18. Útirauðsmyri

«Bueno Bjarti, por fin te paseas un poco estos días», se dijo Bjartur de la Casa Estival cuando, la noche del mismo día, golpeó en la puerta de la cocina de Utirauðsmyri.

—Poco te dejas ver, ¿eh? —dijo el peón que abrió. Estaba en calcetines y tenía en la mano unas abatanaduras humeantes… Las tareas domésticas se hallaban en su apogeo—. Creímos que estabas muerto.

—Lejos de ello —respondió Bjartur—. Estuve en la montaña, buscando ovejas.

—¿Estás seguro de que te encuentras bien de la cabeza? —preguntó el otro.

—Perdí una corderita.

—Es muy tuyo eso de dejar a todas tus ovejas en peligro para irte a recorrer las montañas en busca de una corderita.

—Bien, puede que me equivoque, compañero, pero, por lo que yo sé, en la Biblia dice que una oveja en la montaña vale más que ciento en casa —dijo Bjartur, que tenía especial cariño hacia esos pasajes de las Escrituras que mencionan a las ovejas—. Y, además, no para nada es uno vecino del potentado local, para el caso de que el tiempo se ponga malo.

Tal era, por cierto, la verdad. Los pastores de Rauðsmýri arrearon las ovejas de Bjartur juntamente con las demás, la noche que estalló la tormenta, pero ahora habían recibido del alcalde la orden de llevarlas a su dueño mañana por la mañana y averiguar al mismo tiempo si éste estaba muerto o no.

—¿Encontraste el cordero?

—No, no pude ver nada, aparte de un pájaro de manantiales calientes, en las fuentes que están al sur de las Montañas Azules —contestó Bjartur—. De paso, los corderos, ¿han comido ya heno?

—Oh, sí, han husmeado un poco —dijo el peón, y dio a entender a Bjartur que esos valientes corderos suyos pronto aprenderían el arte de comer. Pero, mientras debatían la cuestión, el ama de casa, Hundí, apareció en la puerta, porque había reconocido la voz de Bjartur. Le rogó que entrase en la cocina, y, ¿no le agradaría un cuenco de gachas y una costilla de caballo? Él se quitó la nieve de las ropas con el cuchillo y desempolvó el sombrero contra la jamba de la puerta.

Era una cocina grande, utilizada en parte como sala. Los mozos abatanaban o se encontraban atareados trabajando con crin, las criadas con su lana y los perros yacían largo a largo en el suelo; todos ellos eran viejos amigos de Bjartur, perros inclusive. Todos discutían la inesperada tormenta de nieve y sus efectos sobre el ganado. Podemos esperar un enero asqueroso, cuando la nieve ya ha empezado a caer, y eso que todavía no estamos en adviento.

—Hmm —dijo Bjartur con la boca llena—, el tiempo estaba un poco rudo al otro lado del Río del Glaciar, pero los he conocido peores muchas veces.

—¿Al otro lado del Río del Glaciar? —preguntaron los peones, sorprendidos—. Estás tratando de hacernos creer que cruzaste el Río del Glaciar, ¿eh?

—¿Por qué no? Muchos arroyos pueden ser vadeados, incluso aunque estén en los páramos —replicó el pegujalero—, y puede que no todos seamos perros tan caseros como vosotros.

—¿Quieres decirnos qué has estado tanteando allá arriba, en los páramos, con la pobre Rosa en el estado en que se encuentra? —preguntó el ama de casa con voz compadecida.

—Hago lo que me place, Gunsa, muchacha —replicó Bjartur con una sonrisa despectiva—. Ahora soy mi propio amo, ¿entiendes?, y no necesito rendir cuentas a nadie, y menos a ti. —Y agregó, arrojando a los perros la carne que se le había dado—: De paso, ¿les parece que nuestra buena Señora habrá ido ya a acostarse?

La esposa del alcalde entró majestuosamente, con la cabeza en alto y el pecho erguido, miró inquisitivamente a Bjartur a través de gafas que cavaban surcos en sus rojas y opulentas mejillas y compuso la sonrisa fría, culta, aristocrática, que, a pesar de sus ideales y su talento poético, erigía un muro tan alto y ancho entre ella y aquellos cuyo bienestar dependía menos del romanticismo. Bjartur le agradeció cordialmente por la carne de caballo y las gachas.

