25. Mañana de invierno

Lenta, lentamente, el día de invierno abre su ojo boreal.

Desde el momento en que da su primer parpadeo soñoliento, hasta el instante en que sus párpados plomizos han quedado completamente abiertos, no pasa solamente una hora tras otra. No, una era sigue a otra era a través de las inconmensurables extensiones de la mañana, un mundo sigue a otro como, en las visiones de un ciego, una realidad sigue a otra y desaparece… La luz se hace más intensa. Tan distante es el día de invierno de su propia mañana. Incluso su mañana es distante de sí misma. El primer leve resplandor del horizonte y la total luminosidad que hiere la ventana son como dos comienzos distintos, dos puntos de partida. Y puesto que incluso el alba esta mañana es distante, ¿qué será su noche? La mañana, el mediodía y la tarde están tan alejados entre sí como los países que soñamos con ver cuado seamos mayores. La noche es tan remota e irreal como la muerte, de la que se habló ayer al hijo más joven, como la muerte que arrebata a los chiquillos del brazo de las madres y hace que el sacerdote los entierre en el cementerio de la pedanía; como la muerte de la que nadie regresa, como en los cuentos de la abuela; como la muerte que también nos llamará a nosotros cuando seamos tan viejos que hayamos vuelto a ser niños.

—Entonces, ¿sólo mueren los chicos? —preguntó él.

¿Por qué lo preguntó?

Porque ayer su padre se había dirigido a las fincas con el niñito que murió. Se lo llevó en una caja, sobre la espalda, para que lo enterraran el sacerdote y el alcalde. El cura abre un hoyo en el cementerio de la pedanía y entona una canción.

—¿Y yo volveré a ser niño otra vez? —preguntó el chiquillo de siete años.

Y su madre, que le había cantado notables canciones y hablado de países extranjeros, respondió débilmente desde el lecho de enferma en que yacía:

—Cuando uno se hace muy viejo, torna a ser como un chiquillo otra vez.

—¿Y muere? —preguntó el niño.

En su pecho se cortó una cuerda, una de esas delicadas cuerdas de la niñez, que se rompen antes de que se haya tenido tiempo de advertir que son capaces de resonar. Y las cuerdas no suenan más. En adelante no son más que un recuerdo de días increíbles.

—Todos morimos.

Más tarde, en el día, él abordó el tema nuevamente, esta vez ante su abuela.

—Conozco a alguien que no morirá jamás —dijo.

—¿De veras, mi querido? —preguntó ella, mirándole, con una mirada que le resbalaba a lo largo de la nariz, con la cabeza inclinada, como era su costumbre cuando miraba a alguien. ¿Y quién es?

—Mi padre —respondió el niño resueltamente. Pero no estaba en absoluto seguro de no equivocarse, porque continuó mirando a su abuela con ojos interrogantes.

—Oh, morirá, morirá, no te quepa duda —resopló la anciana implacablemente, casi alborozada, y sopló con fuerza por la nariz.

Esta respuesta no hizo más que avivar la testarudez del niño, que preguntó:

—Abuela, ¿morirá el cucharón?

—Basta ya —dijo secamente la anciana, como si pensase que el chiquillo se burlaba de ella.

—Pero, abuela, ¿y la sartén? ¿Morirá ella?

—Tonterías, niño —replicó ella—. ¿Cómo pueden morirse las cosas que ya están muertas?

—Pero el cucharón y la sartén no están muertos —dijo el niño—. Yo sé que nu están muertos. Cuando me despierto, por la mañana, a menudo los oigo hablar.

