37. Una flor

Las dimensiones del nuevo redil para las ovejas eran incitantes, y Bjartur, aunque perfectamente sabedor de que ahora tenía que alimentar a una vaca, cedió audazmente a la tentación de retener ese otoño un número mayor de ovejas que de costumbre. Se sentía agradecido de todas las oportunidades que se le presentaban de sacarlas a pastar; los chicos las vigilaban en los marjales. Pero, aunque Bjartur tenía mucho cariño a sus ovejas, pensaba continuamente en ellas y gozaba incluso de la reputación de criarlas bastante bien, siempre resultaba incierto el que los tan discutidos animales sobreviviesen al invierno, para no hablar de la primavera. En todas partes se dice lo mismo: no se necesita casi nada para que una oveja muera en primavera, y así ha sucedido durante un milenio. Desde la época de la colonización, la candida criatura ha tenido siempre una notabilísima propensión a morir en primavera.

Por otra parte, la familia medraba magníficamente ese invierno y, por primera vez en muchos años, Finna no debió, como de costumbre, guardar cama a mediados del invierno. Llegaron los comienzos de marzo antes de que se mostrara señal alguna de preñez. Siempre sentía un malestar en el pecho, es claro, como su madre, ese espantoso fogón con su eterno humo, tosían desde el momento de encenderlo hasta bien avanzado el día. Para empeorar las cosas, había en la casa el fuerte hedor del estiércol de la vaca y de la orina del caballo, y eso, unido al humo, le atenazaba a Finna el pecho y le daba toda suerte de sensaciones enfermizas. Continuaba cuidando a la vaca, pero ya no se le permitía que le diera el heno, como que se mostraba demasiado pródiga con la provisión de heno del campo, que Bjartur prefería reservar para los corderos y para las ovejas que habían terminado con su forraje. Pero ella la alimentaba y le barría el corral, la lavaba y limpiaba la porquería, tratando siempre de mantener el establo tan limpio como fuese posible, porque las vacas agradecen esos servicios. La rascaba y se quedaba con ella en el corral, hablándole, durante tanto tiempo como podía. Le daba muchos espinazos de bacalao que lograba hurtarle a la perra sin que Bjartur lo advirtiera, y hasta trozos de masa, cuando se hacía pan. En esos días la vaca tenía a menudo accesos de melancolía y mugía quejumbrosamente, con prolongada desesperación, como si no debiese volver a ver otra primavera. En tales momentos la mujer sentía que el corazón le palpitaba de angustia, que su vida era vacía e inútil. Por entonces Finna —esa mujer que tan poco consuelo tenía para sí— bajaba a visitarla en mitad del día y, acariciándole la papada y la cabeza, le decía que las fuerzas del bien triunfarían finalmente en la vida del hombre. Y la vaca se calmaba y comenzaba a rumiar. La vieja Blesi, que desesperaba ya de poder escapar alguna vez a esa amistad insustancial y rumiante, bufaba con frialdad desde el otro lado del tabique. Pero los niños habían aprendido de su madre a amar a la vaca y a respetarla, por la leche que aumenta la alegría del alma y produce relaciones armoniosas en la casa. Pero Bjartur no quería tocar esa bazofia que estriñe y priva del apetito; lo más que hacía era dar un poco de tabaco de mascar hervido en leche a los corderos enfermos de diarrea.

¡Vaya, si incluso habían adquirido un color rosado en las mejillas y la chispa de la juventud saludable en los ojos, esos niños que hasta entonces no fueron más que resfríos mocosos y pereza! Toda la haraganería tradicional había desaparecido. Ya no experimentaban su antigua desgana desdichada, o la triste vacuidad que les hacía sentir como si tuviesen el estómago lleno de aire o de agua. Asta Sóllilja mejoró en su comprensión de los pasajes más oscuros de las baladas de su padre, aprendió a dibujar letras sobre un vidrio ahumado e hizo rápidos progresos en el cálculo mental. Y tan rápidamente creció en ese solo invierno, que casi no podía ponerse su ropa de antes sin abrirla en las costuras, de modo que le cortaron trozos de las mangas y le cosieron cuchillos en los brazos y los costados. Tenía ahora catorce años delgados, con una tez, un pecho, sentimientos peculiares y saludables indisposiciones ocasionales. Incluso debieron agregarle una ancha tira al ruedo de sus faldas, debido a sus rodillas, que aparecían por debajo del dobladillo y se habían puesto fuertes y regordetas desde el verano anterior.