—Seguramente no me habrás hecho venir para agradecerme por un cazo de gachas —dijo ella, sin referirse a la carne de caballo.

—¡No, oh, no, no exactamente eso! —replicó Bjartur—. En realidad era otra cosa lo que quería. —Por supuesto, sentía vergüenza de pedirlo, pero se preguntó si no podría ayudarle en algo si podía conversar con ella en privado—. …Y, además, debo agradecerles a usted y a su esposo, por mis ovejas, que sus hombres pusieron al abrigo cuando yo estaba ocupado con el rodeo.

La poetisa insinuó que Bjartur debería conocer lo bastante la casa como para saber que ella jamás se preocupaba por el ganado, pues lo dejaba a cargo de gente más apropiada para ello.

—Bien que lo sé —contestó Bjartur—, y en rigor estoy completamente decidido a venir a buscarlo mañana… Espero, eso sí, que mis corderos no dejen al pobre alcalde en la calle de tanto comer. Pero si su esposo se encuentra necesitado en la primavera, bendito sea, siempre podrá venir a pedirme una carga de heno para cordero, más tarde.

—Preferiría que me dijeses cómo sigue Rosa —dijo la poetisa.

—Sí, ya iba a llegar a ello —repuso Bjartur—. En realidad pedí verla solamente porque tenía algo que decirle. Nada importante, es claro.

La esposa del alcalde le miró como si sospechase en cierto modo que estaba a punto de pedirle algo, con lo cual su alma se encogió como una estrella, se retiró a las heladas extensiones del infinito, y sólo la gélida sonrisa se quedó en la tierra.

—Espero, por ti, que no sea nada que no pueda saber mi esposo —dijo ella con intensa decisión.

—¡Oh, no! —contestó Bjartur—. Se necesita algo más que una minucia para inquietar al alcalde, bendito sea.

La Señora hizo pasar a Bjartur al santuario del alcalde Jón de Myri, uno de los cuartos más pequeños de la casona. Hacía tiempo que la pareja había abandonado la costumbre de dormir juntos. La Señora dormía en una habitación separada, con su hijita Auður. El cuartito del alcalde se habría parecido muchísimo al mísero desván en que son abandonados los pobres que viven de la ayuda de la parroquia, con menguada honra, si no fuera por una de las paredes, completamente cubierta por anaqueles con volúmenes de trámites parlamentarios, encuadernados en negro y con el año en un marbete blanco. La cama estaba clavada a la pared, construida como la de un campesino, de tablas no cepilladas, y cubierta con una raída manta de un solo color. En el suelo se veía una escupidera azul, esmaltada, en forma de reloj de arena. Sobre la cama había un estante toscamente construido, sobre el cual reposaba un cuenco floreado, para gachas, una pesada taza de porcelana y una botella de embrocación para el reumatismo. Junto a uno de los muros, una tosca mesa con recado de escribir de calidad indiferente y, debajo de la ventana, un enorme arcón. Frente a la mesa un viejo y destartalado sillón, sin funda, atado con cuerdas allí donde los muelles habían saltado. De ese lado, en la pared, pendía una imagen, de colores vivos, del Redentor en la Cruz y otra, igualmente colorista, del zar Nicolás, y un calendario que llevaba el nombre del comerciante de Vík.

