Todos dieron por sentado que el fantasma volvía a las andadas en la Casa Estival, de modo que Guóny hizo que le enviaran de la casa a una criada para que le hiciese compañía, y en torno a la muerte de Rosa se tejieron extrañas historias, tanto más extrañas cuanto mayor era la distancia de su punto de origen, pero todas concordantes en cuanto a la causa del deceso y todas, en verdad, del mismo esquema que las leyendas que se narraban de ese solitario pegujal desde épocas perdidas en el tiempo. Gran preocupación se sintió, por lo tanto, en cuanto al futuro del pegujalero del marjal, especialmente teniendo en cuenta que los acontecimientos habían seguido ese curso en su primer año de haber estado establecido allí, y unos días después, cuando el oficial del alcalde se encontró con Bjartur en el campo, insinuó que pronto tendría vacante un puesto de peón y sugirió que las dificultades en que se esperaba que Bjartur se encontrase de un momento a otro eran de responsabilidad de toda la parroquia. Hele aquí, viudo, con una hija pequeña que cuidar… ¿Qué haría? Dijo que se había enterado de que sería posible convencer a la gente de Rauðsmýri de que aceptase a la niña para criarla, incluso sin el pago acostumbrado, aunque con la condición de que la tierra les fuese devuelta gratuitamente, «y si yo me encontrase en tu lugar diría que era un ofrecimiento magnífico, en vista de las liberales condiciones».
Pero Bjartur pensaba que si la gente de Rauðsmýri le ofrecía condiciones liberales por algo, no lo hacía, por cierto, antes de tiempo, aunque el ofrecimiento llegase por una vía indirecta.
—Puede que vosotros, los potentados del concejo parroquial, consideréis que es buen negocio entregar a vuestros hijos para que sean criados en Rauðsmýri —declaró—. Pero yo no lo creo así. Porque ocurre que fui criado en Rauðsmýri, durante dieciocho años. Y mientras pueda considerarme un súbdito independiente de este país y no deba nada ni a Dios ni a los hombres, tengo la intención de ser yo quien críe a mis hijos, y no la gente de Rauðsmýri.
—Puede llegar el momento —dijo el otro— de que ciertas cláusulas legales te impidan estar libre de deudas, especialmente si tienes que cultivar esas montañas tuyas con ayuda de mujeres contratadas. Todo lo cual podría tener algún efecto en lo que llamas independencia.
—Necesité dieciocho años para reunir penosamente mi ganado y pagar el depósito de Casa Estival —replicó Bjartur— y, si bien es posible que no me haya construido un regio palacio de mármol y zafiro, por lo menos me erigí un palacio que se levanta sobre unos cimientos de dieciocho años. Y mientras no adeude nada a la parroquia ni al comerciante y pueda pagarle al alcalde sus cuotas, es, por lo menos, un palacio tan bueno como cualquiera que tú o el alcalde hayáis construido. Y ahora, permíteme que te diga esto, amigo mío: jamás he molestado a los hijos del alcalde ni hecho alharacas por lo que se refiere al nombre que llevan, y jamás lo haré. Pero exijo, a mi vez que el alcalde mantenga la nariz fuera de mis cosas y deje de mi cuenta a mis hijos y los nombres con que yo quiera bautizarles. Y dile que he preguntado por él.
