26. Día

Las comidas en esa familia se tomaban, por regla, en silencio y en una atmósfera de solemnidad casi furtiva, como si se llevara a cabo algún oscuro rito impresionante. Todos y cada uno se acurrucaban atentamente sobre el plato que tenían en las rodillas y extraían las espinas del pescado con una precisión digna de un relojero, o, sosteniendo el cuenco bajo la barbilla, tragaban sus gachas con concentrada atención. Era maravilloso ver la cantidad de gachas que el padre solía engullir en un corto lapso. La anciana, de espaldas a los demás, comía sin cuchillo cerca del fuego. Para la comida de la mañana había siempre gachas de harina de avena, morcilla, una tajada de pan, los restos fríos del pescado salado de la víspera y café recalentado y servido con un trozo de azúcar. El azúcar era objeto de muchas expectativas. La madre, que no tenía ni el apetito de un pajarillo, se ponía de pie con dificultad, desde su posición entre sentada y acostada en la cama, y tomaba alguna medicina de una de las ochenta botellas que le proporcionaba su diputado. Su rostro era grisáceo y fláccido, sus ojos grandes y afiebrados. No podía masticar debido a una afección de la boca. A veces el hijo menor pensaba que su padre mostraba poco afecto al sentarse allí, frente a ella, y tragar tantas gachas cuando ella mordisqueaba su porción de pescado con tan evidente desagrado y deglutía el alimento con un lastimoso estremecimiento. Nunca ansiaban tanto los niños un buen trozo de carne jugosa o una gruesa tajada de pan de centeno como cuando habían terminado de comer.

Después de la comida de la mañana, Bjartur se recostaba en la cama —hábito infantil—, roncaba atrozmente durante unos instantes y luego se ponía en pie de un salto, con la expresión de un hombre acosado por increíbles peligros, y desaparecía para ir a echar una mirada a sus ovejas. Una choza, ya completamente colmada, había sido construida para las ovejas en un extremo del pegujal, pero los corderos y los animales de dos años seguían alojados bajo el mismo techo que la familia. Los hermanos mayores limpiaban los establos, rastrillaban la inmundicia del piso y abrían caminos en torno a la casa, caminos que la nieve que caía empecinadamente volvía a llenar. Las ovejas debían trasponer dieciocho escalones cavados en la nieve para salir de la que caía frente a la puerta, y también era preciso cortar los carámbanos de la ventana para que entrara la luz.

Y después de la comida de la mañana, cuando el padre y los hermanos mayores habían ido a ver a las ovejas, entonces, y sólo entonces, comenzaba el día en el pegujal, comenzaba en serio, comenzaba en su largo y en su ancho, un día con su noche que nadie podía prever. La luz era escasa debido a la pequeñez de la ventana y al espesor de la nieve. Dos de las camas estaban ya hechas; en la tercera yacía la madre, inmóvil. Su confinamiento coincidía, como de costumbre, con la enfermedad que raramente duraba más de tres meses y que la tumbaba todos los inviernos con tan leal regularidad. También había tenido un niño para el alcalde y el sacerdote, el año anterior, y en esa ocasión debió guardar cama durante cuatro meses. De tanto en tanto se acomodaba en una nueva posición, conteniendo los gemidos y moviéndose lenta y cautelosamente debido a las molestias que le ocasionaba el estar continuamente acostada. En el borde de su cama, ante la ventana, está Asta Sóllilja, tejiéndose un chaleco. Se halla sentada de tal modo que los pies se le bambolean, sin llegar al piso, pero, naturalmente, en esa posición puede apoyar de tanto en tanto la cabeza contra la pared. Ocasionalmente se recuesta contra la pared y dormita.

La abuela tomó su rueca y comenzó a hilar.

Y el chirrido de la rueca de los largos días llenó la casa. Y esa rueda que giraba era como la rueda del tiempo, que se lleva nuestras almas, cada una a su propia tierra.