El alcalde Jón estaba acostado en la cama, con las manos bajo la cabeza y las gafas en la punta de la nariz. Acababa de dejar a un lado la última tanda de periódicos. Saludó a su visitante con un vago bufido, cuidando de no perder nada del precioso jugo de tabaco que había estado acumulándose en su boca desde hacía un rato. Su costumbre era no escupir demasiado rápidamente, sino, por el contrario, extraer todos los beneficios posibles del jugo que conseguía arrancar a cada mordisco de tabaco. Iba vestido casi como un mendigo, con una vieja chaqueta informe, remendada hasta resultar casi irreconocible y cerrada al cuello con un imperdible. Aparte de las distintas formas de suciedad que la habían emporcado, había en ella muchas nuevas de tierra y algunas pelusas de lana que indicaban que acababa de volver de sus rediles. Sus pantalones estaban tan gastados que la tela original no lograba sostener ya los remiendos y comenzaba a ceder en las puntadas. Cubriendo los bajos de los pantalones llevaba un par de calcetines mugrientos, de color crudo, y los maltrechos zapatos de cuero de caballo prestaban apoyo a la teoría de que acababa de regresar de una minuciosa inspección de sus establos, pero el testimonio más indudable lo proporcionaba el olor.

En vestimenta y aspecto general, Bjartur de la Casa Estival resultaba sumamente superior a aquel truhanesco alcalde.

¿No había entonces nada individual en el hombre, nada que le distinguiese del aspecto a medias moldeado del pegujalero? Sí que lo había. A pesar de su atavío de vagabundo, nadie podría dudar, ni siquiera a primera vista, de que ése debía de ser un hombre que regía a otros y tenía en sus manos el destino de esos otros. Sus labios se fruncían sobre el tabaco que mascaba, como símbolo inconsciente de que no soltaba nada antes de haberle succionado todo lo que tuviese de valor. Los ojos particularmente claros, duros y grises; las facciones regulares; la anchura de la frente, bajo el cabello fuerte, negro, hasta entonces solamente agrisado en las sienes; el delicado alineamiento de mandíbula y barbilla; la tez pálida que decía de una vida sedentaria; pero también, por fin, las manos pequeñas, bellamente conformadas, extrañamente blancas y suaves a pesar de la evidente falta de cuidados… Todas éstas eran manifestaciones externas de una personalidad definida, de una naturaleza más vigorosa y más compleja de las que se encuentran habitualmente entre los que dependen de sus propios afanes para ganar su magra subsistencia.

Bjartur ofreció su mano en saludo a su antiguo patrono, y el alcalde le dio, como de costumbre, el pulgar y el índice, conservando los otros tres dedos cuidadosamente apretados contra la palma, sin decir una palabra. Durante sus veinte años de práctica Bjartur había desarrollado una técnica de trato con el alcalde que era completamente suya. Dicha técnica se basaba en la actitud defensiva de un joven insignificante hacia un déspota suspicaz, actitud que, con el discurrir de los años, se convierte en el apasionado deseo que el hombre concienzudo tiene de afirmarse a sí mismo contra la potencia superior y termina finalmente haciéndose persecución, tensión que no afloja jamás, siempre militante, con ojos para ver solamente su propia causa y negándose a encontrarse con la personalidad más fuerte en terreno imparcial.

La poetisa ofreció a su visitante un asiento sobre el arcón de bajo la ventana, observando que nadie sino el alcalde en persona conocía la forma correcta de sentarse en el sillón.

—¡Bah! —exclamó Bjartur con indignación—. ¿Qué ventaja ha reportado jamás a nadie eso de sentarse? Hay tiempo de sobra para sentarse cuando llega la decadencia senil. Hace unos momentos le decía a la Señora, Jón, que si alguna vez le falta un poco de heno a fines del invierno, por el hecho de que sus muchachos hayan dado asilo a mis ovejas un par de noches, pues no tiene más que mandar a pedirme un par de cargas en la primavera.

Levantando lenta y cautelosamente la cabeza de la almohada, de modo que el jugo del tabaco que mascaba mantuviese un nivel suficiente como para que no se le escurriera por la garganta ni se le derramara por el labio inferior, el alcalde abrió la boca una fracción de centímetro y, contemplándole con tolerante desdén, respondió:

—Mejor cuídate de ti mismo, hijo.

Ese tono complaciente, de conmiseración, aunque no llegara a ser insultante, relegaba incondicionalmente a sus interlocutores a la categoría de lamentables piltrafas y hacía que Bjartur reaccionara siempre como si se le acusara de poseer alguna tendencia criminal. Había dado alas a su agresividad durante todos esos años, a su pasión de libertad e independencia.