Ese día Bjartur se dirigía a Staður, para visitar al Reverendo Guðmundur, el hombre por quien sentía tan gran respeto, más grande, por cierto, que el que tenía por muchas otras personas, y basado principalmente en la excelente raza de ovejas que había introducido en la parroquia. Fue hecho pasar al humo arremolinado del cuarto en que, atareado con sus sermones y sus cuentas agrícolas, el cura, como de costumbre, se paseaba. Muy pocas veces se le vio de pie, inmóvil; no tenía tiempo para ello. Pocas veces se sentaba; era un maestro en la técnica perentoria, malhumorada, de hombre atareado. Estaba bastante avanzado en edad y era más bien corpulento, de mejillas y nariz de tono azulado. Vástago de una vieja familia de alcurnia, del oeste, disfrutó en su juventud, en el sur, de una buena vida, pero había pasado la mayor parte de su existencia en esa región y siempre vilipendiaba las cosas terrenas cuando hablaba a sus feligreses. Nunca demostraba sus conocimientos de agricultura en ninguna conversación. Como la mayoría de las personas ocupadas, por lo general era sumamente lacónico con sus interlocutores y siempre pensaba que lo que decían los demás eran tonterías. Era severo en sus juicios y sustentaba opiniones fanáticas acerca de cualquier asunto, pero las cambiaba inmediatamente si alguien estaba de acuerdo con él. Tenía muy poca fe en la naturaleza humana y no creía en la bondad que pudiese haber en nadie, aparte de la familia real danesa, a la que tenía en muy alta estima a cuenta de su inteligencia y sus virtudes morales. Su favorita especial era la princesa Augusta —que había muerto hacía muchos años—, cuyo retrato pendía todavía en su estudio. No tenía gran opinión de la moralidad de sus feligreses y frecuentemente rozaba el tema con sombrías insinuaciones, dejando siempre entrever que se había cometido una multitud de crímenes secretos en la parroquia durante los años de su ministerio. Y, sin embargo, siempre se decía de él que jamás rechazó a nadie que se le acercase en un momento de necesidad. Le resultaba igualmente doloroso tolerar que se hablase mal de alguien como que se le alabase. Cuando se encontraba con gente de poca fe religiosa, hablaba de religión con tremendo fervor, pero entre los devotos su actitud era más bien de irreverencia y sarcasmo. Sus parroquianos consideraban que sus sermones estaban muy llenos de añadidos, muy desarticulados, y que en ocasiones resultaban incluso completamente ininteligibles, y pocas personas hacían esfuerzo alguno para vivir de acuerdo con los preceptos que tales sermones contenían.
—Vagando otra vez —gruñó con su tono quisquilloso, ofreciendo a Bjartur un velocísimo roce de mano cuando pasó precipitadamente junto a él en su ronda por el cuarto. Chupó furiosamente la pipa, y las nubes de humo que se elevaban sobre su cabeza eran como el polvo levantado por los cascos de un caballo.
—No estoy muy seguro de que vagar sea una costumbre en mí —replicó Bjartur—, pero no puedo negar que acabo de toparme con el oficial del alcalde.
—¡Ah, el oficial del alcalde! —bufó el sacerdote, escupiendo desdeñosamente en el cubo de carbón, mientras pasaba rápidamente ante la estufa.
—De modo que me dije que bien podía visitar también al párroco —continuó Bjartur—, para ver cuál de los dos tenía más ansias de libertad.
—¿Libertad? —replicó el cura, e incluso llegó a detenerse, aguzando la mirada que clavó en su interlocutor, como si le exigiese una explicación.
—Sí… quiero decir para los pobres.
—No pretendo libertad alguna, ni para los pobres ni para los ricos —declaró apresuradamente el sacerdote, y partió nuevamente en su recorrido.
—Lo que quiero decir —dijo Bjartur—, es que la diferencia que existe entre el concejo parroquial y yo consiste en que yo siempre he tenido ciertas pretensiones en punto a la libertad. Y los del concejo quieren mantener a todos oprimidos.
—No hay más libertad que la de la única y sola Redención de Nuestro Señor Jesucristo —entonó el cura con el incoloro parloteo de un impaciente vendedor de comercio que explicara a algún insignificante parroquiano que el único material que estaba en venta en la tienda era la lona bautizada con el nombre del maestro de Hesse—. Es como se dice en el libro antiguo —y ofreció una cita en idioma extranjero. Luego preguntó—: ¿Qué es la libertad? Sí, como lo esperaba: ni tú mismo tienes la más mínima noción en ese sentido. Y no es que yo me oponga a que vivas entre los glaciares, puedes quedarte con todos ellos. Como dice en el texto antiguo… —Otra cita en un idioma más ininteligible aún.
