Ese otoño la Casa Estival recibió frecuentes visitas, porque el camino de la ciudad al campo pasaba por el valle. Diariamente largas procesiones de caballos de carga pasaban con lentitud ante las orillas del río, dirigiéndose a las tierras altas, camino de Fjóróur, en tanto que los agricultores terratenientes, sus dueños, iban allí y volvían cabalgando, a sus anchas, dejando que sus labriegos se ocuparan de la recua. A veces esos agricultores, que regresaban del pueblo ebrios, despertaban a Bjartur y su esposa en mitad de la noche y, ruidosos y gárrulos, hablaban de poesía y putañeos. Entonaban canciones de bebedores con voz ronca, cantaban canciones patrióticas, letrillas obscenas e himnos cómicos, manteniendo la algazara durante toda la noche, hasta que vomitaban en el suelo y se iban a dormir en la cama de la pareja. Algunas de las esposas de los agricultores se apartaban también del camino principal para hacer una visita, caminando cuidadosamente por los marjales en sus caballos de paso suave, sólo para dar un beso a la querida y pequeña Rosa de la Casa Estival. Una de esas señoras era la propia Señora de Myri. También ella iba camino del pueblo, a caballo de su Scoti y vestida con un traje de faldas tan amplias que podría albergar a toda la parroquia. Llevaba una tela bordada bajo la montura, y un sombrero apropiado para cabalgatas, y un velo. Se levantó el velo hasta la nariz y besó a su pequeña querida. La Señora hizo a Rosa el honor de beberse cuatro tazas de café y, cuando se le permitió examinar las provisiones de la esposa de Bjartur, declaró que el bacalao salado duraría hasta Navidad y la harina de centeno hasta Año Nuevo, si se los usaba económicamente. Dijo que la colonización de las tierras nuevas, un movimiento ya popular en el país, era encantador. Dijo que de ese movimiento dependía la prosperidad del país en el futuro, así como había dependido de él en el pasado. Ese movimiento era denominado iniciativa privada y solo él podía derrotar varias malsanas tendencias políticas que ahora, desdichadamente, se hacían más populares en los pueblos de la costa y que tendían a rebajar a los hombres al nivel de los perros, tanto física como espiritualmente. Dijo que consideraba a los que abandonaban la tierra para dirigirse a las ciudades como almas perdidas; no les aguardaba otra cosa que la corrupción.
—¿Cómo puede nadie de espíritu sano abandonar las queridas flores o las azules montañas que elevan el corazón del hombre al cielo? —preguntó—. Luego, por otra parte, los que arriendan tierras son los verdaderos sacerdotes de Dios; dan vigor a la vida, la hacen avanzar, hacen crecer lo bueno y lo hermoso. Sobre los agricultores de este valle descansa el progreso y el adelanto de la nación islandesa, descansó en el pasado y descansará en el futuro.
—Sí —dijo Rosa—, es bueno ser independiente. La libertad está antes que nada.
La poetisa se sentía complacida, sumamente complacida de escuchar la expresión de tales sentimientos. Ésa era la forma correcta de pensar; ni la pompa de la vida ciudadana ni su exhibición podían compararse con ese modo de pensar. Ahí había una mujer cuya alma levantaba serenamente su mirada hacia las elevadas cimas del idealismo, a quien lo fantasmal no podía arredrar porque bien sabía que esas leyendas de las apariciones espectrales en los marjales no eran más que leyendas populares inventadas por desdichados analfabetos pusilánimes, que vivieron hacía cientos de años. Dijo que el café de la esposa del morador del valle era realmente maravilloso, pero que si había algo que le envidiaba más era ese cuartito, donde todo el trabajo de la casa estaba a la vista. ¡Qué distinto debía ser arrastrarse por esas casas enormes! ¡Nadie sabía cuántas noches insomnes acompañaban a una casa grande! Ella tenía en su propia casa ni más ni menos que veintitrés habitaciones, como Rosa podía atestiguarlo de la época que estuvo a su servicio en la misma, y veinte personas que cuidar, personas de todas las edades y talantes, como suele ocurrir en el mundo, y todos los minutos —dijo la poetisa— debían ser empleados en correr detrás de otras personas, cuidando a criados indignos de confianza, manteniendo relaciones pacíficas y armoniosas y tratando de difundir la luz y la fragancia sobre la vida de su minúscula comunidad.
—La verdadera égloga campestre —dijo— no reside en la posesión de una casona, sino en la de una casita pequeña, poca tierra, un hogar pequeño. ¿Y por qué? Eso, querida, es lo que quiero decirte. Es como lo dice el famoso poeta: «Un puerto de refugio crea el matrimonio, protección a las asechanzas del demonio». Y entonces comienzan a llegar los adorados niños, no para disminuir, sino para aumentar la alegría. ¿Para cuándo esperas tú al tuyo, querida, si puedo preguntarlo?
