10. Reunión de pastores

La víspera del rodeo, Bjartur decidió afeitarse la barba que le creciera durante el verano. Era evidente que despreciaba esa formalidad, y mientras duró la operación maldijo espantosamente, pero era imposible esquivarlo: el festival de las ovejas estaba cerca. Y además, había otra tarea, también desagradable, que le esperaba ese día. Se trataba aparentemente, de uno de esos síntomas de los nervios de su mujer si Bjartur se iba. Ahora había ante él tres días de búsqueda por los pastizales de las montañas y luego, inmediatamente después de la distribución de los animales en corrales, la marcha a la ciudad en compañía de otros granjeros. Rosa declaró que no quería siquiera oír hablar de quedarse sola en la casa durante la ausencia de su esposo. Primero le pidió que le dejase la perra pero, cuando él demostró que sería tan eficaz en un rodeo sin su perra como sin su pierna derecha, ella se negó a escuchar más razones y dijo:

—Muy bien, entonces no me queda más remedio que ir a Utirauðsmyri, en lugar de quedarme en este agujero infestado de fantasmas.

Nada había más desagradable para Bjartur que el pensamiento de tener que pedir algún favor a la gente de Útirauðsmyri y, en consecuencia, se ofreció a tratar de encontrar una corderita de un año, que era de su propiedad, perteneciente a una pequeña majada que había visto, hacía unos días, pastando en las cercanías. De modo que partió con la perra cuando terminó de afeitarse, encontró la cordera, la atrapó con la ayuda de la perra y, al regresar, hacia el anochecer, la amarró en los límites de su campo. El cordero se llamaba Gullbrá. La mujer durmió mal esa noche, incapaz de comprender los caprichos de los seres humanos.

Los pastores llegaron al campo con sus perros, mucho antes de que aclarase. Bjartur, que estaba de pie en el empedrado, con sus calcetines por encima de los bajos de los pantalones, repartió apretones de manos, con los hombros moviéndose de placer, y se paseó ida y vuelta ante ellos, o describió círculos a su alrededor, mientras les invitaba a pasar para tomar café. La mayoría de los visitantes querían inspeccionar la casa; algunos de los jóvenes treparon la escalera, metiéndose en las oleadas de humo, para ver a Rosa, y los perros trataron de seguirles, pero la escalera era demasiado empinada para ellos y volvieron a bajar, gañendo.

—Éste, pues, es mi palacio —dijo Bjartur— y hasta ahora no estoy atrasado siquiera en una sola moneda.

—Muchos comenzaron con menos y terminaron en granjeros de importancia —declaró aprobadoramente el rey del rodeo—. Él mismo había comenzado con poco, pero ahora, con sus funciones de rey del rodeo, escribiente de la parroquia y veterinario de perros agregadas a su crédito, había alcanzado una posición de cierto prestigio y gozaba de la reputación de no ser contrario a ocupar un asiento en el concejo de la pedanía, si se presentaba la ocasión.

—Jón de Húsavík empezó con un trozo de turba del diablo —prorrumpió imprudentemente un joven que estaba acostumbrado a mejores ambientes.

—Vaya, muchachos, vayan saliendo —dijo el rey del rodeo, que quería que los jóvenes emprendieran el viaje inmediatamente, porque se habían divertido en la montaña cabalgando detrás de él, casi pisándole los talones, en un intento de hacer que se le encabritase el caballo, y más tarde, al cruzar las ciénagas, cabalgaron delante de él para poder salpicarle de lodo. Tampoco tenía deseos de sentarse a tomar café en la Casa Estival en compañía de cualquiera; prefería a algunos hombres bien escogidos que supieran animarse con una gota de aguardiente, especialmente algunos de los granjeros que, como no tenían mozos de labranza alquilados, debían concurrir en persona al rodeo. Uno de esos agricultores solitarios era Pórður de Nióurkot, suegro de Bjartur de la Casa Estival. Este veterano había perdido a la mayoría de sus hijos en forma en cierto modo poco digna de mención y sufrió un fracaso en la única empresa a la que dedicó un pensamiento serio, a saber, su molino de grano. Pero no se volvió pesimista ni insultó a su suerte, no; lo tomaba todo como venía, con una serenidad de espíritu que rayaba en lo filosófico y una resignación que bordeaba en la piedad. Ya en la escalera se le oyó expresar su admiración por ese extraño olor que tenía el humo de su adorada hija, y ésta le ayudó a pasar por la trampilla y ocultó su rostro contra la mejilla tiznada de su padre y los ralos pelos de su barba.