El sacerdote llegó en invierno y le pidió que le leyera algo y admiró su habilidad para la lectura. Pero ¿cuántos conocimientos religiosos había asimilado? Resultó que no había asimilado conocimiento religioso alguno, que solamente había rezado una o dos veces a Dios, sin conocerle.

—No podemos tolerar esto —dijo el cura—. Es ilegal. La muchacha tiene edad para ser confirmada.

—No puedo asegurar que tenga yo mucha fe en esa religión moderna —dijo Bjartur—. Pero en otra época tuvimos aquí a un gran sacerdote. ¡Ésos eran días!… Los que tuvieron la buena suerte de conocer al Reverendo Guðmundur le recordarán, hasta el día de su muerte, como a un gran hombre. Su raza perpetuará su nombre en esta región. Por toda la eternidad.

Ese nuevo sacerdote, bah, no era un sacerdote, un jovencito calvo, ¿qué sabía de ovejas? Y no es que no hiciese todo lo que podía, porque siempre se mostraba ansioso de conversar acerca de las ovejas y de fingir que sentía una inclinación natural hacia los animales. Continuamente extraía alguna teoría de la Revista Agrícola, y ahora trataba de convencer a todos de que llevasen un registro de ovejas y de que marcasen a los borregos y anotasen el número de cada uno en el registro, a fin de poder reconocer, en el otoño, la familia de cada cordero… era un pecado mortal contra el ganado, contra uno mismo y contra la familia de uno retener a los corderos más pequeños en el otoño, simplemente porque, como carne, no representaban un gran valor y porque, de ese modo, se permitía que los peores desechos diesen forma a la generación siguiente… y así sucesivamente.

—El Reverendo Guðmundur nunca hablaba de ovejas con nadie —dijo Bjartur—. Y nunca llevó un registro de ovejas, ni ningún otro, aparte de su libro de hebreo. Pero, a despecho de todo ello, era un gran hombre en lo que respecta a sus ovejas. Sus hombres solían jurar que sabía distinguir las marcas de las pisadas de sus animales de las de cualquier otro. Nunca volveremos a ver a nadie como él en esta parroquia.

Finalmente convinieron en que se permitiese a Asta esperar a Helgi un año más. Pero el sacerdote insistió en que ambos debían acudir a la casa solariega antes de ser confirmados, el próximo invierno, para aprender rudimentos de conocimientos religiosos y los otros temas prescritos por la ley para tal confirmación: geografía, zoología, historia de Islandia.

—De paso, ¿dijo usted geografía?

Porque conocían el valle hasta el último rincón, cada pico, cada loma, cada una de las curvas del arroyo; cualquiera que fuese el tiempo, no podían perderse aunque quisiesen. Y en cuanto a zoología, conocían a cada una de las ovejas del lugar; habían sido criados entre animales y sabían de ellos tanto como cualquiera. E historia de Islandia…

—¿Quién fue Grímur iEgir, Asta?

Asta Sóllilja, con timidez:

—El enemigo de Góngu-Hrólfur.

Bjartur:

—Correcto por completo. ¿Y adónde fue cuando le mataron?

Asta Sóllilja, avergonzada, hablando a su pecho:

—Al infierno.

—Ya ve, de todos modos, qué le sucedió —dijo Bjartur con una estruendosa risotada. Y un poco más tarde—: Adiós, entonces, Reverendo Teodor, y cuídese.

Corrían mediados del mes de Góa y Bjartur hacía uno de sus frecuentes viajes a las ciénagas para arrear a las ovejas hacia la casa. El tiempo se había mostrado incierto durante la mayor parte del día; caídas de nieve húmeda con intervalos apacibles e incluso un poco de sol. Los chicos se turnaban para vigilar a las ovejas. Mientras las reunían, el pegujalero advirtió de pronto que una de sus ovejas, llamada Hetja, sangraba copiosamente de la cabeza. Al principio pensó que se le había quebrado un cuerno, pero luego, examinándola con más atención, descubrió que la oveja —¡nada menos!— había sido marcada con otra muesca en la oreja, y en su propio pastizal. El descubrimiento le asombró grandemente, como era natural. Palpó con cuidado las orejas sangrantes, tratando de ver qué clase de marca era y qué jugarreta se le había hecho, pero las orejas habían sido torpemente, más, malvadamente cortadas, y, aunque advirtió semejanzas con una o dos de las marcas convencionales, no pudo darse cuenta de cuál se había querido hacer. Un hecho como ése tenía más de fenomenal que de accidental, y le dio mucho pábulo para el pensamiento. Al llegar a la casa averiguó cuidadosamente si ese día se había visto a alguien en el valle, pero la respuesta fue, en todos los casos, definitiva: a nadie.

