33. La tiranía de los hombres

El verano que siguió fue, en un sentido, sin precedentes. Era la primera vez que Bjartur de la Casa Estival tomaba gente asalariada para que le ayudara. Ese importante acontecimiento se convirtió pronto en un punto de referencia para la historia de Casa Estival; cualquier cosa que había ocurrido antes era de tantos y tantos días, o meses, o años antes del verano que tuve a esa maldita Fríóa. Y cualquier cosa que sucedía después era tanto tiempo después de que la vieja Fríóa, maldita sea, llegara aquí. ¿Quién era Fríóa?

El motivo de su llegada era el siguiente: ahora que había una vaca en el pegujal, el número de gente que trabajaba debía ser aumentado para segar las nuevas cantidades de heno que se necesitaban. Y así como fue la perseverancia de la gente de Rauðsmýri la que endosó la vaca a Bjartur, así la perseverancia de la misma gente puso una nueva persona ante el granjero de la Casa Estival… aunque, es claro, sólo después de que éste hubo lanzado las necesarias maldiciones sobre los de Myri. Y la persona llegó.

El alcalde, que tenía suficiente buen sentido como para toda una parroquia, escogió —era preciso tenerle confianza en ese sentido— a alguien que estuviera de acuerdo con la bolsa de Bjartur, de modo que la que se presentó era un viejo pingajo achaparrado, una mujer que durante años y años había vivido de la ayuda de la parroquia y que, además, había sido maldecida con la posesión de una lengua tan procaz que pocos podían tolerarla durante tiempo alguno. Jamás se supo que viviese en armonía con sus superiores, y siempre reservaba sus insultos más venenosos para sus empleadores del momento. Como éstos eran generalmente campesinos, tenía ella amplios motivos para sus críticas; pensaba en voz alta. Poseía una especie de salud delicada y, a menos de que se le proporcionase regularmente cantidades de medicinas para mantenerla en buen estado, guardaba cama y se quedaba en ella, ya que las medicinas eran su lujo, su forma especial de regodeo. Al principio los remedios le eran proporcionados por el doctor Finsen y puestos en la cuenta de la parroquia, pero luego llegó un momento en que el alcalde sintió que era preciso terminar con eso; las eternas cuentas hacían su parte en la tarea de llevar a la ruina a los contribuyentes. Por lo tanto, como era un experto en el arte de la medicina, especialmente en lo que concernía a los pobres, comenzó él mismo a prepararle el remedio. Esos preparados, aunque ponzoñosamente fuertes, no figuraron nunca en cuenta alguna y, si bien no lo entregaba jamás sin algún comentario malhumorado, siempre se mostraba liberal con la cantidad una vez que empezaba: nunca le entregaba menos de una botella de medio litro y, a veces dos. No era corriente pagarle jornal alguno a la mujer, excepto en la mitad del verano, pero ese estío el alcalde dispuso que Bjartur tuviese opción a sus servicios y que le pagara unas coronas por semana, de las cuales la mitad serían en su equivalente en lana. La mujer creía en Jesúspedro y lo invocaba continuamente.

La vieja Fríóa se agregó al pegujal —cuyos moradores parecían tener tan poco que conversar entre sí— como un nuevo elemento. Bjartur tenía por costumbre hablar a su esposa desde el empedrado, afuera, llamándola a través de la puerta, y también la de hablar con la vista fija en el cielo, como si se dirigiese al universo, y siempre resultaba un tanto incierto el que ella lograse escucharle desde el desván. En su mayor parte se trataba de observaciones relacionadas con el tiempo o reflexiones en punto al trabajo del campo y órdenes indirectas acerca del mismo. El tema era perfectamente impersonal y tanto daba que se respondiese o no. Los hermanos mayores se golpeaban mutuamente a hurtadillas, pero si su padre les veía, les golpeaba a su vez, en ocasiones con la herramienta que por azar tuviera en la mano en ese momento; Helgi, demonio, deja al chico en paz, porque siempre era Helgi el culpable; Gvendur era el chico. La abuela estaba sentada en la mecedora, balanceándose hacia atrás y hacia delante, mascullando en voz baja. Y la mirada madura, interrogante de Asta Sóllilja traspasaba el muro, o el cielo. Ella, que vivía con un deseo, debía pensar en secreto, como Bjartur, que componía versos sin que nadie lo supiese y sorprendía a todos cuando los recitaba a los visitantes.