—Oh, no pienso discutir con usted acerca del hebreo, su reverencia. Pero, dígase lo que se diga, creo que sé tanto de ovejas como cualquiera y afirmo que sus moruecos han hecho mucho bien en estas regiones.
—Sí, malditos sean —dijo el ministro, acelerando—, mucho bien para aquellos cuyo vientre es su dios y que se enorgullecen de las condenadas bestias.
—Hmm, por lo que recuerdo, en la Biblia la oveja es llamada el cordero del Señor.
—Niego que la oveja fuese llamada el cordero del Señor en la Biblia —replicó el sacerdote con cierto acaloramiento—. No digo que las ovejas no fuesen creadas por Dios, pero niego absolutamente que Dios muestre más predilección por ellas que por cualquier otro cuadrúpedo. —Un momento de silencio, y luego, con voz llena de amargo reproche:— Buscar ovejas por montañas y desiertos, ¿de qué sirve? ¡Como si esto tuviese algún sentido!
—Bien, para decirle la verdad tal como se me ocurre, su reverencia, supongo que en el fondo, si hablásemos de hombre a hombre, de corazón a corazón, como hermanos, ¿entiende?, quizá descubriríamos que nuestras opiniones acerca de las ovejas no difieren siquiera en la mitad de lo que usted querría que un hombre ignorante como yo lo creyese. Y me gustaría decirle, su reverencia, que lo principal que me ha traído aquí esta noche, cosa en la que he estado pensando y con la que sueño desde hace mucho tiempo, es ver si no podría convencerle de que me vendiese un carnero joven para el otoño. Quizá, si Dios lo permite, podré pagarle en efectivo. Pero, de todos modos, con la ayuda del Todopoderoso, le abonaré por medio de un traspaso a la cuenta que tengo con el comprador, si las cosas van mal.
Bjartur trataba, con todo el cuidado posible, de seguir el curso medio entre el temor a Dios y la adoración a Mammón, a fin de no dejar al sacerdote ninguna posibilidad de ataque. Pero fue inútil. El Reverendo Guðmundur se negó a dejarse embaucar y ponerse de acuerdo con nadie.
—¡Un traspaso! —repitió, malhumorado—. No toleraré traspaso alguno entre Dios y el Diablo. Puedes ir a ver al mayordomo y regatear con él.
—Sí, pero prefiero no hablar con ningún subordinado antes de que la cuestión quede arreglada con usted.
—Si quieres un poco de café —dijo el sacerdote—, será mejor que lo digas ya. Pero no tengo ni una sola gota de aguardiente en la casa, como que Dios es mi testigo.
—Oh, jamás escupí hasta ahora mi café porque no hubiese en él un poco de aguardiente. Muchos infortunados seres han tenido que arreglárselas sin aguardiente antes de hoy, ¿no?
El sacerdote se dirigió a la cocina, para averiguar cuál era la situación en lo referente al café, y, al regresar al cabo de unos momentos, continuó con sus paseos a la misma excesiva velocidad, con la cabeza todavía hundida entre nubes del humo exhalado por su pipa.
—Aquí no conseguirás otra cosa que las heces, hombre —dijo—, porque jamás pude ver que dedicases siquiera un pensamiento a tu salvación espiritual. Recorres tus propios e indiferentes caminos que te llevan a las cumbres de las montañas, no sólo con perfecta imprevisión, sino, además, con una palmaria dureza de corazón, y luego crees que puedes venir y decirle a un hombre cómo son las cosas.
Una de las elegantes hijas del sacerdote entró trayendo el fragante café en una cafetera de bronce, junto con tazas y platillos de porcelana decorada con figuras japonesas, dos fuentes cubiertas con una variedad de pasteles, todos deliciosos, azúcar y crema. Recordó a Bjartur la última vez que se habían encontrado y demostró que todavía se acordaba de los versos que él compusiera en el verano. Los recitó en su honor, mientras el sacerdote, escuchando con agria desaprobación, mascullaba algo para sí.
—¡Puaf! —exclamó—, cualquier cosa que no pueda ser traducida al latín en el acto es una legítima copla de ciego. ¡Vete, Gunna, no tienes nada de común con este individuo!