—Mamá envió sus cariños a su queridita y me pidió que te diera estas cosas —dijo él, entregándole un paquetito envuelto en un pañuelo. Contenía azúcar y café, media libra de cada cosa.

Rosa no podía apartarse del anciano. Se aferró a él y se secó los ojos con el delantal; sus modales se tornaron de pronto tan pueriles en su intimidad y candor que Bjartur sintió que nunca en su vida había visto anteriormente a esa mujer. En un instante parecía haberse despojado de toda la empecinada melancolía de la mujer de los páramos, para convertirse en una chiquilla capaz de demostrar sus sentimientos.

—¡Padre, padre! —lloraba—. ¡Cómo ansiaba verte!

Eso es lo que dijo. Sin que Bjartur jamás se diera cuenta, ella había acariciado esa esperanza en lo más hondo de su corazón y había esperado a su padre durante mucho tiempo. Y cuando la vio apretarse a él, tan infantilmente libre en su abrazo, se vio asaltado, como en la noche de su boda, por la enfermiza sospecha de que su reino de los marjales no estaba tan unido como él lo deseaba intensamente.

Los hombres se sentaron, extrajeron sus cuernos de rapé y comenzaron a hablar del tiempo con la honda gravedad, la contención científica y la pesada firmeza de estilo con que el tema era siempre reverenciado. Una revista general del tiempo que había hecho el pasado invierno fue seguida por un análisis más minucioso de las condiciones variantes de la primavera, por un examen exhaustivo de la estación en que parían las ovejas, y la condición de las mismas y de su lana, seguidos, a su vez, por el examen, semana a semana, del verano. Uno corregía a otro, para que no faltara exactitud. Recordaban todos los vientos secos de importancia, ofrecían registros completos de las condiciones atmosféricas en cada período de lluvia y tormenta y recordaban lo que éste y el otro habían profetizado, pero cómo, a la postre, todo había seguido su propio curso, a despecho de las profecías. Cada uno de ellos había librado a solas su propia guerra mundial contra los implacables elementos; todos consiguieron, quién sabe cómo, levantar su cosecha de heno, arruinada o no, y llevarla a sus casas en sus caballos. Varios de ellos tenían todavía heno en los prados; a uno el viento le había arrebatado el suyo; la cosecha de otro se había visto anegada.

Con la excepción del rey del rodeo, todos eran trabajadores solitarios y no disponían de medios para contratar ayudantes capaces; muy a menudo se veían obligados a arreglárselas con la poca colaboración que obtenían de sus hijos jóvenes, de ancianos, imbéciles u otras cargas.

—Durante quince años he trabajado la tierra sin ayuda —dijo el rey del rodeo, que ahora se había elevado en las filas de los agricultores de clase media—, y en la actualidad, cuando los contemplo con el recuerdo, me parece con frecuencia que fueron mis mejores años. Cuando se empieza a pagar jornales se puede decir adiós a la prosperidad. Los jornales son los que mantienen hundido a un hombre para siempre.

—Vosotros, los grandes propietarios, podéis decir lo que queráis, por lo que a mí respecta —declaró Einar de Undirhlíð—, pero se vive una vida de perro cuando no se tiene a algún robusto gañán que le ayude a uno.

Y siempre será así. Es la muerte por inanición física y espiritual. Y siempre lo será.

—Bueno, tú no tendrás que quejarte demasiado, Einar, mientras tu hijo Steini se quede en tu casa —observó Krúsi de Gil.

