Una tarde, cuando la siega del prado estaba ya casi terminada, cuando ya caía la noche, porque los días se acortaban rápidamente, ¿a quién vieron sino a un hombre con un caballo de carga bajando de la parte superior del brezal y atravesando la tierra sin caminos para bajar a los llanos del otro lado del lago? Era una expedición peculiar. Evidentemente el hombre era un extranjero en la región y tal vez no estuviese del todo bien de la cabeza. ¿O sería un proscrito? ¿Qué creía el individuo que estaba haciendo, vagando por tierras ajenas? Quizás era un elfo. Al menos no se trataba de una persona normal. Hasta Bjartur dejó de trabajar y se inclinó sobre el mango de la guadaña para contemplar a aquella persona que despreciaba de tal modo los campos trillados. ¿Qué estaría buscando el sujeto? ¿O un especulador de tierras, del sur? ¿Estaría especulando? ¿Con tierras ajenas? Finalmente el hombre tomó el equipaje del lomo del caballo y dejó al animal suelto en los marjales, al otro lado del lago, qué demonios. Luego dio la vuelta, y se dirigió hacia ellos. Todos le contemplaban, olvidando el trabajo. Enigma. Misterio. ¿Hay algo más atrayente que un desconocido en la tierra? Los niños se olvidaron hasta de la cruel fatiga de la decimoquinta hora.
El hombre no parecía tener mucha semejanza con otras personas. Llevaba la cabeza descubierta y tenía una camisa parda y un jersey sin mangas. Estaba atezado y recién afeitado; era delgado, levemente cargado de espaldas y tenía facciones delicadas y mirada circunspecta como un extranjero.
—Buenas noches.
—Buenas noches —replicaron los otros cautelosamente.
—¿Gente de la Casa Estival? —preguntó el visitante mientras se acercaba.
—Depende de cómo se mire —replicó Bjartur, más bien enojado, avanzando uno o dos pasos hacia el visitante, con la guadaña preparada—. Es decir, siempre creía que eran mis tierras, sea usted quien fuere. Y no puedo decir que entienda qué quiere decir eso de estudiar tierras ajenas.
No le ofreció la mano en el saludo acostumbrado; se detuvo a unos pasos de distancia y miró en su derredor, en la penumbra del ocaso. Luego, pensativamente, extrajo una pipa y tabaco.
—Hermoso valle —observó—. Tan hermoso como cualquiera que haya visto.
—¿Hermoso? —repitió Bjartur—. Hmm, eso depende de si el heno sale bien o se convierte en una bazofia. ¿Ha sido usted enviado por alguien?
¿Enviado? No, el visitante no había sido enviado por nadie; simplemente se le ocurrió que, puesto que el lugar era tan hermoso, podía pedir permiso para levantar allí una tienda, al otro lado del lago.
—Esta tierra —dijo Bjartur—, esta tierra llega por el sur hasta el brezal, allá, y por el norte hasta los picos montañosos, por el este hasta el centro de la cordillera, y por el oeste hasta Moldbrekkur. Todos los terrenos bajos me pertenecen.
El visitante hizo alguna observación incomprensible acerca de que todas esas tierras eran un auténtico parque.
—Que sean un parque o no —repuso Bjartur—, son propiedad mía, y no puedo decir que me agrade ver a desconocidos fisgoneando en ellas.
Hace ya trece años, y más, que levanté esta granja de las ruinas, y en cuanto a la gente de Rauó\smyri, no les debo un centavo. Cuando comencé se me dijo que había aquí un fantasma, pero yo no temo a los fantasmas ni a los hombres. Tengo buenas ovejas.
El visitante entendió y sacudió afirmativamente la cabeza.
—Empresa privada.
—No lo sé —dijo Bjartur—, ni me alabo de ello. Lo único que sé es que no estoy en peor situación que la mayoría de los individuos de por aquí que trabajan solos, y sí, en todo caso, un poco mejor por no haberme acostumbrado jamás a endeudarme, cosa que conseguí siempre fácilmente con sólo no dejar que hubiese parásitos con pretensiones a mi heno: hasta el invierno pasado, en que cierta gente me endosó una vaca. Pero, naturalmente, nunca me he considerado un igual de los grandes hombres y, en consecuencia, me niego a permitir que nadie se entremeta en mis asuntos y no tengo deseo alguno de establecer sociedad con nadie.
