Pronto llega la noche. El niño ya no se siente tan seguro de sí mismo después de las canciones y los relatos del día, no se atreve ya a dejar que las piernas se bamboleen sobre el borde de la cama. Se acurruca por temor a los poderes ocultos del mundo y teje sin permitirse el más mínimo movimiento. Su abuela y su hermana le dan la espalda, piadosamente atentas al ritual de la cocina. La broza escupe, encolerizada, llenando el cuarto de un denso humo que hace arder la garganta. En ese humo mora la poesía del día, con sus furiosos ventarrones, sus hondonadas y sus espectros per riostra crimina. Aunque las pendencieras voces de los hermanos mayores pueden escucharse de tanto en tanto en las cercanías, no le proporcionan alivio alguno. Y en ese ambiente opresivo los puntos de la calceta se parecen cada vez más a mallas de red. Hace tiempo que tiene dormido el índice izquierdo de tanto apuntarlo rígidamente al aire. En la penumbra del ocaso las dimensiones de la habitación parecen aumentar. La más remota de todas es su madre. Hasta el corazón de ella parece haber desaparecido irrevocablemente en las profundidades insondables de esa bruma que es instinto con poesía de vida, poesía de muerte.
La comida estuvo tensa de esfuerzo y de un helado silencio. Uno o dos de ellos le lanzaron una mirada a Bjartur a hurtadillas y luego se observaron mutuamente. Asta Sóllilja casi no tocó su comida. Pronto estuvieron todos llenos de pescado salado, las patatas se terminaron y nadie quiso más de las gachas que sobraron de la mañana. Asta Sóllilja comenzó a sacar las cosas de la mesa; tenía una asombrosa bizquera. Lo hermanos mayores dijeron algo malicioso en un susurro, y la madre dijo: «Niños», también en un susurro. La anciana tomó las agujas del estante y en mitad de su relato pronunció estas palabras en voz alta:
—¡Muge, pues, muge, pues, mi Búkolla, si estás viva!
—¿Eh? —preguntó Bjartur, malhumorado, desde su cama.
—Toma un pelo de mi rabo y ponlo sobre la tierra —masculló la anciana a su calceta, sin más explicación. En el silencio, la frase sonó como el estallido de la escarcha. Los chicos habían comenzado a empujarse unos a otros cerca de la trampilla. Deteniéndose repentinamente frente a su padre, con un plato en la mano, Asta Sóllilja le miró con el ojo recto y dijo:
—Padre, quiero aprender.
El hielo estaba roto.
—Yo no había aprendido nada antes del invierno en que fui a casa del sacerdote y leí la Saga de Orvar-Oddur mientras me enseñaba mi catecismo —replicó Bjartur.
—Padre, quiero aprender —insistió la joven, humillando la cabeza y dejando caer los párpados, con la garganta y la boca levemente convulsionada, el frágil plato en la mano.
—Muy bien, muchacha, deletrearemos juntos las Rimas de Bernótus.
La niña se mordió un poco el labio y dijo:
—No quiero aprender las Rimas de Bernótus.
—Es extraño —comentó Bjartur—. ¿Qué quieres aprender, pues?
—Quiero aprender cristianismo.
—Puedes aprenderlo de la vieja Hallbera.
—No —dijo la niña—, quiero ir a Rauðsmýri, como dijo el alcalde.
—¿Y para qué crees que quieres ir allí?
—Para aprender a conocer a Dios.
—Basta de esas tonterías —dijo Bjartur de la Gasa Estival.
—De todos modos, quiero ir a Rauðsmýri.
—¿Ah, de veras, mi querida? —dijo él—. Pero ocurre que preferiría criar yo mismo a los chicos de Rauðsmýri antes de permitir que la gente de Rauðsmýri eduque a los míos.
—Quiero ir a Rauðsmýri.
—Sí, cuando yo esté muerto.
—A Rauðsmýri.
—Tu madre también quería ir a Rauðsmýri. Pero prefirió morir antes que ceder. Y murió. Ésa era un mujer. Rauðsmýri es Rauðsmýri. Yo fui allí cuando tenía dieciocho años, hace cuarenta, y jamás he logrado enderezar la espalda desde entonces. Y todavía no han terminado conmigo. Ahora amenazan con obligarme a comprar una vaca. Pero tu madre murió aquí, en este cuarto, sin dejar que nadie le ofreciera nada. Era una mujer independiente.
Bjartur se sentía sumamente orgulloso de su esposa, trece años después de su muerte. Estaba enamorado de su recuerdo y se había olvidado de sus defectos. Pero cuando vio, por los hombros estremecidos de su hija, que estaba llorando mientras lavaba, recordó una vez más que las mujeres son más dignas de lástima que los simples mortales y necesitan ser consoladas continuamente. Por lo demás, si tenía algún rincón de ternura en su ser, era para ese desliz de chica bisoja, de hermoso nombre, a quien a veces contemplaba los domingos y otras protegía de la lluvia en verano, siempre sin hablar. De modo que prometió enseñarle a leer al día siguiente, para que no tuviera nada de qué quejarse en punto a Rauðsmýri.