¡Qué tonto! En fin de cuentas acababa de barbotar un secreto que sólo él conocía, porque únicamente él había descubierto que, durante lo que era quizás el momento más notable de toda la mañana, las cacerolas y las ollas y los demás utensilios de la cocina cambiaban de forma y se convertían en hombres y mujeres. Temprano, cuando permanecía despierto mucho antes que los otros, podía oírlos hablar entre sí con la grave compostura y el ponderoso vocabulario que corresponde únicamente a los enseres de cocina. Y no fue solamente por casualidad por lo que se había referido en primer lugar al cucharón, porque éste, a la postre, era una especie de aristócrata entre los utensilios; raramente usado, y entonces, como norma, para las sopas de carne, el más apetitoso de los platos, se pasa la mayor parte del tiempo colgado de la pared, en impecable limpieza y decorativa ociosidad. Pero, una vez que se lo saca de su lugar, el papel que representa en la olla es sumamente notable. Por lo tanto el chico sentía un gran respeto hacia el cucharón y le parecía que no había nadie que pudiera compararse con él, aparte de la esposa del alcalde. La sartén, que tan a menudo estaba llena hasta el borde y que a veces tenía en el fondo una costra quemada y una cantidad de hollín en la parte inferior, la sartén, pues, no era otra cosa que el alcalde de Myri, cuya boca estaba siempre atestada de tabaco. Fácilmente se le podía hacer hervir en ocasiones, y era seguro que tenía fuego en el interior y que su esposa le revolvía para que no se desbordara en alguna recepción oficial. Las otras cosas de cocina eran lo mismo: en la oscuridad se convertían en hombres y mujeres, algunos ricos e importantes, otros pobres e insignificantes. Los cuchillos eran repugnantes campesinos a quienes odiaba y temía; las tazas, rechonchas jóvenes con rosas en los delantales, que hacían que el chiquillo se sintiese tímido con sus rosas. Y durante las comidas, a la luz del día, evitaba tocar a esa gente, no fuese que leyesen en su rostro todo lo que él sabía acerca de sus aventuras. Por la noche los utensilios se mostraban complacientes y llenos de seguridad en sí mismos; de día eran mugrientos, sucios, abyectos como visitantes tímidos que se sientan, se sorben la nariz y no se atreven a moverse… Él, que sabía tanto de ellos en su libertad de la noche, se sentía apenado por ellos en su esclavitud del día.

Pero uno de los artículos de la cocina era independiente, día y noche, de la libertad de la oscuridad, de la esclavitud de la luz; uno eclipsaba a los demás con su esplendor y les hacía parecerse a otros tantos trastos. Tal valor se le asignaba que era mantenido en el fondo del arcón de la ropa. Los niños lo veían solamente cuando venían invitados importantes, en Navidad, o en el día de San Juan, e incluso entonces no se les permitía tocarlo, tan precioso era. Era el molde para bizcocho de su madre… un regalo de la esposa del alcalde de Myri. Era la fuente más hermosa de todo el mundo. Tenía una figura de una casa maravillosa, semioculta entre arbustos floridos. Un liso sendero serpenteante conducía a la casa, entre pastos verdes y sonrientes arbustos que lo flanqueaban. ¿Y quién era la que estaba en la senda, con un vestido azul y un sombrero blanco, con flores en la mano y el sol en su corazón? Sabía perfectamente quién era, pero jamás se lo había dicho a nadie. Era la hija del alcalde, Auður, que se fue al extranjero en otoño y que regresaría en primavera, como un pájaro. Y la casa semiescondida entre las flores era la que Auður habitaba en países lejanos. Algún día el pequeño Nonni no sería ya un niño que dormía en la cama de la abuela.

Durante un rato guardó silencio mientras permanecía sentado en la cama, junto a la abuela, tejiendo. Pero pronto no pudo contenerse.

—Sé algo —dijo, dejando caer las agujas mientras miraba a su abuela—. Te apuesto que conozco algo que jamás, jamás podrá morir.

—¿Sí?

—Jamás —repitió él.

—Bueno, pues entonces dime quién es, chico. Desembucha.

—No —dijo él resueltamente—. Nunca se lo diré a nadie.

Tomando la lana con el índice derecho, le hizo una lazada, preparándola para el punto siguiente. Podía ser que de vez en cuando dejase escapar uno o dos secretos, pero había una cosa que estaba por encima de la vida y la muerte, de la libertad, de la oscuridad, de la humillación del día. Lo que era, ni un alma lo sabría jamás. El secreto del molde para bizcocho de su madre…

Hay pocas cosas que llenen el alma de un hombre con mayor desilusión que despertar cuando todos los demás duermen, especialmente si ello ocurre por la mañana temprano. Sólo cuando se despierta se advierte hasta qué punto los sueños han superado la realidad. A menudo el hijo menor soñaba con una moneda de cincuenta céntimos, a veces con una de corona y hasta de dos, pero todo se le perdía cuando despertaba. Tomaba sopa de carne, y no de un cuenco sino de un cubo; y comía carne tan gorda que la grasa le chorreaba hasta los codos. Comía enormes tajadas de torta de Navidad, de una fuente sin horizontes, tajadas tan gruesas que fácilmente podía sacar de ellas ciruelas pasas tan grandes como el ojo de una persona. Tales son los beneficios que el alma humana extrae de sus sueños. Pero, por intensamente que lo intentara, nunca podía volver a dormirse para soñar con exquisiteces, ni con las monedas que había tenido en la mano, que siempre eran de plata, como el dinero que su padre pagaba al alcalde por la tierra y que, en sus sueños, él gastaba en pasas de uvas y bizcochos, así como en un cortaplumas y un poco de bramante.

