La mañana del domingo los sepultureros llegaron caminando pesadamente a través de los marjales, con sus perros. Eran cuatro, todos viejos conocidos: el rey del rodeo; Einar, el poeta de Undirhíð. Luego Ólafur de Ystadalur, amigo de lo increíble, y finalmente el padre de la difunta, el viejo Pórður de Nióurkot. No caminaban en grupo, sino a gran distancia unos de otros, como hombres que han partido en viajes propios, rumbo a un punto que no tenía nada que ver con los demás. El rey del rodeo llegó el primero, y los otros entraron tras él, uno a uno, Pórður de Nióurkot el último. Llevaban todos sus ropas domingueras, con los calcetines sobre las perneras de los pantalones.
Bjartur no era de los que conservan una pena; dio la bienvenida a sus huéspedes en forma regia.
—Entren en el palacio, muchachos —gritó—. Hoy hace un frío que corta; pero consuélense: las mujeres han puesto el caldero al fuego.
Los visitantes sacaron los cuchillos y comenzaron a raspar la nieve de sus vestimentas. Había sido una caminata trabajosa, dijeron, el suelo estaba duro por encima, blando por debajo, resbaladizo. El anciano, gruñendo y con movimientos desganados, se sentó cuidadosamente en el umbral; las articulaciones le crujieron como si estuviese a punto de hacerse pedazos. Parecía todo encogido en sí mismo; tenía el rostro azul, escarcha en los jirones de barba, los párpados y comisuras de los ojos inflamados y el iris incoloro de vejez. El ataúd descansaba sobre el césped recién cortado de los corrales de las ovejas, decorado con vellones de lana que por casualidad se habían adherido a las tablas embreadas cuando las ovejas salieron a mediodía a beber un trago en un agujero abierto en la superficie del arroyo helado. El anciano tocó el ataúd aquí y allá con sus manos sarmentosas, como para probar su resistencia… ¿o serían ésas sus caricias? Cuidadosamente, con un sentido innato de la pulcritud, arrancó algunos de los vellones pegados a la madera. Esa parte exterior del establo estaba reservada a las ovejas; la interior se hallaba dividida en corral para los borregos y un compartimiento para el caballo. El olor de la orina del caballo dominaba a todos los demás olores del establo, porque el desagüe no funcionaba bien.
Las dos mujeres prestadas por Rauðsmýri estaban ocupadas arriba, con la niña y el fuego. Habían dejado limpios el techo y el piso a fuerza de frotar. Los hombres dejaron sus perros afuera, como demostración de su respeto hacia la muerta, pero, por lo demás, su comportamiento fue, más o menos, el de costumbre, ya que no se permitía que obstáculo alguno coartase sus discusiones acerca del tiempo, que melindres de ninguna clase deformasen el estado de ánimo que era sagrado para encarar ese tópico. Los cuernos de rapé dieron la vuelta. Einar de Undirhlíð entregó a Bjartur la habitual elegía, escrita en un mugriento trozo de papel, y Bjartur contempló la leyenda con rostro torcido en una mueca, desconfiando por anticipado del tenor de la poesía de su amigo; luego la metió con indiferencia debajo de una viga. El anciano de Nióurkot se secó la humedad de los ojos con un pañuelo manchado de rapé. Cuando los concurrentes decidieron que el viento parecía asentarse para soplar definitivamente desde el sudoeste, Pórður opinó que seguiría así durante todo el invierno. Esa fue su única contribución a la conversación, porque había llegado a la edad en que se comienza a perder toda la confianza en el tiempo, y en verdad ya le quedaba muy poco en el mundo, aparte de la cabaña del molino, junto al arroyuelo. Y no es que sintiese amargura hacia nadie, sino que le resultaba difícil hablar. Cada vez que abría la boca para decir algo era como si una cosa le aferrase súbitamente de la garganta. Parecía como que en cualquier momento estuviese a punto de romper a reír. Algo de idiota se asomaba a sus facciones, una disolución, como si la cara se le resquebrajara desde adentro y fuese a hacerse pedazos al más pequeño esfuerzo… incluso el de hacer la observación más trivial en punto al tiempo.
Ólafur de Ystadalur declaró que un invierno con escarcha era fácil de entender después de un verano lluvioso: lo húmedo y lo seco deben equilibrarse en la naturaleza.
