15. Búsqueda

Bjartur de la Casa Estival conocía mejor que muchas personas todos los rincones y escondrijos de los lejanos prados de la montaña, donde todavía pueden encontrarse ovejas después de los últimos rodeos. En las vertientes orientales de esa extensa meseta de páramos había pasado su niñez; en su frontera occidental trabajó como pastor todos los años de su juventud y en uno de sus valles vivía ahora como agricultor propietario, de modo que conocía la región desde la primavera hasta fines del invierno, en fragancia y canciones de pájaros, en heladas y silencio, por innumerables viajes en busca de ovejas, que le unían más estrictamente a ella. Pero los elevados brezales tenían también para ese hombre otro valor, aparte del práctico y económico. Eran su madre espiritual, su iglesia, su mundo mejor, como el océano debía serlo inevitablemente para el marino. Cuando caminaba a solas por los páramos, en los claros días fríos de fines de otoño; cuando recorría con la mirada la extensión del desierto, sin caminos que la surcaran, y sentía la helada y limpia brisa montañesa en la cara, entonces también él comprobaba la materia constituyente de la canción patriótica. Se sentía elevado por encima de la existencia trivial, vulgar, de los caseríos y vivía en esa maravillosa conciencia de la libertad que no puede ser comparada con nada, salvo, quizá, con el amor a la tierra natal demostrado por las propias ovejas, porque éstas se quedaban a morir en sus montañas si no eran arreadas a las granjas por los perros. En esos viajes de otoño, cuando caminaba de corriente de agua en corriente de agua, de cima en cima de la ondulada meseta, como si su senda cruzase el infinito mismo, no había nada que perturbase la orgullosa mirada del poeta. Nada alimenta tanto los dones del poeta como la soledad en las largas caminatas por la montaña. Podía mascullar las mismas palabras hora tras hora, hasta que conseguía reducirlas a poesía. Allí no había nada que apartase la mente de la poesía. Ese día, cuando saludó una vez más a su vieja amiga, la brisa del marjal, no permitió que ningún remordimiento sentimental relacionado con su despedida de Rosa le apartara por más tiempo del gozo de la verdadera libertad de las extensiones desérticas. Nada es tan tentador en el otoño como internarse en los eriales, lejos, más lejos, porque entonces las Montañas Azules relumbran con mayor fascinación que en cualquier otra oportunidad. Los alados visitantes estivales de los marjales han huido casi todos, pero la perdiz nival no ha partido aún hacia las granjas y se queda para rozar la helada turba en vuelos bajos, gorgoteando, parpadeando unos ojos inquisitivos. La mayor parte de los patos han volado hacia la costa, o hacia los lagos más tibios junto a la costa, porque los lagos de las montañas están cubiertos de hielo y los ríos bordeados de él. De tanto en tanto puede verse uno que otro cuervo volando en torno, graznando espantosamente, y esto puede ser a menudo señal de que una oveja, agonizante o muerta, está en algún punto de la vecindad. En esa oportunidad había muy poca nieve, pero, donde el suelo estaba desnudo de hierba, se encontraba cubierta de pequeñas tortas chatas de hielo. En un lugar un zorro corrió a ocultarse detrás de un montecillo y una o dos horas más tarde Bjartur cruzó la pista de cierto número de renos, impresa en la nieve.

Ese día exploró dos valles, en uno de los cuales recordaba que existían laderas abrigadas, cubiertas de brezo, y en el otro pantanos eternamente verdes, en torno a un manantial que mantenía la misma temperatura durante todo el año. Pero en ninguno de los lugares pudo ver una sola criatura viviente, aparte de una familia de ánades en un estanque abierto, en el río que fluía a través del más meridional de los dos valles, un poco más debajo de las marismas. Caía ya la noche y quedaba muy poca luz para continuar la búsqueda de ovejas, de modo que Bjartur se dirigió a un lugar de las Montañas Azules donde sabía que existían hospitalarios refugios nocturnos, con la intención, además, de registrar las montañas a la mañana siguiente, especialmente las del sur, donde hay valles en que la tierra es tibia y las ovejas han vivido a veces durante todo el invierno sin sufrir daño alguno. Por la noche, muy temprano, la luna asomó por el horizonte y barrió primeramente los farallones de los páramos y luego los valles con su luz azulada, haciendo chispear como oro las polvorientas llanuras heladas. El silencio de los marjales era perfecto. En ese silencio, esa luz, ese paisaje, el hombre también era perfecto en su armonía con su alma.