—Y puede que esta primavera nos compremos la Saga de Órvar-Oddur. E incluso un pañuelo.
Silencio.
—Tendrías que entregarme ese dinero, chica. Es dinero de Judas.
No hubo respuesta.
—¿Quién sabe? Quizá tenga algún traje para ti, envuelto en mi chaqueta dominguera, en el arcón. Pero tendrás que hacer algo para crecer para la primavera que viene.
—Muge ya, muge, vaca —masculló la abuela a la rueca.
—¡No toleraré estas tonterías delante de los jóvenes, Hallbera! —exclamó Bjartur bruscamente.
—Arráncame un pelo de la cola y ponlo en el suelo.
Las lágrimas de Asta Sóllilja continuaban cayendo sobre los platos.
—He estado pensando —dijo Bjartur— que, puesto que tienes la edad que tienes, es hora ya de que te regale un cordero. Hay un borrego amarillo castaño, de nariz peluda, que no es muy distinto a mi chiquita.
Por algunos momentos permaneció contemplando, un tanto turbado, aquel cuerpo delgado que tenía sus propios anhelos en un valle tan cubierto por la nieve, que lloraba y no quería ser consolado. Luego se acercó a ella y la acarició unos instantes como si la niña, la florecilla, fuese un animal.
—Cuando llegue la primavera —dijo— te dejaré ir al pueblo conmigo. Eso es mucho mejor que ir a Myri. Podrías ver el mar y el mundo en un solo y único viaje.
Y, mientras la tocaba de ese modo, Asta olvidó su pena, tan pocas eran las veces que la acariciaba. Se acurrucó contra él y sintió que su padre era la fuerza más grande del mundo. Había un lugar agradable en el cuello de Bjartur, entre la camisa y las raíces de su barba. Cuando la boca de la joven se estremece, caliente, de lágrimas, ansia buscar ese lugar y encontrarlo. Y así desaparece la animosidad de la vida, a veces súbitamente. Sólo un momento en el ocaso y desaparece.
De pronto encienden la lámpara.
El pequeño mundo de seres humanos que prolongan su existencia allí, en el olvido de las extensiones heladas, torna una vez más a ser normal. Bjartur talla a cuchillo un travesaño para un cajón de heno, probándolo repetidamente para cerciorarse de su tamaño, con musgo y virutas en la barba y, a largos intervalos, uno que otro verso interrumpido. Los niños mayores cardaban lana. Son ejemplos de dos temperamentos distintos. El mayor, de pelo crespo y miembros largos, un alma tortuosa, inexplicable. El menor, robusto y, como sucede generalmente con la gente obstinada, entusiasta y de genio rápido. El mayor solía hacer carantoñas a espaldas de su padre. En mitad del día se escurría en la casa y rascaba la mesa con las uñas, mirando tonta y obstinadamente a su padre en el ínterin y golpeándose las rodillas una con otra mientras estaba sentado. El hermano mediano se mantenía abiertos los ojos con cerillas, por su propia voluntad, y trabajaba hasta que quedaba inconsciente. Riñen y riñen y se dan continuamente codazos en las costillas; probablemente todo terminará a golpes. Y Asta Sóllilja también tiene lo suyo, bah, apenas es medio ser humano, le falta esto y lo otro y cualquier cosa la hace lloriquear, nadie soñaría siquiera en aullar como hace ella cuando llora. Al fin ha dejado de aullar. Mamá, por otra parte, no está hoy mejor, todo sigue igual que ayer y que anteayer. ¿Quizás el alcalde podría darle la medicina que la curaría?
Y la rueda sigue girando por el desierto del tiempo.
El pequeño Nonni no piensa ya en la noche y, aunque ha llegado, no la tiene en cuenta, la familia y los utensilios de cocina se deslizan por igual, gradualmente, de sus sentidos, las dimensiones del cuarto se agrandan hasta convertirse en improbabilidad, donde nada es ya posible. ¿Cómo podía haber algo más tonto que un cuarto que se ensancha? Incluso el sonido de la rueca de la abuela ha perdido las cualidades de la proximidad, es como un viento lejano, remoto, silbando entre grietas desconocidas; las mejillas de la anciana, enmarcadas por la capucha, se disuelven en una bruma impertinente. ¿Habrán enviado a nuestra Sola a Útirauðsmyri, para aprender a conocer a Dios? ¿O consiguió una vaca? No, era solamente la perra, junto a la trampilla, bostezando y rascándose y golpeando la pared antes de acurrucarse. Su madre era apenas un recuerdo mudo de un indistinto mundo de canciones, alguna meta que uno estuvo ansiando todo el día pero que ya había olvidado. Oh, estar allí, oh, estar allí. Se acerca la hora que tiene en su seno la meta de todos los deseos, aunque no se haya cumplido ninguno de ellos.
De ese modo llega la noche, antes de que uno se haya dado cuenta de que el largo día ha terminado. Viene disfrazada, en imágenes que se disuelven y desaparecen. Y el niño desaparece, a su vez, del tiempo, justamente con las imágenes.
Su abuela le desata los lazos de los zapatos.