Y de pronto el irresistible torrente de la conversación de la vieja cubrió ese gran hogar independiente que se erguía sobre sus propios pies. Cruzó los marjales hablando, con el atado a la espalda, y habló incesantemente todo ese día hasta que, ya desnuda, se trepó, hablando, a la cama, junto a la abuela y al pequeño Nonni. Su parloteo chorreó a través de los días como una gotera que nada puede detener. Hablaba para sí misma mientras rastrillaba el heno en el prado, y los chicos se le acercaban socarronamente y la escuchaban. Discutía los asuntos de la parroquia, la agricultura y las cuestiones personales, investigaba las paternidades y los adulterios, desollaba incluso a los agricultores terratenientes por dejar que sus ovejas se muriesen de hambre, tachaba de ladrones a respetables parroquianos y atacaba al alcalde, al párroco e incluso al gobernador, denigrando a las autoridades cuando los demás no veían otra cosa ante ella que pantanos, y llevando siempre la mejor parte en la polémica debido a que sus oponentes se encontraban a varios kilómetros de distancia. Lanzaba un torrente continuado de improperios, quejándose especialmente de lo que denominaba la tiranía de los hombres. Esa tiranía de los hombres era una espina tal en su carne que, sin importarle si hablaba consigo misma o con otros, con la perra, con las ovejas que por casualidad cruzaran por el lugar, o con las ignorantes aves canoras del aire, todos su discursos, dormida o despierta, giraban en torno a ese eje. Vivía en continua y completamente desesperanzada rebelión contra esa repugnante represión y, por ese motivo, había algo de arrebatado, insolente y vengativo en su mirada, algo reminiscente de los ojos de un animal malvado pero confuso que hubiera visto en sueños, informe pero aterrador en su proximidad. La abuela volvía la encorvada espalda a la incesante tormenta y se hundía aun más en el añejo silencio de erial de su yo secreto. La madre encontraba lugares adecuados para interponer un monosílabo carente de significado, con voz llena de simpatía. Helgi entrecerraba los ojos en una sonrisa maliciosa y a veces le escondía las enaguas por la noche o le deslizaba un guijarro en las gachas. Bjartur, que también era recipiente de muchas mofas farfulladas, no se rebajaba jamás a una maldita vieja parlanchina como ella, de modo que su rostro era la imagen del desdén cada vez que pasaba junto a ella, y Gvendur seguía el ejemplo de su padre en eso como en otras cosas. Pero el pequeño Nonni escuchaba, con ojos enormemente abiertos, todo lo que ella decía, tratando de encontrarle alguna coherencia. A menudo se paraba frente a ella, para observarle mejor los órganos del habla y no sin admiración hacia su volubilidad y su riqueza de vocabulario.

Cuando hablaba con él, la anciana no trazaba distinción alguna entre un niño y un adulto cualquiera, ni modificaba el idioma ni el tema para adecuarlos a él. Su conversación le clasificaba como hombre.

