32. Del mundo

Víspera de San Juan. Los que se bañen en el rocío podrán formular un deseo.

Joven y esbelta caminaba ella junto al arroyo, a los marjales, y pisaba, descalza, el barro tibio de los pantanos. Mañana iría al pueblo y vería el mundo con sus propios ojos.

Durante muchas semanas la perspectiva había llenado sus ensueños diurnos de agradable expectativa. Todas las noches desde el invierno había dormido en un duermevela atestado de fantasías del viaje prometido. A la luz del día o en sueños, se veía partir cien veces, y más tarde se mostraba tan poco dispuesta a perder tiempo durmiendo, que permanecía despierta hasta las primeras horas de la mañana, saboreando la delicia que vendría. Ese día las horas pasaban como una brisa distante; tenía las yemas de los dedos insensibles, las mejillas calientes, no oía nada de lo que se decía. Se había tejido ropa interior de suave hilo gris azulado, ropa que guardó para esa excursión; sólo la miraba los domingos. Y se tejió unas faldas castañas, con dos franjas sobre el borde, una azul y otra roja. Y pocas horas antes su padre había abierto el arcón de las ropas, que era el único receptáculo de la casa que tenía cerradura, y extraído de él un vestido floreado envuelto en su chaqueta dominguera.

—Aunque quizá seas un poco delgada para que te siente —dijo él—, es hora de que comiences a usar el mejor vestido de tu madre. A mi hija no le faltará nada, ni por fuera ni por dentro, el día que salga a ver el mundo.

Ella enrojeció de placer, con los ojos centelleantes. Era un momento solemne. El vestido estaba arrugado, claro, la tela estaba rígida y delgada de tan vieja, pero ni las polillas ni la humedad la habían tocado. Tenía impresa la fértil vegetación de países extraños y numerosos volantes en el pecho. Pero, aunque Asta SóUilja había crecido a un ritmo increíble en esos últimos meses y su figura comenzaba a redondearse con las juveniles curvas de la vida, era aún una mozuela toda piernas y demasiado delgada como para llenar por completo el vestido. Le pendía flojamente en torno, cayéndole desde los flacos hombros, y se hinchaba ampliamente en la cintura.

—Es como el espantapájaros del prado de Útirauðsmyri —dijo Helgi, y su padre le hizo salir corriendo escaleras abajo. Aparte de su tamaño, el vestido le sentaba admirablemente.

Asta rodeó con los brazos el cuello de su padre, agradecida, y encontró el lugar de la garganta y ocultó allí su rostro. Sus labios eran ya más gruesos. Cuando se la miraba de perfil, contra la ventana, se veía que tenía un grueso labio inferior, parecido más bien a un encantador abarquillamiento. Su boca comenzaba a hacerse tan madura, pobrecita… Y la barba de él le hizo cosquillas en los párpados.

El barro tibio le chorreaba por entre los dedos desnudos y hacía un ruido de succión cuando levantaba el talón. Esa noche se bañaría en el rocío, como si nunca anteriormente hubiese tenido un cuerpo. En cada estanque del río había un falaropo para hacerle reverencia. Ningún ave de todas las ciénagas es tan cortés en su comportamiento de la víspera de San Juan. Era la medianoche pasada y la una se acercaba lentamente. La noche de primavera reinaba sobre el valle como una jovencita. ¿Debía llegar o no? Vaciló, se adelantó… y fue día. Las plumosas brumas que se extendían sobre los pantanos se elevaron, enroscándose por las laderas, y permanecieron como un velo, en inocente modestia, en torno a la cintura de la montaña. Contra la placa blanca del lago se erguía la forma de algún animal, como un nykur, en la noche transparente.

Un hoyo herboso en la margen del río. Conduciendo a él a través del rocío, la errática vereda dejada por dos pies expertos. Los pájaros callan por un rato. Ella se sienta en la orilla y escucha. Luego se despoja de sus deshechos harapos cotidianos, bajo un cielo que puede borrar del recuerdo incluso los inviernos sin sol de toda una vida, el cielo de esa víspera de San Juan. Joven diosa de la noche iluminada por el sol, perfecta en su casi madura desnudez. Nada en la vida es tan hermoso como la noche, antes de lo que pronto será, la noche y su rocío. Formula su deseo, esbelta y madura a medias, en el pasto maduro a medias y su rocío. Cuerpo y alma son uno, y la unidad es perfectamente pura en el deseo formulado. Luego se lavó el cabello en el río y los dedos del pie se le hundieron en la arena del fondo. Las extrañas aves acuáticas todavía nadaban en su derredor, volviéndose cortésmente cuando menos lo esperaba y haciéndole una reverencia sin motivo alguno. No había en el mundo nadie que pudiese hacer una reverencia tan magnífica.

Asta comenzó a sentir frío y corrió acá y allá por la orilla del río, con sus huellas entrecruzándose como las calles de las ciudades del mundo. Se sentía leve e impersonal, recién surgida del rocío como la bruma misma, maravillosa en el húmedo paisaje verde de la noche soleada. Entró nuevamente en calor después de correr un rato y los pájaros despertaron y el cielo estuvo radiante con el chisporroteo de espléndidos colores. Dentro de una hora el sol luciría sobre el rocío del pie de león, y el rocío desaparecería al sol, el rocío sagrado de San Juan.

Con los primeros rayos de la mañana, mucho antes de que los ronquidos de la noche le llegasen a la garganta, Bjartur saltó de la cama, tomó una presurosa pulgarada de rapé y comenzó a vestirse. ¿Se habría dormido Asta Sóllilja esa mañana, la mañana del gran día en que debía ver el mundo? No, que nadie lo diga. También ella se levantó. Se frotó los ojos para sacarse de ellos el sueño mientras le miraba ponerse las ropas. Luego él salió a buscar el caballo. Y entonces ella sacó su ropa interior nueva y se la puso sobre el cuerpo limpio, que había bañado la noche pasada por primera vez, el cuerpo que acababa de descubrir por primera vez, el cuerpo que sólo hacía unos momentos se le había concedido. Se puso las faldas, sus nuevas medias de lana y sus nuevos zapatos de piel de cordero y, finalmente, el encantador vestido, recuerdo de su madre. Se paseó por el cuarto, con el corazón latiéndole fuertemente por la ansiedad y la alegría de la partida, mientras su abuela calentaba el café. También la abuela estaba despierta, sentada en la cama, con el índice entre las encías.

—No te olvides tu chaqueta, niña. Estás mal vestida para el caso de un chaparrón.