El pequeño Nonni puede ahora jugar durante un rato. De modo que arrea sus cuernos de ovejas a los pastizales, por todas las camas, metiendo algunos de ellos bajo las vigas, son picachos de montañas, aunque en realidad las ovejas trepan por la parte interna de los picos, y amarra las mandíbulas de sus vacas, a los pies del fogón, porque en eso se diferencian Bjartur de la Casa Estival y él: el pequeño Nonni tiene diez vacas. Luego parte en largos viajes sobre los huesos de las patas de los animales, orientándose en los lugares desconocidos de atrás de los páramos y las montañas y cabalgando en sus caballos hasta los fiordos, en largos y duros viajes, porque en ese cuarto hay distancias incalculables, si es que un viaje se hace de acuerdo con leyes que sólo él puede comprender. Incluso las cabeceras de las camas son peligrosas veredas montañesas, completas, con sus cañadones, sus aludes de nieve y sus fantasmas. Se ve obligado a pasar la noche en un lugar del camino (bajo la mesa, junto a la ventana). Sólo en primavera reaparecen las distancias de la realidad con el deshielo y la mejoría de la salud de su madre, y entonces empiezan a disolverse las extensiones de la habitación. Y tan oscuras son esas distancias que, a pesar del largo viaje, el lugar de destino, junto a la trampilla, no está a más de un palmo de distancia de su camastro.

Al llegar al pueblo echa un parrafito con el médico y el comprador. Compra una enorme carga de uvas pasas, porque en su casa se vive exclusivamente de esas cosas, ciruelas pasas en cajones, uvas pasas por costales, azúcar en pilón. En su dispensario el médico tiene tantas botellas de medicina como ovejas el alcalde, unas quinientas, más o menos. Pero, por extraño que parezca, el niño no compra ni una gota. Por lo tanto, se niega a prometerle al médico su voto en compensación por las medicinas, como lo hacía su padre. Jamás ha conocido nada de olor tan fétido, nada de sabor tan amargo como esas medicinas del médico. En el fondo sospecha que son ellas las que impiden que su madre sane, e incluso que su padre las compra para estar seguro de que su esposa no se levantará, y que el médico es cómplice de la conspiración. Por ese motivo no le agrada el médico y se niega a hacer llegar al Parlamento a un hombre así, con su voto. Vota, en cambio, por el comprador, por simple respeto a sus uvas pasas. Y entonces el médico se enfurece y amenaza con llamar al alcalde. Pero el niño no teme; promete saldar su deuda dándole al médico un perro viejo, un hueso de la pata de una oveja, y esto provoca una violenta riña en Fjórdur.

—¡En nombre del cielo! ¿Qué es todo ese barullo? —exclama su abuela. Pero el pequeño no responde por el momento porque su abuela pertenece a otro plano, a otras dimensiones. Si la anciana continúa hablando sería, cuando mucho, como una leve nevada del norte.

—Si no puedes vivir en paz contigo mismo, tendré que hacerte probar la correa.

—Abuela —dice entonces el chiquillo—. Tú no existes. No eres más que una tormenta en el aire. Estoy viajando al pueblo.

—¡No seas tan tonto! —responde la abuela—. ¡Tendrías que avergonzarte de ti, un chico tan grande con fantasías tan enormes en mitad del día! ¡Y todavía no sabes tejer siquiera!

El niño interrumpe la discusión con la burguesía de Fjóróur y dice:

—¡Vaya! ¿Qué les dije? ¡Está por levantarse una tormenta! —Y, esparciendo apresuradas despedidas, se vuelve a casa a toda velocidad, corriendo por los serpenteantes caminos que pasan por encima y por debajo del piso. Pero a mitad de camino su abuela le alcanza como una borrasca, surgiendo sin previo aviso en el páramo, de modo que él muere en el páramo y es puesto en la cama de la abuela, donde se le entregan las agujas.

Enlazando lánguidamente el hilo en torno del dedo, comienza a tejer. Es el mismo pie de calcetín con el cual viene luchando desde hace una semana y, sin embargo, está lejos de terminarlo. Parece que nada quiere avanzar en esos días, que todo está dispuesto a arrastrarse tan lentamente como le sea posible. No se ve el fin de nada, ni el fin del calcetín, ni el fin del día, ni el fin de la vida en el hogar. El análisis de esa interminable demora le da mucho sueño. Luego, repentinamente, recordó que había muerto en una tormenta, en el brezal.

—Abuela, soy un fantasma —dijo bostezando.

—Pobre desdichado, todavía no has oído nada bueno hoy, ¿eh?

No, era cierto, ahora que lo pensaba, aún no había oído nada bueno, y peores cosas podían sucederle que escuchar algo bueno. Su abuela se quedaba tan absorta con frecuencia en el algo bueno que le recitaba, que se olvidaba de reñirle por su tejido, en especial si era realmente bueno:

In dulce júbilo

está el deseo del alma;

in prencipio

el coro celestial,

alfahesido,

alfahesido.