Entrada la noche llegó a su albergue, una cueva debajo de Strútfell, formada por rocas salientes y, sentándose en la entrada, comió de cara a la luna. Cuando acabó de comer entró en la cueva, donde un gran bloque chato de piedra, apoyado sobre grandes guijarros, servía, desde tiempos inmemoriales, como lugar de descanso para los viajeros. Bjartur se acostó a dormir sobre la piedra, usando su atado de almohada. Era prácticamente el único viajero que visitaba con regularidad, todos los años, la cueva en esa temporada, y, como había aprendido el arte de dormir sobre el bloque, en cualquier estación, sin sufrir molestias, estaba sumamente encariñado con la caverna. Después de dormir un buen rato se despertó tiritando. Ese temblor era una característica del alojamiento, pero resultaba innecesario encolerizarse por ello si se conocía la treta para librarse de él. Esta artimaña consistía en levantarse, tomar el bloque de piedra con ambas manos y darle vueltas hasta que se entraba nuevamente en calor. Según una antigua costumbre, había que darle dieciocho vueltas, tres veces por noche. Ello habría sido considerado una faena considerable en cualquier otro refugio, porque el bloque pesaba nada menos que veinte arrobas, pero Bjartur no encontraba nada más natural que hacerlo girar cincuenta y cuatro veces en una noche porque le complacía probar sus fuerzas en las piedras de grandes dimensiones. Cada vez que daba dieciocho vueltas al peñasco se sentía lo suficientemente acalorado como para volver a acostarse y dormirse con el atado bajo la cabeza. Pero, cuando despertó la cuarta vez se encontraba bastante descansado y, en verdad, la aurora estaba ya en el cielo. Se puso inmediatamente en camino hacia las faldas de las montañas e inspeccionó varios cañadones. Cuando se calentó lo suficiente con la caminata, se sentó sobre una piedra y comió un poco de morcilla. Después de recorrer un paso en las montañas llegó, a mediodía, a la región de Reykjadalir. En los valles de esa zona hay muchos lugares en que la tierra es cálida y surge vapor de las arenas, pero no hay allí surtidores de agua caliente. Más abajo se encuentran grandes trechos de tierra teñida de rojo por las aguas ferrosas y, descendiendo hacia ellas desde las vertientes de las montañas, retazos de pastizal y brezal, donde a menudo pacen ovejas extraviadas. Pero, en esa ocasión, no se veía otra cosa que un pájaro, que Bjartur no conocía. Se elevó de uno de los puntos tibios y se fue volando; probablemente sería un pájaro de manantiales calientes. Y en el interior del valle había saludables manantiales, y hacia ellos se dirigió Bjartur por un impulso personal, y bebió de ellos, pues estaba convencido de que aquella agua mataba los gusanos de la sangre, protegía al hombre de las enfermedades y por eso mismo había que bebería al menos una vez al año, ya que aumentaba el poder de la sangre y limpiaba el hígado.

Entonces decidió dirigirse hacia el este, a fin de registrar algunos barrancos que bajaban hasta el Río del Glaciar, y pasar luego la noche en una choza de pastores, cerca del río y en el límite oriental de los páramos, bastante lejos. No había mucha escarcha, pero el cielo estaba encapotado y, a medida que transcurría el día, comenzó a nevar copiosamente. Su ruta era paralela a la orilla occidental del Río del Glaciar, porque al otro lado comenzaban los pastizales lejanos de otra región, y como ése era un río grande, que fluía, hondo y veloz, desde su nacimiento en el Glaciar, muy pocas ovejas habían cruzado de una orilla a la otra. Pero en muchas de las curvas del río se formaban remansos casi cubiertos de brezo, y en ellos se escondían a menudo las ovejas hasta bien avanzado el invierno. El río pasaba rugiente, oscuro y espeso en la lluvia de nieve, con un bramido que podía ser escuchado a varios kilómetros a la redonda. Las noches habían estado insinuándose desde hacía tiempo, pero ese día el período de luz se veía aún más acortado cuanto más espesa se tornaba la nevada. La nieve caía a tierra en gruesos copos, y al poco tiempo estaba tan espesa bajo los pies que la caminata empeoraba por momentos. En la nieve el Río del Glaciar, libre de hielos, parecía fluir a través de su desolación con redoblada frialdad.