En cuanto la joven hubo cerrado la puerta tras de sí, el sacerdote se inclinó y abrió una de las gavetas del escritorio y, tosiendo en las nubes de humo que surgían de su pipa, extrajo una botella de aguardiente llena hasta el gollete. Intensamente encolerizado, vertió así como medio cuartillo de aguardiente en la cafetera y luego llenó ambas tazas con la mezcla. Bjartur no dijo nada, por respeto al cura y admiración hacia el aguardiente. Comenzaron a beber el café. Después de haberse bebido tres tazas, Bjartur estaba sudando.
—¡Bebe, hombre! —exhortó el ministro—. ¿Para qué crees que las mujeres te dan café con este tiempo?
—Ya me he echado tres al coleto, ¿sabe? —dijo Bjartur cortésmente.
—Puede que así sea, pero yo no bebo menos de treinta por día —replicó el sacerdote, y continuó llenando las tazas e incitando al pegujalero a beber, hasta que hubieron tomado seis pocillos cada uno y la cafetera estuvo vacía. Para entonces el sudor le corría a Bjartur por la frente y le chorreaba de las sienes. Contempló pensativamente, durante un rato, las figuras de las tazas y platillos, y al cabo hizo la siguiente observación:
—No hay nada desaliñado en esas damiselas y sus atavíos —refiriéndose a las japonesas de los pocillos—, y sé que pasará mucho tiempo antes de que las muchachas de las tazas de Casa Estival sepan sonreír con tanta dulzura. Y esto me recuerda, su reverencia —agregó, limpiándose con la manga la transpiración del rostro—, que en estos momentos me encuentro en un grave aprieto: mi esposa, como supongo que la llamará usted desde que bendijo nuestro matrimonio en primavera, murió hace uno o dos días.
—¿Qué? —preguntó el cura con suspicacia—. Por supuesto que no puedo hacer nada por ella si está muerta.
—¡No, por el cielo, ya lo sé! Y no me refería a eso —dijo Bjartur, absolviendo al sacerdote de toda culpa en la cuestión—. Murió, eso es todo, en forma natural, probablemente por pérdida de sangre, y sé perfectamente cómo ocurrió. Pero qué fue de Gullbrá, una magnífica cordera de un año, de la raza de usted, que yo había amarrado este otoño en el fondo de mi campo, durante el primer rodeo (la dejé con mi difunta esposa, ¿entiende?)… bien, es algo que no puedo comprender de ningún modo.
—No sé nada de eso —repuso fríamente el sacerdote—. No soy ladrón de ovejas. Niego haber tenido participación alguna en esas cosas.
—Lo que quiero decir —explicó Bjartur razonablemente— es que será preciso tomar alguna disposición, por lo menos por lo que respecta a mi esposa.
—Puedo proporcionarte, mientras esperas, otra mujer, una mujer espléndida, dócil como una monja y sumamente obediente. Pero la acompaña una vieja, una arpía decrépita, de modo que ya sabrás lo que te espera… Conoce de memoria todos los salmos del libro de Víóey.
—Muy bien; pero se me ocurrió que podría pedirle que previamente enterrara a ésa —contestó Bjartur cortésmente.
—¡Oh, Dios, aborrezco incluso la idea de tener que enterrar a la gente!
—Sí, pero lo que usted no advierte es que no puedo tener a nadie en la casa durante tanto tiempo como el que hace que ella está allí. No se imagina cuan tonta es la gente en la actualidad. Y supersticiosa.
—Será mejor que la metas temporalmente en una tumba, hasta la primavera. No tengo ninguna intención de recorrer las montañas a mi edad; hace años ya que soy un hombre gastado, enfermo de los pulmones por naturaleza y probablemente con un cáncer en el hígado. Por otra parte, nada se sabe de cómo murió esa mujer tuya. Vosotros, montañeses del demonio, siempre podéis sacaros la cosa de encima diciendo que os encontrabais en el desierto, buscando animales extraviados, cuando mueren vuestras esposas. Pero las mujeres, por lo que sé, necesitan tantos cuidados como las ovejas. Y no me resultaría muy difícil probar una o dos cosillas en lo que se refiere a la muerte de muchos, muchos hombres y mujeres, en esta región, desde que llegué aquí, hace treinta años, angustiado y torturado por la duda… y por cierto que las probaría, si no fuese porque amo a mis feligreses y estoy demasiado viejo y débil como para importunar a una administración corrupta, a la que ni siquiera el pillaje, los incendios intencionales y los asesinatos pueden impulsar a actuar.
