28. Literatura

Amé a una hermosa doncella (Hace tiempo fue mía). Rubios rizos cubrían su cabeza. Voz dulce y cristalina.

Sus pupilas brillantes y fogosas. (¡Qué tiernas sus promesas!). Fulgían como el sol, bajo la sombra Delgada de sus cejas.

La sangre era en su cara un fuego vivo (Sangre roja en la nieve). No pensé —enamorado— en el destino Y el destino cumplióse fatalmente.

En la tierra dejaron a mi amada (Inmóvil en la tierra). Mi vida es hoy un tráfago sin alma. Solo estoy con mi pena.

Con esta canción de las Rimas de los vikingos de Jóm, comenzó Asta Sóllilja su educación. Cuando terminó de silabear una estrofa, Bjartur se recostó en el respaldo del asiento y recitó. Asta se aprendía de memoria cada verso que leía, así como la melodía, y se los canturreaba para sí cada vez que estaba a solas. Todas las canciones de amor de ese grupo de baladas estaban dirigidas a la misma muchacha, que se llamaba Rosa. Asta Sóllilja no preguntó nunca quién podía ser la joven tan altamente elogiada por las canciones, pero la vio a la vez que su padre y la amó con él en el lenguaje primitivo, tosco, de las Rimas, que a nada recordaban tanto como a las piadosas pero desesperantes tallas del eje del huso de su abuela. Sus nociones en cuanto a cómo se compone y se difunde la poesía eran vagas. No podía distinguir entre la voz de su padre cuando las entonaba y el amor que vivió en el corazón de un poeta muerto en un siglo distante, pero contemplaba su imagen en el cubo del agua, en el pueril deseo de parecerse a la hermosa doncella que en la tierra fue dejada.

Pero cuando abandonaron las canciones de amor por las baladas propiamente dichas, el avance se tornó más dificultoso. En este punto las explicaciones de Bjartur servían de poco para disipar la oscuridad y enmarañaban los pocos pasajes inteligibles. El lector inexperto se perdía, desesperado, en una oscura neblina de palabras impronunciables y difíciles nombre metafóricos que parecían carentes de significado… Los héroes de los vikingos de Jóm, sus viajes y sus batallas estaban muy lejos de la menguada imaginación de la joven. Y cuando el relato llegó a la vida de los vikingos de Jóm, su padre la leyó para sí y reía, mi Dios, qué putañeo, y luego cerró el libro y dijo que le hacía daño a la gente joven escuchar esas cosas, eran sucias. Finalmente los putañeos de los vikingos de Jóm llegaron a tal extremo que se vieron obligados a abandonar el libro del todo. Su padre trajo las Rimas de Bernótus, son mucho mejores para los jóvenes.

—¿Por qué no puedo enterarme de los putañeos? —preguntó la muchacha.

—¿Eh?

—Quiero escuchar algo de los putañeos.

—¡Zorra! —dijo él, y la abofeteó y no le habló durante el resto del día. Después de lo cual Asta no se atrevió a volver a decir tales cosas abiertamente. Y, cuando llegó al pasaje de las Rimas de Bernótus en que el héroe, disfrazado, visita la alcoba de la princesa Faustina, que había sido honrada con el apodo de «Rosario perverso», se ruborizó. Bernótus decía:

Mi corazón no pudo, noble dama, hallar descanso desde que te vi. Bueno es amar con un amor así.

Ella le dijo: Escucha mi promesa: Amar sólo será una voz de tedio si no avivas la llama con tu cuerpo.

Y allí estuvieron toda la noche, la princesa y el caballero, hasta que salió el sol. Asta Sóllilja no dijo nada, ni una palabra, y tuvo sumo cuidado de no levantar la vista. Pero por la noche, cuando se acostaba, se cubría la cabeza con la manta y la pequeña habitación de Casa Estival no existía ya. Era más bien Faustina, de ligeros dedos que pasan el rosario, provocadora, sentada en su alcoba, pensando en el caballero que todo lo conquistaba y esperando su retorno.

Larga, larguísima fue su espera en su casa, después de que Bernótus tuvo que huir de las iras del rey y llegar a Borney, adonde la peor canalla del mundo fue enviada a destruirle. Y ella permaneció sola en su hogar, en su cámara, mientras él luchaba, también solo, en una playa distante, contra innumerables enemigos, uno contra todos.

Brazos fuertes, hollaba las arenas; a sus rivales combatía, impávido, blande la espada en una mano y quiebra de un golpe atroz la vida a los villanos.

El fiero dardo a Edorleif apuntado, cruza el aire llevando una venganza, el espíritu vil, ya domeñado, en el polvo con su golpe clava.

Sembrando muerte con tremenda furia, torvo, vadea océanos de sangre. Troncha cabezas sin dejar ninguna. En torno suyo, pilas de cadáveres.

Era el recitado de su padre.

Atisbo por debajo del cobertor y ahí estaba él todavía, sentado en el borde de su cama, cuando todos los demás se habían ido a dormir, arreglando alguna herramienta. Nadie se movía ya; la habitación estaba dormida. Sólo él se encontraba despierto, sólo él entonaba entonces las canciones, sentado allí, en mangas de camisa, vigoroso y de anchos hombros, de fuertes brazos y cabellos revueltos. Sus cejas eran peludas, gruesas y salidas como los rebordes de las montañas, pero en su robusto cuello había un lugar cálido, bajo las raíces de la barba. Asta le contempló durante unos momentos, sin que él lo supiera: era el hombre más fuerte del mundo y el más grande poeta; sabía la respuesta a cualquier pregunta, entendía todas las baladas, no temía a nadie ni a nada, luchaba contra todos en una playa distante, independiente y libre, uno contra todos.

—Padre —susurró la muchacha por debajo de la manta, porque estaba convencida de que él era Bernótus Borneyarkappi y ningún otro y que sencillamente era necesario que se lo dijera. Pero él no la oyó—. Padre —volvió a musitar, y no reconoció su propia voz. Pero, cuando llegó el momento, no se atrevió a decirlo. Cuando él la miró un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo, todo el ser, y se encogió bajo el edredón con un corazón que palpitaba fuertemente. Quizás él la habría abofeteado como hizo cuando leían las rimas de los vikingos de Jóm. Hizo bien en no decírselo.

Bjartur bajó a echar un vistazo a las ovejas antes de acostarse. Ella contó sus pisadas en la escalera; él canturreó a las ovejas, ella siguió todo con gran atención. Él subió la escalera, todavía canturreando; el corazón le latía aún a Asta.

Aunque las voces solas no conmueven.

Tu corazón, mi dama sensitiva, Comprende que mis cantos serán siempre De ti y de tu alegría.

Cuando ella volvió a atisbar, Bjartur había apagado la lámpara. Noche.