Así era la abuela. Como si Asta Sóllilja pensara siquiera en mostrarse en el pueblo con ese repugnante trapo viejo.

—Pero si no hay siquiera rastros de una nube en el cielo —dijo Asta Sóllilja.

—Oh, puede caer en cualquier momento. El buen tiempo engaña a los más inteligentes —dijo la abuela—. Y la imprevisión tiene su castigo.

Pero nada llena el alma de tan perfecta confianza como una mañana sin nubes como ésa. El sol lucía sobre el verde valle y las Montañas Azules descansaban contra el azul del cielo en soñadora seguridad, como niños de casa rica, con el rostro exaltado y dichoso, como si nada, nada pudiese poner jamás una sombra en la tranquila luz del sol, bajo ese hondo cielo eterno. Sacar una raída chaqueta vieja era como un mal pensamiento esa mañana, y Asta SóUilja dijo adiós a su gruñona abuela.

Luego partió hacia el mundo con su padre. El carro que tiraba la vieja Blesi iba cargado de sacos de lana, y cuando llegaron al camino su padre le dijo que podía viajar sobre ellos, mientras él caminaba adelante, llevando al caballo de las riendas. Era una mañana encantadora. Nunca había sentido Asta SóUilja que el día fuese tan espacioso, nunca fue ella tan libre. Al cabo de poco tiempo se presentaron nuevos paisajes y Asta sintió que había dejado a sus espaldas toda la pobreza de su existencia pasada. Los vientos que soplaban sobre las ciénagas no olieron nunca tan frescos y nunca la canción de las aves llegó a distancias tan lejanas. Los ecos habían cambiado, las voces eran completamente distintas. No oían ya a los viejos pájaros familiares del valle; oían a pájaros nuevos, pájaros que cantaban a otros paisajes, los pájaros del mundo. Los montéenlos de los costados del camino tenían una forma distinta y diferente vegetación, la montañas cambiaban su posición y asomaban nuevas formas, en tanto que las antiguas elevaciones y promontorios se encogían en sí mismos o se convertían en colinas separadas. Los arroyos corrían en distinta dirección, las piedras tenían un aspecto diferente. El perfume de flores desconocidas llegaba desde las cañadas hasta el viajero inexperto. Tan malo era el camino que Asta se veía sacudida y golpeada implacablemente en el carro, pero sus sentidos estaban despiertos al más pequeño detalle del día y la ruta y el mundo eran tan nuevos como en la primera mañana de la creación del Señor.

El camino serpenteaba hacia delante y hacia atrás entre los hilos de agua, ascendiendo gradualmente a los páramos de arriba, y los viajeros eran recibidos, en la cima de cada ascenso, por nuevas familias de pájaros que les seguían con apasionadas canciones hasta la escarpa siguiente, hasta la nueva escolta. La mañana había transcurrido a medias cuando llegaron a la meseta. Allí la vegetación era más rala, la brisa, más fría.

El brezal se extendía ante los ojos de la joven viajera, solitario y gris, cada vez con menos pájaros, sin arroyos. Lejos, muy lejos, chisporroteaba la superficie blanca de un lago. Una ondulación sucedía a otra con su cresta desnuda, barrida por el viento, sus desoladas llanuras de cascajo y sus retazos de tierra delgada, exenta de vegetación. Aquí y allá se veían llanos escasamente cubiertos de musgo, donde las ovejas de montaña y sus corderos rumiaban al sol de la mañana y huían en cuanto ellos se aproximaban. La joven saltó del carro y caminó junto a su padre, con su ancho vestido floral, en un esfuerzo para entrar en calor. El helado aislamiento del páramo reinaba sobre los dos viajeros, y ambos caminaban en silencio. La triste monotonía del paisaje les embotaba los sentidos. Ella comenzó a sentir hambre y ya no buscaba las cosas que le eran extrañas ni se deleitaba con ellas.

Una y otra vez la joven esperó la próxima cima de colina para refrescar la vista con alguna variación, con alguna nueva perspectiva, pero siempre era la misma interminable repetición, aparte de que las relucientes aguas del lago habían sido dejadas atrás hacía mucho tiempo. Asta perdió toda su expectativa y estaba ya cansada de esperar algo en especial cuando el camino, en un repentino recodo, se hundió hacia abajo, al costado de una profunda hondonada con un río en el fondo. Y cuando miró hacia el este, a lo largo de la brecha, esperando ver otra colina enfrente, he aquí que no pudo ver nada. Era como si el mundo se hubiese detenido de pronto ante su mirada y la profundidad del cielo hubiera ocupado su lugar, aunque con un tono distinto de azul. ¿O era que el cielo estaba sostenido, allí, más allá del horizonte, por un resplandeciente muro de vidrio azul verdoso? Ese extraño color azul parecía abarcar todos los misterios de la distancia, y ella permaneció por un momento abrumada por la perspectiva de tal infinito. Era como si hubiese llegado al borde del mundo.

—Padre —dijo vacilante y perpleja—, ¿dónde estamos?

—Hemos cruzado el brezal —repuso él—. Ése es el mar.

—El mar —repitió ella con un susurro lleno de respeto atemorizado. Continuó mirando hacia el este y un frío estremecimiento de placer la recorrió ante el pensamiento de que tenía la fortuna de encontrarse en el límite oriental de los páramos y ver el punto en que la tierra termina y comienza el océano, el mar del mundo.

—¿No hay, pues, nada al otro lado? —preguntó al fin.

—Los países extranjeros están al otro lado —replicó su padre, orgulloso de poder explicar un panorama tal—. Los países de que se habla en los libros —continuó—, los reinos.

—Sí —musitó ella en un susurro encantado.

Pasó cierto tiempo antes de que se diera cuenta de cuan tonta había sido su pregunta y de que podría haber sabido que ése era el mismo mar que surcaban los jóvenes héroes para conquistar fama en las Rimas. Lejos, muy lejos, al otro lado de ese poderoso mar, estaban las tierras de aventura. A ella se le había concedido la dicha de contemplar el mar que se arremolina en torno a las tierras de romance, la carretera hacia lo increíble. Y cuando se detuvieron en la cima del primer talud, en su viaje colina abajo, se había olvidado de su hambre y continuaba mirando el mar con mudo asombro. Ni siquiera en sus más ardientes fantasías había creído que el océano fuese tan enorme.