Sentía mucha hambre cuando despertaba, y se quedaba acostado, ansiando que le volviera el sueño como el perro ansia el hueso que ha perdido, pero se le tenía estrictamente prohibido que despertara a nadie y pidiera pan, porque de lo contrario su padre le ataría en la casilla, con el carnero reverendoguómundur y su hermano, que a veces reñían durante toda la noche. Esas eran perspectivas altamente desagradables, porque ningún animal le asustaba tanto como el reverendoguómundur. Ese carnero, que odiaba a los seres humanos, tenía la fea costumbre de perseguir al chico hasta en sus sueños, a través de ellos, y el niño corría tan velozmente como podía, de un sueño en otro, huyendo aterrorizado ante el monstruo, que, a despecho de la confianza que su padre tenía en su pedigrí, era tan preternatural en su repugnancia como la torta de Navidad y la sopa de carne lo eran en su esplendor. Y así es que también puede haber un elemento de peligro en los sueños de una persona.

Para olvidar cuan hambriento estaba, se dedicó a escuchar a las ollas y cazuelas, en su reunión nocturna de todos los días en el aparador y en los estantes. ¿De qué hablaban? No resulta fácil para un niño seguir el hilo de una conversación adulta… Hablaban como la gente del distrito, todos compitiendo con todos para lograr intercalar una palabra, a fin de atraer al menos un poco de atención, y todos quejándose de los pobres de la parroquia y de la carga que representaban los viejos, que aparentemente jamás se morían a una edad decente. ¡Y los impuestos de estos días, hombre de Dios! Se quejaban amargamente de las extravagantes costumbres de las jóvenes, de la migración de los mozos a las ciudades, de los tiempos difíciles, del alto precio de los cereales, del nuevo gusano que atacaba a las ovejas en reemplazo de la lombriz solitaria. El cucharón sostenía que todos estos males se debían a la falta de música. Era extraño cuan maduros podían parecer estos utensilios de cocina en las expresiones que utilizaban. Lo que más impresionaba al chico no eran las facultades de pensamiento lógico que demostraban en su conversación, sino el conocimiento, la experiencia y la riqueza de vocabulario que revelaban: nombres de lugares distantes, casamientos en otras partes del país, versos de pulida técnica, maldiciones, noticias de la ciudad. A veces incluso disputaban entre sí. Alguien decía que el armonio de la iglesia no era lo bastante bueno, o que el comprador de Vík era mejor que el de Fjóróur. Algunos tenían hijos ilegítimos, otros no creían en la independencia nacional, en tanto que había quienes llegaban a decir que lo mejor que se podía hacer era llenar la olla con bosta de caballo. Algunos querían escribir poesías como ésta:

Si la lucha es fuerte, por lo que parece, e incierta su apariencia; si ningún partidario se entristece cuando pone fin a la pendencia.

Pero otros querían escribirlas de este tipo:

Sira rinsa ponsa pran, pira linsa fira, quira sinsa ronsa ran, Rira dinsa nira.

¡Oh, caramba! ¿No llegaba el día aún?

Muy cautelosamente, para no molestar a los espectros de la oscuridad, levantaba la cabeza y atisbaba por encima de los pies de la cama.

Cuanto más se acercaba la mañana, tanto más evidente se hacía que las cosas de la cocina iban agotando gradualmente su provisión nocturna de sabiduría. Y en cuanto su conversación languidecía, los oídos del niño quedaban libres para otras voces. Las ovejas de abajo se ponían de pie y, gruñendo un poco, descargaban el vientre después de la noche. Algunas de ellas se levantaban sobre los cuartos traseros para husmear los restos del heno de la noche anterior, meter los cuernos en el establo o empujarse unas a otras. En cuanto el chico las oía levantarse, la esperanza despertaba en su pecho.

Pero de todas las señales de la mañana, la más segura eran los ronquidos de su padre.

Al alba, cuando el niño despertaba, aquél roncaba aún con largos, hondos, hondos ronquidos. Estos ronquidos no guardaban relación alguna con el mundo en que vivimos y despertamos. Eran una extraña excursión por un espacio inclinado, por un tiempo inmensurable, por extravagantes existencias. Sí, los caballos de esa cabalgata tenían poco en común con los de nuestro mundo, y menos aún lo tenía el paisaje de la vida de los ronquidos con el del día.

Pero, a medida que se acercaba la mañana, los ronquidos de su padre perdían gradualmente resonancia, las retumbantes notas de pecho se disolvían en una escala lentamente ascendente, avanzaban por grados hasta la garganta, desde la garganta hasta la nariz y la boca, para llegar a los labios con un silbido, a veces únicamente con un soplido inquieto… el punto de destino estaba cerca, los caballos hacían cabriolas con la alegría de haber atravesado, indemnes, los sonoros espacios del infinito. La tierra del hogar campesino se extendía ante la mirada.