Oh Jesú parvuli

mi alma descanse en ti,

oh pura optimi,

en tu reino libre,

oh príncipe de gloríi,

adelante, apostea;

adelante, apostea.

Oh de Pedro Caritas,

oh santa Penitas,

de su costado desgarrado

por nostra crimina

y todo pecado perdonado

cielorum gaudia,

¡Oh, estar allí!

¡Oh, estar allí!

Ahora llega gaudia donde se puede oír

Que los ángeles del cielo

Cantan los cánticos

Y suenan los trombones

Entra la curia.

¡Oh, estar allí! ¡Oh, estar allí!

Y así sigue y sigue. Los himnos nunca parecen tan largos como en la niñez y nunca es su mundo y su lenguaje tan ajeno al alma. Lo contrarío ocurre en la vejez: las horas son entonces demasiado cortas para los himnos. En esos piadosos versos antiguos, añejos, sagrados y salpicados de latines, que la vieja había aprendido de su abuela, en ellos estaba oculto su otro mundo. Su ritmo, acompasado con la presión regular de la cacerola, era su música, a la que ella se entregaba hasta que las paredes del estrecho cuarto se alejaban flotando hacia los horizontes de la eternidad y la anciana se encontraba sentada, con las manos cruzadas sobre el regazo, el hilo roto, la rueca silenciosa. Con el eco del verso que resonaba en su alma y en sus labios, comenzaba a buscar el hilo del huso, y, cuando por fin lo encontraba, pasaba el extremo del tubo y despertaba al niño.

—¡Cielos, qué visión lamentable! —dice—. Hoy se asemeja a una red de pescar salmón, ayer no se podía pasar un clavo por la malla. Dos lazadas en torno al dedo, tonto, o te lo desharé todo.

Ahora hay que encontrar algún método de escapar a esas invariables críticas cotidianas, aunque sin poner abiertamente en tela de juicio los propósitos que las animan. Ello puede conseguirse de varias formas. A veces se puede engatusar a la anciana para que recite otro himno, otras para que le cuente un cuento, pero lo más seguro es desviarle la atención hacia algún escándalo más flagrante que un par de puntos sueltos. Hoy tiene suerte. Asta Sóllilja se encuentra recostada contra la caída del techo, con la cabeza bamboleándose hacia delante, las agujas inmóviles en sus faldas, profundamente dormida.

—¡Abuela! —exclamó el chiquillo, grandemente ofendido—. ¡Asta está dormida; mira!

Y así consiguió el pequeño apartar la atención de la abuela de su persona y dirigirla hacia Asta Sóllilja, ese ser soñoliento que tenía extrañas formas y que era, si debe decirse la verdad, sólo una mitad de ser humano. ¡Piadosos cielos, qué visión lamentable! Pero cuando Asta Sóllilja fue despertada con todo el adecuado ritual, todo volvió a comenzar y el día parecía no haber avanzado ni un centímetro y su madre se quejaba tan penosamente como siempre y oh pura optimiy adelante, apostea.

Adelante, apostea.

La rueda había comenzado a girar nuevamente antes de que el chico recordara que hacía cierto tiempo que era un fantasma.

—Fantasmas… —observó—. ¿No consiguen ellos lo que quieren?

—¡Oh, bobadas!

—Pueden hacer lo que les plazca, ¿no es cierto?

—Continúa con tu tejido, tonto.

—Abuela, ¿quieres contarme un cuento de fantasmas?

—¿De dónde tengo tiempo para cuentos?

—Un solo fantasma.

—¿Qué cuentos puedo saber de fantasmas yo, una vieja que siempre está en cama y no puede recordar nada?