—¡Oh, todos quieren salarios, hijos y extraños por igual! —replicó Einar—. Y, de todos modos, es una ventaja efímera. En estos días la tierra no puede abrigar la esperanza de competir con el mar, y supongo que Steini seguirá el mismo camino que los otros antes de que sea mucho mayor. Apenas se ha secado en sus labios la leche de la madre, y ya se han ido. La tierra es la tierra, el mar es el mar. Ahí tienen, por ejemplo, a Tórarinn de Uróarsel. ¿Cómo le fue a él? Tenía tres hijos, todos fuertes como caballos. No había comenzado a brotarles la barba y ya habían partido al mar. Uno se ahogó y los otros dos terminaron en América. ¿Y enviaron acaso algunas líneas a su madre en la primavera, cuando murió el padre? No, ni una palabra; ni siquiera unas monedas para que no pensara en su pena. Y ahora la anciana y su hija han traspasado su granja al sacerdote y están viviendo con él.

Einar auguró que lo mismo le sucedería a él, puesto que dos de sus hijos le habían abandonado ya y el tercero lo haría muy pronto.

Pero Krúsi de Gil consideró que los hijos no constituían ninguna molestia, en comparación con los ancianos. Nadie pensaría que tuviesen tanto apetito; su padre había muerto el año anterior, a los ochenta y cinco años de edad.

—Y ahora, como todos sabéis —agregó—, me quitan unos céntimos de los impuestos y me obligan a mantener a mi suegra. Ella tiene ochenta y dos años y está tan trastornada, pobrecita, que durante todo el verano hemos tenido que vigilar constantemente los aperos, porque está decidida a ocultarlos todos. («Sí. Y en su época era una magnífica trabajadora», masculló Pórður de Nióurkot).

—Personalmente, no entiendo por qué os preocupáis todos tanto —dijo Fórir de Gilteig, cuya hija Steinka, aunque soltera, le había hecho abuelo hacía unos meses—. Por lo general los hijos saben cuidarse solos, en cualquier lugar a que lleguen, y aunque los ancianos vivan con un pie en la tumba durante mucho, mucho tiempo, a la larga también meten el otro. Pero las muchachas… Las muchachas son tal fuente de preocupaciones y desdichas para sus padres, que no envidio a ningún hombre que tenga una hija en estos tiempos difíciles. ¿Diríais, por ejemplo, que las medias de lana, tejidas en casa con el hilo más suave, serán lo bastante buenas para ellas en la actualidad? No; lo único que persiguen es vanidad, solamente quieren causar daños, de un año al otro.

El rey del rodeo:

—Oh, no sé. Muchos hombres han obtenido consuelo en sus hijas. Y la verdad es que siempre resulta agradable tener en la casa algo con una sonrisa y una canción.

—En la casa, sí. Y si no les das una bolsa de dinero para derrochar en el pueblo, te amargan la vida para que las dejes ir a contratarse de criadas, especialmente en Reykjavik. Y si no pueden tener ni una cosa ni la otra, entonces prueban suerte con la casa. Comienzan exigiendo medias de puro algodón, que no son otra cosa que una maldita estafa, y ahí van, malgastando dinero en esa porquería que no puede mantener abrigado ni a un piojo, aunque, eso sí, no se las puede acusar de que sean cortas, malditas sean, y no se las considera dignas del dinero que cuestan como no lleguen hasta la ingle. Pero, si se les corre una puntada, ¿de qué sirven? En mis tiempos una mujer se conformaba con que las medias le llegaran hasta los bajos de la falda y, a pesar de ello, se la consideraba una buena esposa. Había menos veleidad, además, entre las mujeres en esos días, permitidme que os lo diga, y quizá no era costumbre levantarse las faldas tan altas como ahora.

—Sí —convino el rey del rodeo—, puede que así sea. Y hablando de faldas, no creo que nadie me niegue que parecen estar en estos momentos mucho más cortas que lo que solían.

Hórir:

—¿Y en qué termina todo eso? He sabido de fuente digna de confianza que el algodón ya no es considerado suficientemente bueno. Tengo entendido que una joven se ha comprado ni más ni menos que medias de seda.

—¿¿Medias de seda??

—Sí, medias de seda, ni más ni menos que medias de puro hilo de seda. Y hasta puedo decirte el nombre de la muchacha: es la hija mediana del sacerdote, la que estuvo en la capital el año pasado. —(«Oh, alguien debe de haber inventado esa historia», masculló con indulgencia Hórur de Nióurkot).