La respiración de los demás era inferior en alcance y magnificencia a los ronquidos de su padre y, lo que es más, hacía caso omiso del tiempo. Tomemos, por ejemplo, la respiración de la abuela. ¿Quién se imaginaría jamás que fuese un ser viviente quien dormía junto al niño? Respiraba tan débilmente y se agitaba tan poco durante muchas horas, que nada parecía más probable como que hubiese dejado de respirar del todo. Pero si se inclinaba sobre ella y escuchaba con atención, podía oír ocasionalmente signos de vida, porque sus labios emitían a veces un resoplido muy tenue. La anciana tenía asimismo otra triquiñuela. Después de haber permanecido durante varias horas como muerta, la vida surgía a la superficie en ella como las lentas burbujitas que ascendía a largos intervalos del fondo de los estanques de los pantanos, una vida revelada en extrañas palabras masculladas, susurros y quejas, odiosos salmos de otro mundo. Porque también ella tenía un mundo propio, ininteligible para los demás, un mundo de oraciones e himnos, de esos largos y aburridos versos que su padre detestaba tanto, el mundo del Dios piadoso y compasivo, del imponente Padre y de los terrores del Infierno.

Ella nunca daba una descripción de dicho mundo, a menos que, en verdad, fuese para musitar otra oración más incomprensible aún. Nadie que cantase tantos himnos y supiese tanto acerca de las alegrías de la vida eterna podía estar más ayuna de fervor misionero como su abuela. Es verdad, ella le había enseñado a dormirse con ese idioma en los labios, pero su mundo de rezos seguía estando tan desconcertadamente aislado de la realidad humana como el mundo de ronquidos de su padre. El niño no discernía nada de su paisaje a través de las palabras, y menos aún de sus insustanciales habitantes. La extraña vida de los himnos, a medida que surgía de los labios inconscientes de su abuela, despertaba en él el mismo terror que los estanques de los aguazales, con su agua legamosa, acre, con su lino y sus plantas asquerosas y velludas y sus insectos acuáticos.

Frente a la cama de sus padres dormían los tres hijos mayores, Helgi y Gvendur en la cabecera, Asta Sóllilja a los pies. ¿A qué mundo pertenecía el lenguaje de sueños de Helgi, a qué mundo el llanto de Asta Sóllilja, su crujir de dientes? Era un idioma sin palabras, sin significado, carente de todo, salvo de furia imbécil. Un llanto sin lágrimas que lo acompañaran, sin sollozos; sólo un súbito dolor desgarrante que venía sin aviso previo y desaparecía sin rastros, como si algún aterrador llamado le hubiese surcado los miembros en un relámpago, un llamado de mundo a mundo. Ninguno de esos mundos, ninguna de esas voces observaba las leyes cotidianas o los sentimientos de ese mundo terreno.

¿Dónde estaba su madre esas mañanas de invierno, cuando no había nadie en la casa y todos estaban lejos, cada uno con su propio sueño, mientras las sombras de otros mundos, preñadas de maravillas, cubrían la pequeña alcoba de la Casa Estival? ¿Estaba despierta o dormida? ¿Eran gruñidos de su despertar los que quedaban ahogados por los ronquidos de su padre, una y otra vez, o era la sedante mano del olvido, prohibida incluso en su mundo de ensueños? Grande era su anhelo de que llegara el día mientras estaba ahí acostado, solo, rodeado de mundos desconocidos, de corazón duro, que ni siquiera sabían que él existía… pero mayor aún era su ansia de los brazos de su madre.

