Era domingo.
Había estado lloviendo desde hacía un tiempo cuando Bjartur la encontró, todavía dormida junto al arroyo. Estaba acostada allí, empapada hasta los huesos, con la mejilla apoyada en la orilla y un brazo bajo el cuerpo. Una gavilla de heno yacía de través en la corriente y la montura, con las cinchas rotas, estaba hecha pedazos sobre los guijarros. El caballo pastaba en el campo. La mujer miró en torno con ojos angustiados, como alguien a quien un bufón ha despertado de la muerte, y escuchó, con la espalda dolorida, los sarcasmos de su esposo. Luego, mientras éste se afanaba cubriendo el heno con césped, como protección provisional contra la lluvia, ella se arrastró hasta la casa y, demasiado aturdida como para calentar café, siguió durmiendo.
Poco antes de mediodía el tiempo mejoró y Bjartur entró presurosamente en la casa, jadeando, para pedir a su esposa que hiciera café. Una multitud pasaba cabalgando por los prados y algunos, a un galope de distancia de los demás, habían llegado a los llanos situados a corta distancia del pegujal.
—No llevan caballos de carga. Son unos cuantos estúpidos en una excursión, o algo por el estilo —dijo él—. Naturalmente, tenía que ocurrírseles hacerlo en un momento como éste.
—No puedo permitir que nadie me vea tal como estoy —protestó Rosa.
—Querrán beber una taza de café si vienen aquí, mujer. Te sientes bien con gente como ellos, ¿no es cierto?
Se inclinó sobre la mesa para observarlos a través de la ventana y reconoció a la gente y los caballos, cuando se acercaron más. Algunos eran hijos e hijas de agricultores acomodados de tierra adentro; otros eran labriegos que trabajaban en verano en Útirauðsmyri. También estaban las hijas del sacerdote e Ingólfur Arnarson Jónsson, el agricultor, jinete en su caballo tordo. Pero cuando Bjartur miró en la casa, la mujer había desaparecido.
Los jóvenes estaban probando sus caballos de silla, en tanto que las muchachas habían venido a recoger arándanos, que ahora maduraban en los marjales. A esta excursión la denominaban «un día en el bosque» y habían traído consigo algunas provisiones en morrales de cuero, con la intención de merendar en el «bosque». Ingólfur Arnarson no llegó hasta la casa; hizo que preguntasen a Bjartur si le molestaba que cazase por los aguazales y tratara de pescar en el lago. ¿Y no podrían las damas hacer un paseo junto a la montaña y ver si podían encontrar arándanos?
Bjartur estaba orgulloso de sus derechos de terrateniente y siempre le encantaba que se le pidiese permiso. Naturalmente, sugirió que las muchachas sabían mejor que nadie qué era lo que husmeaban cuando comenzaban a husmear, y no le molestaba que recogieran una baya o dos, pero no le sorprendería que no fuera eso lo que buscaran. Y si el hijo del alcalde quería contaminarse extrayendo las entrañas de los asquerosos peces del lago y quería además martirizar en un domingo a los inocentes pájaros que volaban sobre los pantanos sin hacer daño a nadie, bien, probablemente ello le impediría que cometiese peores desaguisados.
—Pero —añadió— le habría tenido en más alta opinión si hubiera llegado con su caballo hasta mi puerta y me hubiera mirado a la cara, porque no ha pasado mucho tiempo desde que yo solía ayudarle a abotonarse los calzones y, por lo que sé, siempre me he ganado lo que su padre me pagaba, de modo que me atrevo a mirar a la cara a cualquiera de esa pandilla, se atrevan ellos o no a hacer lo propio. Pero me pregunto qué demonios habrá sido de Rosa. Son tan puntillosas en cuanto a su aspecto, estas mujeres… se acercan a la puerta vestidas como están; sólo las ropas domingueras son lo suficientemente buenas para ello. Pero pasad, de todos modos, espero que aparecerá, más tarde o más temprano. Y bienvenidos a Casa Estival. Creo que debe de haber café a baldes, y quizás haya algún mugriento trozo de azúcar por alguna parte, siempre que lo encontremos.