Y hubo una vez, durante una gran nevada de mitad del invierno, una reina que estaba sentada en la ventana de su palacio, atareada con su costura una noche, antes de la siega del heno, y Asta estaba sentada en el empedrado, contemplando el campo y leyendo su libro. Lo leyó todo al aire libre y, habiéndolo terminado un poco después de medianoche, volvió a empezar inmediatamente por el principio. El sol se elevaba cuando terminó de leerlo por segunda vez. Durante largo rato permaneció mirando hacia el sur, por sobre los páramos, recorriendo una vez más, mentalmente, el cuento. Una y otra vez siguió las pisadas de Blancanieves sobre las siete montañas y encontró refugio en la casa de los enanitos, después de que un cocinero le hubiera perdonado la vida. Finalmente, luego de haber estado expuesta a toda la maldad del mundo, el hermoso príncipe vino y la llevó a su reino en un ataúd de cristal. Tan honda era su simpatía hacia la pequeña Blancanieves, en la alegría y en la pena, en la dicha y en la tribulación, que su pecho se agitaba y sus ojos estaban llenos de lágrimas. Pero no era el sentimiento amargo, aplastado, del que sufre por la maldad de que los hombres le han hecho objeto, sino, más bien, la emoción del que voluntariamente moriría y viviría por lo que la vida tiene de bueno. Tan vivido era el cuento de hadas que, a través de sus lágrimas, veía al príncipe en carne y hueso, vivo. Se veía a sí misma acostada en el ataúd de cristal, llevada por los hombres del rey, y la manzana saltándole de la garganta. Y fue como si se hubiesen conocido desde toda la eternidad, y él la hizo su reina… después de todo lo que había sufrido desde su nacimiento. Ésa fue la primera vez que su alma quedó bajo el hechizo de la potencia de la poesía, que nos muestra tan veraz y simpáticamente el sino del hombre, con tanto cariño hacia lo bueno, que nosotros mismos nos convertimos en personas mejores y comprendemos la vida más íntegramente que antes, y tenemos esperanza y confiamos en que lo bueno prevalecerá siempre en la vida del hombre.

Bjartur no abandonó los hábitos del trabajador solitario; seguía levantándose antes de que rompiera el alba, igual que había hecho en su primer verano. Pisándole los talones venían sus ayudantes adultos, Finna y Fríóa, que trabajaban hasta bien avanzada la mañana con el estómago vacío. La anciana hacía lo que podía con el fuego y luego despertaba a los niños, a quienes se permitía dormir hasta que el café estaba caliente. La abuela encontraba tan difícil la tarea de despertarlos en verano como en invierno; nunca conoció chicos como ellos. Cuando no respondían a sus preludios, trataba de arrancarles de la cama por la fuerza, pero era como tirar de una cinta elástica. Cuando terminaba con sus débiles tironeos, estaban ellos más lejos que nunca y los párpados les pesaban tanto como las penas. Incluso después de que conseguían escurrirse de la cama y se afanaban en ponerse los calcetines, los párpados volvían a cerrárseles, perdían el equilibrio y caían sobre el lecho. A menudo la anciana tenía que golpearles la cara con una toalla mojada antes de que les fuera posible abrir esos curiosos párpados. Todas las mañanas decidía, una vez más, que nunca serían nada.