El rey del rodeo consideró que, puesto que el tiempo riguroso había comenzado tan temprano, seguramente el deshielo llegaría antes de Navidad y entonces gozaría de un largo período de buen tiempo, como, por ejemplo, el invierno de hacía seis años. En general, opinaba que no sería peor que un invierno bueno y dijo que, ciertamente, no había motivos para desesperar, aunque mostrase sus garras desde muy temprano.
Einar de Undirhlíð dijo que, en conjunto, sus profecías se basaban en la intuición y los sueños, y que tenía la sensación, a pesar de lo que había afirmado el rey del rodeo, de que sería un invierno severo y que lo mejor era que no se mostrasen demasiado generosos con el heno. Pero estaba seguro de que tendrían una espléndida primavera, porque en un sueño vio, a gran distancia de él, a una hermosa joven del sur.
—Bueno, personalmente no he tenido nunca mucha fe en esos sueños de mujeres —dijo Bjartur, negándose a ser contaminado con un optimismo mal fundado—. Muy poco puedes confiar en ellas cuando estás despierto, benditas sean, y menos aún cuando estás dormido.
—Pero la verdad es que, si uno pudiese interpretar los sueños, descubriría que aquellos en los cuales aparecen mujeres son tan dignos de confianza como cualquier otro —protestó Einar.
—Tienes razón —interrumpió el ama de llaves acaloradamente—. Por supuesto que son dignos de confianza. Y él tendría que avergonzarse de sí mismo, de hablar como habla, visto que su esposa está ahí.
—Olvidémonos entonces de los sueños por el momento —sugirió el rey del rodeo, que siempre estaba dispuesto a actuar de mediador entre esos dos notables poetas—. Bueno, para volver a la conversación que sosteníamos a principios del otoño, quiero que todos sepan, mientras me acuerdo de ello, que acabo de recibir una nueva medicina del doctor Finsen. Le transmití las quejas presentadas por varios de nuestros notables locales, la tuya entre ellas, Bjartur, y él escribió pidiendo un preparado absolutamente especial para nosotros. Y de acuerdo con lo que me dijo él mismo, los fabricantes garantizan que, sin ninguna duda, limpiará por completo a los perros, no sólo en lo que concierne a las lombrices solitarias, sino también en cuanto a la sangre y los nervios de todo el cuerpo.
Todos dijeron que no venía con mucho adelanto; el zorro era una maldición y la lombriz solitaria resultaba mucho peor aún. Todos ellos tenían la misma historia que relatar acerca de sus perros, infestados cada uno de los animales. Los hombres y las bestias están en peligro. Exigieron que el rey del rodeo asestara un golpe decisivo.
—Naturalmente —dijo él—, y todos recibirán de mí, tan pronto como sea posible, la circular anual que habla de la cuestión. Mi idea era efectuar el tratamiento más o menos por la fecha de las elecciones parlamentarias, de modo que todos vosotros pudieseis llevaros los perros al ir a votar y así matar dos pájaros de un viaje. Es una ayuda para el pequeño agricultor, que no tiene nadie que le ayude, el poder hacer un solo viaje.
—¿Qué fue del ayudante de veterinario de perros? —preguntó Olafur de Ystadalur, quien, quizá como muchos otros, había soñado con un poco de comida y honores relacionados con el asunto—. ¿No dijiste en el otoño que el alcalde tenía casi la intención de nombrar a alguien ayudante de distrito?
—Sí, pero previamente es preciso tener en cuenta una o dos cosas —repuso el rey el rodeo con cierta gravedad—. Éstos son tiempos difíciles, ¿sabes?, y el distrito no está en situación de aumentar sus gastos en gran medida. Y, por otra parte, bueno, yo siempre he sido de opinión que nombrar a un ayudante aquí, en la pedanía, donde se supone que soy yo quien cumple con esas obligaciones, sería como emitir un voto de desconfianza, no sólo contra mí y el doctor Finsen, sino también contra el Gobierno, porque es el Gobierno quien proporciona la medicina. Ahora que, por lo demás, me sentiría sumamente complacido en renunciar en cualquier momento. Y eso fue lo que le dije al alcalde: que, o le entregaba mi renuncia, o trabajaba bajo mi propia responsabilidad.