Los costados orientales del brezal eran aun más empinados que los de casa. Pronto se encontraron mirando los techos del pueblo y los huertos color castaño como el café, con sus senderos, rectos como flechas, entre los canteros. Asta Sóllilja había imaginado notables cuadros para componerse una imagen de Fjóróur, pero jamás habría soñado que tantas casas, cada una de ellas tan impresionante como la mansión de Útirauðsmyri, pudiesen estar en hilera a lo largo de tan pequeño trecho de camino. Y el humo que ascendía flotando hacia las colinas desde esas casas tenía casi un aroma dulce, muy distinto del enfadoso hedor que salía de la pobre turba de Casa Estival. Pronto se encontraron pasando ante las primeras casas de la ladera y comenzaron a encontrar toda clase de viajeros, algunos que caminaban, y otros que andaban a caballo, otros conduciendo carros. Hasta se encontraron con algunos jóvenes exquisitamente vestidos, con cuello y corbata en día laborable, y cigarrillos entre los labios, y esos jóvenes estaban tan encantados con la vida que la miraban y rompían a reír y se olvidaban de ella en el instante siguiente.

—¿Quiénes eran esos jóvenes? —preguntó ella.

Pero su padre, en apariencia, no se sentía tan profundamente impresionado como ella por los elegantes jóvenes.

—Un grupo de ganapanes fumadores de cigarrillos —replicó. Y ahora caminaban ya por una carretera empedrada, con casas a los costados y cortinas y flores en las ventanas; ¿no son maravillosas las cosas que crecen en el mundo?, se preguntó. Y allí, caminando hacia ellos tomadas del brazo, venían dos muchachas, ambas con zapatos con cordones, y chaquetas, una con un sombrero rojo, la otra con uno azul, y tan distinguidas ambas que, de lejos, le pareció a Asta que una de ellas por lo menos debía ser Auður de Myri. Pero cuando se acercaron, pensó que la otra también debía ser Auður, y no pudo comprender nada de lo que pasaba. Pero resultó que no eran más que muchachas del pueblo, y lanzaron chillidos de risa irrefrenable cuando pasaron junto a ella. La gente de Fjóróur parecía extremadamente generosa con su risa y su felicidad.

Pero su padre ni siquiera las había advertido.

—¿Quiénes son? —repitió cuando ella le preguntó—. Un par de cochinas desvergonzadas, por supuesto, que no sirven para otra cosa que para exhibirse por la calle y vivir de los padres, como parásitos.

Las casas se apiñaban cada vez más, hasta que finalmente ya no hubo más espacio para terrenos entre ellas, y menos aún, claro está, para un trozo decente de pastizal. Lo único que tenían era un jardincito. Los habitantes del pueblo y los viajeros, los caballos de carga y los carros se apeñuscaban en la calle, los barcos en el mar. Tantas cosas atraían su mirada a la vez que pronto se cansó de formular preguntas. Su mente estaba en un torbellino, pasaba revoloteando por todo como en un sueño, y los desconocidos salían precipitadamente en distintas direcciones sin un apretón de manos o una palabra de despedida. Antes de que se diera cuenta de lo que sucedía, se encontraba, junto a su padre, ante el mostrador de la tienda del propio Bruni, contemplando todas las mercancías que el mundo y la civilización ofrecían: medias de blancura nívea, cincuenta impermeables, tazas con rosas cinceladas, una cocina a petróleo, tabaco para mascar. Detrás del mostrador había hombres de aspecto imponente, hermosamente vestidos, escribiendo cosas en unos libros o enseñando a la gente cadenas de reloj, de oro, o bizcochos. Se quedó allí, pasmada, con el vestido aleteándole flojamente en el cuerpo, las medias caídas hasta los tobillos y los zapatos embarrados, mirando ciegamente al frente, atónita ante semejante magnificencia. Luego llegó el almacenero, vivaz y gracioso. Pesó la lana que llevaba Bjartur, en el sitio que llamaron pórtico, y miró dos veces a Asta Sóllilja. Dijo que jamás había sospechado que Bjartur tuviese una hija que pronto tendría edad suficiente como para casarse.

—Dele un poco más de tiempo y hará buena pareja con nuestro Magnús —dijo.

Pero Bjartur repuso que había tiempo de sobra para pensar en eso, que la joven no sería confirmada hasta la primavera siguiente y que hasta ahora era pura estatura, pobrecita. La muchacha del valle se ruborizó ante esa inesperada proposición de matrimonio y se sintió profundamente agradecida a su padre, por no llegar a un acuerdo sin más averiguaciones y también por excusarla con el pretexto de que no era bastante robusta para esas cosas. No se acordó del hecho de que la gente de las ciudades dice cosas que en el campo serían consideradas faltas de la necesaria meditación.

Más tarde Asta Sóllilja recibió permiso para acompañar a su padre a la oficina del comprador. Siempre había creído que el comprador se llamaba Bruni, pero ahora se enteró de que su nombre era más notable aun: Túliníus Jensen. Se sintió como si hubiera sido invitada a subir al altar de la iglesia de Rauðsmýri en mitad de los servicios, pero ese insigne honor no produjo efecto alguno en su padre… Nada en la tierra podía sorprenderle. Ni siquiera cuando Túliníus Jensen le apretó contra su pecho y le retuvo allí, en un abrazo como de amantes, mostró señal alguna de asombro. No, los abrazos del mundo no eran, evidentemente, una novedad para su padre.

—Es un placer poder ver a tan digno y viejo amigo —dijo el magnífico y corpulento caballero—, especialmente en estos difíciles tiempos, cuando nadie parece ya valorar una amistad. ¿Te has enterado de la reunión?

—Algo —repuso Bjartur—. No diré que no he escuchado rumores de ese asunto de la Sociedad que tienen entre manos. Y en la primavera llegaron visitantes a la Casa Estival con la misma misión. Pero hasta ahora he tenido por norma hacer lo que me place a mí y no lo que conviene a otras personas, aunque éstas sean la pareja de Rauðsmýri.

—Bien dicho. Ingólfur Arnarson se ha convertido en el administrador temporal de la así llamada Sociedad Cooperativa. Su primer lastimoso cargamento llegó por vapor hace unos días, e inmediatamente me abandonaron todos los agricultores que pudieron liberarse y corrieron a unirse a la cooperativa. Pero me pregunto si reinará tanto entusiasmo entre ellos dentro de dos o tres años, cuando comiencen a compensar las deudas de los ricos cargándolas a los pobres y empiecen a embargarles las tierras, como hicieron el año pasado en la Sociedad Cooperativa de Hrappsvík.

—No sé —dijo Bjartur—. Pero mientras yo no ambicione las ganancias de otras personas, no quiero, por cierto, pagar sus deudas.