—¿Que me cuide yo? Sí, apueste lo que quiera a que lo haré. Ya lo creo que me cuidaré. Jamás le he adeudado nada hasta ahora, amigo mío… aparte de lo que quedó convenido.

La esposa del alcalde llamó la atención del pegujalero hacia el hecho de que le había parecido oírle declarar que tenía algo que decirles; ¿querría tener la bondad de decirlo inmediatamente? Estaba haciéndose tarde.

Bjartur se sentó en el arcón, como le habían pedido al comienzo, y dijo:

—Hmm —se rascó un poco la cabeza e hizo una mueca—. La idea era la siguiente —continuó, mirándola a ella con el rabillo del ojo, como era su costumbre cuando debía tantear el terreno—. Me faltaba una cordera, ¿sabe?

Siguió un largo silencio, durante el cual ella le contempló a través de las gafas con ojos severos. Cuando perdió toda esperanza de que Bjartur siguiera hablando, preguntó:

—¿Y?

Sacando el cuerno del rapé, él hizo caer, golpeándolo, un largo hilo de polvo sobre el dorso de su mano.

—Se llamaba Gullbrá —dijo—. La primavera pasada cumplió un año, pobrecita, y era un animal de primera. Fue servida por su Geli ¿recuerda?, uno de los carneros de la raza reverendoguómundur en la que siempre he tenido mucha fe; son animales espléndidos. La dejé en casa durante el primer rodeo, para que le hiciese compañía a mi esposa. Y entonces, maldito sea si sé cómo ocurrió, pero es preciso que la hayamos echado de menos en el segundo rodeo, y también en el tercero. De modo que hace unos días me dije: lo mejor que puedes hacer, muchacho, es darte un paseíto hasta los páramos y echar una ojeada en busca de esa Gullbrá tuya, porque muchas ovejas has buscado para otros, al sur de las montañas, mucho después del último rodeo, como creo que vosotros dos podréis atestiguarlo, ya que lo hice apenas el otoño pasado.

La esposa del alcalde seguía mirando interrogativamente al agricultor, sin saber a dónde quería llegar.

—De modo que me dirigí al sur, hacia los páramos —continuó él—. Fui al sur de las Montañas Azules e incluso salté al otro lado del Río del Glaciar.

—¿Al otro lado del Río del Glaciar? —repitió la Señora, sorprendida.

—Sí —dijo él—, y el cruce del río no habría sido nada si hubiera visto alguna señal de criatura viviente, pero no encontré ninguna condenada cosa, aparte de un pájaro que vi en los manantiales calientes del sur de las montañas, creo que un ave de fuentes calientes. Pero, en cuanto a algo que tuviese cuatro patas, ni rastros, con la excepción de un reno macho (que yo no considero como un animal), y en este viaje mío se me fueron, podría decirse, cinco días y cuatro noches. Bueno, ¿y qué clase de bienvenida creen que recibí en mi hogar esta noche?

Los otros, o bien no se encontraban en condiciones de resolver el enigma, o bien no se sentían con inclinación a devanarse los sesos, porque la esposa del alcalde recomendó a Bjartur que les dijese inmediatamente la respuesta, si concedía alguna importancia al hecho de que ellos la escucharan.

—Bueno, mi querida señora, como a usted le gusta tanto la poesía se me ocurrió que le haría escuchar esta pequeña cuarteta, una cosita insignificante que se me ocurrió por casualidad cuando, ante la trampilla de mi casa, hace una o dos horas, miré en torno.

Y Bjartur recitó este verso, en el que, a su manera, expresaba lo sucedido:

Temiendo por su majada, ve poca luz en el cielo. Ríe la tierra escarchada, Yace su rosa en el suelo.

El alcalde volvió lentamente la cabeza para mirar a Bjartur y enarcó las cejas como en interrogación, pero tuvo sumo cuidado de no entreabrir los labios, no fuese que, sin quererlo, formulase alguna pregunta de viva voz. Y entonces su esposa se vio obligada a hacer esta observación:

—Espero que no estés dándonos a entender que algo le ha ocurrido a Rosa.

