La lluvia sigue cayendo.
Asta Sóllilja, atareada en la cocina, se ha quitado las ropas mojadas y las ha puesto a secar en el fogón. El vapor surge de ellas, y la joven se encuentra, descalza, cortando el pescado para ponerlo en la olla. Lleva una vieja bata harapienta, y las burbujas están comenzando a subir a la superficie cuando, de pronto, escucha un ruido abajo. Se abre la puerta, unas pisadas resuenan en el corral, la escalera cruje, la trampilla es levantada y un hombre aparece y mira en torno. Llevaba un sombrero impermeable. Su chaquetón era largo y fuerte, con cuello, aletas, refuerzos y botones; no existía lluvia que pudiese penetrar en una prenda como aquella. Usaba altas botas impermeables y sus ojos azules eran claros y bondadosos. Dijo buenos días. Ella no se atrevió a decir buenos días. No dijo nada. Generalmente tendía la mano en silencio cuando alguien la saludaba, pero no la ofreció a ese hombre. La primera vez en que lo vio le pareció que era delgado y muy joven, pero, en ese cuarto minúsculo, él y su enorme chaquetón cobraban tan tremendas proporciones que la joven temió que se golpease la cabeza contra el techo. La anciana tampoco respondió al saludo, pero dejó de tejer y trató de enfocarle con la mirada. El hombre traía consigo un manojo de truchas y uno de barnaclas.
—Carne fresca —dijo—. Para variar.
Los blancos dientes relucieron como joyas en el moreno rostro varonil. Había un acento extraño en su voz.
—Sola —dijo su madre con voz opaca, ronca—, ¿no piensas ofrecer un asiento al hombre?
Pero Asta Sóllilja no tenía valor para ofrecer un asiento al hombre; su bata era espantosa, sus brazos tan largos, sus manos tan grandes, tenía los pies embarrados… No se atrevió a mirarle, no miró siquiera el agradable olor de las truchas que traía. Los guiñapos que usaba de ropa interior estaban sobre el fogón, ante las mismas barbas del hombre, humeantes de humedad. Él habría pensado, claro, que no tenían suficiente comida. ¿Qué debía decir ella? ¿Qué habría dicho su padre?
—Pongamos unas truchas en la olla —dijo el visitante tomando el cuchillo. Tenía manos delgadas, morenas, libres de suciedad, libres de callos y arañazos, manos que jugaban diestramente con el cuchillo. Destripó rápidamente los pescados, dejando las entrañas en un plato y los pescados, ya limpios, en la marmita—. Pescado de primera —dijo, levantándose para que la abuela los inspeccionara—, casi cuatro libras cada uno por lo menos, magnífico pescado.
—Ajá —repuso Hallbera—, muy bueno, quizá, para el que los tolera. Pero lo que a uno da vida a otro mata. Y el pescado fresco, especialmente el de agua dulce, es más de lo que puedo tolerar. No sé por qué, pero nunca he podido comer nada fresco. Después me sale sarpullido. Es muy fuerte.
Eso, pensó él, no podía ser cierto; los alimentos frescos eran buenos para cualquiera.
—¿Y de dónde es el caballero? —averiguó ella.
—Del sur —dijo él.
—Sí, naturalmente, pobre hombre —dijo la anciana con toda la simpatía que los viejos muestran hacia cualquiera que vive en una parte remota del país.
Y Asta Sóllilja estaba allí, de pie, viéndole preparar el pescado. Sus manos eran tan hábiles, los movimientos tan pocos y tan seguros… La tarea parecía hacerse por sí sola y, sin embargo, a tan maravillosa velocidad… Y había en sus labios una sonrisa, aunque no sonreía; era agradable mirarlo. Y un hombre tan bueno… Llenó la olla hasta el borde, era un hombre grande, nadie debía descubrir que ella había soñado desde que ese hombre llegó al valle; pidió sal.
La fragancia de la trucha fresca hirviendo llenó la habitación. Él sacó la pipa y aplastó el tabaco antes de encenderla. El humo tenía un aroma como de filipéndula, pero más delicioso aún. Hay otro mundo en un olor agradable, y la fragancia se quedó, viva, hablando, cuando el visitante se fue.
—Buenos días a las dos —dijo, y salió.