—Nuestra Steinka puede tener sus defectos, pero no es más embustera que la mayoría de las personas y está dispuesta a afirmar bajo juramento que la ha visto con ellas puestas. Primeramente las mujeres dejan de usar enaguas, nada más que por vanidad y corrupción; luego vienen las medias de algodón hasta la ingle (ellas y todas sus galas no igualan ni con mucho el precio de un cordero); después se acortan las faldas y, cuando la desvergüenza llega a tal punto, naturalmente, no hay que dar más que un paso muy pequeño para llegar a las falta absoluta de faldas. —Pórður de Nióurkot: «Yo hace siete años que no me hago un par de pantalones nuevos.»— ¿Y qué sacan de todo esto? El derroche no es nada. Pero cuando los principios de decencia y las virtudes femeninas se pierden en una nación, ¿en qué situación se encuentra ésta? Las espaldas de muchos pobres padres ancianos se están quebrando bajo el peso de tanta inmoralidad.

En este momento alguien observó que las tres hijas del sacerdote parecían bastante sanas.

Pórir:

—Por supuesto. Lo mismo te sucedería a ti si tu padre comenzara el año con mil quinientas coronas del tesoro nacional, entregadas por sólo hacer el maldito idiota. Esas personas no son el público general, ¿entiendes?

Eóróur de Nióurkot: «No puedo creer que sea cierto que le pagan mil quinientas coronas. Quizá no haya sido más que una promesa que le hicieron».

Algunos de ellos dudaron que una suma tan grande de dinero pudiese existir en bloque.

Hórir:

—Es la verdad, y me niego a retirar una sola de mis palabras.

—Oh, el viejo espantajo tiene sus cosas buenas, ¿sabéis? —protestó Bjartur entonces, porque nunca le gustó que nadie censurase al sacerdote, por quien, en el fondo, sentía un inmenso respeto, debido a su raza de ovejas—. Sus moruecos son bastante pasaderos, aunque él sea muy educado. Personalmente, aceptaría en cualquier momento uno de sus moruecos y no a sus tres hijas y mil quinientas coronas encima. De paso, ¿estáis enterados de lo que se paga este otoño por el carnero?

El rey del rodeo detalló todos los informes que había escuchado, pero éstos, como es corriente con las informaciones acerca de precios, variaban considerablemente. Hrollaugur de Keldur, arrendatario del alcalde, dijo que vendería sus corderos a Jón de Myri, como de costumbre, ya que, de cualquier modo, a él era a quien debía pagar el arrendamiento. Y si había algo que decir del viejo pillastre, era que le pagaba a uno en dinero contante y, aunque sus precios eran bajos, pájaro en mano vale más que ciento volando, y en la costa, hagan lo que hicieren, jamás ven un céntimo; allí no hay más que deudas.

Bjartur no negó que fuese instructivo ver dinero en metálico de tanto en tanto, pero cuando se trataba de saber con quién debía estar uno en deuda, bueno, Bruni era el menor de dos males… El único que generalmente veía las monedas en los tratos con el alcalde era el propio alcalde. El alcalde era un maestro clásico en el arte de tratar con las personas a quienes Bruni no se dignaba conceder crédito; y les daba solamente dos tercios de lo que Bruni ofrecía en Fjóróur. ¿Pero cuánto obtenía por las ovejas que compraba, cuando las llevaba al sur, a Vík?

Por lo menos la mitad más de lo que Bruni ofrecía. Vendía ovejas a centenares allí donde otros las vendían por decenas, y, lo que es más, dictaba sus propios precios a los compradores de Vík.

—¡Oh, eso no puede ser cierto! —dijo Pórður de Nióurkot, que no podía creer en nada que se presentase en gran escala—. Y ten en cuenta los riesgos. Y cuesta mucho dinero contratar a los hombres que lleven las ovejas hasta el sur. Y generalmente se pierden muchas en el camino.

Sin embargo, el rey del rodeo sostuvo que muchas personas tenían motivos para bendecir el día que Bruni las anotó en sus libros. Bruni jamás permitiría que alguno de sus hombres muriese de hambre. ¿Se enteró alguien alguna vez de que Bruni se hubiese negado a conceder crédito a un individuo después de aceptar sus garantías?