—Hmm, en realidad no puedo decirles que le haya ocurrido algo —contestó Bjartur—. Todo depende de cómo se mire. Pero ya no vive más en mi tierra, haya después lo que hubiere.

—¿Nuestra Rosa? —preguntó la Señora con gran agitación—. ¿Estás diciéndonos que nuestra Rosa está muerta?… y era una jovencita.

Bjartur inhaló su rapé con gran precisión. Luego, mirando con ojos inmóviles, humedecidos de lágrimas de tabaco, respondió con orgullo.

—Sí. Y murió sola.

Ante esta noticia el alcalde se incorporó en la cama y haciendo girar las piernas y apoyándolas en el suelo se sentó en borde y continuó aún rumiando durante un rato su tabaco, considerando todavía demasiado prematuro el momento como para vaciar su boca del notable jugo.

—Pero eso no es lo peor —declaró Bjartur filosóficamente—. La muerte, en fin de cuentas, no es más que una deuda que todos tenemos que pagar, y vosotros también, queráis o no. Es esto que llamamos vida lo que muchos hombres encuentran más difícil de hacer concordar con su bolsa. Surge a cada rato, como sabréis, y en rigor es tonto hacer un alboroto en punto a quién es el padre aunque, en ciertos casos, puede resultar instructivo por lo que respecta a quién debe pagar las cosas. De modo que, para decirles la verdad, no fue por la esposa por lo que vine aquí esta noche, porque no creo que haya algún sentido en tratar de devolverla a la vida, tal como se encuentra ahora. Fue, más bien, por la pobre y pequeña desdichada que se aferraba a la vida, prendida de un hilo, bajo el vientre de la perra, que me pareció que podría pedirle a usted algunas informaciones, mi querida señora.

—¿Qué quieres insinuar, hombre? —fue la pregunta inmediata de la Señora. Y la sonrisa helada era ahora una sola frialdad con la de los ojos que miraban atrás de las gafas. El alcalde se inclinó sobre la salivadera y escupió todo el jugo en un solo chorro. Luego haciendo rodar el tabaco desde debajo de la lengua hasta la parte posterior de la mandíbula, se acomodó los anteojos en el puente de la nariz y aguzó la mirada que mantenía clavada sobre el visitante.

—¿Puedo preguntarte qué informaciones quieres solicitar aquí? —continuó la poetisa—. Si estás diciendo que tu esposa murió de parto y que el niño está todavía vivo, pues trata de decirlo claramente, sin tantos circunloquios. Probablemente trataremos de ayudarte como ayudamos a muchos antes que a ti, sin pensar en retribuciones. Pero una cosa exigimos, y es que ni tú ni nadie venga aquí a presentar insinuaciones veladas acerca de mí o los míos.

Cuando el alcalde vio que su esposa había asumido la dirección del asunto, se recostó otra vez, tranquilamente, y comenzó a bostezar, una costumbre suya cuando, mientras escuchaba una conversación, no tenía la boca llena de jugo de tabaco. En tales circunstancias se sentía siempre soñoliento y dejaba que su mirada vagase por toda la habitación, en evidente aburrimiento. Su esposa, por otra parte, no se mostró completamente apaciguada hasta que Bjartur no suprimió completa y explícitamente toda sospecha de que hubiese ido con la intención de averiguar la paternidad del niño que se encontraba en la Casa Estival.

—Mi lengua, ¿saben?, está más acostumbrada a hablar a ovejas que a seres humanos —dijo con tono de disculpa—, y mi idea era simplemente preguntarles si no creen que valdría la pena echarle unas gotas de leche caliente por la garganta, para ver si se la puede mantener viva hasta la mañana. Les pagaré lo que me pidan, por supuesto.

Cuando todo el desdichado malentendido quedó aclarado, la Señora declaró, y lo decía en serio, que para ella la alegría suprema en la vida era, por cierto, ofrecer al débil su mano de apoyo, incluso en estos tiempos difíciles; sostener al desvalido, alimentar la vida que despierta.

Así era su corazón, no sólo en la alegría, sino también en la pena.