Y se fue. Cerró la puerta tras sí. Corriendo a la ventana, Asta le miró mientras el hombre corría, abrigado en su chaquetón y su sombrero impermeable, en la lluvia fustigante. La lluvia no podía hacerle mucho daño a un hombre así. ¡Cuán ligeros eran sus pasos! La joven sintió que la cabeza le daba vueltas, que el corazón le golpeaba contra las costillas. Se quedó junto a la ventana hasta que las palpitaciones cesaron, y para entonces la lluvia la había hipnotizado. De pronto la anciana recordó que había querido preguntarle algo, teniendo en cuenta que venía del sur, pero su inteligencia estaba tan embotada en esos días que no podía acordarse de nada, deberías avergonzarte, Sola, porque no ofreciste un poco de café al pobre hombre. Pero Asta Sóllilja no oyó lo que le decía, porque se sentía ridícula con sus brazos y pies desnudos, con su bata vieja, con sus piernas delgadas… fea.
—Patos —dijo Bjartur esa noche, mirando despectivamente las aves que dejara el visitante—. Nadie engorda comiendo ave. Que entre todos los hombres sea maldito por sus presentes.
—Podríamos tratar de cocerlos —sugirió su esposa.
—He oído que los burgueses comen carne de ave —apuntó la vieja Hallbera.
—Sí, y los franceses comen ranas —bufó Bjartur, y no probó los patos. Sin embargo, perdonó al visitante por el pescado y los patos, y después del desayuno, la mañana del domingo siguiente, se le oyó decir—: Es muy vuestro eso de arrebatar el regalo de las manos de un desconocido y decir gracias como una pandilla de vagabundos. Pero que se os ocurriera siquiera enviar al individuo unas gotas de leche la mañana del domingo, ¡no, eso está muy por encima del vuelo de la imaginación…!
El resultado de todo ello fue que Asta Sóllilja y el pequeño Nonni fueron enviados al lago con un poco de leche en un pequeño cuenco. Ella se lavó la cara y las manos y se peinó el cabello. Sus ojos, uno recto, el otro bisojo, sus ojos estaban muy grandes, muy negros. Se puso los zapatos de piel de carnero y el vestido de su madre muerta. Éste había sido lavado después de su viaje a la ciudad y remendado allí donde se rasgó, pero estaba sumamente descolorido y no era ya nada bonito. En realidad era más bien un miserable harapo. Pero afortunadamente la alegría del alma había florecido de modo considerable en esos diez días transcurridos desde que la vaca parió, como resultaba evidente mirándole el cutis.
Cruzaron los marjales con el cuenco entre ellos. Asta Sóllilja estaba tan nerviosa que se mantuvo en silencio durante todo el camino. Hacía ya tres días que el tiempo, a intervalos, estaba razonablemente hermoso, cosa que, aunque insuficiente como para ser de verdadera utilidad, bastó para hacer que la mayor parte del heno fuese apresuradamente guardado en la casa. También ese día había sol, pero el pasto de la ciénaga comenzaba a crecer amarillo y el delicado azul que caracteriza a la primavera había desaparecido de los rayos del sol. Los chorlitos comenzaban a reunirse en bandadas, pero las agachadizas se acurrucaban en el pasto, en soledad atontada, como si lamentaran todo lo sucedido. Salían volando de bajo los pies de uno con un repentino agitar de alas que sobresaltaba. Nada de canciones ya, aparte de la del corazón.
No se veía movimiento alguno en la tienda y, como no tenían idea de cómo llamar en una morada que no tenía puerta ni jambas, se detuvieron, perplejos, a unos metros de distancia. Finalmente reunieron suficiente valor como para atisbar por debajo del borde. El hombre salió entonces de un saco forrado de piel, asomó la cabeza por la aleta de la tienda y les miró, parpadeando, con ojos soñolientos.
—¿Me buscabais?
—No —repuso Asta Sóllilja, y, dejando el cuenco frente a la tienda, tomó la mano de su hermano y huyó.
—¡Eh! —gritó él—. ¿Qué debo hacer con esto?
—¡Es leche! —respondió el pequeño Nonni a gritos, en plena retirada.
—¡Esperad! —bramó él, y, como no se atrevieron a desobedecer, se detuvieron y le miraron por encima del hombro, como dispuestos a huir nuevamente al menor movimiento sospechoso, como jóvenes gamos.