—Es cierto que no se molesta en pagar en efectivo en estos tiempos tan duros y que ha habido muchos años en que no se vio una sola moneda en las regiones rurales y que, como todos saben, es un poco tacaño para entregar cosas de lujo. Pero muy pocas veces ha dejado que uno de sus hombres sufra verdaderas penurias, a menos, naturalmente, que fuese inevitable, como, por ejemplo, en primavera. Sea como fuere —continuó el rey del rodeo—, está muy lejos de la verdad el pensar que todo depende del dinero. Hay muchos hombres que progresaron en la vida y nunca manejaron cantidades importantes de dinero. Y de paso —añadió, como prueba de ello—, el alcalde me preguntaba, en la asamblea vecinal de primavera, si no podría sugerirle a algún individuo de confianza que le ayudara a cuidar a los perros.

—Muy bien —dijo Bjartur—. No es conveniente descuidar a un perro y, como probablemente habréis escuchado el día de mi boda, en primavera, juré que yo mismo curaría a mi perro si esa orina de potingue vuestro no los limpia.

—Seguramente que nadie tendrá interés en insinuar que hay algo falso o impreciso en unas preparaciones que recibo directamente de manos del propio Oficial Médico del Distrito —dijo el rey del rodeo, asumiendo un aspecto de funcionario ofendido—. Admito, está claro, que nadie que tenga que atender a toda esa jauría de perros estaría dispuesto a jurar por sus esperanzas de salvación eterna que la medicina ha sido perfectamente administrada en cada caso, motivo por el cual el alcalde opina que otra persona responsable debería ser nombrada como ayudante mía.

Los agricultores convinieron todos en que la situación exigía medidas desesperadas, puesto que incluso en Utirauðsmyri se habían presentado señales de modorra en las ovejas en la primavera pasada.

—Sí, tendré que dedicar serios pensamientos a la cuestión —continuó el rey del rodeo, en tono de perfecto conocedor de sus responsabilidades. Es un trabajo muy importante, aunque naturalmente no más considerable que otros trabajos médicos. Y eso exige un buen ayudante. Sería magnífico que el gobernador me otorgara un sueldo decente para este futuro auxiliar mío. Pero por el momento no tengo autorización como para prometer nada.

—Y digo yo, ¿qué hay del alcalde de Utirauðsmyri? —preguntó Bjartur, que encontraba difícil sacarse de la mente al alcalde—. No veo por qué no habría de ser él un adecuado ayudante de veterinario de perros.

La sugerencia, hecha entre burlas y veras, no provocó reacción alguna, ni en broma ni serio, en los invitados de Bjartur. Lo único que hicieron fue hacer ruido con la nariz o fruncirla levemente, en melancólica burla.

En este momento entró Rosa con el café pero, como había pocas tazas, tuvieron que beberlo en dos veces.

—Bebed, muchachos —exhortó Bjartur—. No tenéis por qué temer enfermaros del estómago con la crema del café de Casa Estival, pero no somos avaros con granos de café que usamos.

—¿Qué os parece un trago de crema danesa? —preguntó el rey del rodeo, sacando un frasquito del bolsillo del pecho. Cuando le quitó el tapón, los rostros rígidos, informes, de los trabajadores solitarios se quebraron en la más beatífica de las sonrisas—. Siempre me agrada hacer algo por mis amigos cuando estamos en las montañas —continuó el rey del rodeo.

—¿Quién sabe? Puede que mis amigos estén en condiciones de hacer algo por mí cuando nos encontremos nuevamente en nuestras casas… —y agregó, mientras vertía un poco en cada taza—: Los fuertes impuestos no han dejado levantarse a los pequeños terratenientes en estos últimos años, como todos sabéis, pero muy bien podría ocurrir que los que tienen poco contasen con alguien que les defendiese en el concejo, antes de que pase mucho tiempo. Y por el momento dejaremos las cosas como están.

—¡A por los buñuelos, muchachos! —exclamó Bjartur—. ¡Y no mezquinéis esa asquerosa azúcar! Rosa, sírvele otra taza al rey del rodeo.

—Bien, muchachos —dijo el rey del rodeo cuando el aguardiente ocupó su lugar—, seguramente alguien habrá compuesto algunos versos mientras recogía el heno, este verano, a pesar de que la cosa fue incierta.