—Bien, es lo que yo siempre he dicho —declaró Olafur cuya desilusión no era tan grande—. Si la medicina hubiese sido científica desde el comienzo, entonces los perros no estarían constipados.
—Como dije anteriormente —replicó el rey del rodeo—, son las autoridades quienes proporcionan las medicinas.
(«Oh, las autoridades jamás te engañan», interpuso el anciano de Nióurkot, lleno de confianza gratuita).
—Muy cierto —convino el rey del rodeo—. Por mi parte considero que el gobierno que hemos tenido en el país durante los últimos años ha servido bien al pueblo. Y en la persona del doctor tenemos a un caballero altamente patriótico que puede representar a nuestro distrito electoral, a un hombre que ha estado siempre dispuesto a hacer todo lo posible por nosotros, como médico, como hombre y como miembro del Alpingi.
Hubo un rato de silencio, y los pegujaleros, sintiendo que la conversación bordeaba lo político, se estudiaron pensativamente las anchas y callosas palmas de las manos.
—No me sorprendería que algunas personas contemplasen al doctor con mirada un tanto distinta —observó Einar de Undirhlíð al cabo—. Y una cosa es cierta: los que no comercian con el comprador de Fjóróur no votarán por el candidato nombrado en Fjóróur.
—Sí, creo que todos conocemos a nuestro buen alcalde —dijo Bjartur—. Si el gobierno estuviese en venta, él lo compraría y luego trataría de venderlo con un porcentaje de ganancia, si alguien era tan tonto como para comprárselo.
(El ama de casa, mascullando para sí frente a la cocina: «Es vergonzoso escuchar la forma en que habla de su benefactor y hasta, podría decirse, de su padre adoptivo. No es extraño que la desdicha persiga a una persona así.»).
Resulta evidente que las opiniones políticas de Einar no eran las más sanas, de modo que el rey del rodeo, con espíritu de colaboración, se impuso la tarea de demostrarle dónde se equivocaba.
—No supongo, por ejemplo, Einar —dijo—, que alguna vez hayas recibido una cuenta de Finsen por todas las medicinas que dio a tu pobre madre hace unos años.
Einar no pudo negar que todavía se las adeudaba al médico… unas doscientas botellas de la medicina.
—Sí, no se necesita mucho medicamento para sumar el precio de una vaca —observó el rey del rodeo.
Esto silenció a Einar de Undirhlíð por un momento, porque sabía que los otros debían estar enterados del hecho de que había hipotecado la vaca y la mitad de su majada para pagar una deuda que tenía pendiente con el alcalde de Útirauðsmyri. Pero finalmente agregó que una vaca es una vaca, una medicina es una medicina, un gobierno es un gobierno, y que en realidad estaba pensando en quedarse en casa durante las próximas elecciones.
Pero cada vez que la conversación versaba sobre política, Ólafur de Ystadalur tenía tendencia a dejar que su atención vagara por cualquier parte, porque sus intereses estaban en otras direcciones. La chiquilla se había despertado y ahora lloraba, de modo que el ama de casa abandonó lo que estaba haciendo para atenderla. Ólafur era de los que siempre se maravillan ante esas criaturitas humanas —si pueden ser llamadas criaturas— que vienen al mundo para reemplazar a los que desaparecen.
—Es maravilloso, ¿saben?, cuando se piensa en ello. He aquí que un nuevo cuerpo y una nueva alma hacen repentinamente su aparición. ¿Y de dónde vienen, y por qué vienen continuamente? Sí, yo mismo me he formulado la pregunta muchas veces, de día y de noche. Como si no hubiera sido mucho más natural dejar que las mismas personas vivieran continuamente en el mundo. Entonces habría existido al menos alguna probabilidad de que la gente ordinaria como vosotros y yo nos abriéramos paso hasta alcanzar finalmente una posición cómoda.
Pero incluso el ama de llaves no se encontraba en condiciones de resolver el problema, o no quería hacerlo. Por lo que Olafur de Ystadalur continuó diciendo:
—Lo que más me extraña en estos mequetrefes es, sin embargo, lo siguiente: que se dice que ha sido demostrado que los chiquillos recién nacidos pueden nadar por su propia voluntad, si se les pone en el agua. ¿Lo has intentado alguna vez, Guóny?