—Os prepararé una fritada —dijo.
Ellos le contemplaron unos momentos más y luego se sentaron, los dos en el mismo montón de hierba, ignorantes de lo que quería decir fritada, pero dispuestos a esperar que apareciese lo que fuera. El visitante comenzó a sacar algunas cosas de la tienda, descalzo, en pantalones y camisa, en tanto que ellos seguían todos sus movimientos con ojos maravillados.
—No os hará ningún daño acercaros un poco más —les gritó sin levantar la vista.
Luego de esperar un poco más, los hermanos aprovecharon la coyuntura de que él les volvía la espalda y se escurrieron unos metros más adelante. El informó que podían entrar en la tienda si querían, de modo que le siguieron al interior, primero el chico, luego la joven, y se quedaron con la espalda apoyada contra el soporte. Jamás se habían visto anteriormente en tal aventura. Toda la tienda olía a tabaco, a fruta y a aceite para el cabello. Ella le miró los brazos, morenos como el café con crema, y le observó encender el infiernillo y derretir un poco de manteca en una sartén. Tenía ya tres patos preparados y pronto el olor de la fritada se agregó a los otros olores.
—¿Conocéis muchos juegos? —preguntó él sin levantar la cabeza.
—No —respondieron ellos.
—¿No? —repitió él—. ¿Por qué?
—Estamos siempre ocupados —dijo el pequeño Nonni, sin explicar el proceso de sus pensamientos.
—¿Para qué? —preguntó el hombre.
No lo sabían.
—Es muy divertido jugar juegos —dijo él, pero ellos no sabían a quién se refería; si se refería a ellos, a sí mismo o a la gente de la región. Las mejillas de la joven ardían de temor de que la mirase o le dirigiese alguna observación a ella en especial.
—¿Por qué no cazáis pájaros? —preguntó él.
—Papá no quiere —respondió el chiquillo, sin recordar que su padre había divulgado su meditada opinión al respecto.
—¿Qué hicisteis con los patos que os di el otro día?
—Los cocimos.
—¿Los cocisteis? Deberíais haberlos frito en manteca.
—No tenemos manteca.
—¿Por qué no?
—Papá no quiere comprar una desnatadora.
—¿Es que vuestro padre quiere algo? —averiguó el hombre.
—Ovejas —repuso el niño.
Entonces, por fin, el hombre miró a la pareja, y fue como si se diese cuenta por primera vez de que aquello era una conversación y de que, lo que era aún más, había verdadera sustancia en esa conversación. Se mostró más bien sorprendido.
—De modo que quiere ovejas —dijo, acentuando fuertemente la palabra ovejas, como si le fuese imposible comprender la relación del vocablo con el contexto. Luego, mientras daba vuelta a las aves en la sartén (y se pudo ver que la parte de abajo estaba tostada), la manteca escupió y restalló y una densa humareda llenó la tienda—. De modo que quiere ovejas —repitió el hombre para sí. Meneó la cabeza, siempre para sí, y, aunque los hermanos no advirtieron su desaprobación, sintieron, ello no obstante, que debía haber algo que no estaba del todo bien en el hecho de querer tener ovejas. Nonni resolvió decirle a su hermano Helgi que parecía dudoso que ese grande hombre estuviese en completo acuerdo con todas las opiniones de su padre.
Ella le estudió de arriba abajo, le observó el cinturón, y los dedos del pie, y la camisa, que estaba hecha de tela parda y abierta en el cuello, y nunca conoció a nadie parecido. Indudablemente hacía todo lo que quería. Su casa… con el ojo de la mente vio la casa, encantadora como un sueño, como la de la fuente de su madre. Pero eso era imposible ¿Y por qué era imposible? Porque había una muchacha de pie ante la puerta de la casa de la fuente. La casa de este hombre estaba aislada en el bosque, como la de un calendario que las ovejas pisotearon en el barro cuando se cayó escaleras abajo, hacía dos años… sola en un bosque. Y él vivía solo en ella. En su casa los cuartos eran más numerosos y más hermosos aún que los de la mansión de Rauðsmýri y tenía un sofá que era más maravilloso que el sofá de Rauðsmýri. De él se hablaba en Blancanieves.
—¿Cómo te llaman? —preguntó él, y el corazón se le detuvo a la joven.