—Oh, creo que ha dado usted la extremaunción a muchos que murieron en forma más extraña que Rosa.
—Sí —suspiró melancólicamente el cura—. Supongo que no soy más que un viejo desamparado y desdichado, mortalmente enfermo.
—Lo único que le pido es que se haga un viaje hasta Rauðsmýri, el primer sábado, si el tiempo está bueno.
—La pala que tenemos en la iglesia está rota, que Dios me ampare —dijo el cura, interponiendo todos los obstáculos que le era posible—. No puedo comprometerme a nada con respecto a la muerte, el juicio final y la vida futura de cualquiera cuyas honras postreras sean ejecutadas con la ayuda de una herramienta tan vieja y horrible. Y además, es seguro que me exigirás que pronuncie un sermón, pero quiero anticiparte, de una vez por todas, que no veo qué sentido hay en hacer un discurso ante un cadáver con este tiempo. De cualquier modo no se obtiene nada con ello.
—No es necesario que sea un discurso largo.
—¿No podrá hacerlo la mujer de Rauðsmýri? Ya le hizo uno a Rosa, la primavera pasada. ¿Por qué no puede hacérselo este otoño?
—Bueno, honradamente, no tengo inconveniente en decirle a cualquiera —declaró Bjartur— que siento muy poca confianza en los discursos que pueda hacer la gente de Rauðsmýri. Y resultaría fácil convencerme de que las cosas habrían salido mucho mejor si hubiera sido usted, y no ella, quien pronunciara el sermón en la boda, aunque, para ser perfectamente franco, no tengo en general ninguna confianza hacia los discursos, ya sean para una cosa o para otra, y menos que nada hacia los discursos largos.
—Si llego a pronunciar alguno —dijo secamente el cura—, será largo. Porque, una vez que uno comienza no hay fin para lo que es necesario decir, vista la forma que la gente se conduce hoy día entre sí y con respecto a la parroquia.
—En realidad todo depende de cómo se mire —comentó Bjartur—. Algunos piensan que cuando menos se diga, tanto mejor. Pero lo que no necesitará discusión es el tema del discurso. Poco me importa que sea largo, siempre que no contenga nada objetable. Lo principal es que el discurso para la persona adecuada sea pronunciado en el lugar apropiado por la autoridad correcta; de lo contrario se le quejan a uno y sugieren que quizás uno no puede permitirse que le pronuncien discursos, pero ésa es una mancha que jamás caerá sobre mí mientras pueda considerarme un hombre independiente. Mi esposa es una mujer independiente.
—¿Y cuánto te parece que puedes pagar por un discurso?
—Bien, ésa es, por cierto, una de las cosas que quería discutir. En rigor pienso que usted me debe un discurso desde la primavera pasada, y creo que sería mejor que me lo diera ahora. No mejorará mucho en su calidad con que se lo guarde.
—No —respondió el ministro con tono decidido—. No pronunciaré sermón alguno sobre el cadáver de una mujer que vive en matrimonio durante un solo verano y luego se muere. Puedes considerarte afortunado si no hago que se investigue el caso. Siempre habrá medios y recursos para que tengas gratuitamente tu próximo sermón matrimonial, pero cambiar un sermón de bodas por uno funerario es un tipo de transacción con el que no quiero tener nada que ver.
—Me imagino, su reverencia —dijo el agricultor—, que una investigación más amplia podría demostrar que tengo derecho legal al sermón. Incluso aunque ella no haya cumplido los treinta años, era mi esposa, una buena esposa, una esposa cristiana.