Pero, al cabo de unos momentos, podía escuchársela mascullar para sí. Era como el primer susurro de un ventarrón que pronto soplaría con todas sus fuerzas. Sus cuentos estaban todos cortados con el mismo molde. En la hambruna que vino después de la Gran Erupción, la gente comía trozos de cuero y estaba tan delgada que los piojos la perforaban; su abuela podía recordar esa época. Hubo una vez un cincelador francés —esto ocurrió cuando yo me encontraba en el sur—, y el barco fue lanzado a las arenas de la playa por una espantosa borrasca. La tripulación pereció en un banco de arena, un rico granjero se robó todo lo que llegaba flotando a la costa, incluso una barrica llena de dinero y un barril repleto de clarete. El capitán volvió a la vida, lo mismo que el cocinero, y persiguieron al ladrón hasta la novena generación; todavía no se ha librado de ellos; hay muchos relatos al respecto. Dos hermanos fueron al mercado, uno volvió a su casa por la mañana, el otro quiso quedarse un día más. Era un largo camino, cruzando las montañas. Se desató una atroz tormenta, pero el hermano logró llegar a su choza. La choza era muy frecuentada por los fantasmas. Afuera los fantasmas aullaban horriblemente. El hermano apiló más piedras contra la puerta y rogó para que el espectro jamás medrase. Por la mañana hubo una intensa helada, pero la nieve había dejado de caer. El hermano quita las piedras y abre la puerta. Pero, al abrirla, cae hacia adentro su hermano, muerto de frío. Éste volvió a la vida y se apareció a su hermano en forma de fantasma. Ilimitados espacios con insondables derrumbes de nieve, precipicios sobre los cuales los hombres caían ciegamente y morían, ríos helados en cuyos pozos la gente caía y era arrastrada bajo el hielo hasta el mar y cobraba vida, golpeaba ventanas y recitaba poesías. Monstruos marinos que atacaban a las personas al pie de los riscos y destruían las casas cuando las mujeres estaban solas. El espectro Kólumkilli, dicen, es inmortal y la bruja Gunnvór vivió en ese pegujal e hizo un convenio con él y asesinaba a la gente, hay muchas historias en cuanto a eso, historias interminables, y finalmente fue desmembrada ante la puerta de la iglesia de Myri, el día de Trinidad, y le cortaron los miembros; ningún hombre de Dios o de bienquerencia fue huésped de Gunnvór, me rompió la costilla, la pierna, la cadera. Y si Kólumkilli me llamara, esto es lo que me diría: tuétano y sangre, tuétano y sangre, y trololó…

De pronto Bjartur asomó la cabeza por la trampilla y gritó:

—¡Pon la marmita en el fuego, Hallbera! ¡Tenemos visita!

Apartando la rueca en mitad del cuento, la anciana respondió, gruñona:

—¡Oh, no hay necesidad de decírmelo! Algunos de ellos no salen jamás del camino. Y esta mañana una turba de duendes les anunció.

—Sola te ayudará a hacer unas tortas de sartén, y puedes hacer el café tan cargado como quieras, en honor de un hombre que nunca vino aquí hasta ahora; estaba buscando algo, no sé qué. Y nada de vaguear.

Unos momentos después surgieron en la trampilla las facciones netamente cinceladas del alcalde, en su marco de cabellos fuertes, surcados de hilos grises. Llevaba una gruesa chaqueta de montar y una bufanda, botas de piel de foca y largas medias para andar por la nieve; le llegaban hasta el muslo, con los pantalones embutidos en ellas. Su fusta estaba adornada con tres resplandecientes anillos de plata. Iba camino del pueblo y le acompañaba uno de sus mozos de labranza. Tendió dos o tres dedos para saludar y masculló algo que se perdió en su barba. Asta Sóllilja le dejó espacio para sentarse en la cama de los niños, en tanto que Bjartur se sentaba junto a su esposa. El aroma de la primera fritura llegó hasta ellos.

—Bueno, bueno, viejo —dijo Bjartur, como si sintiera más bien lástima por el alcalde—, de modo que está viendo qué piensan sus caballos de los caminos con este tiempo, ¿eh?

—Oh, los caminos están perfectamente bien —respondió el alcalde con tono soñoliento, acariciándose la barbilla y bostezando mientras su mirada vagaba por el cuarto.

—¿Sí? Es curioso. Me parece recordar un tiempo en que usted habría dicho que los páramos eran demasiado peligrosos para los caballos con este espesor de nieve —dijo Bjartur, que siempre se mostraba equitativo en sus tratos con el alcalde—… especialmente si era yo quien quería usar los caballos. Pero, por supuesto, un hombre sabe bien hasta qué punto debe exigir a sus caballos.

—Bah, no me encontrarás muy a menudo en los páramos sin que tenga motivos para ello —respondió significativamente el alcalde—. Y los caballos son míos.