—Asta Sóllilja —barbotó con voz angustiada.
—¿Asta qué? —preguntó él, pero ella no se atrevió a repetirlo.
—Sóllilja —dijo el pequeño Nonni.
—Sorprendente —comentó él, contemplándola como para asegurarse de que era verdad, en tanto que ella pensaba cuan espantoso era verse abrumada con tal absurdo. Pero él le sonrió y la perdonó y la consoló, y había algo tan bondadoso en su mirada, tan tierno… En eso le place al alma descansar de eternidad en eternidad. Y ella lo vio por primera vez en sus ojos, y quizá nunca más, y lo encaró y lo entendió. Y eso fue todo.
—Ahora sé por qué el valle es tan hermoso —dijo el visitante.
Asta no tenía la más mínima idea de qué podía contestar… ¿hermoso, el valle? Después, durante semanas enteras, se devanó los sesos. ¿Qué quiso decir? A menudo había oído hablar de la hermosa lana y el hermoso hilo, y, más que nada, de las hermosas ovejas… ¿Pero del valle? Pero si el valle no era otra cosa que un marjal, un marjal empapado donde uno se hundía hasta los tobillos en los charcos, en las lomas, y más profundamente aún en los pantanos, un lago estancado donde algunos decían que vivía un nykur, una granja situada en un otero, bajo una montaña con cinturones de picos encima y, muy pocas veces, sol. Miró en torno, el valle, el aguazal, el maligno aguazal donde durante todo el verano había levantado el heno mojado, empapada y desdichada. Los días parecían no haber tenido mañanas ni noches que aguardar… y ahora el valle era hermoso. Ahora sé por qué el valle es tan hermoso. ¿Por qué, pues? No, no era porque ella se llamase Asta Sóllilja. Si era hermoso sería porque un hombre maravilloso había llegado a él.
La fritada seguía siseando.
—Salgamos —sugirió él. Se sentaron a la orilla del lado. Eran casi las tres y había en el valle una tibia brisa estival. Él se acostó sobre la hierba, de cara al cielo, y ellos le contemplaron y miraron los dedos de los pies.
—¿Sabéis una cosa? —preguntó él al cielo.
—No —fue la respuesta de ellos.
—¿Habéis visto alguna vez un fantasma?
—No.
—¿Sabéis hacer algo? —preguntó el hombre.
En ese punto los niños sintieron que quizá era poco cortés contestar a todas sus preguntas negativamente, de modo que no negaron rotundamente que supiesen hacer algo. ¿Qué sabía hacer Asta Sóllilja? Pensó intensamente durante unos momentos, pero descubrió que se había olvidado de todo lo que sabía hacer.
—Nonni sabe cantar —dijo.
—Veamos cómo cantas, pues —dijo el hombre.
Pero aparentemente el chiquillo se había olvidado de golpe cómo se hacía para comenzar a cantar.
—¿Cuántos dedos tengo en el pie? —preguntó el hombre.
—Diez —respondió sin titubear el pequeño Nonni, e inmediatamente lamentó la precipitada respuesta, porque no se había molestado en contarlos, ¿y quién podía afirmar que un gran hombre como ése no tuviese once? Asta Sóllilja volvió la cabeza; en toda su vida no había oído a nadie formular una pregunta tan curiosa, y, por más que lo intentaba, no podía contener la risa. Y cuando volvió a mirar, el hombre la contemplaba de un modo tan gracioso que rompió a reír. Se avergonzó mucho. Pero no pudo evitarlo.
—Lo sabía —dijo el hombre triunfalmente, levantándose de la hierba para verla reír. Ella surgía a la vida con la risa, picardía en los ojos. Se rindió, y fue un rostro de muchacha.
Luego él tuvo que entrar a echar una nueva ojeada a los patos. El olor de la fritura se extendía en torno a la tienda y los hermanos sintieron la boca hecha agua mientras pensaban con deleite en comer una comida de tan sabroso aroma. El hombre trajo algunas latas llenas de frutas en conserva y las volcó en una fuente, y estaba tan ocupado con sus fragantes golosinas que tenía poco tiempo para dedicar a los niños, y Asta Sóllilja se mostró repentinamente colérica con su hermano Nonni por ser tan estúpido y fastidioso.