El comprador afirmó que las sociedades cooperativas no conducirían jamás sino al desastre nacional. Como toda otra forma de monopolio, su única meta era destruir la empresa privada, la libertad e independencia individual.

—Nuestros almacenes, por otra parte, están abiertos para ti, mi querido Bjartur, con todo lo que contienen. De paso, esa hija tuya se ha convertido en una hermosa muchacha, no cabe duda.

—Oh, todavía no es más que un pichón —contestó Bjartur—. Ni siquiera ha sido confirmada. Pero ya crecerá. Y sabe leer. Y sabe unas cositas acerca de los clásicos. ¿Qué quiere decir «árbol de los escudos», Sola? Deja que el comprador vea cuánto sabes.

—A eso llamo yo hablar bien —dijo el comprador cuando ella explicó la metáfora. Poca gente se acuerda ya de las Eddas puedo decírtelo. Hablaré a nuestra pequeña Svanhita de esto. Nunca lee en otra cosa que no sea danés.

—¡Oh, danés! —exclamó Bjartur, negándose a dejarse impresionar—. Eso estará bien para los grandes países, pero nosotros, los de los valles, tenemos más fe en los genios del pasado, como Magnas Magnússon del bosque de Magnús. Islandia nunca tendrá otro hombre como él.

Puede del hombre el saber miserable propiciar discursos muy hermosos, mas en la nación es más aprovechable usar libros de versos generosos.

Deja que el comprador escuche una de sus canciones de amor, Sola, muchacha.

Asta comenzó inmediatamente, sin resistirse, a recitar el prólogo del duodécimo canto de Bernótus. Con la cabeza gacha y roja hasta las raíces de los cabellos, lo recitó a la carrera, jadeando para respirar y uniendo una palabra a la siguiente a tan tremenda velocidad que resultaba imposible distinguirlas. Pero en la mitad se atascó con los versos y se quedó, resollando fuertemente y aterrorizándose cada vez más, hasta que al cabo perdió el habla por completo y se sintió como si estuviera hundiéndose en el piso.

—¡Magnífico! —exclamó el comprador—. ¡Una obra de arte! Eso es lo que yo llamo genio —y la salvó tomándola de ambas manos y consolándola. Se manifestó seguro de que tenía la madera de una joven excepcionalmente dotada y, en consecuencia, se dispuso a regalarle una reluciente moneda nueva, para que pudiera comprarse un bonito pañuelo, porque la tendencia a regalar un pañuelo a todo el mundo es una característica de todos los grandes hombres. Luego les abrió la puerta y les empujó cortésmente hacia la tienda, que, en verdad, acababa de entregarles con todo lo que contenía.

El resto del día se pasó en comprar provisiones y en distintas diligencias. Asta Sóllilja recibió permiso para comprar su pañuelo, y fue su primer pañuelo y tenía flores en el borde. Se le permitió también comprar un hilo de cuentas color celeste, que inmediatamente se colocó en torno al cuello a fin de estar en armonía con esa gran ciudad. Llevó el pañuelo en la mano, puesto que no tenía bolsillo, Pero eso no fue todo.

—Me parece que hace poco te prometí comprarte la Saga de Órvar-Oddur —dijo su padre; y así, pues, se dirigieron a la librería.

El librero era un anciano que ya no podía tenerse en pie sin ayuda y tenía que arrastrarse con el sostén de un bastón. A pesar de ello gozaba de la reputación de mantenerse al ritmo de los tiempos. Su tienda se encontraba en la parte superior de una vieja casa desvencijada, oculta detrás de otros edificios, un cuartito separado del resto del desván. Era preciso subir por una escalera oscura, crujiente, que parecía que no terminaría jamás. El librero se encontraba atareado cociendo pescado en un infiernillo. El vapor de la olla llenaba el cuarto, y los anaqueles que se combaban bajo el peso de la literatura eran como cinturones de riscos perdidos en la niebla. Se puso de pie junto a su olla, tomó su bastón y apretó la mano de sus visitantes.

—¿Podemos comprar libros aquí? —preguntó Bjartur.

—Libros y libros —replicó el librero—. Todo depende…

—Bien, quería algo para nuestra Sola, aquí presente —dijo Bjartur—. La pobrecita ha comenzado a husmear entre las cubiertas de los libros y parece que en un momento, no recuerdo cuándo, le prometí comprarle la Saga de Orvar-Oddur. Pago al contado.

—Ruega a Dios que te guíe, hombre. Hace más o menos treinta años que vendí el último ejemplar de la Saga de Orvar-Oddur. En la actualidad el país se encuentra en un plano cultural completamente distinto. Puedo recomendarte Las Minas del Rey Salomón, que trata del héroe Umslopogas, que, a su modo, fue un gran hombre y, en mi opinión, nada inferior a Orvar-Oddur.

—Eso es más de lo que estoy dispuesto a creer. Un poco más de esa maldita basura moderna, supongo. Y nadie podrá convencerme de que ese individuo que me ha mencionado pueda haberse comparado alguna vez con Orvar-Oddur, que tenía doce codos daneses de estatura.

—Puede ser, pero sucede que el país ha llegado a una etapa de su desarrollo en que quiere mantenerse al compás de la época y nosotros, los libreros, nos vemos obligados a tener eso en cuenta. Supongo que usted, señorita Sola, estará de acuerdo en que es preciso adaptarse a la época… Venga aquí, querida, y echa una ojeada a mis libros nuevos. Aquí tenemos una novela mundialmente famosa, acerca de un hombre que fue asesinado en un carro, y aquí un informe científico en punto a la depravación del Papado, a cómo esa gente mala del extranjero, los monjes y las monjas, vivieron vidas inmorales en la Edad Media. Y aquí puedo mostrarle un libro que es prácticamente flamante y el ultimísimo grito de la moda. Mírelo, señorita; ¿no le parece que nos gustaría leerlo?

Aunque el hombre era viejo y decrépito, Asta Sóllilja no podía dejar de ruborizarse hasta las raíces de los cabellos ante el título que usaba para dirigirse a ella. Ni siquiera en sus sueños más extravagantes se imaginó que algún día llegasen a llamarla señorita Sola, o que llegara a tener intereses literarios en común con un hombre así. Y ahora, cuando contempló la portada del volumen superior, fue presa de tal asombro que el corazón casi dejó de latirle. Esa cosa extraña, significativa, que nunca oyó mencionada por su nombre, pero de la cual los animales de Casa Estival y sus lecturas de las rimas de los vikingos de Jóm le habían proporcionado algún atisbo… ¡Entonces se habían escrito libros acerca de ella! Los Secretos del Amor, buenos consejos concernientes a la unión de muchachos y muchachas.