Bjartur replicó a esa insinuación observando que tanto los ricos como los pobres tenían siempre en la mente algún motivo, ya se encontrasen en su casa o en el desierto, y el alcalde podía decir lo que quisiese pero últimamente había habido mucha falta de nieve por los alrededores, estuviera como estuviese en Myri.

El alcalde respondió que en Myri no estaba peor de lo que podía esperarse a esa altura del invierno. Extrayendo su tabaquera de plata, midió con el dedo una buena porción para mascar, cortó el trozo con los dientes y, luego de reponer cuidadosamente el resto en la tabaquera, cerró ésta con gran precaución. Luego se recostó en la cama, sin mostrarse atemorizado por los piojos.

—Bien, bien, gallo viejo —dio Bjartur afablemente—. Eso es, sí. ¿Y qué novedades hay por ahí en estos días?

El alcalde dijo que, por lo que a él concernía, todo estaba como de costumbre. No sabía cómo le iba a otras personas.

—¿No hay señales de lombrices o diarrea?

—¿Te refieres a mí?

—Oh, usted siempre habla en primer lugar de sí mismo, si le conozco bien.

—Me importa muy poco que tengan lombrices o no, por el precio que se consigue en la actualidad por ellas —contestó el alcalde—. Los condenados animales resultan sencillamente una carga en estos días.

Bjartur se mostró dudoso de que la gente hablase en serio cuando se refería desdeñosamente a las ovejas.

—Lo que es por mí, puedes dudar todo lo que quieras —repuso el alcalde.

—¿Ha limpiado la nieve del campo?

—No. Todavía no me falta heno.

—Ni a mí —aseguró Bjartur.

El alcalde, ahora acostado a sus anchas en la cama, chupaba con todas sus fuerzas y ya había acumulado tanto líquido que comenzaba a esquivar frases largas. Los ojos, a medias cerrados, pasaban de una cosa a otra, hasta que finalmente se posaron en Asta Sóllilja, atareada con su cocina.

—Hubo ocasiones —observó el alcalde— en que tuviste que pedir a otras personas lo que más necesitabas.

—Bien, la culpa es de la esposa de usted, si se negó a aceptar nada por las pocas gotas de leche que me dio para poner en las gachas de los niños, cuando eran pequeños. Y no le debo ni un céntimo por la tierra, como saben todos, amigo mío, aunque me llevó doce años saldar la deuda.

—Me extraña que sigas usando como siempre la tierra de otras personas.

—¿Eh?

—¿No llevabas algo a la espalda cuando viniste a verme, ayer? Ésta es la cuarta vez, si no me equivoco. Lo que no puedo entender es por qué me compraste tierras aquí, en el valle, si tienes la intención de apoderarte también de mi cementerio.

—Puede que ustedes, la gente de Rauðsmýri, hayan vencido a la muerte —dijo el pegujalero, pero el alcalde no respondió al sarcasmo.

—¿Qué debo decir si me encuentro en el pueblo con el gobernador? —preguntó.

—Que la oveja carinegra que le saqué el otro día de un pantano estaba podrida de tan enferma —replicó Bjartur.

La única respuesta del alcalde fue mover el tabaco en la boca durante unos instantes y luego escupirlo todo en un chorro a los pies de Bjartur.

—¿Qué edad tiene ahora esa chica tuya? —preguntó, sin quitar la mirada de encima de Asta Sóllilja.

—Va a cumplir catorce, la pobrecita. No me sorprendería que haya nacido al mismo tiempo en que hacía el primer pago de la tierra.

—Eso te demuestra quién eres: catorce años de trabajar en esta granja y todavía no tienes una sola vaca.

—Si no hubiese sido porque durante doce años me pesó sobre la conciencia esta franja de tierra, seguramente habría comprado una vaca y contratado, además, gente para que me ayudara. Pero ocurre que durante toda mi vida sustenté la opinión de que la libertad y la independencia valen más que todo el ganado por el cual agricultor alguno se haya endeudado.

El alcalde lanzó un leve resoplido.

—¿Cómo dijiste que se llamaba? —inquirió.

—Se llama Asta Sóllilja.

—¿Qué quiere decir eso?

—Quiere decir, amigo mío, que ella jamás tendrá que depender de nadie, de cuerpo o de alma, mientras yo viva en esta choza. Y ahora, no hablemos más de eso, compañero.