—¿Por qué no podías cantar para el hombre, tonto, ya que te dejé venir conmigo? —dijo. Pero esa noche, cuando se encontraba sentada en el empedrado, se reprochó amargamente por no haber demostrado lo que ella misma sabía hacer… ¿Por qué, por ejemplo, no le contó la historia de Blancanieves, que se sabía de memoria? Una vez en medio del invierno, cuando los copos de nieve caían como plumas… estuvo a punto de comenzar. Pero la verdad es que pensó que posiblemente él le diese un sentido equivocado al relato. Empero, fuere cual fuese el resultado, le era imposible no pensar en lo que había dejado sin hacer y le dolía el cuento que no contó. No se lo dijo a nadie; estaba sentada, mirando hacia la tienda que brillaba en el ocaso, en la orilla del lago. Y luego vio lo que, por todo lo que le decía su visión, era un hombre que cruzaba el marjal hacia el oeste, como si se dirigiese a Rauðsmýri. Era él.
Cuando se acerca la hora de acostarse en Casa Estival, se encamina hacia el oeste, cruzando la montaña. ¿Adonde podía ir a tan alta hora de la noche? Nunca lo había advertido ella anteriormente, pero quizás iba todas las noches allí sin que ella lo supiera. Pero ¿no había dicho él que el valle era encantador? ¿Qué quiso decir con eso? ¿Lo había dicho en broma, cuando ella estaba tan segura de que lo dijo en serio? Porque… si el valle era tan hermoso, ¿por qué cruzaba la montaña, y de noche cerrada? Hacía frío.
No le vieron durante dos días, pero ella le oyó cazar. Luego vino. Fue otra vez al caer la noche y ellos estaban preparándose para acostarse. Afortunadamente no se había quitado aún la bata. Había una lumbre en su pipa cuando asomó la cabeza por la trampilla, en la oscuridad, y dijo buenas noches. De su bolsillo extrajo una caja que arrojaba luz, y las mujeres estaban en enaguas. Chupaba vigorosamente la pipa y las nubes de fragante humo llenaron inmediatamente la habitación.
—Me voy —dijo.
—¿Qué prisa tiene? —preguntó Bjartur—. Siempre pensé que una o dos semanas de más no significaban nada para ustedes, los del sur. Y el marjal es un lugar tan bueno para usted como para cualquiera, compañero.
—Sí, así es.
—El otro día les dio usted un poco de pato a los chicos —dijo Bjartur.
—¡Oh, no fue nada! —respondió el invitado.
—De acuerdo —convino Bjartur—. Es comida para época de hambre, carece de meollo. Es lo que comieron después de la Gran Erupción. Supongo que habrá estado casi muerto de hambre, pobre, ahí, en los pantanos, como era de esperar.
—No, he aumentado de peso.
—Bien, pues nosotros preferimos que nuestros alimentos tengan un poco de energía —dijo Bjartur—; nos gustan agrios y salados. De paso, apuesto a que sabe usted algo de construcciones. Estaba pensando en comenzar a construirme una casa, ¿sabe?
Aquí la vieja Fríóa no pudo ya contenerse.
—¿Tú, construyendo? —interpuso—. ¡Ja, es tiempo ya de que pienses en construirte un poco de buen sentido en el interior de ese macizo cráneo! Y de pintarlo también. Por dentro y por fuera.
Sí, había resuelto construir, pero quizá sería más prudente no hablar mucho de ello, por si esos imbéciles escuchaban, pobretones, rencorosos, parásitos que engordaban a expensas de la comunidad, pero, suceda lo que sucediere, será usted bienvenido aquí, en mi propiedad, en cualquier momento, sea durante el día o durante la noche.
El visitante agradeció a Bjartur por su regia hospitalidad y dijo que, ciertamente, regresaría a ese hermoso valle. Y Bjartur respondió, como en la primera conversación, que, hermoso, bueno, eso depende del heno.
Luego el visitante comenzó a repartir apretones de manos de despedida.
La anciana pareció tener dificultad en retirar su débil mano del vigoroso apretón. Ella, que tan pocas veces tenía algo que decir a nadie, parecía, cosa extraña, tratar de extraer algo de algún escondrijo de su cerebro. No cabía duda de que quería hacerle una pregunta. ¿De qué se trataba?