«¿Unión?» pensó la muchacha temblando de pavor, como si creyese que su padre la abofetearía… ¿Cómo puede haber unión de muchachos y muchachas? Oró mentalmente para que su padre no advirtiese el libro. Pocas veces un libro despertó de tal modo la curiosidad de una joven, y pocas veces una muchacha sintió tanta timidez ante un libro. Incluso aunque no hubiese habido nadie con ella, no se habría atrevido a pedir aquel volumen. Pero aunque miró apresuradamente a un costado y fingió que no había advertido nada, el título continuaba fascinándola con tal fuerza que no le era posible ver ningún otro libro en toda la notable habitación. Su padre, por supuesto, escogió precisamente ese momento para advertirlo a su vez y, naturalmente, se salió de sus casillas, como le sucedía siempre que se presentaba ese tema.

—¡Éste parece ser un ejemplo de esa condenable inmundicia fabricada por esos cerdos de la capital para corromper los corazones de las mujeres! —gruñó.

—Sea como fuere, es lo que las mujeres piden —replicó el librero—. Los últimos cinco años vendí treinta ejemplares de él, y todavía siguen pidiéndolo. El crimen y la ciencia no bastan. También es necesario que haya un poco de amor en nuestra literatura. Órvar-Oddur fue un gran hombre en su tiempo, pero ¿quién querría medir las dimensiones del amor?

El resultado era inevitable. Bjartur y el librero comenzaron a disputar acerca del espíritu de la literatura moderna y de la superior destreza de los clásicos, en tanto que Asta Sóllilja les contemplaba, completamente estupefacta, hasta que la olla del librero se desbordó en un hervor. La visita terminó con la compra, de Bjartur a su hija, del cuento de Blancanieves y los siete enanitos.

—Tiene siete u ocho hijos ilegítimos, como cualquiera supondría después de ver la clase de libros que vende —dijo Bjartur, cuando se encontraron sanos y salvos al pie de la oscura y crujiente escalera que conducía a los Secretos del Amor.

Caminó trabajosamente, con hombros caídos y largas zancadas torpes que demostraban cuan poco acostumbrado estaba a caminar sobre terreno llano. Delgada y vacilante dentro de su hinchado vestido, el collar de cuentas en torno al cuello, el pañuelo apretado en la sudorosa palma, Asta corría tras él, tratando de imitar su porte porque, bajo su propia responsabilidad, no sabía cómo caminar. Todos les miraban cuando pasaban.

Al atardecer se dirigieron a una pensión para pasar la noche. Era un enorme edificio, un piso sobre otro, cubierto de hierro acanalado, sin pintar, y con unos escalones que ascendían hasta la puerta. ¡Y qué casa! Asta Sóllilja jamás imaginó que pudiese existir tal estrépito, tales gritos, aullidos, canciones, riñas, portazos, repiqueteo de platos, chillidos de niñas y ladridos de perros y maldiciones. Ésa debía ser la famosa orgía del mundo. ¡Cielos, cuántas cosas sucederían en una casa así, incluso en un solo día! La variada vida que estaba implícita en todo ese ruido sobrecogió a la joven con la triste sensación de su propio aislamiento, su propia insignificancia. Ella se encontraba más allá de los límites de la vida. Esta gran casa era, para ella, comparable a su manera con el libro de los secretos del amor, llena de seductores encantos pero cerrada. Dichosos eran los que vivían allí, en el arrebatador tumulto de la vida, compartiendo el estrepitoso alborozo de la cocina. Se sentó en un banco del rincón del comedor, como un objeto toscamente terminado, sin emitir una sola queja, en tanto que su padre alternaba con otros hombres, en su mayoría moradores del valle como él, hablando del comercio, de las lombrices y de la hierba de ese año. Sólo una cosa la consolaba: los campesinos no le lanzaban miradas tan extrañas como la bella gente de la ciudad. Muy pocos la miraron.

Se sentía cansada y hambrienta y su mente se movía con lentitud después de la multitud de impresiones que chocaron contra su conciencia durante todo ese largo día. Ni siquiera le quedaba la energía suficiente para arreglar la plantilla de uno de sus zapatos, que se le había subido casi hasta el empeine. Permanecía sentada, mirando al frente, con el pañuelo en la mano, y el pañuelo estaba ya sucio y arrugado. Y entonces entró una joven de resplandeciente tez, ojos azules y opulento pecho, tres veces más ancha y más rellena que Asta Sóllilja. Una muchacha como ésta podría llenar perfectamente su vestido. Entró caminando envidiablemente, saliendo del alboroto de la cocina, con pescado humeante sobre una fuente colosal, y pidiendo a todos que se sentaran a la mesa… Asta Sóllilja era tan delgada que no se atrevió a mirarla más que con un solo ojo. Con un vigor que estaba de acuerdo con su belleza, preguntó con quién estaba Asta Sóllilja y luego la puso junto a su padre y cuidó de que a nadie le faltase su porción. Y la valiente pendencia de los discutidores huéspedes se acalló ante las gruesas tajadas de pescado.