Pero el desprecio del alcalde por la independencia de Bjartur no conocía límites. Y dijo:

—Puedes enviármela a la vuelta del año; a mi esposa le gusta mucho enseñar a los niños a leer y demás. Le daremos alimentación durante un mes, más o menos.

—En Casa Estival hay alimentos en abundancia —dijo Bjartur—. Y esas conmovedoras ñoñerías que, los de Myri, llaman instrucción son probablemente más saludables para los chiquillos que ustedes reconocen como propios.

El alcalde, inclinándose hacia delante, arrojó un inmenso chorro a los pies de Bjartur y luego se pasó adormiladamente la mano por la frente y la mejilla y contuvo un bostezo.

—Yo defiendo a mi gente, usted a la suya —agregó Bjartur sin mirar el salivazo.

—Veo que tu esposa está más o menos como siempre —observó el alcalde—. ¿Cuánto has pagado este año por sus medicinas?

—Eso es otra cuestión completamente distinta. Jamás se me ocurriría negar que he tenido la mala suerte de casarme con dos mujeres que sufrían del corazón, cosa que, como es voluntad de Dios y una suerte impía, no le atañe a nadie, y a usted menos que a nadie.

El alcalde, que nunca se ofendía por una respuesta cortante y a quien, por el contrario, le gustaba más ese tono que cualquier otro, se rascó aquí y allá, porque los insectos comenzaban a morder, y dijo, dirigiéndose a nadie en especial:

—Oh, está bien, no me importa. Pero la esposa piensa que la niña debería recibir alguna instrucción, y acaba de promulgarse una ley acerca de los exámenes obligatorios. No quiero que nadie dude de mi opinión, eso sí: considero que todo este asunto de la educación será la ruina de las clases bajas.

—En ese caso opino que los que pertenecen a las clases bajas eduquen a los de las clases bajas, y que los que pertenecen a las clases altas eduquen a sus clases altas. Y transmita mis mejores deseos a la Señora.

—Yo no gano nada con que la gente sea educada —prosiguió el alcalde—. Pero eso es lo que quiere el gobierno. Y, de paso, las mujeres, en mi casa, están todas furiosas y dicen que deberías conseguirte una vaca.

—Soy un hombre libre.

—Hmm. ¿Qué quieres que le diga al gobernador si decide averiguar la cuestión?

—Dígale que la gente del páramo está plantada sobre sus propios pies.

—Sí, y está también metida hasta el cuello en sus propias tumbas —resopló el alcalde.

Antes de que a Bjartur se le ocurriese una réplica adecuada, una voz, tenue y temblorosa, llegó desde la región de la cocina.

—Es como dice su señoría: ésta no es vida para seres humanos. Yo viví durante cuarenta años en Uróarsel y siempre temamos alguna que otra vaca. Nunca tuve que pedirle nada especial a Dios durante esos cuarenta años.

—Escucha —dijo el alcalde, como si en ese momento se le hubiese ocurrido algo—, puedo venderte una que debe parir en el verano, un espléndido animal; no da mucha leche, pero tiene vida para rato.

Otra vez con lo mismo, pensó Bjartur, que conocía a su alcalde de antiguo. Esta no era la primera vez que discutían. Resultaba como golpearse la cabeza contra un muro de piedra. Tenía la costumbre de recomenzar donde había dejado la vez anterior, el viejo mulo. Era inútil tratar de hacer que se olvidase de una idea. Difícil es decir si ese rasgo de su carácter irritaba a Bjartur o excitaba su admiración. Y entonces sucedió algo que hizo que Bjartur demorase la respuesta: de pronto Finna intentó incorporarse y, mirando a los dos hombres con ojos afiebrados, susurró gozosamente:

—¡Ojalá Dios lo permita! —y volvió a acostarse. Sólo cuando se extinguió ese susurro pudo Bjartur encontrar oportunidad de responder al alcalde.

—No habría tenido usted tanto interés en ofrecerme una vaca el año pasado, o el otro, amigo, si no estuviese todavía inseguro a cuanto a que yo haga los últimos pagos de la tierra.

—También podría proporcionarte heno para la vaca —ofreció el alcalde.

—¡Que Dios bendiga a ese hombre! —volvió a suspirar la mujer desde la cama.

—¡Bah, tú recibes tus medicinas de Finsen, muchacha! —dijo Bjartur—. Nunca te han faltado.