—De modo que era cristiana, ¿eh? —preguntó airadamente el sacerdote, porque no podía soportar que se alabase a nadie.
—Bien —repuso Bjartur, preparándose a ceder en uno o dos puntos, en interés a la armonía—, quizá debería decir que fue una cristiana a su modo. Pero todo con moderación, ¿me entiende?
—Sería una sorpresa para mí, permíteme que te lo diga, si la gente de estas partes se hiciera repentinamente cristiana —exclamó el sacerdote, furioso—. En Rangárvellir había cristianos, lo concedo. Había allí un santo y un profeta en cada granja, pero hace treinta años que vivo aquí en el exilio y jamás me he cruzado con un verdadero cristiano o un verdadero arrepentimiento ante Dios, de cualquier forma o color que fuese; sólo me topé con crímenes monstruosos, catorce asesinatos y abandonos de niños, aparte de todos los abortos cometidos.
—Esas son cosas de las que no sé nada —contestó Bjartur—, pero sí sé que mi esposa era una buena mujer que en lo hondo de su corazón debe haber creído en Dios y en la humanidad, aunque no lo proclamase desde los tejados de las casas. Y si piensa decir algo, preferiría que hablase bien de ella y no mal, porque yo sentí una gran admiración hacia la mujer.
El tacto del cura le impedía discutir este elogio hecho a una mujer sencilla, poco distinguida, que había vivido un solo verano para morir después. Pero señaló el retrato de la princesa Augusta con un aire de amonestación que era mucho más expresivo, y dijo:
—Si quieres ver la imagen de una mujer que fue ejemplo para las demás, como princesa, como esposa y como ser humano, ahí la tienes. No os haría daño alguno el recordarlo, viles gusanos que siempre os habéis considerado bastante buenos como para humillar la piojosa cabeza ante la gracia del Espíritu Santo, aunque estáis más bajos en la comunidad que cualquiera de las ovejas que matáis de hambre y de modorra todas las primaveras que Dios nos concede. Pero a los hijos del rey Cristian los despertaban y aguantaban hasta que el propio capellán de la corte vomitaba casi de hambre. ¿Qué te parece eso?
Bjartur no pudo ya contener la risa.
—¡Jajajá, jajajá! —rugió—. Era muy parecido al caso de ese perro de Rauðsmýri, entonces, el que no podía mantenerse lejos de la carne de caballo, hace uno o dos años.
—¿Eh? —preguntó el Reverendo Gudmundur con suma seriedad, deteniéndose en mitad de la habitación, con la boca abierta de perplejidad y las cejas enarcadas de asombro.
—Pues fue así —dijo Bjartur—. Había en Myri un muchacho que provenía de la ciudad, un individuo tonto y un tanto peligroso, y se le metió en la cabeza trabar amistad con todos los perros y sacárselos con añagazas a sus verdaderos amos —entre ellos se contaba mi perra. Siempre me han gustado mucho los perros y ella era una perrita magnífica, inteligente y digna de confianza. ¡Jajajá, jajajá!
—No entiendo —chasqueó el sacerdote, todavía inmóvil.
—No creí que entendiera —declaró Bjartur riendo—. Yo tampoco lo entendía hasta que el animal comenzó a vomitar trozos de carne de caballo tan grandes como ese puño de usted, hombre. Si el joven idiota no hubiese empleado la misma treta durante todo el invierno, robar carne de caballo de la cocina para atraer a los perros…
—Vaya, ya no puedo aguantar más estas cosas —dijo el sacerdote—. Por el cielo, vete.
—Sí, su reverencia —dijo Bjartur con sobriedad—. Nadie puede dominar sus pensamientos. Supongo que no hace daño ninguno. Y le agradezco sinceramente por el café. Es uno de los mejores cafés que he bebido en mucho tiempo. Y podemos confiar mutuamente en cuanto al joven morueco que tendré en otoño, y la otra cuestión.
—Es de esperar que yo esté muerto antes de la primavera —dijo el cura piadosamente—, muerto, muerto para no ver más a esta monstruosa gentuza. Adiós.