No, Guóny jamás lo había intentado y aconsejó secamente a Olafur que no lo divulgase demasiado, si alguna vez pensaba probarlo con sus propios hijos… Porque un experimento así podía ser interpretado de distintos modos.
Olafur dijo que no había peligro de ello, porque él pertenecía al tipo de los que no se entremeten demasiado con los bebés recién nacidos.
—Pero —añadió— a veces he tenido ocasión de eliminar a algunos cachorros recién nacidos, y puedo decirte de ellos algo profundamente interesante. Les he cortado la cabeza junto a la orilla del río, en casa, con la navaja, ¿sabes?, y luego arrojado el cuerpo al agua. Y ahora quisiera hacerte una pregunta. ¿Qué te parece que hacen los cuerpos? ¿Crees que nadan o piensas que se hunden?
Esta pregunta apartó el pensamiento de la concurrencia de las cuestiones políticas y del dilema que los dos candidatos, el de Fjóróur y el de Vík, imponían a los turbados electores. Las mujeres pensaron que, naturalmente, los cuerpos de los cachorros se hundían; Einar opinó que era concebible que flotaran en la superficie, en tanto que el rey del rodeo sostuvo que se mantenían entre dos aguas.
—¡Nooo! —exclamó Ólafur triunfalmente, orgulloso de haber apartado el interés de todos para dirigirlo hacia vías científicas—. Nadan. Nadan ni más ni menos que como cualquier perro crecido que esté completo. Con cabeza y todo, y esto es tan cierto como que estoy sentado aquí.
Pero en ese momento llegó el café y puso fin a una instructiva discusión acerca de los fenómenos más extraños de la naturaleza. Era un buen café; nadie tenía por qué avergonzarse de un café como ése, por alta que fuese su posición en la escala social. Un café así le hacía sudar a uno como un caballo. Bebed, muchachos, bebed. Y había también para acompañar al café, encantadores pastelillos, gruesas tajadas de torta de Navidad con enormes uvas pasas; gordos buñuelos y tortitas de sartén cargadas de azúcar. Coman, muchachos, coman. Gozosamente se lanzaron sobre los exquisitos bocados; al diablo con las opiniones y los intereses personales. Bebieron taza tras taza, sin producir otro ruido que el de tragar y el de masticar y el ganguear de narices cargadas de rapé.
—Puede pasar mucho tiempo antes de que os invite a otra fiesta —dijo Bjartur de la Casa Estival.
Finalmente todos estuvieron hartos y se limpiaron la boca con la manga y el dorso de la mano. Luego se produjo un silencio. Era el silencio de la ocasión, el silencio que, más tarde o más temprano, debía hacerse en todo funeral, quebrado de tanto en tanto por un religioso carraspeo y acompañado por una mirada inexpresiva.
—¿Has pensado en hacer alguna ceremonia aquí, en la casa?
—No —respondió Bjartur—. No pude convencer a ese mulo que tenemos por sacerdote para que se arrastrara hasta el valle, y todo por sus malditos caprichos. Y no es que signifique una gran diferencia.
—Quizá su madre habría querido que cantásemos algo bonito mientras la sacamos —dijo el anciano con tono de disculpa—… De modo que he traído conmigo los Himnos de la Pasión.
—¡Pero hombre! ¿Qué agregará eso de útil? —preguntó Bjartur.
—Era nuestra propia hija, nuestra hija cristiana —dijo el anciano, abatido.
Cuando Bjartur vio cuan decidido estaba, le permitió que se saliera con la suya.
Blesi estaba ensillada, amarrada a la jamba de la puerta. Era un caballo pesado, de cabeza grande, que de tanto en tanto fruncía el labio inferior, como si hablara consigo mismo, y movía las orejas por turno, con los acontecimientos de la casa reflejados en su mirada sensible, introspectiva. La perra gimió, estremeciéndose detrás de la escalera, con la cola entre las piernas y sin hacer fiestas a nadie.