Y cuando, finalmente, estaban levantados, con frecuencia se sentían tan indispuestos que no podían tragar el café ni la tajada de pan. Los manjares no tenían encanto alguno para ellos hasta que no habían estado trabajando una o dos horas. Caminaban pesadamente por los marjales, con un poco de café en una botella para los mayores, con pasos tan inseguros como las tan zarandeadas ovejas con modorra, con las piernas todavía dormidas y las rodillas presas de un hormigueo, el cuerpo ansiando voluptuosamente un poco de descanso. Era maravilloso caerse entre los oteros. Nadie podía prohibirles que se cayeran, y no importaba si se mojaban o si tenían que juntar fuerzas inmediatamente para levantarse; la caída era hermosa, un momento en el bendito abrazo del descanso. Se sentían tan enfermos que les brotaban gotas de sudor de la frente y a veces se inclinaban y vomitaban, mientras el sudor se tornaba más y más frío, agua helada en la frente y las sienes, en verano. El café que vomitaban no era ya dulce, sino amargo, y finalmente un líquido desconocido les llenaba la boca. A menudo tenían dolor de muelas por la mañana, hasta bien entrado el día, y a veces durante el día entero, y resultaba increíble la cantidad de distintos gustos desagradables que podían sentirse en la boca. Los chicos mayores habían sido provistos todos de una guadaña, pero el pequeño Nonni debía ayudar en el rastrillado para que las mujeres no se atrasasen con respecto a los segadores. Para los niños era un día de trabajo de dieciséis horas, interrumpido dos veces para una comida y una vez para un trago de café, con unos minutos de sueño bajo el cielo abierto, a mediodía. Cuando el cielo estaba limpio, la mente, revoloteando hacia metas remotas, encontraba alivio en la esperanza de que, de algún modo, los años por venir traerían una vida más libre y un ambiente mejor, sueños alimentados por el sol y que siempre han sido el título de nobleza del esclavo. Pero ese verano, desdichadamente, fueron pocas las ocasiones en que los soñadores diurnos del rastrillo y la guadaña pudieron visitar las tierras de los deseos, porque resultó ser un verano lluvioso, y nadie que trabaje en terrenos empantanados, mojado hasta la piel, tiene posibilidades de olvidar las realidades inmediatas. Los niños tenían tan poca ropa para usar cuando llovía como la que tenían para los domingos; en total eran dueños de un harapiento jersey, de arpillera y delgado nanquín. En estos tiempos difíciles no es conveniente tejer la lana como no sea para la ropa interior más necesaria. Bjartur tenía un chaquetón que usaba en ocasiones de más fasto, como, por ejemplo, las reuniones de los pastores y el rodeo de otoño. Era la única prenda impermeable en toda la casa, digna de tan honorable nombre, y, aunque nunca se la ponía para trabajar, ya que no era más que un símbolo de su independencia, había ocasiones en que se la entregaba a Asta Sóllilja si parecía que iba a llover todo el día. Y Asta la tomaba y la miraba sin levantar la cabeza; y nada más. Cosa extraña, la anciana. Fríóa era dueña de una vieja capa de gruesa tela de tejido casero, a pesar de vivir de la ayuda de la parroquia, y poseía, además, unas inmensas faldas de lona de vela. Y las incesantes lluvias de ese inclemente verano cayeron sobre los tres pequeños e indefensos trabajadores de los páramos y sobre la mujer que todos los inviernos se pasaba dieciséis semanas en cama, empapándoles hasta el último hilo de los harapos que les cubrían, convirtiéndoles el sombrero en una masa acuosa y corriéndoles por el cuello y el rostro en arroyuelos manchados con el color de sus sombreros. Les bajaba por la espalda. Y por el pecho. Y así permanecían en pantanos y charcos, en el agua y en el fango, con las interminables y apiñadas nubes sobre ellos, la húmeda hierba siseando tristemente bajo la guadaña. La herramienta se tornaba cada vez más pesada, las horas se negaban a pasar, los momentos parecían pegarse a ellos, tan mojados como sus ropas. Mitad del verano. Los pájaros, silenciosos, salvo el archibebe, que se deslizaba, atareado, por todas partes, recitando un fragmento de su maravilloso e interminable relato, ji, ji, ji. Estas afortunadas aves están hechas de tal modo que el agua no puede mantenerse sobre su suave y espeso plumaje. El sonido de la conversación de la vieja Fríóa se perdía bajo la implacable lluvia, y durante horas y horas, los niños no oían otra señal de vida que los ruidos sordos de su propio estómago, porque no sólo estaban calados hasta los huesos e infinitamente cansados, sino que también se hallaban muertos de hambre y sin la reconfortante esperanza o la posibilidad de comunión con los elfos.

Grande es la tiranía de los hombres.

—No importa que me mate, el demonio, porque, como Dios y cualquier persona pueden decírtelo, estoy condenada de antemano… esclavizada a muerte cien veces y viviendo del socorro de la parroquia. Pero nunca estuve en tan mala situación que no tuviese algo para abrigarme de la lluvia a pesar del fraude, la tiranía y la muerte. Y toma nota de mis palabras, hijo: puedes estar seguro de que le habrá arrancado la vida a tu pobre madre antes de que Dios le conceda otro verano, el maldito negrero.

Ése era su texto. Y resultaba imposible negar que incluso a mediados del verano la madre dejaba el trabajo debido a enfermedades. Y en cuanto a los niños, el líquido verde que les manaba de la nariz se mezclaba con los arroyuelos que les recorrían la cara.

—Pero sólo yo tengo la culpa de permitir que ese convincente alcalde me arroje verano tras verano en brazos de estos campesinos piojosos. Jamás has visto gente más tacaña en tu vida, y un día y otro, vivos o muertos, pescado salado y podrido que tienes que pasar por el gaznate, cuando no se trata de esas mohosas salchichas viejas que arden como fuego llameante y tienen un gusto tan agrio como el infierno. En cuanto a un bocado de carne los domingos, ¡Jesúspedro!, es como hablar del crimen.