Pero el visitante explicó rápidamente que cuando habló de empresa privada, naturalmente, no quiso decir que todos se convirtiesen en hacendados o en hombres acaudalados. Y, de todos modos, no le gustaba mucho tratar con los agricultores importantes; prefería que su calderilla pasase a manos de los pequeños propietarios…
Bjartur, sacando inmediatamente en conclusión que debía tratarse de alguien que tenía en la cabeza nuevos métodos comerciales, declaró que había decidido no tratar con nadie que no fuese su propio comprador, el viejo les ha mantenido unidos el cuerpo y el alma a muchos en esta época, y aunque Jón de Myri funda sus cooperativas y promete entregar dividendos para cuando los tiempos sean buenos, supongo que los dividendos de que habla serán mayores en la parte que él arranque de un mordisco, y más menguados para nosotros, los que tenemos más de treinta o cuarenta para vender. ¿Y qué pasará en los años malos? Si toda la estructura se derrumba, seremos nosotros los que pagaremos las pérdidas, creo. Y no sólo las nuestras, sino también las de ellos, malditos sean. De modo que, por lo que respecta a transacciones comerciales, amigo mío…
El visitante se apresuró a asegurar a Bjartur que jamás soñó siquiera en tratar de minar las buenas relaciones que existían entre el pegujalero y su comprador. No era más que un individuo a quien le gustaba probar una escopeta, o un anzuelo y un sedal, cuando estaba en el campo en verano, «y me pregunto si no me permitirá usted probar una línea… previa compensación, claro».
—No hay pesca que valga la pena —contestó Bjartur—. La gente sensata no tiene tiempo para malgastarlo en la basura que encontrará usted en el lago, y, en cualquier caso, lo que se atrapase aquí, en los pantanos, pez o ave, no serviría de gran cosa para mis ovejas. Puede que sirva de algo para los grandes propietarios de ovejas, e incluso para los hijos de los grandes propietarios. Ahí está, por ejemplo, el hijo del alcalde de Útirauðsmyri, ése a quien ahora llaman gerente, que fue educado en la religión persa y se ha hecho administrador de la cooperativa que su padre fundó… Pues bien, ése jamás pudo ver una cosa que respirase el aire de la vida sin sentir deseos de volarle los sesos, condenado sea.
La vieja Fríóa, imprudente y rencorosa como siempre, gritó desde el prado:
—¡Escuchad como denigra a sus superiores ese destripapantanos que esclaviza a todos, parientes y extraños, muertos y vivos… a todos, menos a los piojos que se arrastran por su podrida piel!
El visitante exhaló humo en su dirección, sin saber a ciencia cierta qué actitud adoptar en la cuestión.
—Oh, no se preocupe por lo que vomita esa cosa. No es más que uno de esos malditos pobres que viven del socorro de la parroquia, y no es la primera vez que se le va la lengua —dijo Bjartur a fin de impedir cualquier malentendido, y en tal forma que el visitante se consideró ahora en libertad de renovar su petición.
—Bien —repuso el granjero al cabo—, si no es usted un especulador y si no ha sido enviado por ninguna compañía, no veo por qué no habría de levantar una tienda por una o dos noches, siempre que no me pise mucho la hierba. Pero no toleraré a ningún especulador en mi tierra. Y tampoco a miembro alguno de compañías o sociedades, porque considero a las sociedades la ruina del individuo. Y mis tierras no están en venta, de todos modos, y menos aún por dinero. Y yo y mi gente vivimos aquí en paz, tranquilos, y tenemos todo lo que necesitamos. Si solamente esta maldita lluvia dejara de mear alguna vez…
El terreno quedó allanado para la negociación cuando el desconocido consiguió por fin convencer a Bjartur de que no era un especulador ni miembro de sociedad alguna. Era un hombre corriente de la capital, la clase de individuo que se ve a menudo durante el verano, un excursionista, un inocente exiliado. Alguien le había dicho que allí podría encontrar solaz; había olvidado el nombre del informante. Le agradaría permanecer por allí unos días, no le faltaba nada, estaba provisto de todo. Como prueba de ello extrajo una cartera abultada con billetes de banco, verdadero dinero en un montón; ellos, estos capitalinos, y los bancos están en perfecto acuerdo; algunos dicen que usan esos billetes en el excusado. A despecho del desdén que Bjartur sentía hacia el dinero, la vista del mismo no dejó en ese momento, de producirle alguna impresión. Incluso se ofreció a ayudar al hombre con su tienda, pero el visitante declinó el ofrecimiento, agradeciéndolo, podía arreglárselas solo. Se despidió de ellos con un saludo tan superficial como el de su llegada, dejando tras de sí una nube de humo azul que se disolvía sobre el prado, en la calma de la noche, y un aroma fabuloso. Había dicho tan poco, se mostró tan poco ceremonioso en sus saludos y exhibió tanto dinero, que no había límite para lo que la imaginación podía fabricar en torno a un hombre así, un gran hombre, un hombre elegante, la distinción misma hecha hombre, el príncipe de un cuento de hadas. Y ahora era vecino de los habitantes de la Casa Estival. Su proximidad era como el regusto del domingo a mitad de la semana, con un intervalo en el aguacero, material para el pensamiento en la apatía, estímulo en medio de la tristeza de la vida. Esa noche Asta Sóllilja soñó muchas veces que la manzana le saltaba de la garganta.