Pero Bjartur no se sentía en modo alguno dispuesto a partir en ese momento. Continuó aferrado al sacerdote, tanteando esto y aquello, hasta que finalmente cobró valor y dijo:
—De paso, Reverendo Guðmundur, ¿no le oí decir algo acerca de una mujer, o más bien de dos mujeres, hace un momento?
—Vaya, ¿qué quieres decir? —preguntó el ministro quisquillosamente—. ¿Las quieres? No pienses que estoy ansioso de librarme de ellas.
—¿Quiénes son?
—Sólo Dios, en su infinita piedad, las mantiene. Las traje de Sandgilsheiói, en mi propio caballo de carga; son de mi propia parroquia. El padre de la familia murió de una enfermedad interna, y lo único que tenían era diecisiete ovejas de mísero aspecto, unas cuantas herramientas rotas y un par de yeguas de veinticinco años, que me entregaron como contribución a su manutención cuando vinieron aquí en otoño, que Dios me ayude. Están, por supuesto, completamente postradas por la pena. El viejo cultivó la tierra durante cuarenta años y no logró ahorrar ni un céntimo, tan espantosa era la granja.
—¿Sí? —dijo Bjartur—. De modo que son dueñas de algún terreno…
—Ya lo creo que son dueñas de tierras —declaró el sacerdote. Y luego, corriendo hacia la puerta, la abrió y gritó—: ¡Tráiganme a Finna y la vieja Hallbera, inmediatamente! ¡Hay aquí un hombre que quiere llevárselas!
Pasaron unos minutos y luego se introdujo por la puerta a una pareja de mujeres, la madre tejiendo, con un casquete castaño en la cabeza; de una verruga que tenía en la barbilla le salían unos pelos. Era tan cariagria como cualquiera que haya estado encerrado consigo mismo durante sesenta años, o más. No levantó la cabeza; miraba su tejido con ojos parpadeantes, la cabeza inclinada. Su hija, una mujer cercana a los cuarenta años de edad, de figura torpe, especialmente de cintura para abajo, compensaba con su expectación levemente sonriente lo que le faltaba a su madre de ternura. Se detuvieron, codo a codo, a no más de un palmo de distancia del umbral, haciendo imposible que nadie cerrase la puerta tras ellas. La anciana continuaba tejiendo; la hija miró a los hombres con ojos enormes que lo esperaban todo. Tenía en la mejilla la marca purpúrea de un viejo sabañón, una palpitación visible.
—He aquí a un caballero que nos aliviará a todos de una pesada carga —dijo el sacerdote—. Tiene la intención de llevaros a casa consigo. Su esposa yace en su féretro, que Dios me ampare, y él está completamente postrado por la pena.
—Sí, lo sé, pobre hombre —masculló la anciana a sus agujas, sin levantar la vista. Su hija miró al desdichado caballero con ojos llenos de cordial simpatía.
—¡Pero si son las mujeres de Uróarsel, la viuda de Eórarinn y su hija! —exclamó Bjartur, ofreciéndoles la mano en salutación y agradeciéndoles desde el fondo de su corazón por su antigua hospitalidad. Había pasado una noche con ellos, un otoño, hacía cuatro o cinco años, cuando se encontraba buscando algunas ovejas extraviadas del alcalde, y no por primera vez, por cierto. Sí, recordaba perfectamente a Itórarinn: un genio. Nadie podía curar como él a una oveja infectada… Prefería que a su familia le faltase café y azúcar antes de que sus ovejas no tuviesen su tabaco para mascar.
—¿No tenía acaso la oreja derecha ladeada y la izquierda perforada y con dos muescas? ¿Sí? —Bjartur había acertado de lleno—. ¿Y no tenía también un perro de pelo color arena, un animal maravilloso que podía ver en la oscuridad mejor que la mayoría de los demás perros a la luz del día? Maldito sea si no tenía doble vista. No todos son tan afortunados como para poseer un perro así, puedo asegurárselo.