Bjartur se dio cuenta ahora de que sería poco sensato tratar de buscar a algún animal con esa luz, con la nieve que se espesaba cada vez más y con la faz del desierto animada de una expresión torva. Comenzaba además a sentirse un tanto ansioso por sus corderos, que todavía estaban al raso en el campo del pegujal y que corrían peligro si llegaba a presentarse una tormenta de nieve. Pero, dadas las circunstancias, la idea de volver a su hogar ahora, cruzando la meseta, no resultaba muy tentadora; el tiempo empeoraba cada vez más y él no se encontraba del todo descansado después del día de viaje. De modo que decidió arreglárselas del mejor modo posible y atenerse a su primitiva intención de encaminarse al este, a lo largo del Río del Glaciar, hasta la choza de pastores, donde pasaría la noche.

Pero una de las particularidades de la vida es que el accidente más imprevisto, antes que el plan mejor trazado del hombre, puede, en ocasiones, decidir el lugar en que el hombre se cobijará durante la noche. Y así le sucedió ahora a Bjartur de la Casa Estival. Precisamente cuando estaba a punto de cruzar uno de los muchos barrancos que hienden los flancos del valle a todo lo largo del río, vio que algunos animales saltaban grácilmente en una corriente de agua, no muy lejos de donde él se encontraba, y se detenían en la orilla del río. Inmediatamente advirtió que se trataba de renos, un macho y tres hembras. Caminaron un rato por la orilla, el macho junto al borde y las hembras buscando abrigo a su lado, todos con la cornamenta al viento y los cuartos traseros dirigidos hacia el hombre, porque el viento soplaba desde el otro lado del río.