El alcalde, que gozaba de cierta reputación local como homeópata, preguntó si podía ver algunas de las medicinas que Bjartur obtenía para su esposa del oficial médico del distrito y diputado, el doctor Finsen. Finna descorrió la cortina de la rinconera que estaba junto a su cama, dejando al descubierto una enorme e imponente colección de botellas de remedios, de todos los tamaños y colores, tres estantes repletos. La mayoría de los frascos estaban vacíos. El alcalde tomó uno o dos, les quitó los tapones y olisqueó. Todos tenían la misma inscripción, escrita con las correctas letras negras del doctor: «Guófinna Ragnarsdóttir. Para ser tomado tres veces al día, a intervalos regulares. Uso interno». Cuando el alcalde hubo olido despectivamente varias de las botellas, las dejó en su sitio con la observación de que hacía ya demasiado tiempo que el viejo pillastre fabricaba sus venenos.

Pero el café estaba ya servido y Bjartur exhortó generosamente al alcalde y a su ayudante a que atacasen con uñas y dientes las tortas, o como quieran llamar a esas cosas. La anciana, todavía murmurando para sí, se movía afanosa ante la cocina, pero Asta Sóllilja, que había escuchado todo lo que se dijo acerca de las vacas y de la instrucción, se chupaba un dedo y contemplaba con respeto la forma en que el alcalde daba cuenta de las tortas de sartén que ella misma había hecho. Los ojos de los chiquillos se agrandaron más y más a medida que el montículo espolvoreado de azúcar disminuía en la fuente y sus rostros se alargaron al tiempo que las rosas, su romanticismo y su damisela comenzaban a aparecer. ¿Es que no pensaban dejar ni una?

—De paso —dijo el alcalde—, puede que mi hijo Ingólfur pase por aquí en la primavera, por algún asunto de negocios.

—¿De veras? —contestó el pegujalero—. No le prohibiré el uso del camino. Entiendo que en estos días se ha convertido en todo un personaje en el sur.

—Gerente de la cooperativa —corrigió el alcalde.

—¡Ah! De modo que hay alguna diferencia, ¿eh?

—No sé si estarás enterado de que para la lana obtuvo el año pasado un precio triple del que Bruni estaba pagando por ella. Y las ganancias que hizo con los carneros este otoño no parecen haber sido menores.

—Por lo que a mí respecta —dijo Bjartur—, mientras pueda pagarles a usted y al comprador lo que legalmente les debo, tanto me da que se acusen mutuamente de fraude o robo; para mí es lo mismo.

—Sí, todos sois unos cuervos —observó el alcalde—. Vivís y morís completamente confiados al que más os despluma.

—No sé nada de eso, pero, de acuerdo con lo que oí, usted no paga mucho más por lo que compra vivo, amigo. Este otoño me decía el comprador que usted gana de cinco a ocho coronas por cada oveja que vende en Vík. Y ése no fue el cálculo más elevado que me hicieron.

Pues bien, la idiosincrasia del alcalde era tal que, si se le hubiese acusado de robo o asesinato, habría conservado un exterior imperturbable y se habría mostrado, incluso, complacido. Pero había un crimen con el cual no quería que se relacionase su nombre: si alguien insinuaba que estaba ganando dinero, se rompía el hielo y se le desataba la lengua; tal calumnia era más de lo que podía tolerar. Inclinándose hacia delante, abrió la boca para dejar escapar un torrente de palabras, con los músculos de la cara retorciéndosele convulsivamente, los ojos encendidos, y símiles discordantes. En un instante había desaparecido toda su soñolencia.

