19. Vida

La esposa del alcalde cumplió su palabra.

Esa misma noche envió a su ama de llaves a Casa Estival, a caballo, con algunas botellas de leche, un infiernillo y varias prendas de vestir para un niño recién nacido. Bjartur pisoteaba la nieve, delante del caballo, en humor de balada después de las aventuras de los últimos días.

Lo primero que la comadrona mencionó al entrar a la Casa Estival fue el olor. Los pesebres de abajo eran ofensivos con la humedad de las paredes de barro y los restos de pescado, en tanto que el cuarto de arriba hedía a muerto y a lámpara humeante, con la mecha otra vez seca y su última llama guiñando, pronta a morir a su vez. El ama de llaves pidió aire fresco. Abrió una manta sobre el cadáver tendido en la cama vacía. Luego dedicó su atención al niño. Pero la perra se negaba a abandonarlo; todavía lo cuidaba: era una madre, sedienta y hambrienta, y sin embargo nadie piensa en recompensar a un animal por sus virtudes. La mujer trató de apartarla, pero la perra hizo ademán de morderla, de modo que Bjartur debió tomarla de la piel del cuello y tirarla escaleras abajo. Pero después, cuando la chiquilla fue examinada, no mostró señal alguna de vida. La mujer la puso cabeza abajo y la balanceó en distintas direcciones. La llevó incluso a la puerta de afuera y le puso cara al viento, pero todo fue inútil. Ese ser arrugado, lamentable, que fue enviado al mundo sin ser previamente invitado y deseado, parecía haber perdido todo deseo de reclamar sus derechos.

Pero el ama de llaves, que había enviudado joven, se negó a creer que la criatura pudiese estar muerta. Sabía lo que significaba estar confinado en una habitación cuando las tormentas de nieve rugen en los valles. Calentó un poco de agua en el infiernillo —era la segunda vez que se hacían preparativos para bañar a la pequeña— y pronto el agua estuvo caliente. Y bañó a la niña e incluso la dejó estar durante un buen rato en el agua, que estaba algo más que caliente, con la punta de la nariz asomándose en la superficie. Bjartur preguntó si tenía la intención de hervirla, pero aparentemente ella no escuchó lo que le decía y, sosteniéndola de una pierna, la balanceó cabeza abajo. Bjartur comenzó a sentirse algo preocupado. Hasta entonces había seguido con gran interés todo lo que se hacía, pero esto era más de lo que podía soportar y le pareció que sería mejor que pidiera un poco de piedad para la infortunada criatura.

—¿Estás tratando de desarticular las caderas de la chiquilla, maldita seas? —preguntó.

A lo que Guóny, como si no hubiese advertido su presencia hasta ese momento, replicó secamente:

—Ya basta. Vete y no vuelvas a aparecer por aquí hasta que te llamen.

Esta era la primera vez que Bjartur era expulsado de su propia casa, y, si las circunstancias hubiesen sido distintas, no habría vacilado en protestar contra tamaña enormidad y tratado de hacer entender a Guóny el hecho de que no le adeudaba ni un céntimo. Pero, estando las cosas como estaban, parecía casi se le hubieran proporcionado un rabo para poderlo llevar entre las piernas cuando, en total ignominia, tomó el camino de la perra y bajó por la escalera. Mas, por su vida, que no sabía qué hacer ahí abajo, en la oscuridad. Era un hombre completamente agotado, que nunca se había sentido menos independiente en el fondo de su corazón que esa noche; que sentía que era casi superfluo en el mundo; que sentía incluso que los seres vivos eran en realidad superfluos, en comparación con los muertos. Sacó un atado de heno y, extendiéndolo en el piso, se acostó como un perro. A pesar de todo había llegado por fin a su casa.

El llanto de un niño le despertó a la mañana siguiente.

Cuando subió, Guóny estaba sentada en la cama, con la pequeñuela en sus brazos, y, lo que era más, se había desprendido de las ropas en torno al seno para compartir su calor con la chiquilla mientras la madre de ésta, la esposa de Bjartur, yacía, inerte, en la otra cama. Había atado unos mechones de lana al cuello de una botella y se encontraba ocupada en enseñarle a mamar. Bjartur contempló la escena con cierta turbación, herido en su modestia, y luego una sonrisa se dibujó en su rostro barbudo, curtido por la helada, y se insinuó en sus ojos, inyectados en sangre después de la tormenta.

—He aquí a tu hija, sana de cuerpo y alma —dijo Guóny, orgullosa de haber devuelto la vida a ese objeto.

—Así parece —dijo él—, pobre insecto. —Y, maravillado de que pudiese ser tan pequeña y delicada—: No habrá que esperar que resulte gran cosa de ella —añadió, como disculpándose—, teniendo en cuenta que la humanidad es una cosa lamentable si se la mira tal como es.

—Pobre queridita —arrulló la mujer acariciando a la criatura—. ¿Qué nombre pensará ponernos papá?

—Hmm, yo seré su padre por lo que a eso se refiere, de cualquier modo —dijo él—. Tendrá un nombre hermoso y ningún otro.

Guóny no dijo nada; continuó arrullando a la pequeñuela y convenciéndola de que aceptara el biberón. Bjartur permaneció contemplándolas durante un rato, en evidente comunión con su alma, y luego declaró con profunda convicción.

—Sí, todo está arreglado. —Y tocó la cara de la niñita con su mano fuerte, sucia, que había combatido contra los monstruos espectrales del país—: Se llamará Asta Sóllilja.

Se sentía orgulloso de que esa cosita indefensa no tuviese en el mundo a nadie más que a él y estaba firmemente decidido a compartir con ella el mismo y único destino.

—… y no quiero que se hable más de la cuestión.

Había mucho que hacer: las ovejas estaban todavía en Rauðsmýri; luego era preciso ocuparse del funeral, del ataúd, el sacerdote, los portadores, el viaje al pueblo, la reunión después del entierro…

—Estaba pensando, Gunsa, muchacha, que quizá podrías hacer un buen pedazo de torta de Navidad para comer. Podrías utilizar todas las especias y pasas de uva que quieras, e inclusive esas enormes cosas negras que parecen boñigas de caballo; creo que se llaman ciruelas pasas. No pienses en los gastos; yo pagaré. Y, naturalmente, tantas frutas de sartén como todos puedan comer. Y café cargado, mujer; café lo suficientemente fuerte como para embrear a un morueco. No toleraré que la gente beba aguachirle en el funeral de mi esposa.