—Sí, éste es el momento de escuchar algo bueno y bien construido —dijeron los otros.

—Bien, pues no lo esperéis de mí —dijo Einar—. Mis puntos de vista en cuanto a la poesía, como todos sabéis, son tales que no me tomo trabajo con esos versos bien construidos, como se los llama. En las pocas cosas que compongo cuando se presenta la ocasión trato de prestar más atención a la verdad del sentido que al metro.

No era un secreto el que Bjartur sustentaba una pobre opinión de la poesía de Einar, porque Bjartur había sido educado en las viejas medidas de las baladas del siglo dieciocho y siempre despreció la composición de himnos y poesías de nuevo cuño tanto como despreciaba cualquier otra cosa de fantasía huera.

—Mi padre —dijo— fue un gran hombre para la poesía y con grandes dones para la oratoria. Y a él debo el haber aprendido las reglas de la métrica cuando todavía era un jovenzuelo; y las he conservado desde entonces, a pesar de todas las nuevas modernas teorías de los grandes poetas, por ejemplo, la Señora de Myri. Heredé de mi padre mis ejemplares de las Rimas, tengo los siete volúmenes, de los días en que en Islandia había hombres de genio, hombres que sabían demasiado bien qué querían hacer como para tropezar, hombres que sólo necesitaban cuatro versos para hacer una poesía que podía leerse de cuarenta y ocho formas distintas y encontrarle siempre sentido. No era para ellos este estilo poético que está lleno de pena y nerviosismo y aguado sentimentalismo; y tampoco eran para ellos los himnos: éstos los dejaban a los sacerdotes. Eran hombres que no creían en la necesidad de mesarse los cabellos y golpearse el pecho. Ahí tienen las Rimas de Úlfar, por ejemplo, con sus gigantescas batallas, cada una de ellas más valientemente disputada que la anterior; ésos eran héroes que no se arrastraban ni lamían los pies a las mujeres, como lo hacen ahora esos poetas eróticos. Pero, eso sí, si oían hablar de alguna mujer famosa, no se detenían a calcular los riesgos, aunque la mujer viviese en otro hemisferio, no, salían en su busca, con la luz del combate en los ojos, a derrotar reyes y conquistar reinos y amontonar cadáveres hasta más altura que la de las colinas.

Discutieron sin llegar a ningún acuerdo, el uno jurando por la forma clásica y el espíritu heroico de las antiguas baladas, el otro inconmovible en su fe en lo humano y lo divino. Como resultado de esta diferencia de orientación, no se pudo convencer a ninguno de que recitase sus poesías mientras el otro estuviese presente.

—La gente que se complace en exhibir una técnica complicada en su poesía se muestra más dispuesta a enorgullecerse de su obra que los que escriben para su propio solaz —alegó Einar de Undirhlíð, pero Bjartur replicó que jamás se había considerado un gran poeta, pero verse obligado a escuchar algo menos feliz que cuartetos con rima interna era más de lo que podía aguantar: «y si yo fuera un poeta— dijo —cuidaría de que nada de lo mío se publicase, a menos de que se tratase de un palíndromo bien construido».

Ólafur de Ystadalur, que tenía una mente de tendencias científicas y se interesaba especialmente por las oscuridades de la ciencia, se encontraba siempre fuera de su elemento cuando la discusión se limitaba a la poesía.

Hasta ese momento le había sido imposible intercalar una palabra, pero ahora ya no pudo contenerse de proponer algún tema, por pequeño que fuese, que le concediese su participación en la notoriedad de esa asamblea celebrada al romper el día, a él, cuya mente inquisitiva estaba constantemente atareada luchando con intrigantes problemas.

—Sí, el mundo es un lugar curioso, en efecto —dijo, escurriéndose en la conversación como un ladrón en la noche—. Dicen que Pascua cae en sábado el año que viene.

Los concurrentes permanecieron durante un momento mudos ante estas noticias sorprendentes.

—¿Sábado? —repitió al fin, pensativamente, el rey del rodeo—. No puede ser cierto, Ólafur. Pascua siempre cae en domingo.

—Sí, eso es lo que siempre pensé yo —gritó Ólafur triunfalmente—. Pero lo leí dos veces en el almanaque de la Sociedad de Amigos del País. Y allí dice que Pascua cae en sábado.