Sólo cuando se preparaban para acostarse volvió a soltárseles la lengua. El comercio y las lombrices reaparecieron. Para empeorar las cosas entró en el dormitorio un grupo de hombres de aspecto extraño, que cantaban sin motivo alguno y parecían tener grandes dificultades para mantener los pies sobre el pulido suelo. Tenían los ojos enrojecidos y estaban embarrados; olían a algo fermentado. Asta Sóllilja se asustó inmediatamente, porque advirtió que la miraban de un modo tan singular y, además, comenzaron a manosearla. Pero su padre le dijo que no debía asustarse; estaban borrachos. Mas, a pesar de ello, los hombres insistieron, y llegaron incluso a preguntar quién era el que tenía una esposa tan joven y bonita, y Bjartur les dijo coléricamente que dejaran a la niña en paz, que tenía solamente trece años y que todavía no había sido confirmada. Los hombres respondieron que habrían jurado que tenía suficiente edad para un hombre y uno de ellos vomitó en el suelo. Nadie mostró el más mínimo resentimiento contra los recién venidos, y la controversia en torno a cuestiones comerciales continuó como si nada hubiese sucedido. Las opiniones separaron a los discutidores en los dos grupos habituales, uno acalorado en sus alabanzas de los que estaban dispuestos a hacer cualquier cosa para ayudar a los agricultores, el otro poniéndose de parte de los que hacían lo posible para hundirles. Se discutió que todo el país debería formar cooperativas de consumo como las que treinta años antes formaron los granjeros de Inngey. Empero, Asta Sóllilja pensaba que decir que los compradores eran chupasangres y ladrones era ir demasiado lejos, puesto que su padre defendía al comprador. Pero una cosa que jamás podría comprender era por qué su padre decía tantas cosas desagradables de Ingólfur Arnarson, ese hombre hermoso y bondadoso que una vez, en la primavera, la saludó tan calurosamente. Por otra parte, el padre del gerente le había dado monedas dos veces, sin obligarla a hacer nada. Y aunque el comprador le dio una reluciente moneda por recitar baladas, no podía dejar de desear que su padre no hablase tan amargamente del noble hijo del alcalde, que quería hacer cualquier cosa para ayudar a los agricultores. La disputa se enconó más y más, y finalmente la joven no supo ya a quién tenía que amar menos, si al comprador o al gerente de la cooperativa. Pero trató de mantenerse tan próxima a su padre como le era posible. Uno de los pegujaleros dijo que los compradores eran, no sólo ladrones, sino también asesinos. Conocía a muchas personas que habían tenido que pasar hambre sencillamente porque Bruni se negó a concederles crédito. Y podía presentar una lista de personas, de su propia localidad, que habían muerto de hambre por el mismo motivo, en los últimos años. Las cooperativas, por otra parte, pertenecían a los propios agricultores. En ellas hasta el más insignificante campesino podía sentirse seguro de no ser timado y matado de hambre. Otro dijo que no eran los pequeños agricultores los que mandaban en las cooperativas en la actualidad, como hacían originariamente en Pingey. Los terratenientes habían tomado ya las cooperativas a su servicio, y si no, ¿por qué el alcalde de Myri combatía por la creación de una cooperativa? ¿Es que había alguien tan tonto que creyese que era por pura preocupación por los pequeños propietarios? No, era porque sus negocios en Vík estaban a punto de quebrar. La cooperativa de Vík le había arruinado, y ahora quería recuperar sus pérdidas en Fjóróur. No, los pequeños propietarios no estarían mejor con la cooperativa que con el comprador. La misma pila de deudas volvería a crecer, sólo que ahora habría, además, un monopolio. ¿Es que no lees los periódicos, maldito seas?

—Yo no estoy endeudado con nadie —replicó Bjartur.

Pero los protagonistas estaban todos endeudados, porque cada uno de ellos era dueño de una vaca, como era de esperarse, y no tenían tiempo que perder con un hombre independiente y sin cargas como era Bjartur. La cuestión no era si uno debía estar endeudado o no, sino con quién debían contraerse deudas, y en torno a este punto el humor de los que discutían fue enardeciéndose cada vez más hasta que uno de ellos dijo que, de todos modos, no era posible esperar que el otro tuviese buen sentido, ya que era un hombre que ni siquiera podía cumplir con sus deberes para con su mujer. El otro inmediatamente rogó a todos los presentes que fuesen testigos de ese insulto, añadiendo que era de conocimiento público que la esposa de su oponente le había engañado durante doce años con un mozo de labranza, y que no le era posible considerar propios a sus hijos.

—No, ahora estáis yendo un poco demasiado lejos —interrumpió Bjartur—. Recordad que hay una muchacha entre nosotros, cuando habléis de esas porquerías…

Pero Asta Sóllilja no había advertido ninguna porquería en la conversación ni se preocupó en lo más mínimo en punto a de quién eran los hijos. Los otros le preguntaron qué se creía que era aquello, un jardín de infantes o qué, y qué demonios estaba haciendo allí, con una muchacha de esa edad entre hombres maduros, cuando se discutían asuntos serios. Una palabra condujo a otra. Sabían, hasta la hora y el minuto, cuándo habían estado juntos, y, lo que es más, aquel día ella usaba bragas rojas, y luego las palabras ya no fueron suficientes y la única solución era chasquear los labios… ¿bragas rojas, dijiste? Bueno, y yo digo una nariz roja. Sí, y un ojo negro. Asta Sóllilja comenzó entonces a darse cuenta de que se estaban discutiendo asuntos serios. Los guerreros muertos en las baladas y apilados hasta alcanzar casi las cimas de la colina no eran nada en comparación con el espectáculo de un hombre golpeado en una casa de pensión, y todo por culpa de unas bragas rojas. De modo que, en fin de cuentas, existían hombres malos. Los otros trataron de separarles, y hasta Bjartur colaboró, pero todos cayeron al suelo en una masa móvil. Asta pensó que todos luchaban contra todos los demás y que matarían a su padre. Gritó y rompió a llorar como si se le partiese el corazón. El apiñamiento de cuerpos se movió lentamente hacia la puerta y cada vez más hombres se arrojaban sobre el grupo, y finalmente los enemigos fueron arrojados al aire libre, donde uno de los componentes del gentío se impuso el deber de reconciliarles y darles rapé. Bjartur y varios otros volvieron a entrar, y la joven continuó llorando y temblando a despecho de los esfuerzos que su padre hacía para consolarla.

—Padre —sollozó—, quiero ir a casa. ¡Padre, padre, déjame ir a casa!

Pero él le dijo a su queridita que dejase de gimotear.

—Esos muchachos tontos no hacían más que divertirse; bebieron una gota de más. Y dentro de uno o dos minutos estarán llorando uno en brazos del otro. Así que quítate la ropa… Ahorraremos unas monedas compartiendo el mismo camastro.

Las camas estaban alineadas contra las paredes del cuarto y tenían, cada una, una tarima superior y una inferior. La niña se introdujo en una de las tarimas inferiores y se quitó el vestido floreado, pero no se atrevió a sacarse las enaguas.

Los pacificadores siguieron conversando, hablando de la riña y de sus causas, una y otra vez en distintas formas y desde distintos puntos de vista. Finalmente se pusieron a susurrar en secreto, en el centro de la habitación; la cantidad de casos de adulterio que se conocía era terrible. Y aunque oyó poco de los murmullos de los hombres, Asta Sóllilja no pudo dormir ni descansar, y todavía tiritaba bajo el edredón, tan fuerte era su emoción después de haber vivido las rimas de aquel modo vulgar, carente de rima.