Hay una terrible noche que recordará siempre, no importa cuánto viva, debe de ser muy temprano, sí, mucho antes de que el día invernal haya hecho el primer esfuerzo para abrir sus ojos cansados, porque el niño está todavía dormido, todavía vaga por la móvil extraterrenalidad de sus propios mundos de ensueño. Tan agradable es su ausencia, tan dulce y pesada la soñolencia de la medianoche que le inunda el cuerpo, que siente desgana de abandonarlo, pero pronto llega un momento en que siente que debe dejar a un lado su letargo y regresar… alguien le llama. ¿Quién llama? Al principio el grito es tan distante que no trata de averiguarlo, y le presta tan poca atención como si fuesen noticias de otra región. Pero el ruido se va acercando gradualmente: gruñidos y gemidos, acercándose más y más. Por un momento parece que alguien ha llegado a la mansión de Rauðsmýri. Pero no se detienen. Se acercan, siguen aproximándose, hasta que finalmente descubre que han llegado al cuarto en que él está acostado. Provienen de su madre. Entonces se despierta del todo. Se encuentra solo en la cama de la abuela. Una mecha arde en el cuarto. Su abuela, mascullando, inclinada y con las manos temblorosas, forcejea con algo sobre la cama de sus padres, en tanto que, sentado en el borde de la cama, está su padre, sosteniendo la mano de su esposa. Los niños, en la otra cama, se han cubierto la cabeza, pero de tanto en tanto ojos espantados, enormemente abiertos, atisban por debajo de las mantas. Pero no se atreven a mirarse entre sí; fingen estar dormidos. Mamá está sumamente enferma esa noche. Los gruñidos se hacen más y más intensos, más dolorosos de escuchar. Es el sufrimiento del mundo. El chico ha estado pensando en levantarse para preguntar, pero ahora ha olvidado su intención y se acurruca bajo el edredón. Luego, al cabo de un rato, su madre deja de gemir. Su abuela comienza a luchar con el fuego de la cocina, su eterna lucha. Hace ya varias generaciones que lucha para encender fuegos y calentar agua. Pasan unos momentos. La conciencia del niño se aleja nuevamente en un remolino, las voces susurrantes de su padre y su abuela se empequeñecen, se retiran tierra adentro, se internan en otra comarca… Su padre desciende la escalera, que da fuertes crujidos, en otro edificio distante, probablemente la iglesia de Rauðsmýri, o alguna iglesia aun más remota, y, cerrando la trampilla tras de sí, sale presurosamente a la noche. Pero, en cuanto ha cerrado la puerta, su madre comienza a quejarse otra vez, con más intensidad que nunca. Y una vez más es como si una garra fría, de uñas aguzadas, hubiese atenazado el corazón del pequeño. ¿Por qué las personas que uno más ama son las que más tienen que sufrir, y por qué uno nunca puede hacer nada por ellas?

Por la mente del niño, involuntariamente, pasa la idea de que la culpa de todos los dolores de su madre la tiene su padre, es él quien siempre duerme con ella, es él quien se cree su dueño y señor; algo debe tener en su conciencia que le ha impulsado a mostrarse tan atento con ella esa noche; le sostenía la mano, cosa que nunca le había visto hacer anteriormente, y luego sale a toda prisa, en mitad de la noche, como si tuviese miedo.

Pocas cosas son tan inconstantes, tan inestables como un corazón amante, y, sin embargo, es el único lugar del mundo donde puede encontrarse simpatía. El sueño es más fuerte que el más noble instinto de un corazón amante. En mitad de los sufrimientos de su madre la luz empieza a atenuarse. Los gorgoteos de la marmita se alejan; el chasquido del fuego, los trajines de su abuela, sus susurros y gruñidos, sus canturreos de himnos olvidados, todo se disuelve en fugaces sueños de duermevela que no tienen ya picos ni garras, sueños vacíos de pasiones y sufrimientos, gozosos y deseables como la vida de los elfos en las grietas de las montañas. El sopor de medianoche, tan dulce, tan espeso, comienza a correrle nuevamente por el cuerpo, y poco a poco, como un centenar de granitos de arena, su conciencia se filtra por el abismo de su mundo de ensueños, hasta que el olvido se cobra su deuda completa.

Ayer su padre había llevado al más pequeño a Rauðsmýri, a enterrarlo. ¿Era, pues, su madre nuevamente feliz? ¿Estaba otra vez, como los niños, reconciliada con la monotonía de los días invernales sin horizonte? ¿O es que sus gemidos seguían todavía ahogados en lo implacable de las profundidades que el corazón no reconoce? El dolor llegaba hasta los niños y se iba al poco, pero los sufrimientos de su madre eran eternos. Nunca supo el niño que el sueño de la familia fuese tan largo como esa mañana. Hacía tiempo que las ovejas se habían levantado; podía oírlas topándose a cada rato. Su padre había recorrido una inmensidad de ronquidos de pecho, la vajilla estaba silenciosa ante la llegada de la mañana y el ojo del día invernal se abría en la palidez azul de la ventana. ¿Tenían miedo de despertar, quizá? Comenzó a tamborilear silenciosamente con las uñas en el techo sesgado, cosa que nunca, a pesar de las amenazas, podía dejar de hacer cuando sentía que la mañana se prolongaba demasiado. Cuando esto no produjo efecto alguno, empezó a chillar, primero como un ratoncito, luego más agudamente y con más fuerza, como el aullido de un perro cuando se le pisa la cola, y después más alto aún, como un viento terrero ululando a través de la puerta abierta…

—¡Vamos, basta de tus tonterías!