Luego, al día siguiente, la vaca parió, y así, en veinticuatro horas, ocurrieron dos grandes acontecimientos en los páramos.
Esas últimas semanas, pobrecita, había estado terriblemente pesada, y Finna, que sabía cómo era eso, no dejaba que nadie la sacara por la mañana o la trajera por la noche; lo hacía ella misma. Ningún otro era suficientemente pausado con ella, nadie tenía la paciencia de esperar mientras la vaca se convencía a sí misma para salir por la estrecha puerta del establo, con los flancos rozando las jambas. A Finna jamás se le habría ocurrido castigar a la criatura mientras chapaleaba trabajosamente con el barro hasta las corvas, frente a la casa. Búkolla se detenía luego de cada paso, bufando y gruñendo, pero mirando de tanto en tanto a la mujer, meneando las orejas y mugiendo. Generalmente se separaban en el hendón de junto al arroyo, y la mujer le acariciaba la papada, y «pronto tendremos un ternerito de frente redonda y patas débiles, largo y torpe, y espero que todo nos vaya bien, y tú me verás esta noche. Y tomaremos las cosas con calma y nos recordaremos mutuamente en el pensamiento». Después Finna se iba a la casa y la vaca comenzaba a mordisquear ruidosamente el pasto, las fosas nasales frunciéndosele con el placer del exquisito bocado, porque el pasto de las orillas de los arroyos era fuerte y jugoso.
Pero esa noche Finna no encontró a la vaca en sus pastizales habituales, y lo consideró extraño, porque últimamente el animal mostraba pocos deseos de vagabundear, ahora que esperaba, y hacía tiempo había dejado de lado sus tentativas de fuga. Vagó de loma en loma, alejándose más y más, a lo largo de la ladera de la montaña, llamando «¡Búkolla, Búkolla querida!». Finalmente la vaca le respondió desde un pequeño hendón herboso, junto a un barranco. Bramó una sola vez en respuesta y fue encontrada. Había parido. La mujer comprendió inmediatamente.
Finna la encontró extraordinariamente difícil de tratar; no quería portarse bien y debía ser empujada. Continuamente describía círculos en torno al ternero, husmeándolo, lamiéndolo y mugiendo suavemente a cada paso; no podía dedicar un solo pensamiento a nadie más. Pero Finna comprendía. Cuando una tiene un ternero, éste se interpone entre la madre y el objeto que hasta entonces era el más querido. La atareada agresividad de la maternidad feliz domina su comportamiento y borra sus rasgos más civilizados. Era como si los sueños de esa criatura se hubiesen tornado realidad en un solo día, como si ya no necesitase nada más. La simpatía de los demás se había convertido en una superstición. Pasó mucho, mucho tiempo, antes de que la mujer consiguiese, mediante halagos, llevarla al establo.
Todos menos Bjartur se encontraban esperando fuera para dar la bienvenida a la vaca y su ternero recién nacido. Los chicos salieron del campo para irles al encuentro y examinar al ternero de manchas grises. Era evidente la raza de la vaca de la costa. Se trataba de un torito, y Asta Sóllilja lo saludó con un beso. Y la vaca contempló el beso, mugiendo broncamente. Esa noche la perra no intentó morder las patas de la vaca; ni siquiera le ladró, a pesar de que era una tonta. Con la cola entre las patas, se retiraba cortésmente a una distancia prudente cada vez que la vaca daba señales de querer atacarla, y, desde unos metros de distancia, observaba con gran respeto las nuevas relaciones que se establecían. La anciana abuela se arrastró a lo largo de la pared, con la ayuda de un viejo mango de rastrillo, para acariciar al ternero y a la vaca. Hasta la vieja Fríóa se mostró más cordial que de costumbre.
—Dios bendiga a la pobre criatura —dijo—, Jesúspedro.
Luego Bjartur salió de la casa.
¡Ajáá!… —dijo—. Será mejor que preparemos el cuchillo.
—¡Ya me parecía… asesino sanguinario! —exclamó la vieja Fríóa.
Pero la mujer de Bjartur no hizo más que mirarle suplicante, y dijo, casi en un susurro, mientras pasaba junto a él en el empedrado:
—Bjartur, cariño…
De modo que la vaca fue atada en su establo, con el ternero a su lado.