Deteniéndose en el barranco, Bjartur estudió a los animales durante unos instantes. Éstos se movían continuamente, pero siempre de grupas hacia él. Eran magníficas bestias, probablemente en su juventud, de modo que no es extraño que se le ocurriera a Bjartur que esa noche estaba de suerte, porque no sería hazaña despreciable si lograba atrapar a uno de ellos. Especialmente el macho parecía una excelente presa, y Bjartur no había olvidado que la carne de reno es uno de los manjares más deliciosos que han honrado jamás la mesa de un noble. Sintió incluso que, si no podía encontrar al cordero, el viaje habría resultado digno del esfuerzo, siempre que lograra capturar un reno. Pero, y si atrapaba al macho, ¿cómo haría para matarlo de modo que no se perdiese la sangre? Porque con la sangre del reno pueden hacerse embutidos de primera clase. El mejor plan, si conseguía ponerlo en práctica, sería llevárselo vivo a casa. Y con esa intención en la mente se registró los bolsillos en busca de los dos artículos indispensables para un hombre durante un viaje, un cuchillo y un poco de cordel, y los encontró: un hermoso trozo de cuerda y su navaja. Pensó para sí: Lo atacaré ahora y lo derribaré. Luego le hundiré la punta del cuchillo en la nariz, pasaré la cuerda por el agujero y haré de ella una a modo de trailla. De ese modo podré conducirlo la mayor parte del camino que cruza los páramos, o al menos hasta que llegue a un lugar de fácil recordación, donde podré amarrarlo y dejarlo hasta que llegue a las granjas y traiga hombres y materiales. La Casa Estival estaba, naturalmente, a un día de distancia para un hombre que viajara a pie. Cuando hubo completado su plan de ataque, bajó, a medias inclinado, al barranco, hasta que estuvo frente a los renos, que se encontraban en la franja de terreno entre la hondonada y el río, con los cuernos al viento. Pasó cautelosamente sobre los arroyuelos, trepó en silencio a la orilla y, atisbando por el borde, vio que se hallaba ahora a no más de tres palmos de distancia del macho. Los músculos comenzaron a ponérsele en tensión con la excitación de la caza y sintió cierto aumento en las palpitaciones. Muy poco a poco fue izándose al borde, hasta que estuvo de pie sobre la orilla. Lenta, muy lentamente, se aproximó al macho medio paso por vez… y en el instante siguiente había saltado sobre él y tomádole de uno de los cuernos, muy cerca de la cabeza. Ante el inesperado ataque del hombre los animales dieron un brinco repentino, levantaron la cabeza y aguzaron los oídos, y las hembras huyeron inmediatamente, corriendo a toda velocidad bajo la nevada. Al principio el macho tuvo la intención de correr también, con Bjartur colgando de su cabeza, como si no significase diferencia alguna, pero el hombre se aferró y el macho no pudo librarse de él. Y, aunque sacudió repetidas veces la cabeza, no se encontró más libre por ello. Pero Bjartur descubrió muy pronto que su asidero en la cornamenta era bastante inseguro, ya que ésta parecía corteza pulimentada y se le resbalaba bajo los dedos. Y el animal se movía demasiado como para permitir que lo agarrase con más firmeza de alguna otra parte. Vio también, cuando las cosas estaban en ese punto, que debería abandonar su esperanza de meterse bajo el cuello del animal y aferrarlo con una presa de lucha, porque sus astas eran agudísimas y la perspectiva de que se le hundieran a uno en las entrañas no era particularmente atractiva. Durante un rato continuaron sus forcejeos, con el reno ganando terreno gradualmente, hasta que logró alcanzar una velocidad tolerable y arrastró a Bjartur a cierta distancia del río. Y entonces, allí, involuntariamente, cruzó por la mente del hombre, como en un relámpago, la treta que en la niñez se le enseñó a usar con los caballos: tratar de ponerse junto a ellos y luego saltarles al lomo. Tuvo éxito. En el momento siguiente se encontraba sentado sobre el reno, aferrándose de su cornamenta… Y más tarde dijo que, aunque esa especie animal parecía tener bastante agilidad, un reno macho era una cabalgadura tan difícil como jamás conoció otra. Y, en verdad, le fueron necesarias todas sus fuerzas para mantenerse en su sitio. Pero la carrera no sería larga. Porque cuando el macho recorrió un trecho con la indeseable carga sobre el lomo, sin conseguir sacársela de encima, vio rápidamente que era preciso tomar medidas desesperadas y, dando un salto repentino, en ángulo recto con su curso anterior, se dirigió sin desviarse hacia el Río del Glaciar y unos instantes después revolvía el agua de las profundidades.

Vaya. Bjartur había partido en una expedición en busca de ovejas, es cierto, pero eso estaba convirtiéndose en algo más parecido a todo un viaje. Hele ahí, sentado nada menos que hasta la cintura en las aguas del Río del Glaciar, y no sobre un caballo corriente, sino sobre la única montura considerada adecuada para la más renombrada de las aventuras. Pero ¿estaba Bjartur realmente orgulloso de esa romántica marcha? No, muy lejos de ello. Por el momento no tenía suficiente para estudiar los rasgos característicos de su hazaña ni la rareza de la misma, porque bastante tenía con sus esfuerzos para mantenerse sobre el lomo del reno. Se aferraba desesperadamente a las astas, con las piernas pegadas a los flancos, jadeando, con una bruma negra ante los ojos. La correntada del agua arrastró al animal por unos momentos hacia abajo y durante largo rato pareció que el reno no tenía intenciones de subir a tierra firme. Las orillas, que se elevaban, altas y empinadas, sobre el agua, aparecían intermitentemente a través de la nieve. Pero, a pesar de la cercanía de la tierra, Bjartur se sentía tan desdichadamente situado como un hombre en medio del océano, en un bote sin remos. A veces las corrientes cruzadas tomaban al macho de través, haciéndole hundirse, y entonces el agua, tan insoportablemente helada que le hacía dar vueltas la cabeza, le llegaba al hombre hasta el cuello, momentos en que ya no estaba seguro de lo que sucedería primero: si perdería el sentido o si el reno se zambulliría y pondría con ello fin a la cacería. De esa manera fueron arrastrados a lo largo del Río del Glaciar durante cierto tiempo.