Se sintió agradecida cuando los hombres, mostrando al cabo señales de tener sueño, se sonaron la nariz, se desataron los zapatos y se quitaron los pantalones. También su padre se sentó en el borde de la cama, se sonó la nariz, se quitó los zapatos y los pantalones. Ella escuchó todos sus movimientos con expectativa, con la sensación de que le era necesario todo un siglo para desnudarse. Sólo se sintió a salvo cuando él estuvo acostado junto a ella. Nunca había sentido un deseo tan impaciente o tan irresistible de acurrucarse junto a su padre como después de la pendencia. Todavía no podía dominar los temblores del cuerpo. Los dientes le castañeteaban aún. Los hombres se desearon las buenas noches cristianamente y sus camas crujieron cuando se acostaron.

—Apártate un poco, muchacha —le dijo su padre—, no hay nada de lugar en estas malditas cosas. —Y ella trató de pegarse a la pared tanto como le fue posible—. Ya está pues, pollita, vuélvete de cara a la pared y duérmete.

Pero Asta no podía dormirse. Aparentemente el tabique estaba demasiado frío; quizá fuese por eso por lo que temblaba tanto. El edredon era demasiado delgado y su padre se lo había arreglado casi todo: el calor del cuerpo de él sólo le calentaba la espalda. Continuó tiritando casi sin pausa. Los otros hombres se habían dormido casi de inmediato y roncaban ahora sonoramente, pero ella no podía dormirse por el frío de la pared.

Pasaron las horas y aún seguía despierta. Finalmente abrió los ojos. Las cortinas habían sido corridas sobre las ventanas y el cuarto estaba en penumbra; debía de ser bien pasada la medianoche. Las rodillas le asomaban por debajo del edredón y aparentemente una corriente de aire pasaba por la pared. Su padre no le había dado siquiera las buenas noches, aunque sabía cuan asustada estaba. En torno los desconocidos dormían en esa grande y misteriosa casa del mundo, el mundo que con tantas ansias ella anheló conocer, al punto que dormir le parecía una pérdida de tiempo. Y ahora, cuando finalmente penetraba en ese mundo suyo, se encontraba de pronto tan aterrorizada por él, que, por más que lo intentara, no podía dormir de pavor. Por todas partes se encontraba rodeada de hombres malvados cuyas esposas usaban bragas rojas. ¿Cómo podría dormir allí, en un mundo ominoso, irreconocible? ¿Sola? No, no, no, no estaba sola. Mientras su padre estuviese con ella no estaría nunca, nunca sola, aunque él se olvidase de saludarla por la noche. El solo hecho de tenerle acostado junto a sí era suficiente, querido padre, queridísimo padre, tu pequeña Asta Sóllilja está junto a ti. Y luego, antes de que se diera cuenta de ello, se encontraba pensando en el lugar tierno y blanco de junto al cuello, el lugar que la aliviaría de todas sus aprensiones con sólo apoyar la boca en él. Y porque todos roncaban, y porque no podía dormirse, y porque tenía tanto frío, y porque se sentía tan sola, tan triste y temerosa en el mundo… y al mismo tiempo tan dichosa de tenerle a su lado, a él que era la seguridad en persona, a él que podía hacer lo que quisiese y que no estaba en deuda con nadie, a él que no se sorprendía de nada, que tenía una respuesta para todo, el rey de la Casa Estival, el poeta… por todo eso comenzó a moverse lentamente, tan lentamente que no provocó un solo crujido, tan lentamente que nadie habría podido decir que se movía; muy poco, muy poquito por vez. Y después un poquito más. Y la casa estaba sumida en el silencio, a no ser por los ronquidos de la noche, como proveniente de otro mundo, y los pájaros gritando por sobre la gran ciudad. Y finalmente se volvió del todo, hacia su padre. No, no estaba sola en el mundo; estaba despierta junto al fuerte pecho de su padre. Acercó su cabeza, sobre la almohada, hasta que sus labios se apoyaron en la garganta de él y sus ojos cerrados en la barba… en la garganta y en la barba del hombre que luchó a mano limpia con los espectros del país el mismo día que ella nacía.

Al principio le pareció que él estaba dormido y no había advertido nada. Pasaron unos momentos. Oyó la respiración de su padre y escuchó también los fuertes y acompasados latidos de su corazón. Pero, gradualmente, se dio cuenta, por los movimientos de él, demasiado pequeños y cuidadosos, que no podía estar dormido. Se hallaba despierto. Y se avergonzó de sí misma… ¿Se levantaría y la golpearía, furioso porque se atrevió a darse vuelta cuando le había ordenado que se volviese de cara a la pared? En su desesperación se acurrucó aun más contra él y por un rato estuvieron así, con el corazón palpitando rápidamente el uno contra el otro. Ella permanecía inmóvil ahora, con la cara pegada al cuello de Bjartur, fingiendo dormir. Poco a poco, casi sin que Asta se diera cuenta de ello, la mano de él se había acercado más; involuntariamente, por supuesto. Lo único que debió hacer para ello fue cambiar levemente de posición. Uno o dos de los botones de los pantalones de la joven se habían desabotonado por casualidad y, en el momento siguiente, ella sintió sobre la carne la mano firme y caliente de su padre.

Nunca había experimentado nada semejante. Todo su temor desapareció de pronto. El estremecimiento que ahora le recorría el cuerpo y el alma era completamente distinto del temblor frío que la mantuvo en vela durante toda la noche, y en su boca hubo de súbito algo que se asemejaba a un apetito devorador, sólo que no fue la visión de alimentos lo que lo despertó, sino los movimientos de él. Nada, nada debía volver a separarles. Y ella apretó su cuerpo apasionada y fieramente, con ambas manos, en la borrachera de ese egoísmo impersonal y apremiante que en un corto lapso había borrado todo lo que su memoria contenía. ¿Sería éste el placer del mundo que llegaba por fin…?

Y luego… luego ocurrió lo que ella no olvidó jamás, lo que arrojaría una sombra indeleble sobre su juventud que despertaba y llenaría hasta colmarla la copa de rudeza y crueldad que ya era su sino. En ese preciso instante, cuando ya había olvidado todo lo que no fuese él… Bjartur la apartó de sí y saltó de la cama. Se puso apresuradamente los calcetines y los pantalones, se anudó los zapatos, se puso la chaqueta y salió del cuarto. Cerró la puerta a sus espaldas, ella oyó sus pasos en el corredor, abrió la puerta del frente y estuvo fuera de la casa. Ella quedó allí, sola entre hombres que roncaban. Se quedó acostada durante un rato, agotada, con todos los pensamientos borrados de su mente, pero él no regresó. Poco a poco los reproches comenzaron a insinuársele en el cerebro. ¿Qué había hecho? ¿Qué ocurrió? No tenía la más remota idea, sentía solamente que debía ser algo terrible, algo cien veces peor que cuando la abofeteó por culpa de un pasaje de las baladas que no debía leer, algo que nunca le perdonaría. ¿Qué le había hecho ella? ¿Y por qué tuvo ella que hacer lo que hizo? ¿Cómo podía haber sospechado que cosas tan espantosas e incomprensibles se agazapaban detrás de algo tan bueno e inocente como pegar la cara a la garganta de él? ¿Qué pasó por ella? ¡Papá, papaíto! ¿Qué te he hecho? ¿Es que soy tan mala? Las lágrimas comenzaron a correr y, sollozando amargamente, hundió el rostro en la almohada para no despertar a los roncadores. Su padre se había ido a casa y no le permitiría que lo siguiera.