Y más tarde, por la noche, cuando todos estaban para acostarse y las mujeres, con alborozada unción, discutían acerca del parto y del ternero, cuando todos estaban tan dichosos debido a esa nueva personalidad que se presentaba en la granja y tan agradecidos porque la vaca hubiese salido tan bien del parto, cuando todos compartían tan íntimamente la felicidad de la vaca, Bjartur continuó la discusión donde la había interrumpido anteriormente.
—Lo peor de todo es que no tengo tiempo de llevar la res a Fjóróur antes de fin de semana.
El día siguiente hubo cuajada de calostro.
Los días que siguieron fueron grandes días. No había más que mirar a la criatura que otrora estuvo tan solitaria, y ver cuan leves eran ahora sus pasos cuando se alejaba trotando del campo, con su ternero trotando atolondradamente a su lado… ya no tenía necesidad de consuelos o caricias. Trataba de dejar atrás a los niños en cuanto le era posible, porque se habían enamorado del ternero y no terminaban jamás de acariciarlo. Descuidada en su nueva vida, se alejaba con su hijo hasta la montaña y muchas veces estaba a punto de perderse, tan independiente de los hombres se consideraba ahora, ella que siempre se refugió en la protección de la mujer. ¡Basta de tratos con los hombres! Cuando Firma llegaba, por la noche, para llevarla a la casa, la miraba como preguntándose qué tenía que ver ella con eso. Pero Firma no se sentía herida por ese comportamiento, porque comprendía la alegría de la maternidad y cómo la eleva a una orgullosamente por encima de todo el género humano y hace que todo lo demás parezca mezquino. Sí, tan bien comprendía su alegría que, aunque la vaca daba muy poca leche por la noche, no se atrevía a decírselo a nadie por miedo de que Bjartur ordenase que el ternero quedase encerrado durante el día. No podía pensar en que la vaca perdiese el alborozo de tener a su hijo consigo esos días, en el pastizal, cuando había estado solitaria durante tanto tiempo.
Domingo de mañana. Los domingos generalmente se quedaban hasta tarde en la cama, a veces hasta las ocho, todos excepto Bjartur, para quien todos los días eran iguales y a quien por lo común se le escuchaba haciendo una cosa u otra. Los domingos por la mañana, reparando alguna herramienta y cosas por el estilo, el pobre. Esa mañana asomó la cabeza por la trampilla y preguntó si todos estaban muertos ahí, o qué.
—¿Es que la tiranía se extenderá también a los domingos? —preguntó Fríóa con acritud.
—Las tripas del ternero están en el empedrado —anunció él—. Dejaré que decidáis vosotros mismos si la lluvia debe arrastrarlas hasta el barro. Yo me voy a Fjoróur con la carne.
Ese día la dueña de Casa Estival no se sintió en condiciones de salir de la cama; se quedó acostada, de cara a la pared. No se sentía del todo bien. La anciana Hallbera se levantó, y la vieja Fríóa, y los niños. Las humeantes entrañas del ternero yacían en una artesa, en el empedrado, pero Bjartur ya estaba lejos, por las ciénagas, a caballo de la vieja Blesi, portador de la carne de ternero para el horno del comprador.
—De este modo os matará a todos —dijo Fríóa, y luego dio rienda suelta a un torrente de espantosos insultos en tanto que se hacía cargo de las entrañas. Y los niños se quedaron en el empedrado, cubriéndose la boca con los dedos y mirando. Y escuchando.
El ternerito de Búkolla, todos recordaban la expresión de sus ojos, porque también él tenía una expresión en la miradas, como los otros niños. Había mirado a Nonni, había mirado a Helgi, les había mirado a todos. Ayer mismo estuvo saltando en el campo, levantando en el aire las dos patas delanteras al mismo tiempo, luego las traseras a la vez, en un jueguecito completamente personal. Y la coronilla de su cabeza era redonda como una bola, los terneritos son siempre así. Asta Sóllilja dijo que estaba muy cerca de tener tres colores. El animalito vagaba también por los taludes cercanos a la montaña, y alguna vez olisqueó el tornillo silvestre del mundo. Y cuando llovía se cobijaba detrás de su madre. Ése fue un domingo negro. La vaca mugió incesantemente en su establo y, cuando trataron de llevarla al pastizal, regresó en seguida y mugió en el campo frente a la granja. Se paró en la puerta y mugió hacia dentro. La montaña repetía los ecos de sus gritos; de sus grandes ojos corrían grandes lágrimas… Las vacas lloran.
Durante toda una semana Firma no se atrevió a mirar a la vaca. La vieja Fríóa tenía que ordeñarla. Nada hay tan implacable como los hombres. ¿Cómo podemos justificarnos, especialmente ante los torpes animales que nos rodean? Pero los primeros días son siempre los peores y existe mucho consuelo en el pensamiento de que el tiempo todo lo borra, el crimen y la pena tanto como el amor.