, amante de las canciones, que había dado a luz muchos hijos para la independencia del país y para la muerte, ese momento señalaba el fin de todas las cosas. Era buena. Tenía amigos entre los elfos. Pero su corazón había palpitado mucho tiempo presa del terror. ¿La vida? Era como si la vida en ese momento buscase una vez más sus fuentes. Le cedieron las rodillas y, en perfecto silencio, cayó en los brazos de la anciana Hallbera. Como insignificante polvo, se desplomó en el seco pecho de su madre.
Aquí concluye la primera parte.
Barcelona - Copenhague, invierno de 1933-1934.
(Sobre un borrador de 1932)