Era su abuela. Había tenido éxito, entonces. Mascullando para sí, la anciana reunió fuerzas y, después de uno o dos esfuerzos infructuosos por levantarse, logró finalmente salir de la cama con todos los jadeos y quejidos que siempre acompañaban la tarea. Se puso su blusa de arpillera y su chaqueta corta. Luego, principió la búsqueda de los fósforos. Terminaba siempre con el encuentro de los fósforos.

A la luz incierta de la lámpara de pared, él la vio inclinarse, con la cabeza descubierta, sobre la cocina; vio su piel de caoba, con tallas rústicas, y los pómulos salientes; vio su boca hundida y su cuello flaco, sus ralos mechones de cabellos grises… y tuvo miedo de ella. Y sintió que la mañana no llegaría hasta que ella no se hubiese atado su pañolón de lana en torno a la cabeza. Pronto la abuela se ató el pañolón de lana en torno a la cabeza. En esos movimientos inseguros, en esos ojos móviles saludaba él cada nuevo día, saludaba nuevamente el regreso de la realidad concreta en ese rostro viejo de siglos, en ese rostro casi cubierto que atisbaba, mascullando y gruñendo, desde su capucha, mientras, afanosa y luchando, se dedicaba una vez más a su interminable tarea de encender el fuego. Luego, sin aviso previo, su padre comenzó a rascarse, a carraspear, a escupir y a sorber rapé. Se puso los pantalones. Era tiempo de pensar en dar el alimento a las ovejas.

La parte de la mañana que pertenecía a la realidad había llegado al fin. Era reconfortante pensar en que una cosa por lo menos no variaba nunca de día a día: los desesperados forcejeos de su abuela con el fuego. La broza estaba siempre igualmente húmeda. Y, aunque ella quebraba la turba en pedacitos y los ponía con la mayor cantidad de madera, el único resultado, durante mucho tiempo, era el monótono restallido y el hedor húmedo, ofensivo, que llenaba todas las hendiduras y le hacía arder a uno la nariz y los ojos con dolor quemante. Y aunque el chiquillo escondiera la cabeza bajo las mantas, el humo también se introduciría allí. La llama de la lámpara de pared descendía en la mecha. Pero los gruñidos rituales de su abuela no se prolongaban nunca tanto que no llevasen en sí la promesa del café. Nunca era el humo tan espeso o tan azul, jamás penetraba tan profundamente en la nariz, la garganta o los pulmones que pudiese ser olvidado en su condición de precursor de esa fragancia que llena el alma de optimismo y fe, la fragancia de los granos molidos y bañados por el chorro de agua hirviente que sale, curvo, de la marmita… el olor del café.

Cuanto más tardaba el fuego en encenderse y cuanto más acre era el humo que se arremolinaba en la habitación, tanto mayor la expectativa, tanto más fuerte la expectativa. Para matar el rato, él siempre procedía a un examen del techo. Cierto, era el mismo examen todas las mañanas y, más aún, un examen cuyo resultado sabía al dedillo por anticipado, pero, de todos modos, era una inspección inevitable por la mañana, siempre que tuviese los ojos abiertos. Había en especial dos nudos que siempre atraían su atención. Cuando el humo se hacía suficientemente tenue y la luz suficientemente fuerte como para permitirle distinguir las características de los nudos, era señal de que el fuego tiraba como debía y que el agua estaba calentándose. ¿Qué eran, pues, esos dos nudos? Eran dos hombres, dos hermanos. Cada uno de ellos tenía un ojo en medio de la frente y eran carirredondos, como su madre. ¿Cómo era que se parecían a su madre? Porque eran los hermanos de ella, que se habían ido a lejanas tierras y habían encontrado todo lo que querían, mucho antes de que él naciese.

—¡Qué cosas ve este niño! —dijo su madre una vez que, a solas con ella, él le habló de eso en secreto. Estaban susurrando de distintas cosas de las que nadie debía enterarse; de canciones; de países remotos.

—Si te vas muy, muy lejos —dijo él tomándola de la mano mientras se hallaba sentado allí, en el borde de su cama—, ¿puedes conseguir todo lo que deseas?

—Sí, mi querido —dijo ella con cansancio en la voz.

—¿Y ser todo lo que quieras ser?

—Sí —respondió ella, distraída.

—Cuando llegue la primavera —dijo él—, creo que subiré a la cumbre de nuestra montaña y veré si puedo ver los otros países.

Silencio.

