Cinco días de tormenta de nieve; resultaba sencillamente increíble hasta qué punto podían declinar las ovejas en tan poco tiempo. Y, puesto que no podía convencérselas de que comiesen el pasto podrido del campo, la única alternativa era alimentarlas con el heno almacenado en la casa y que hasta entonces había sido reservado para la vaca y los corderos. Pero ¿cuánto tiempo duraría el heno abonado, si se convertía en el único forraje de todos los animales? Apenas quedaba algo más de media braza en la hacina. Naturalmente, las ovejas madres deberían ser consideradas en primer lugar. Pero era igualmente inútil privar a la vaca de su heno abonado y alimentarla con el otro; se negaba a mirarlo siquiera, gruñía hoscamente ante su establo repleto, daba cada vez menos leche. Habría perdido el uso de las palas mucho antes del momento en que se la pudiera alimentar en el pastizal, que quizá llegase sólo en San Juan, en un futuro caprichoso. Empero, era inconcebible, si el tiempo mejoraba y la tierra quedaba nuevamente limpia, que pudiese mantener vivas a las ovejas con el puñado de heno que todavía le quedaba. La lucha por el sustento se entablaba, por lo tanto, entre la vaca y las ovejas madres, y cada día que pasaba resultaba más evidente que sólo la una o las otras podrían sobrevivir. Tales son los serios efectos que las tormentas de nieve primaverales pueden tener sobre una pequeña granja enclavada en el valle. No es extraño que el alma se sienta triste, que las esperanzas sean pocas en el corazón de la gente, que la vela nocturna proporcione poco consuelo. Hasta los recuerdos más hermosos perdían su brillo, como una reluciente moneda de plata que se cubre de verdín porque se ha perdido. Los cuatro niños observaban a su padre cuando se levantaba por la mañana, torvo e insomne; veían el rostro de su madre hinchado por el silencioso llanto de la noche.
Ella seguía bajando a visitar a la vaca para acariciarla y consolarla.
—Ya no falta mucho tiempo para que todo haya pasado —le decía—. Pronto saldrá el sol para las dos, y la nieve se derretirá, y entonces las ovejas bajarán a las ciénagas y volveremos a tener heno en abundancia. El pasto verde crecerá otra vez y el pequeño Nonni vendrá con su madre para sentarse junto a Búkolla en la ladera de la montaña. Y las aves…
¿Las aves? No. En esos momentos le faltaban las palabras y entonces continuaba acariciando a la vaca en silencio, porque, aunque las aves podían cantar en verano, la vaca continuaba mugiendo ante el heno podrido y el heno permanecía intacto en el pesebre. Música, no hay consuelo en la música para el que se enfrenta a la muerte en primavera. Ella acariciaba a la vaca, aterrorizada. Finalmente el animal comenzó a mugir.
Gradualmente la tormenta de Pascua amainó como cualquier otra. Salió el sol. La nieve desapareció rápidamente en la luz del astro. Pero el crudo frío permanecía en el aire y las heladas eran intensas durante la noche. Bjartur empezó a llevar una vez más sus majadas a la ciénaga, pero el pasto joven estaba, o bien marchito en las puntas o bien muerto del todo. Los hondones del pantano aparecían negros cuando emergían de la nieve congelada. Muchas de las ovejas madres se encontraban ya tan débiles que el pegujalero tenía grandes dificultades para arrearlas. Algunas de ellas no querían moverse para nada. Cuando cruzaban el arroyo necesitaban mucho tiempo para trepar a la orilla opuesta, aunque ésta, en altura, les llegaba apenas a la rodilla. En un momento dado conseguían subir la parte anterior del cuerpo, pero la parte trasera se quedaba colgando. Cuando Bjartur las levantaba, se dejaban caer en la orilla, en tierra, y una vez caídas era difícil hacerles mostrar deseos de seguir moviéndose. Las tomaba de los cuernos y trataba de ponerlas de pie, y ellas se incorporaban, cuando mucho hasta ponerse de rodillas, y se arrastraban de ese modo, forma de avance que siempre, desde los días de la primera colonización, se conoció con el nombre de renqueo. Después de renquear durante unos minutos, volvían a derrumbarse. En los pantanos se quedaban en los zanjones. Si se hundían hasta las corvas, no seguían esforzándose más. Los cuervos habían retornado a los aguazales, y aguardaban la oportunidad de hacerles un agujero en el lomo, de arrancarles las entrañas, de sacarles los ojos. Un día tres de ellas se quedaron inertes en la parte inferior del campo; aunque se envió a la perra para que ladrase y chasquease las mandíbulas en torno de ellas, no hicieron movimiento alguno; apenas parpadearon un poco. Bjartur tomó su navaja. Les abrió la lana del cuello, les seccionó la garganta y las enterró.