—Podría ser un error de imprenta —sugirió el rey del rodeo.

—¿Un error de imprenta en el almanaque? No, ni pensarlo; no se atreverían a cometerlo. Pero creo que conozco la explicación adecuada. Me parece que la leí en un viejo libro del Reverendo Guðmundur, cuando pasé la noche allí, hace unos años. Decía que el sol se atrasaba durante un período en su marcha, de tanto en tanto. Si eso es correcto, entonces, naturalmente, es imposible que el tiempo haga otra cosa que retroceder un poco entretanto. Por lo menos un poquito.

—Mi querido Ólafur —dijo Bjartur con indulgencia—, por lo que más quieras, no dejes que nadie piense que te tomas en serio todas esas cosas. Deberías tener cuidado con esto de creer en todo lo que ves en los libros. Nunca he considerado a los libros como la verdad, y menos que ninguno a la Biblia, porque no es posible verificar todo lo que se les ocurra escribir en ellos. Pueden inventar mentiras tan grandes como les plazca y tú nunca te enterarás, si no has estado en el lugar de los hechos, entonces, al final resultaría que Pascua caería en Navidad.

—Bueno —dijo el rey del rodeo—, lo único que yo puedo decir es que la historia afirma que Jesús volvió a levantarse el domingo por la mañana, y a eso me atengo. Por lo tanto, Pascua debe caer siempre en un domingo, retroceda el tiempo o no.

—Por mi parte la historia puede decir lo que quiera —dijo Bjartur con escepticismo—, pero lo que me gustaría saber es esto: ¿Quién vio que Jesús se levantaba el domingo? Un puñado de mujeres, supongo. ¿Y hasta qué punto puede confiarse en las mujeres y en sus nervios? En Útirauðsmyri, por ejemplo, había, hace uno o dos años, una mujer del sur, de la capital, y un día entró gritando que en los derrumbes de terreno de los alrededores se había tropezado con un niño abandonado (era un anochecer de verano), y juró que el chiquillo lanzó un gemido. ¿Pero qué les parece que era en realidad? Nada más que un bendito gato salvaje en celo, por supuesto.

—Ya que estamos en eso —dijo el rey del rodeo, que prefería no estimular los enredos de una discusión tan fuera de propósito—, me preguntaba, viendo que Bjartur había mencionado los gatos salvajes, qué planes teníais este otoño para nuestro amigo el zorro.

—Los planes son una cosa —le replicaron— y las cosas, otra. ¿Qué os parecería consultar al alcalde al respecto?

—Oh, es difícil que el alcalde se encuentre en dificultades por culpa del animal —aseguró Bjartur—. El año pasado vendió pieles en el sur. Y a magníficos precios.

Los demás opinaron que las ovejas de los pequeños propietarios sufrirían igualmente y maldijeron al zorro con acentos rotundos durante cierto tiempo en distintos tonos… Había matado el otoño anterior y volvería a matar este otoño. El rey del rodeo declaró con tono de maestro que los zorros se contaban, sin duda alguna, entre los peores enemigos de la nación. Y el viejo de Nióurkot terminó así esta parte de la conversación:

—Mató el año pasado. Mató en primavera. Y volverá a matar este otoño.

Cuando todos hubieron bebido su café, el rey del rodeo tapó y se guardó la botellita en el bolsillo. Había suficiente luz como para partir.

—Bien, hombres —dijo, mientras se ponía de pie—, he viajado por estos pantanales con mucha frecuencia, pero nunca de este modo. ¡Qué diferencia! Una de la que muchos, en un borrascoso día de invierno, se alegrarán. Hemos sido agasajados como si perteneciésemos a la realeza. Si ahora no os sentís en condiciones de caminar en busca de las ovejas, no os sentiréis nunca.

Pero Bjartur quería que se pensase que su hospitalidad era una cosa de poca monta.

—Lo principal —dijo—, y aquello hacia lo cual siempre dirigí mi vida, es la independencia. Y un hombre siempre es independiente si la choza en la que vive es suya. Que muera o viva es cosa suya, y suya solamente. De otro modo, así lo mantengo, nadie puede ser independiente. Este deseo de libertad fluye por las venas de un hombre, como puede comprenderlo cualquiera que haya sido sirviente de otro.