La mayoría de las ovejas habían vuelto a la granja desde el arroyuelo. Unas cuantas entraron en la casa, pasando junto al caballo y, después de husmear los establos, lanzaron un desilusionado balido, porque no estaban ahitas. Más y más animales llegaron y se encontraron con la misma desilusión. Otros se apiñaban en la puerta o hacían frente desafiantes a los perros de los visitantes. Contribuyeron a dar al funeral la sensación de que había una abundante concurrencia y mucha simpatía, y aumentaron el calor que es tan apreciado en días como ésos en medio de la nieve congelada de los marjales, en los altos páramos cubiertos de glaciares. Los hombres se habían dispuesto en torno del ataúd. El anciano Pórður de Nióurkot quitó el pañuelo que envolvía el volumen de su esposa de los Himnos de la Pasión, de Hallgrímur Pétursson, y comenzó a buscar la página que había marcado doblando una esquina.
—¿No quiere comenzar alguien que tenga buena voz?
El libro fue pasado de mano en mano, pero parecía que nadie conocía la melodía. Pocas veces iban a la iglesia y hacía mucho tiempo ya que se habían olvidado de la música de los himnos. De modo que el anciano volvió a tomar el libro y comenzó a tratar de llegar a la nota inicial. Una oveja le miró y lanzó un potente balido.
Luego el anciano comenzó a cantar a su adorada. Cantó de cuando el Redentor es llevado, himno veinticinco. «Tantas heridas que pueda yo descansar en paz». Se lo sabía de memoria, sin necesidad de mirar el libro, pero su voz era monótona y ronca y no podía entonar una melodía definida. Incluso los hombres que le rodeaban sintieron que no cantaba bien.
Y lo ángeles del Señor dirán: ved ahora este hombre.
El caballo levantó las orejas y resopló. La perra lanzó, una y otra vez, un aullido lamentable, como si alguien estuviera torturándola, y las ovejas continuaron balando, como una larga procesión, tanto dentro como fuera de la casa, porque no se les había dado el pienso. Eóráur cantó el último verso en un chillido sin entonación «En verdad eres el Hijo de Dios» y las lágrimas corrieron interminablemente por debajo de los inflamados párpados y cayeron en la rala barba. También su pronunciación era trabajosa y ceceante, debido a los dientes que le faltaban. A veces su canción no era más que un débil temblor de la garganta y las mandíbulas. Era como cualquier chiquillo mudo que ha llorado mucho tiempo. Luego hubo un silencio.
—¿No sería mejor decir el Padrenuestro?
El rey del rodeo tomó al anciano del brazo, para que no se cayera, y murmuró:
—Guóny quiere saber si no sería mejor decir el Padrenuestro.
De modo que el viejo lloriqueó el Padrenuestro, sin dejar de temblar, sin levantar la cabeza, sin quitarse el pañuelo de los ojos. Más de la mitad de las palabras quedaban ahogadas en sus sollozos; no era fácil distinguir lo que decía: Padre Nuestro que estás en los cielos, sí, tan infinitamente lejos que nadie sabe dónde estás, casi en ninguna parte, danos hoy unas migajas para comer en nombre de Tu Gloria y perdónanos que no podamos pagar al comprador y a nuestros acreedores y no dejes, sobre todo, que sintamos la tentación de ser felices, porque Tuyo es el Reino…
Quizá resultara difícil hallar un lugar tan bien escogido para pronunciar esa atrayente oración; parecía que el Redentor la hubiese escrito para la ocasión. Permanecieron todos con la cabeza inclinada, todos menos Bjartur, que jamás aceptaría humillar la cabeza ante una oración sin rima. Luego sacaron afuera el ataúd. Lo pusieron sobre el caballo, lo ataron a la silla y apoyaron todos una mano sobre él para estabilizarlo.
—¿Se ha hablado ya al caballo? —preguntó el anciano. Y como no se le había hablado, tomó una oreja del animal en cada mano y susurró en ellas, de acuerdo con la antigua costumbre, porque los caballos entienden esas cosas—: Hoy llevas un cadáver. Hoy llevas un cadáver.
Y luego la procesión partió.
El rey del rodeo caminaba en vanguardia, manteniéndose tanto como le era posible dentro de las partes de terreno limpias de nieve, para que hubiera menos peligro de accidentes. Einar de Undirhlíð conducía al caballo; Ólafur y Bjartur caminaban uno a cada extremo del ataúd y el anciano cojeaba cerrando la marcha, con su bastón y sus enormes mitones de pulgares que le iban grandes.
Las mujeres se quedaron en la puerta con rostros hinchados por las lágrimas, contemplando la procesión que desaparecía en los remolinos de nieve.