Todo eso resultó ser cierto. Firma resplandecía de gratitud ante la amable condescendencia que estaba implícita en la tenacidad de la memoria del antiguo huésped. Ella misma recordaba, como si fuese ayer, la ocasión en que él pasó la noche en Uróarsel, nada más y nada menos que el pastor de Útirauðsmyri en persona. La gente no iba a menudo a pasar la noche, y pocas veces llegaba alguien de las granjas más lejanas. En rigor, madre e hija, en susurros, decidieron que no sería tan fácil atender a un hombre que venía de la Casa Grande, un hombre que seguramente no estaba acostumbrado a otra cosa que no fuese lo mejor: ¿qué debían hacer? Hallbera sugirió hornear pastelillos a la brasa, pero su hija dijo:
—No, él no soñaría siquiera en permitir que una cosa horneada sobre la turba desnuda le pasase por los labios… un hombre de Utirauðsmyri… No te habrás olvidado de eso, ¿eh madre?
Pero la vieja dijo que hacía tiempo que se había olvidado de todo. Ya no recordaba nada del pasado ni del presente, aparte de sus días de juventud y de algunos versículos sacros; estaba hecha una ruina tan espantosa… y si no hubiese sido por el buen cura, que se apiadó de ellas cuando la mano del Todopoderoso consideró necesario arrebatarles al pobre Pórarinn…
—¿No te estoy diciendo que el hombre quiere llevaros? —interrumpió el sacerdote, impaciente—. Estaréis bien con él. La primavera pasada comenzó a trabajar en la granja de esa maravillosa propiedad que tiene, y es una especie de progresista moderno, con puntos de vista definidos en cuanto a ese desierto que florecerá como una rosa, del que siempre escriben en los periódicos de Reykjavik y que siempre es objeto de votaciones en el Parlamento.
—Oh, yo no me preocupo gran cosa de lo que escriben los periódicos de Reykjavik —afirmó Bjartur—. Pero sostengo de todos modos, que hay en la Casa Estival un gran futuro para los que valoran la libertad y todo lo demás y quieren ser hombres independientes.
Y entonces la anciana dijo con voz temblona, tenue:
—En mis tiempos no se hubiera considerado tan natural la muerte de tu esposa, Bjartur, mi buen hombre. Y ese redil de ovejas que tienes goza de una extraña reputación, según todo lo que he oído.
—¡Bah! —bufó el sacerdote en colérico desacuerdo—. También Uróarsel hervía de toda clase de fantasmas. En dos ocasiones extravié el camino allí, en el páramo, y las dos veces a la luz del día y en mitad del verano, que Dios me perdone.
—Una o dos personas de las casas fueron visitadas por duendes de tanto en tanto —convino la anciana—, pero nuestros vecinos de los páramos fueron buenos vecinos durante los cuarenta años que vivimos allí, y a menudo nos prestaron gran ayuda.
—Mamá quiere decir que nuestra casa jamás fue visitada por fantasmas, salvo cuando venían ciertas personas —explicó la hija—. Pero teníamos buenos amigos en los páramos y a menudo nos prestaron gran ayuda.
—Me niego a hablar de nadie cuyo nombre no esté inscrito en el registro de la parroquia —expresó el sacerdote.
—Sea como fuere, hemos recibido de ellas muchas buenas tazas de café, en sueños —dijo la hija—. Y siempre fueron sumamente liberales con el azúcar.
—Hmm, sí, muchas veces comimos bien gracias a ellos —confirmó reverentemente la anciana.
El cura recorrió la habitación, bufando de desaprobación, pero Bjartur declaró que nunca había negado que hubiese muchas cosas extrañas en la naturaleza.
—Entiendo que no es un error creer en elfos, aun cuando sus nombres no figuren en el registro parroquial —dijo—. No hace daño alguno a nadie; sí, e incluso le hace a veces mucho bien a uno. Pero creer en fantasmas y espíritus… eso afirmo que no es otra cosa que los restos del papismo y que es poco correcto que un cristiano le conceda siquiera el más insignificante pensamiento.
Hizo lo imposible para convencer a las mujeres de que aceptaran sus puntos de vista acerca de la cuestión.