Finalmente no pudo llorar más y se incorporó en la cama y miró en torno con desesperación. Sí, seguramente la había abandonado; se encontraba sola e indefensa en un mundo malvado. ¿Quién le daría algo de comer ahora, cuando tuviese hambre? Se le ocurrió que posiblemente pudiese quedarse con el padre de Magnús, el almacenero que ayer había pesado la lana. ¿O debía reunir suficiente valor como para presentarse ante el comprador en persona? Quizás el gerente, el hijo de Jón de Myri, que una vez le habló tan bondadosamente, se mostraría dispuesto a darle albergue. No llegó a conclusión alguna y, totalmente desesperada, salió de la cama. Se puso el vestido y los zapatos, y entonces advirtió que el collar se había roto y que las cuentas estaban esparcidas por toda la cama. Pero ya le era igual, ya no sentía más interés en sus cuentas ahora que su padre la había abandonado. Su vida estaba arruinada y se hallaba sola en el mundo.

Se dirigió sigilosamente a la puerta, se escurrió por el oscuro corredor y unos segundos más tarde se encontraba, a la luz de una noche primaveral, en las desiertas calles del pueblo. Caía una lluvia fina. En el centro de las colinas había bruma. No sabía qué hora era, pero debía ser muy temprano aún. No había nadie a la vista y los chillidos de las gaviotas en el fiordo no se parecían al canto de ninguna otra ave. Vagó distraídamente calle arriba.

Jamás se habría imaginado un mundo tan carente de alma, una ciudad tan desolada. No se veía ni una sola alma viviente; la helada bruma y su fina llovizna pendían sobre el cascajo y las casas. Muchas de las casas estaban mal aplomadas. Por todas partes se veían ventanas rotas. La pintura se había descascarillado en el hierro acanalado y chapas enteras se habían desprendido sin volver a ser colocadas nuevamente. Las lluvias lavaron el papel alquitranado, que en muchas partes pendía en grandes jirones de las paredes. Se veían malolientes cabezas y espinazos de pescado junto a empalizadas y cercos. Vacas abandonadas rumiando en las cuestas. Ningún hombre elegante, ninguna muchacha bonita. Desolación.

Continuó subiendo, sin rumbo, por la calle, en dirección a la montaña, con las piernas inseguras, la mente vacía de pensamientos. La lluvia le mojaba el cabello y pronto tuvo empapado el vestido, pero no le importaba. Luego, a través de la neblina, se irguió ante ella un hombre que conducía un caballo. Cuando se acercó, vio que era su padre. Había ido a traer el caballo del pastizal.

—¿Qué ocurre? ¿Por qué no estás en la cama? —preguntó él. Ella permaneció inmóvil, con la vista baja, y luego le volvió la espalda sin responder.

—Espera aquí —dijo él—. Iré a traer el carro.

Asta se sentó sobre una piedra, al costado del camino, y la lluvia continuó mojándole el cabello y el cuello. Pronto tuvo los dedos entumecidos de frío. Pero se quedó donde estaba, con frío, sueño, hambre, atontada. Al cabo oyó el traqueteo del carro en el tranquilo aire nocturno y vio que su padre se acercaba una vez más, con el caballo uncido.

—Puedes sentarte en el carro, si quieres —dijo Bjartur.

Pero ella prefirió caminar.

Él condujo al caballo por el empinado camino serpenteante que trepaba montaña arriba, con la joven tambaleándose detrás de él. Cuanto más ascendían tanto más fuerte se tornaba la lluvia. Cuando llegaron a la parte superior de la brecha se había convertido en un verdadero aguacero que hacía rato tenía calada a Asta hasta los huesos. El agua le corría del cabello y le caía sobre la espalda y el pecho. Luego, de pronto, se acordó del pañuelo que tan ansiosamente y durante tanto tiempo deseó poseer, el pañuelo que los grandes del mundo se mostraron tan dispuestos a ayudarla a comprarse. ¿Dónde estaba el pañuelo de la pequeña Asta Sóllilja? Perdido. Pero no importaba. Todo le era igual. Nada tenía importancia. Se resbaló en la fangosa carretera y, cuando volvió a ponerse en pie, su vestido estaba embarrado y rasgado.

—Voy a hacer descansar el caballo aquí, en la cima —dijo su padre—. Y será mejor que terminemos lo que hemos traído para comer.

El gran océano de la víspera había desaparecido completamente en la torva nube de lluvia y bruma de abajo y nada se veía de la parte inferior de las colinas ni de los llanos y su gran ciudad. Ante ellos se erguían las colinas de los páramos, sobresalían de la lluvia y se perdían de vista.

El camino a casa y la distancia que todavía era preciso recorrer parecían fríos e interminables, y la joven pensó tristemente en toda la monótona eternidad que se extendía frente a ellos.

Se sentaron en una piedra mojada, al borde de la brecha. Su padre se sentó de espaldas a ella, con el talego de comida sobre las rodillas. Le entregó por sobre el hombro una tajada de pan seco y un trozo de pescado, restos de los alimentos envueltos la mañana del día anterior. Pero, aunque hacía unos minutos Asta sentía hambre, descubrió que ahora no le quedaba apetito y que la lluvia hacía que los duros mendrugos fueran menos tentadores aún, de modo que tragó cada pedazo con dificultad y disgusto. Su padre guardaba silencio. Permanecieron sentados, dándose la espalda, mientras la lluvia chapoteaba lúgubremente sobre las piedras del entorno. La comida era tan asquerosa que al cabo de algunos bocados la joven tuvo que ponerse en pie. Caminó unos pasos y se descompuso. Vomitó los pocos bocados que había logrado tragar y continuó teniendo arcadas, hasta que finalmente vomitó un poco de bilis.

Después comenzaron los páramos.