Bjartur trajo sus ovejas a la casa a hora avanzada del cuarto día y partió otra vez a la mañana siguiente, en compañía de varios granjeros de tierra adentro, para llevar los animales al pueblo. Los resultados del rodeo eran satisfactorios y pudo llevar consigo una majada de veinte ovejas. De éstas, doce iban como pago parcial de la deuda por la tierra que tenía contraída con el alcalde, en tanto que por las restantes el comerciante le concedía un costal de harina de centeno, algunos bacalaos salados, un kilo de azúcar, de trigo, de café y de harina de avena, y también un poco de rapé. Aparte de estas provisiones, trajo a casa las entrañas de los corderos, y después de eso tuvo que hacer tres viajes más al pueblo para buscar el pienso para el caballo. Durmió poco. Viajaba noche y día, prefiriendo hacer tres viajes por cada uno del agricultor próspero, antes que incurrir en deudas por transporte. Cuando llegó a su casa, empapado hasta la piel con el aguacero otoñal, embarrado hasta las rodillas por los resbaladizos caminos, no pudo dejar de admirar el aspecto de su esposa, tan fresca y saludable como estaba; era como el colinabo, que medra en otoño, y seguramente habría olvidado todos sus fantasmas, porque había puesto en libertad al corderito que le dejó para que le hiciera compañía.
Pero Bjartur sabía que «los nervios» son una enfermedad terca que puede surgir en distintas formas, y sabía también que una puntada a tiempo ahorra nueve, de modo que no se había olvidado de hablar de ella con el médico. Extrajo del bolsillo un frasquito de píldoras que le entregara el doctor Finsen y se lo dio a su esposa.
—Se supone que éstas tienen verdadera fuerza —dijo—. Creo que no han mezquinado su ciencia en ellas, como lo hicieron con la medicina para los perros. Se dice que estas píldoras te mantienen en tan buen estado todo lo que tienes en el cuerpo que no necesitas temer a ninguna enfermedad. Hay en ellas una especie de líquido que destruye los humores, que impide que te den dolores punzantes en las entrañas y que proporciona una tremenda energía a tu sangre.
Su esposa tomó su regalo y lo sopesó en la mano.
—¿Y cuánto te parece que pagué por ellas? —preguntó él.
Eso no lo sabía su esposa.
—¿Qué te parece que dijo el viejo Finsen cuando yo iba a pagarle? «No nos molestaremos por una pequeñez como ésta, mi querido Bjartur. Uno no se fija en moneda más o menos con los miembros del partido de uno», dijo el anciano. «¡Pues —digo yo— jamás se me ha puesto tan alto anteriormente como para contarme entre los miembros del mismo partido del médico, a mí, un pegujalero en su primer año!», le digo. «Y de paso, Bjartur —me dice— ¿cuál fue nuestra posición en la última elección?». «¿Cuál fue nuestra posición? —pregunto yo—. ¿No debería el diputado del Alpingi saber cuál fue su posición? Y en cuanto a mí, mi posición fue entonces la que es ahora, a saber, que considero el colmo de la vanidad que mozos de labranza y pequeños agricultores se preocupen por cuestiones de gobierno, cuando cualquiera que tenga un poco de caletre se dará cuenta de que el gobierno está y estará siempre de parte de los grandes y no de los pequeños, y que éstos no se harán ni una pizca más grandes entremetiéndose en los asuntos de los poderosos».
«—Pues no lo has entendido muy bien, mi querido amigo —me dice, hablando conmigo de hombre a hombre—. El gobierno —dice— está, primera y principalmente, por el pueblo; y si el pueblo no utiliza sus votos, y no los usa con juicio, resulta que algunas personas irresponsables son elegidas para el gobierno. Y eso es algo que todos debemos tener en cuenta, todos nosotros, los que no tenemos nada en que caernos muertos incluidos. “—Sí —dije yo, porque no quería discutir con el viejo—, debe de ser magnífico tener la cultura que usted tiene, doctor, y por eso siempre he sostenido que nosotros, los de esta parte del país, tenemos tanta suerte, con un hombre de ciencia como usted, que nos represente en el parlamento… —Hay que decir la verdad, es bastante culto, el viejo gallo, a pesar de esas delicadas manos de médico que tiene y de todo el oro de sus gafas—. Pero ocurre que tengo por costumbre —le digo— pagar por todo lo que compro, como que mi opinión es que la libertad y la independencia dependen de que no se esté endeudado con nadie y de que se sea el propio amo. Y por eso le pido, doctor, que no vacile en decirme el precio de estas malditas píldoras suyas, porque sé que son píldoras buenas y saludables si me las da usted”».
«Pero no le importaba nada de lo que le dijera, no quería oír hablar de dinero. “Nos tendremos en cuenta el uno al otro durante el otoño —dice— y apareceremos para votar en el momento y lugar oportunos. Porque éstos son tiempos terribles, tiempos espantosamente difíciles, y el parlamento debe resolver muchos problemas graves. Y son necesarios hombres de tino para encontrar la solución a todo esto y proteger a los trabajadores de las intolerables cargas y luchar por la independencia del país.” Luego se pone de pie, un espléndido anciano si alguna vez los hubo, y digno del respeto de cualquiera, y me palmea el hombro y me dice: “Transmite mis más sinceros deseos a tu esposa y dile que le envío estas píldoras para que las pruebe. Dile que son unas de las mejores píldoras que se han hecho hasta ahora, por lo que respecta a los humores y que son especialmente buenas para fortalecer los nervios”».