—¿Escuché bien el otro día? ¿Es originario del sur el caballero?
—Sí —respondió Bjartur en voz alta, relevando al visitante de la molestia—. Por supuesto que el hombre es del sur. Ya lo hemos oído cien veces.
Pero la anciana dijo que pensaba que quizás había oído mal, estaba hecha un guiñapo en esos días.
—Quería preguntarle al caballero, antes de que se fuese, teniendo en cuenta que fue criado en el sur, si no sabría por casualidad algo acerca de mi hermana, o si no la vio quizá por allí, últimamente.
—¡No, no —exclamó Bjartur—, no seas tonta, no la ha visto!
—¿Cómo demonios lo sabes tú? —preguntó la vieja Fríóa.
Pero el visitante quiso investigar un poco más la cuestión y dijo que siempre había una posibilidad de que hubiese visto a la hermana de la anciana; ¿cómo se llamaba?
Enfocó su linterna de bolsillo sobre ella y Hallbera trató de mirarle con sus ojos opacos, parpadeantes. Su hermana se llamaba Oddrún.
—¿Oddrún? ¿Vive en Reykjavik?
No, no vivía en Reykjavik. No tenía un hogar en parte alguna, nunca lo tuvo.
—Fue doncella en Meóalland durante mucho tiempo… De ahí provenimos nosotros.
—¡Bah! —interrumpió Bjartur—. ¿Cómo quieres que conozca a gente como ésa, a gente vulgar?
—La última noticia que tuve de ella es que estaba sirviendo en casa de una gente, cerca de Vík, en Myrdal, y guardaba cama, por una cadera fracturada. Pidió a alguien que me escribiera una carta. Me la entregó el cartero. Más de treinta años han pasado desde entonces. Éramos dos hermanas.
—¡Bah, debe de estar muerta desde hace tiempo! —prorrumpió Bjartur.
—¡Vergüenza! —exclamó la vieja Fríóa, airada—. No eres tú el que le dice a Dios y a los hombres lo que tienen que hacer, gracias al cielo.
El visitante se excusó por su ignorancia acerca del paradero de Oddrún, informándoles que jamás había estado en Meóalland.
—Oh, pero es que ella se fue de Meóalland hace muchos años —dijo la anciana—. Pero, de todos modos, está en el sur.
—¡Bueno, bueno! —dijo el visitante—. ¿De veras?
—Las noticias necesitan mucho tiempo para llegar —observó la anciana.
—Sí —convino el visitante.
—De modo que quería pedirle que le diese mis saludos, si alguna vez la encuentra, y que por favor le diga que estoy bien, alabado sea el Señor, pero muy decaída y no muy bien de cuerpo y alma, como usted mismo puede verlo. Y dígale que perdí a mi Kórarinn hace trece años, y que los muchachos están todos en América, desde hace muchos años ya. Yo estoy viviendo ahora con mi hija. Ella está casada.
—Lo sabe —dijo Bjartur.
El visitante apretó una vez más la mano de la anciana y prometió comunicar las noticias a Oddrún en el sur. Luego dijo adiós a los demás. Y dijo adiós a Asta Sóllilja.
—Asta Sóllilja —dijo. Y le pasó la mano por la mejilla como si fuese una chiquilla—. Hermoso nombre en un hermoso valle. Nunca lo olvidaré.
Ella permaneció despierta, rezando a Dios sin conocer a Dios, dando interminables vueltas a la promesa en su mente, nunca lo olvidaré. Nunca. Ansiaba que llegase el próximo verano, para que él volviese. Luego se presentó la duda. Si no la olvidaría jamás, ¿por qué cruzó la montaña la noche de la antevíspera?
Cuando se levantaron, a la mañana siguiente, él había desmontado su tienda y había desaparecido del valle. La lluvia era inclemente, el verano ya no estaba y en la lluvia había ese monótono golpeteo que le recuerda a uno esa enorme catarata donde se acaba el mundo. Cubría opresivamente toda la campiña, suave, suave, toda la región, sin ritmo ni crescendo, abrumadora en su alcance, aterradora. Mas la fragancia del tabaco del hombre quedó durante un tiempo en la casa, y ella lo olía cuando entraba para cocinar. Pero se esfumó con el transcurso de los días. Y finalmente, no quedó fragancia alguna.