—Sí —convino el rey del rodeo—. Yo lo entiendo. El amor de libertad e independencia ha sido siempre una característica del pueblo islandés. Islandia fue originariamente colonizada por caudillos libres, que prefirieron vivir y morir en el aislamiento antes que servir a un rey extranjero. Eran hombres como Bjartur. Bjartur y los hombres como él son los islandeses libres sobre quienes la nacionalidad islandesa y la independencia islandesa descansaron antes, descansan ahora y descansarán siempre. Y Rosa también vive opulentamente aquí, en el valle. Jamás la he visto tan rechoncha. ¿Qué tal te parece la vida en las ciénagas, Rosa?

—Oh, es muy libre, por supuesto —replicó la mujer, y sorbió por la nariz.

—Sí —dijo el rey del rodeo, que ahora, después de haber bebido su trago de aguardiente, se había convertido, en sus puntos de vista, en un gran propietario—. Si el espíritu que anima a esta joven pareja se difundiese en toda la joven generación, hombres y mujeres por igual, el país tampoco debería tener miedo de su futuro.

—Bien —dijo el viejo Pórður de Nióurkot—, creo que lo mejor que puedo hacer es arrastrarme un poco por el camino con ese pobre jamelgo que tengo.

Permaneció allí, junto a la trampilla, tan gastado y decrépito después de una larga vida y pocas ideas, que resultaba difícil no decirle algo a él también. Y el rey del rodeo le palmeó consoladoramente en el hombro y dijo:

—Sí, mi querido Pórður, la vida es para todos nosotros una especie de lotería.

—¿Eh? —preguntó el anciano inexpresivamente, no logrando entender la comparación, ya que sólo tomó parte en una lotería en su vida, hacía unos años, cuando la Señora de Myri donó una potranca para que fuese rifada para el Fondo del Cementerio. Y como resultado de la lotería fue el propio alcalde el que ganó la potranca.

—Padre —dijo Rosa, cuando le acompañó hasta su caballo—, trata de abrigarte bien esta noche en la cabaña.

—Por qué yo, a mi edad, debo estar persiguiendo ovejas —dijo él, poniendo las riendas sobre el cuello del caballo— es algo más de lo que puedo entender. Un hombre de casi ochenta años y prácticamente incapaz de sacar mis viejos huesos de la cama todas las mañanas…

Los hombres separaron a sus perros, que rondaban por todas partes, riñendo en la ladera de frente a la casa, y la corderita, todavía amarrada en los límites del campo, balaba mientras los contemplaba. El anciano abrazó a su hija y luego comenzó a montar, dificultosamente, mientras ella le sostenía el estribo. Tenía sobre la montura una piel negra de oveja, para comodidad y protección. Rosa acarició la nariz del caballo; la vieja Glaesir, adorada criatura que recordaba de cuando era una pequeña potranca. ¡Y cuan glorioso era todo en su casa en esos días, hacía dieciocho años, cuanto todos los hermanos y hermanas estaban en Nióurkot, los hermanos y hermanas que ahora se encontraban dispersos por el mundo! Y de pronto se presentó Sámur, con la lengua colgándole fuera de la boca después de la pelea; pero el perro la conocía, olvidó inmediatamente la reciente disputa y saltó sobre ella, ladrando con tal alegría por la reunión que Rosa no pudo contenerse y corrió a la casa para buscar un trozo de pescado y regalarlo al perro de su padre.

—Te pediría que me prestaras a Sámur para que me hiciese compañía esta noche, padre, si no supiese que las ovejas están antes. Tengo la impresión de sentir muy poca confianza en ese cordero que me piensa dejar él.

En ese momento apareció Bjartur en escena, conduciendo a Blesi de las bridas. Besó apresuradamente a su esposa y le dijo que tenía que recuperarse durante su ausencia. Luego trepó a la silla y llamó a Titla. Y los hombres del rodeo salieron del campo. Ella les vio cruzar los páramos, su padre detrás de todos, flojamente sentado sobre la montura y balanceando las piernas para golpear los flancos del caballo —la vieja Glaesir era tan torpe en el barro—.