—Mamá. Una vez, el verano pasado, vi que el salto de agua del barranco fluía hacia atrás, por el viento. El agua era empujada hacia atrás, por encima del borde.

—Escucha, mi querido —dijo ella entonces—. La otra noche soñé algo de ti.

—¿De mí?

—Soñé que la mujer elfo me llevaba al enorme peñasco, me daba una botella de leche y me ordenaba que la bebiera. Y, cuando la hube bebido, la mujer elfo me dijo: «Sé buena con el pequeño Nonni, porque, cuando crezca, cantará para todo el mundo».

—¿Cómo? —preguntó él.

—No lo sé —respondió su madre.

Entonces él apoyó la cabeza en el seno de su madre y no tuvo conciencia de cosa alguna en el mundo que no fuese el latido del corazón de la madre. Finalmente se incorporó y dijo:

—Mamá, ¿por qué cantaré para todo el mundo?

—Es un sueño —repuso ella.

—¿Cantaré para el brezal?

—Sí.

—¿Para los marjales?

—Sí.

—¿Y cantaré también para la montaña?

—La mujer elfo así lo dijo —contestó su madre.

—Tendré que cantar también para la gente de la iglesia de Rauðsmýri, supongo —dijo él pensativamente.

—Supongo que sí.

Volvió a acurrucarse junto a su madre, cavilando, envuelto en el esplendor de la profecía, de las palabras aladas.

—Mamá —dijo por fin—. ¿Me enseñarás tú a cantar para todo el mundo?

—Sí —musitó ella—. Cuando llegue la primavera.

Y cerró los ojos con cansancio.

Y así, si él dejaba que su mirada vagara de los nudos del techo a las fuentes del aparador y de los estantes, o al cucharón que pendía de la pared y a la sartén que estaba en el suelo, todos ellos con la extraña expresión de inocencia que solamente los utensilios de cocina pueden asumir en su desamparo diurno; o si se sentía atraído por el resplandor de las floridas y extravagantes mujeres de las tazas, frágiles y temerosas de que se rieran de ellas… entonces se sentía siempre tan noble que prometía no contar jamás nada de ellos y, cerrando un ojo por pura cortesía, los miraba únicamente con el otro.

—Soy completamente distinto de lo que parezco —decía. Y con ello se refería a las canciones no cantadas y a los grandes países, distantes como los trechos del día entre sí, que le esperaban.

Y así, a la postre se escuchó en la marmita el famoso gorgoteo que proclama que el agua está a punto de hervir. Para entonces el niño estaba lo suficientemente hambriento como para sentir que podía comer cualquier cosa en la que lograra hincar los dientes, y no sólo heno, sino también turba y estiércol. Por lo que no era de maravillarse que esperara ansiosamente para ver cómo sería su tajada de pan: si su abuela la había cortado a lo largo de la hogaza o si le había dado solamente media tajada, y ésa quizá con un borde delgado como el papel. ¿Y cómo la untaría? ¿La mojaría en el centro con un trozo de grasa y un poco de aceite de hígado de bacalao, de modo que la costra quedase tan seca como ayer? El chico jamás se cansaba de esa deliciosa mezcla. ¡Dejaba un sabor tan punzante en la boca!… Y si por algo merecía alabanzas su abuela era porque raras veces se mostraba tacaña con ella; por el contrario, untaba liberales cantidades con el pulgar derecho. Empero, se mostraba inclinada a ser parca con el azúcar y tenía la desdichada costumbre de quebrar el terrón en trozos de distintos tamaños, en cuyo caso podía ser él quien recibiese el más pequeño. La consideración de todas esas cuestiones no carecía nunca de sus elementos de ansiedad y suspenso.

Pronto el aroma del café comenzó a llenar la estancia. Este era el momento sagrado de la mañana. Con tal fragancia se olvida la perversidad del mundo y el alma se llena de fe en el futuro. En fin de cuentas era probablemente cierto que existían lugares remotos, incluso países extranjeros. Algún día, por increíble que pudiese parecer, llegaría la primavera con sus pájaros, sus botones de oro en el campo. Y quizá la madre se levantase cuando los días comenzasen a alargarse, como hizo el año anterior y el otro.

Cuando el chorro humeante cayó, curvo, en la cafetera, se oyeron en la casa las primeras palabras del día: el preludio empleado por su abuela para sacar a Asta Sóllilja de las profundidades del sueño. Esta ceremonia se repetía mañana tras mañana, de acuerdo con un reglamento invariable y, aunque para Asta parecía todas las mañanas igualmente extraña, el chico se la sabía tan bien como para recordarla durante toda su vida.