La tiranía de los hombres. Era como un obstinado gotear del agua que cae sobre una piedra y la ahueca, poco a poco. Y ese goteo continuaba, caía empecinadamente, caía sin pausa sobre las almas de los niños.

—¡Como si no conociese a esta maldita escoria de pequeños propietarios, después de ser su esclava y su felpudo por un par de generaciones! No es la primera vez, ni mucho menos, que les veo sacrificar la poca inteligencia que poseen a sus ovejas corroídas por las lombrices. Siempre puedes reconocer al Malo por su pata hendida. Y, además, todos ellos quieren enriquecerse. No carecen de ambición. No viven de la ayuda de la parroquia, no; ellos son hombres libres. Independencia, y a carretadas. Pero ¿dónde está la independencia que tienen, si puedo preguntarlo? ¿No se encuentra la mayor parte de ellas en las entrañas de las ovejas, cuando ellos se mueren de hambre en la primavera de cada año? ¿Es que su libertad vale tanto como las lombrices que se alimentan, de eternidad en eternidad, de los sacos de piel y huesos que ellos llaman sus ovejas? Y permíteme que vea el reino de que son dueños, hijo, en el café descolorido y el pescado maloliente de este mundo o el próximo. No es de extrañar que Kólumkilli les sorba el tuétano a los lamentables rapazuelos que, según se supone, ellos deben criar.

Los chicos habían escuchado el parloteo durante mucho tiempo, considerándolo un galimatías que con la repetición constante e indefinida podía convertirse en una molestia insoportable. Y, como decía su padre: los recipientes vacíos y los pobres que reciben el socorro de la parroquia son los que hacen más ruido. Era como una nueva enfermedad de los nervios en el pegujal, un nuevo tipo de salmo, aunque sin derecho al respeto de los pequeños: los domingos se le podían hacer muecas. Los niños habían sido condicionados desde el nacimiento a la autoridad de su padre. El era al mismo tiempo autoridad suprema de la granja y fuente de todo lo que ocurría en ella. En ese pequeño mundo era el hado inmutable, fuente de adversidad que ellos no podían dominar ni acusar de responsabilidad, porque su dictadura proscribía toda crítica y tornaba inconcebible toda resistencia organizada a sus medidas. Ello no obstante, los niños abrigaban, desde hacía tiempo, vagas emociones, una antipatía sin palabras hacia su padre, y no poco debido a las largas enfermedades invernales de su madre y a los niños nacidos muertos, que, subconscientemente y sin chispa alguna de rebeldía, ellos siempre asociaban a su padre. Pero cuando la última semana de agosto no vio el fin de las lluvias, llegó el momento en que la charla de Fríóa no pudo seguir siendo considerada como el parloteo detestable de una pobre vieja empobrecida y nerviosa, porque en fin de cuentas, había algo en ella que tomaba partido por ellos contra el incesante golpear de la lluvia que adhería los toscos guiñapos viejos a la piel joven y ahogaba todos los sentimientos alegres del alma, contra el trajín desesperado y destructor de dieciséis horas diarias. Era algo nuevo para ellos ver que su desdicha y su esclavitud eran relacionadas con fuentes perceptibles. En la locuacidad irresponsable de la anciana se agazapaban argumentos contra el aplastante yugo de la vida. Era la voz de la misma emancipación la que de esa extraña guisa unía fuerzas con sus propios pensamientos subconscientes. Y finalmente se llegó a una etapa en que Helgi no sentía ya diversión alguna en burlarse de ella ni en hacerle carantoñas los domingos. Por el contrario, mostraba menos prisa que nunca en obedecer las órdenes de su padre y comenzó a hacer muecas ante sus propias barbas, tan a menudo como antes las hacía a sus espaldas. El pequeño Nonni declaró en el prado que mamá estaba hoy en cama, enferma, porque nuestro padre no quería darle una chaqueta.