—Si es cierto que nadie ha andado por aquí, entonces es la primera vez en todos estos años que ocurre algo aquí, en el valle —y relató la noticia de las marcas.

Helgi observó gratuitamente:

—Me pareció haber visto a alguien cabalgando en el lago, durante una de las lluvias.

—¿En el lago? ¿Estás loco, muchacho? ¿Qué color de caballo montaba?

—No lo vi con claridad —repuso el niño—. No me pareció un caballo.

—¿Y quién dirías, entonces, que era el hombre, pequeño idiota?

—No le distinguí; era durante uno de los aguaceros más fuertes, ¿sabes? No me pareció un hombre.

—¿Cómo era, pues?

Pero el chico no podía decirlo, era algo así como una especie de bulto que parecía rodar bajo la lluvia y desapareció en el lago.

Bjartur se sentó, sumido en profundos pensamientos. Todos ellos se sentaron, sumidos en profundos pensamientos. La anciana mascullaba esto y aquello a sus agujas, mala señal, será mejor tener cuidado con la primavera. Todos hemos advertido una que otra cosa en este pegujal, y la gente sabe, más o menos, que el fantasma no ha muerto aún, pero tomar una oveja de la majada y marcarla a la luz del día…

Los días que siguieron, tibios días de cálidas brisas, lluvias primaverales y nieve fundiéndose en los llanos, ayudaron a disipar la nube producida por el fenómeno. El valle emergió, amarillo-pardusco, con sus pastos marchitos, los hondones se tornaron rápidamente verdes y el color corrió por el campo. El río estaba libre, quebrado por el hielo del lago. Finna salió a la puerta para sentir lo ligero de la brisa. Los cuervos habían huido.

El pequeño Nonni sacó sus huesos de oveja a la colina, para jugar con ellos. Fue él quien un día apareció con la noticia de que había un amargón en flor en la pared de la casa. Raro suceso en un valle aislado, a esas alturas del año. Los niños y su madre fueron a inspeccionar el pequeño amargón, que abría sus pétalos tan valiente y dichoso al sol invernal… los tiernos pétalos jóvenes. Una florecilla eterna. Larga, largamente contemplaron en piadosa adoración a la nueva amiga, a la anunciadora del verano dentro de las profundidades mismas del invierno, tan alegre y adorable. En silenciosa devoción, como un grupo de creyentes tocando los huesos de algún santo. La palparon con las yemas de los dedos. Era como si quisiesen decirle: no estás sola; también nosotros vivimos, también nosotros luchamos para vivir. Hubo luminosidad durante todo el día. Las aprensiones del invierno desaparecieron en un solo día. La claridad sin nubes del día se extendía, infinita, sobre el alma como sobre la bóveda celeste. Fue uno de los momentos dichosos de la vida, y siempre lo recordaron. Luego se dejó oír el chorlito, y el primer grito del chorlito tiene un acento maravilloso. Es al mismo tiempo tímido y agradecido, tan falto de aliento como el primer saludo después de un grave peligro. Y, sin embargo, estallando con una alegría tranquila.

Y la joven, que no sabía nada de cristianismo, también el invierno había pasado en su alma. ¿No sintió, entonces, ansiedad alguna durante el tiempo espantoso y la larga oscuridad invernal? Sí, la sintió con frecuencia. Todos la sintieron. Las noches eran larguísimas. Y los días no eran días. Se vive para la primavera, pero, en apariencia, no se cree en ello hasta que llega. Un amargón, un chorlito, y fue como si todo llegara, todo lo que se espera en la vida hasta que se muere. Pronto las ciénagas estarían verdes y zumbando de vida, como el año anterior, y el falaropo se exhibiría en reverencias sobre la superficie de los profundos estanques. Y el pequeño salto de agua de la montaña fluiría hacia atrás por efectos de la soleada brisa. Y él, él, que venía de muy lejos…