La inesperada pregunta aturrulló repentinamente a la mujer de los páramos. Su mirada fugitiva se clavó en todas partes, menos en la poetisa, y no encontró una respuesta. Y cuando la esposa del alcalde estiró la mano para tocarla, se puso de pie de un salto, como si pensara que ese contacto sería algo afín a la obscenidad, y se puso fuera del alcance para mirarla con ojos furiosos, extravagantes, llenos de un salvajismo enteramente inexplicable por la dulzura de la conversación. Resultaba difícil adivinar qué había detrás de ese enigma. ¿Era miedo, odio, confusión desapasionada, o todo ello en uno? Empero, una cosa era inconfundible en su mirada, a saber: No me toques. Y había también en esos extraños ojos una expresión que hablaba de orgullo elevándose, jubiloso, contra la esposa del alcalde, una expresión que podía interpretarse de este modo: No temas, jamás te pediré ayuda.
Cualquiera fuese la interpretación que le dio la madre de Ingólfur Arnarson, era evidente que tuvo un efecto inquietante sobre ella. Dejó la cuestión de lado y se vio en dificultades para encarar un nuevo tema. Tuvo buen cuidado de no volver a mirar a la joven a los ojos. En cambio, miró por la ventana, pero desdichadamente había una bruma sobre las Montañas Azules, de modo que no pudo señalar cómo elevaban sus cimas al cielo. Se sintió desconcertada hasta el punto de olvidarse, por el momento, de ofrecer a la mujer del pegujalero su ayuda en el presente y en el futuro. En consecuencia se vio obligada a declarar que en la vida todo dependía de que uno se encontrase a sí mismo. Un apotegma, y ya se encontró una vez más en terreno desconocido. No le cabía duda de que esposa y esposo se habían encontrado a sí mismos en los páramos…
—He advertido que la gente pobre siempre es más dichosa que los así llamados ricos, que, en realidad ni existen. Porque, ¿qué es una persona rica? Es gente que tiene muchos negocios, dueña, si se tiene todo en cuenta, no más que de ansiedades; que va a la tumba tan desvalida como cualquiera; que ha tenido que preocuparse más por sus medios de subsistencia y gozado menos de una verdadera felicidad. Por mi parte afirmo que cada uno de los céntimos que conseguimos reunir se nos va en salarios para los sirvientes. Hace más de tres años que vengo soñando con un traje nuevo, pero todavía no veo la más mínima posibilidad de comprármelo.
—Caramba, caramba —dijo Rosa con indiferencia.
—Hay muchos a quienes a una le agradaría ayudar —dijo la Señora—, pero es preciso contenerse más de una vez en estos tiempos críticos.
—Aquí tenemos suficiente de todo —respondió Rosa.
La esposa del alcalde encontró placentera esa respuesta; en esa forma de tomar las cosas descansaba la independencia de la nación.
—No estoy segura, querida —dijo confidencialmente—, de si sabes que durante muchos años hubo mucha oposición en el concejo parroquial a que mi esposo vendiese estas tierras a tu Bjartur. Como sabrás, Bjartur anduvo detrás de ellas año tras año. Pero el concejo parroquial sostenía que él nunca sería capaz de mantener a una esposa e hijos y que probablemente pronto tendrían que cuidar a una majada de niños de un pegujal abandonado, pues en esta época se han acostumbrado mucho a que familias enteras vivan de la ayuda parroquial. Y, además, la capacidad de pago de los pocos que tienen algo es menor que nada; los impuestos que pesan sobre nosotros, los así llamados prósperos, se hacen más intolerables año tras año. Luego, a fines del último invierno, comenzaron a susurrar acerca de ti y Bjartur en casa, en Myri, y poco después se celebró allí una reunión del concejo. Y entonces yo tomé el toro por los cuernos y dije: «No teman por Bjartur. Si la hija del querido anciano Pórður de Nióurkot no es lo suficientemente mujer como para encontrarse a sí misma en los marjales, entonces hay una sola cosa que yo sé de cierto, y es que es tiempo de que yo misma pida ayuda a la parroquia, inmediatamente, ahora mismo. Porque si hay un hombre industrioso y digno de la mayor confianza en la parroquia, ése es el bueno de nuestro Pórdur de Nióurkot, ese digno anciano que siempre corre para ser el primero en pagar sus impuestos… Me parecer verle ahora ante mí, como ha estado todos estos años cuando viene a buscar a mi esposo, con su dinero en el bolsillo. Pone su sombrero bajo la silla, quita los alfileres de gancho del bolsillo del pecho y extrae su bolso, envuelto en dos pañuelos, uno rojo y uno blanco… Gente así no busca la ayuda de otro. Y Bjartur… le conozco como a mí misma. Puede que no sea un avaro, ansioso de ganancias, un parásito, pero la verdad es que es una persona íntegra, digna de confianza, que nunca podría soportar el pensamiento de quedar en deuda con nadie. Personas así no se encuentran muchas en la parroquia. Son ellas las que constituyen la médula de la vida nacional».
Rosa no respondió. Todo esto ocurrió poco después de que la poetisa encontró a esa antigua criada suya en una parte de la casa en que menos esperaba encontrarla y a una hora que debía provocar muchos comentarios. Pero, de todos modos, Rosa se dio cuenta de que la alcaldesa estaba un tanto desilusionada ante la indiferencia que demostraba hacia las noticias del papel, del importantísimo papel que ella representó en convencer al concejo de que permitiera que Bjartur comprase las tierras. Poco después la visitante se puso de pie y, después de besar a su querida para agradecerle el café, se bajó el velo hasta la barbilla y montó a Scoti.