—¡Piadosos cielos, qué visión espantosa! ¡Mírenla, ahí, durmiendo a esta hora del día! ¿Cuándo, en nombre del cielo, empezarás a demostrar un poco de sensatez?

¿Es que su abuela era realmente tan tonta como para creer que podía despertar a alguien con un galimatías tan débil y tembloroso como aquél? Era lo mismo que si estuviese parloteando para sí entre uno y otro de sus himnos matinales. Sea como fuera, Asta Sóllilja seguía durmiendo, con la cabeza en un rincón, la boca abierta, la barbilla levantada y la cabeza echada hacia atrás, con una mano bajo una oreja y la otra, entreabierta, reposando sobre el edredón, como si pensara en el sueño que alguien llegaría a ponerle la dicha en la palma. Su camisa estaba remendada en el cuello. Y al cabo de unos momentos el preludio continuó.

—Se ve claramente que estos pobres desdichados no tienen un solo pensamiento en la cabeza. ¿Cómo se podrá alguna vez hacer algo de ellos? —A menudo usaba el plural cuando se refería a Asta Sóllilja—. ¡Y casi no tienen una camisa para cubrirse la espalda! —En voz más alta: ¡Sóllilja, te están esperando las agujas, mujer! ¡Ya son casi las nueve de la mañana y pronto será mediodía!

La idea que su abuela tenía del tiempo era para un niño una fuente inagotable de asombro.

El agua continuó describiendo su fascinante curva desde la marmita hasta el colador, produciendo un sonido pesado, hueco, y emitiendo una nube de vapor suculento, aromático. Y Asta Sóllilja seguía durmiendo. Pero cuando el café terminó de filtrarse, la anciana prosiguió con su tarea de despertarla:

—Toda tu vida no pasarás de una perezosa inútil, Asta Sóllilja.

Pero Asta Sóllilja seguía durmiendo.

—No creas que recibirás el café en la cama, como alguien importante… ¡Una chica de doce años, casi trece, y que pronto será confirmada! Haré que tu padre tome el látigo y te dé unos azotes en la espalda antes de que lleguemos a eso, señorita mía.

Pero esos maitines no tenían efecto alguno sobre Asta Sóllilja.

Sólo cuando la anciana Hallbera se acercó a la cama y sacudió a la jovencita, sólo entonces abrió ésta los ojos. Los abrió con dificultad, con los párpados agitándose de terror mientras contemplaba alocadamente en derredor. Y por fin se dio cuenta de dónde estaba y, ocultando la frente bajo el brazo, comenzó a lloriquear.

Era una mocita de pelo negro, pálida, de mandíbula larga y barbilla firme y una leve catarata en un ojo. Sus pestañas y cejas eran oscuras, pero las pupilas tenían el gris del hielo cortado. La suya era la única cara de la granja que poseía color y forma. Y era por eso por lo que el niño solía contemplar a menudo a su hermana, como preguntándose de dónde provenía. Era muy pálida; el largo rostro maduro tenía en sí la huella de la preocupación, casi de la experiencia de la vida. Desde hacía tanto tiempo como el pequeño podía recordar, Asta Sóllilja había sido su hermana mayor. Pero aunque los pechos y los hombros carecían de la florida forma de la niñez, pasada ya, o nunca alcanzada, también les faltaba la rotunda suavidad de la madurez. No era una niña; pero se encontraba igualmente lejos de ser una mujer.

—Ahí tienes tu café, Sóllilja —dijo la abuela, mientras colocaba la taza en el rincón más alejado del cuarto—. Eso es todo lo cerca que te lo pondré.

La joven se rascó la cabeza unos momentos, bostezando y sintiendo el gusto que tenía en la boca. Luego tomó las faldas, que guardaba cubiertas por la almohada y se las puso en la tibieza de debajo de las sábanas. Sacó las delgadas piernas de debajo del edredón, metió los pies sucios en gruesas medias de lana y cruzó un tobillo sobre la rodilla de la otra pierna, sin pudor y en forma tal que, cuando el niño estudiaba sus piernas inmaturas, siempre llegaba a la conclusión de que, a pesar de ser su hermana mayor, era, ello no obstante, por lo que a él concernía, un ser sumamente inferior a los hermanos.

Pero ahora había terminado el período de especulaciones porque en ese momento la abuela le traía el café y despertaba a sus hermanos mayores. Por fin sabría el niño de qué parte le habían cortado la tajada de pan y si la untura de mezcla llegaba hasta la costra y si su terrón de azúcar era grande o pequeño. Ya había luz en la ventana. Una vez más la mañana invernal había logrado abrir sus pesados párpados. Ahora comenzaba el día.