Llegó el Viernes Santo, el día más largo del año. Sospechaban que alguien había sido crucificado ese día, Dios o Jesúspedro, pero, por lo demás, tenían ideas muy vagas en cuanto a cómo se crucificaba a la gente, porque nunca habían visto una cruz, por no hablar de un crucificado, y no les importaba gran cosa si lo veían o no y no formulaban preguntas; el campo hervía de viejos rumores. Pero en ese día de entre los días, naturalmente, el tiempo tuvo que empeorar. Comenzó a helar y por la noche soplaba un fuerte viento y el cielo estaba encapotado. A la hora de acostarse habían comenzado a caer copos de nieve. Bjartur de la Casa Estival se mostró también sombrío esa noche y a medianoche, después de ponerse los pantalones y los zapatos, bajó a estudiar el cielo. El viento soplaba con fuerza y la nieve casi cubría el empeine. Por la mañana se había convertido en una aullante tormenta de nieve y un frío cortante.

Fue Bjartur quien menos material de regocijo encontró en el período de hermoso tiempo que acababan de tener; los anuncios de la primavera le dejaron inconmovible. No era hombre que depositara mucha fe en el nacimiento de una flor o en los gorjeos de un pájaro. La verdad era que, hasta entonces, a pesar del tiempo excepcionalmente bueno, sus ovejas no se encontraban en condiciones aceptables, el heno era de pobrísima calidad después del verano húmedo del año anterior y la falta de nieve le había tentado a hacer que sus ovejas pastaran al aire libre más de lo que era conveniente para ellas. Pero un hecho le inquietaba más que ningún otro: una y otra vez las ovejas habían dado señales de estar enfermas de la lombriz de los pulmones, con todos los síntomas concomitantes de tos, pereza y diarrea maloliente. Parecía como si hubiesen comido sin provecho alguno; algunas de ellas estaban tan desganadas que se sintió ansioso y hasta pensó en llevarlas a la casa y alimentarlas con el heno cortado en el campo e incluso con comida cocida. Ahora se presentaba un ventarrón de Pascua y sólo el cielo sabía cuánto duraría. Las ovejas se habían acostumbrado a estar al raso y comenzado a comer los pastos primaverales de los aguazales. Ahora deberían ser encerradas nuevamente, un regreso a la desdicha, por un período indefinido.

Fue una tormenta increíble, una de esas tormentas peculiares en que la montaña cantaba por encima del pegujal, como si los elfos que la habitaban hubiesen enloquecido y sacado sus tambores. La perra gañía junto a la trampilla, con el cuerpo estremecido. Y la mañana de Pascua fue una de esas mañanas comparativamente raras en que la vieja Hallbera recitaba su himno de tormentas del comienzo al final… el extraordinario himno de la tormenta y el loco, que vivía en sus mentes como la poesía más desagradable de todo el mundo. Y entonces vino un demente, de malignos espíritus atormentado, desnudo, aullante, alucinado. El horrible héroe del himno de la tormenta continuó frecuentando sus sueños hasta mucho, mucho después de pasado el huracán. A menudo, en días posteriores, el solo pensar en él les quitaba toda la alegría del tiempo estival. Cuando menos se le esperaba, irrumpía en el recuerdo, como un crimen, incluso en años posteriores, cuando habían comenzado ya a vivir rodeados de comodidades.

Con tremenda fuerza, las furiosas manos de sus cancerberos rompen las cadenas. Jubilosamente recorre los páramos lo mismo que un loco al que nada sujeta.

Al llegar la noche, por caminos solos, fija su terrible mirada asesina sobre los viajeros que, sin sospecharlo, rondan su guarida.

Cuando la anciana se sentía obligada a entonar el himno, era presagio de que todas las potencias del mal que habitaban dentro de la tierra y encima de ella se habían librado de sus cadenas. Apartando sus sentidos del mundo, se mecía lentamente, hacia atrás y hacia delante, con las sarmentosas manos apretadas sobre el marchito pecho, la voz como el sonido de una hoja mal afilada cortando un trozo de carne viva. Nunca es tan potente el invierno como en esos días de la primavera. En mudo temor, los corazones ansiosos palpitan y se liberan de las deudas ante los torvos poderes que rodean a la pequeña granja independiente. La madre se desató los zapatos y —la mañana de Pascua— volvió a meterse bajo las mantas de la cama.