La mayoría de las ovejas tenían el gusano de la modorra. Bjartur separó a varias y las alimentó en la casa, pero los animales no miraban siquiera el heno. Por las mañanas una o dos de ellas estaban acostadas, imposibilitadas de todo movimiento, o ya muertas. Ordenó a su esposa que amasase un poco de harina de centeno. Algunas la comieron, otras la rechazaron. La harina de centeno escaseaba y, al paso que iban las cosas, no duraría mucho, aunque la familia economizase el pan. Por la noche trataba de atraer a las ovejas a la casa caminando hacia atrás, delante de ellas, con un trozo de masa extendida y permitiéndoles mordisquearlo de tanto en tanto, pero era una tarea sumamente lenta pues, por ese medio, solamente resultaba posible atraerlas de una en una. Y, antes de que se diera cuenta de ello, caían en tierra. Los niños hacían todo lo que podían para ayudarle en ese novedoso método de arreo. Sí, existe una gran diferencia entre una oveja en el verano, esa criatura altanera, orgullo de los pastizales montañeses, reina de los marjales, mientras se pasea altivamente por las laderas, husmea con cautela desde una loma o atisba socarronamente desde los saucillos, y esa trágica caricatura que se ve en los aguazales en primavera. Les cortó el cuello a muchas más.
Pero un buen número de ovejas conservaban todavía, notablemente bien, sus fuerzas y comían con buen apetito. Por éstas le correspondía hacer todo lo posible y no escatimar el heno abonado mientras quedase una sola brizna. Y la hacina disminuía día a día, y la vaca enflaquecía día a día y su leche era cada vez menos.
Su suministro era ya escasamente suficiente para la familia, aunque ésta había tomado por costumbre —en modo alguno extraordinaria en primavera— hacer una sola comida al día. Los hombres y los animales pasaban hambre. Al cabo Finna puso manos a la obra y talló un trozo de madera y le dio cierta forma, con contornos de pera en una punta, y lo guarneció de tosca hilaza. Los niños contemplaron el artefacto con ojos maravillados.
—¿Qué es eso? —preguntaron.
—Es un batidor —explicó Finna—. Una vez había una mujer que era muy pobre. Y entonces se le apareció Jesús y le enseño a fabricar un batidor para batir la leche y hacer que ésta durase más tiempo.
Finna puso un poco de cuajo en las gotas que todavía podía arrancarle a la vaca, batió la mezcla en una marmita y al cabo de unos momentos la leche había aumentado de tal modo de volumen que llenaba la marmita hasta el borde. Nadie sabe hasta dónde podría haber alcanzado si continuaba batiendo. Los niños tuvieren leche batida para beber y se sintieron todos muy impresionados con Jesús. Luego, una noche, Finna dijo:
—Bjartur, tendrás que ir a ver si puedes conseguir un poco de heno de alguien.
El agricultor abría muy rara vez la boca en la casa en esos días y, cuando hablaba, lo hacía generalmente para dar las órdenes más bruscas, como un capitán en alta mar durante una tormenta. Pero el ruego le hizo dar un brinco como si hubiese sido punzado por la punta de un cuchillo.
—¿Yo? ¿A pedir heno? No tengo ninguna deuda que cobrar a nadie.
—Pero, Bjartur, querido, la vaca está casi seca y es terrible ver el hambre que sufre. La pobre criatura se está consumiendo ante mis propios ojos.
—Eso no es cosa mía —replicó él—. No tengo intención de endeudarme con nadie. Somos gente independiente. No estoy atado a nadie. Soy un hombre libre que vive en sus propias tierras.
—¡Es que tenemos tanto que agradecerle a la pobre Búkolla! —protestó su esposa.
—Sí, lo sé —dijo él—. Y quizá tendremos que agradecerle mucho más antes de que se haya muerto. Especialmente si logra matar a todas las ovejas que me quedan.
—Aunque sólo sea una o dos gavillas de buen heno abonado —rogó Finna.
—Ningún poder que exista entre el cielo y la tierra podrá hacer que traicione a mis ovejas por una vaca. Me fueron necesarios dieciocho años de trabajo para reunir mi majada. Trabajé doce años más para pagar la tierra. Mis ovejas han hecho de mí un hombre independiente y jamás me inclinaré ante nadie. Permitir que la gente diga de mí que me vi precisado a mendigar un poco de heno en primavera es una deshonra que nunca toleraré. Y en cuanto a la vaca, me fue endosada por el alcalde y el Instituto Femenino para privar a los chicos de su apetito y hurtar el mejor heno a mis ovejas, y por ella haré solamente una cosa. Y esa cosa se hará.
—Bjartur —dijo Finna con una voz carente de tonalidades, mirándole fijamente, turbada por la infranqueable distancia que separa a dos seres humanos—, si piensas matar a Búkolla, mátame a mí primero.