Y entonces, ¿es que no había ningún oasis en el desierto de los días? Sí, los días tenían su oasis: las comidas, el pescado salado, las gachas y las agrias morcillas. En ello residía la única alegría de la vida, porque la vaca no había parido aún. El primer rayo de esperanza del día era el momento en que el padre llamaba a Asta Sóllilja y le daba la largamente esperada orden de ir a la casa y hervir pescado. Al principio siempre parecía que, no importa cuánto esperaran, el momento no llegaría nunca. Pero, en su momento, los niños descubrieron que cuanto más a menudo miraban a su padre a modo de recordatorio y como demostración de expectativa, tanto más se demoraría éste en llamar a Asta Sóllilja.

Finalmente Asta se dirigía a la casa para hervir el pescado. Nunca eran sus pasos tan leves, porque también ella esperaba desde hacía mucho tiempo el momento en que su padre considerara conveniente indicarle que podía abandonar el rastrillo, en el cruel meollo de la lucha cotidiana, e ir a casa para encender el fuego. El fuego… En cuanto comenzaba a arder, ella se quitaba las ropas mojadas y las secaba en la cocina. A veces partía un trocito de azúcar para endulzarse la boca. Y cuando el pescado estaba en la marmita, se sentaba ante el fuego y se calentaba.

Aparta de nos Tu ira aunque merezcamos el castigo como aquellas gentes de Sodoma hundidas en el fango de aquel río, Te temo, mi Señor, no olvides que del mal estoy arrepentido.

Era su abuela, atareada con las agujas, que mascullaba sus himnos sin levantar la cabeza una sola vez. Pero la joven no conocía a Dios ni su psicología. Saboreaba a fondo esos momentos pasados bajo el techo de la choza, su seguridad y su dulce calma que es una característica de mediados del verano… Fatiga, pastos duros, charcos fangosos, todo quedaba olvidado por el momento. Las gachas comenzaban a burbujear lentamente y a hervir, el olor del pescado salado llenaba el cuarto. Frente a ella ardía el fuego del hogar. Pero los chicos, en el prado, ya no segaban. Hacía tiempo que habían perdido toda la energía de los músculos. Sencillamente golpeaban la hierba mojada con sus guadañas, en una interminable imbecilidad, levantando tan sólo un chorro de agua, una tajada de barro o, cuando mucho, unos tallos rotos. Asta Sóllilja, por supuesto, se ha dormido y se olvidó de nosotros. Resultaba un jubiloso espectáculo cuando finalmente la veían llegar con la olla de la comida, por los límites del campo.

La cena en el prado, como todas las verdaderas alegrías, era más dulce en la expectativa que en la realidad. El bacalao salado y el pan de centeno, las gachas aguadas y la morcilla agria, la lluvia interminable que caía en los platos mientras comían… una lista de platos más rígida no se había encontrado en ninguna parte. El pescado emitía un potente olor en la lluvia y el olor se pegaba durante varias horas a la nariz, a las ropas, a las manos. Los chicos nunca ansiaban tanto la comida como cuando se levantaban de comer bajo la hacina del heno.

Hiciese el tiempo que hiciese, Bjartur siempre se apartaba de los otros cuando terminaba de comer. Se acostaba sobre un brazado de heno, con el sombrero en la cara, y se quedaba dormido instantáneamente. En cuanto se movía durante el sueño, se salía del heno, cayendo a menudo en un charco, y despertaba de inmediato, cosa que le complacía enormemente. Consideraba correcto que un hombre durmiese cuatro minutos durante el día, y siempre se mostraba malhumorado si se excedía en su sueño. Las mujeres se introducían en la hacina cuando habían terminado de comer. Y entonces comenzaban los tiritones, porque se encontraban sobre la hierba mojada, y se levantaban con las manos entumecidas, con pinchazos en las piernas, e iban a buscar sus rastrillos. Y si Bjartur las oía quejarse de la humedad les replicaba que sólo los miserables desdichados podían molestarse porque el tiempo estuviese demasiado seco o demasiado húmedo. No podía entender por qué había nacido gente así.

—Querer estar seco no es más que una maldita excentricidad —decía—. Yo he estado mojado durante más de la mitad de mi vida y nunca me resentí una pizca por ello.