—Por suerte sucede que estoy mejor enterado de mis asuntos que el comprador de Fjóróur. Y puedo proporcionar pruebas documentales, en cualquier momento, de que mis transacciones con ovejas me han hecho más daño que el produjeron todos los zorros a todos los granjeros de esta región, hasta muchos kilómetros más allá, durante las dos o tres generaciones pasadas. Tú permites que el comprador te convenza de que compro ovejas en otoño por pura diversión. Pero la verdad del caso es que cuando he comprado ovejas a la gente de esta comarca ha sido por simple caridad. ¿Y qué es caridad? Un individuo va y se mete en unos embrollos que desde el principio hasta el final deberían ser preocupación de dicho individuo; un individuo permite que le engañen y le hagan salvar, a personas irredimibles, del hambre, o de las deudas, o de la bancarrota inminente, y todo por culpa de los impuestos, en lugar de permitir que los tales se vean obligados a vivir de la limosna de la parroquia y que éste tenga que vivir del condado, y el condado del país. Y que todo el condenado país tenga que vivir del infierno. ¿Os invité acaso para gozar del placer de vuestra compañía? No, no invité a ninguno. Pero acudís, de todos modos, y heme aquí. Uno viene a pedir trigo, otro azúcar, un tercero heno, un cuarto dinero, un quinto rapé, cuando a veces ni siquiera yo mismo tengo tabaco para mascar. El sexto viene a pedirme todo eso a la vez, el séptimo exige mezcla de rapé, como si fuese tarea mía la de ponerme a mezclar rapé para la gente, ¿y acaso Bruni se piensa que soy una especie de dispensario de regalos, al cual puede dirigirse todo el mundo para pedir lo que necesite sin pensar en el pago? Y entonces, ¿por qué Bruni no convierte su comercio en un establecimiento para entregar continuamente regalos, si se me permite preguntarlo? No, compañero, puedes decir a Bruni de mi parte que durante todo el año viene a verme una oleada interminable de hombres sin dinero, de hombres que él ha desplumado hasta dejarles en la piel y a quienes ha negado, como si fuese un crimen, que pidiesen al fiado el más pequeño bocado para alimentar a sus tribus de hijos hambrientos y macilentos. ¿Y qué consigues en el otoño de esa gente? Unos cuantos huesos lamentables que podrías levantar con el meñique, y que ni siquiera vale la pena envenenarlos para usarlos de cebo para los zorros.

Después de este estallido, el alcalde rebuscó en los bolsillos, furiosamente, su tabaquera, pero pocas veces continuaba mascando hasta que había convencido a su contrincante o hasta que le había dejado por imposible.

—Ha llegado el momento —continuó, en lugar de morder el tabaco—, y hace tiempo que llegó, de que todos los agricultores con agallas os unáis, aquí como en otras partes, para averiguar dónde os aprieta el zapato, a fin de que individuos tan débiles como yo, con rentas pequeñas y grandes responsabilidades, no tengamos que cuidar a personas que el comprador está decidido a matar de hambre… y ser llamados luego ladrones por los trabajos que nos tomamos.

—Hubo una época en que la gente habría dicho que usted debía estar enfermo si anteponía los intereses de los demás a los suyos propios —declaró Bjartur.

—No interesa. Pero puedes estar seguro de una cosa, y es que yo podría preparar para tu Finna un remedio mejor que esas malditas lavazas de alcanfor que te entrega el viejo Finsen. Él y Túliníus Jensen son un par de pájaros del mismo plumaje. Por lo que yo sé, jamás ha hecho en el Albingi otra cosa que pedir que se construyesen muelles para el comprador. Ya han sangrado al erario para sacarle subsidios con que construir embarcaderos que, naturalmente, el oleaje redujo a arena en cuanto estuvieron terminados. De modo que ahora decidieron ordeñarlo por valor de otras cien mil coronas para construir un rompeolas que llegue más o menos hasta el horizonte y sirva de protección de los embarcaderos en ruina. ¿Y quién paga toda esta construcción que es arrojada al mar como si fuese basura? Nosotros, los agricultores, está claro; nosotros, a quienes arrancan la carne hasta el hueso por medio de impuestos directos e indirectos. No; si la comunidad agrícola islandesa no quiere convertirse en el mísero felpudo de las potencias mercantiles, es preciso que los agricultores nos unamos en defensa de nuestros intereses, tal como empezaron a hacerlo en la provincia de Pingey hace treinta años.

Se puso de pie, se desperezó y comenzó a enrollarse la bufanda en torno al cuello.

—Bien, bien, mi chiquilla —dijo, deteniéndose ante Asta Sóllilja. Y su mirada era tan cálida y sus facciones talladas tan vigorosas que la niña se ruborizó intensamente y el corazón comenzó a martillearle contra las costillas—. Creo que te daré un par de coronas. Las jovencitas quieren a veces tener dinero para comprarse pañuelos.

Sacó del monedero una verdadera moneda de plata y se la dio. Hacía tiempo que Asta temía al alcalde, pero nunca le tuvo tanto miedo como ahora. Los niños ni siquiera miraron. Luego él se abotonó la chaqueta.

—Ciento cincuenta por la vaca y ni un céntimo más —dijo—. Y heno según lo convenido.