El café, por supuesto, fue rechazado con agradecimiento, pero la mayoría de ellos quería echar una ojeada al interior porque, como provenían de granjas de la mejor clase, consideraban como una experiencia interesante la de pasar, agachados, por la puerta de la Casa Estival y sentir el olor a tierra que la oscuridad les lanzaba en espesa bocanada apenas franqueaban la puerta. Algunos de ellos subieron por la escalera, y ésta crujió. Otros se conformaron con atisbar por la ventana desde el caballo; no era necesario estirarse demasiado para hacerlo: la abertura no estaba situada a mayor altura que la de un hombre. Algunas de las jóvenes insistieron en sus preguntas acerca de Rosa, porque querían verla para salir con ella a recoger arándanos, de modo que todos los rincones y escondrijos fueron registrados y los gritos y los chillidos resonaron dentro y fuera de la casa, mientras Rosa trataba de aplastarse más aún contra la pared de tierra, bajo el establo del caballo, donde había buscado refugio con una oración al Redentor. Pero Bjartur se cansó muy pronto de todas esas tonterías y sacó con mano enérgica a su esposa del establo y le preguntó dónde estaban sus buenos modales y de qué tenía que avergonzarse, puesto que era una mujer legalmente casada.
—Y quiero café para mis invitados, aunque sea la última gota que tengamos en la casa. ¿Y qué clase de comportamiento de ermitaño es éste, que tienes que huir y esconderte de tus congéneres? Ve y da la bienvenida a tus huéspedes, mujer. —La hizo trepar la escalera, vestida como estaba con su delantal de lona y los hombros cubiertos por un harapo de chal, polvoriento y manchado de hierba, con hongos enredados en los flecos—. ¡Mirad, aquí está! —Y de pronto todos se mostraron serios y tendieron la mano para saludar.
No, gracias, no tenían ganas de café, pero las muchachas tomaron a Rosa de la mano y la sacaron afuera, la llevaron al arroyo. Se sentaron junto a ella y le dijeron que debía ser encantador tener tan cerca de la casa un arroyito pequeño, un arroyuelo tan amistoso. Le preguntaron cómo estaba y ella respondió que estaba bien. Y entonces le preguntaron por qué tenía la cara tan hinchada, y era por el dolor de muelas. Luego le preguntaron por qué le agradaba vivir en las ciénagas y ella se sorbió los mocos y mantuvo la vista fija en el suelo y dijo que suponía que, de todos modos, había mucha libertad. Le preguntaron si había visto al fantasma y ella dijo que no había fantasmas. Luego todos se alejaron en sus caballos.
Los jóvenes vagaron por el campo hasta que comenzó a escasear la luz. En la casa podían escucharse sus alegres voces que llegaban desde las laderas de las montañas, sus carcajadas y sus canciones. Pero también se oyeron disparos provenientes de los pantanos. El granjero descansaba ese día —últimamente había estado trabajando día y noche— y se encontraba en cama, dormido. Su esposa estaba sentada junto a la ventana, escuchando los disparos, mirando hacia las ciénagas y esperando con angustia cada nuevo disparo. Era como si supiera que cada bala que se disparara la heriría a ella y solamente a ella; que le pegaría en el corazón y sólo en el corazón. Pero Bjartur no estaba dormido profundamente y, cuando despertó de su adormilamiento, la miró por encima de las cejas y vio que con cada disparo daba un respingo.
—Supongo que no conocerás esos disparos, ¿eh? —preguntó.
—¿Yo? —dijo su esposa poniéndose de pie, confundida—. No.
—Esa maldita familia jamás pudo mirar una cosa viviente sin sentir el deseo de obtener alguna ganancia de ella, de preferencia dándole muerte —dijo él. Luego volvió a dormirse.
Con el ocaso los excursionistas regresaron a la casa del pegujal, donde esperarían al cazador, que se proponía continuar cazando mientras hubiese luz. Las muchachas, que regresaban de las laderas de la montaña con cuencos llenos de arándanos hasta el borde, contribuyeron todas a llenar uno para Rosa.
—Bayas de tu propia montaña, muchacha —le dijeron cuando ella estaba a punto de rechazar el regalo. Se reunieron en grupitos y jugaron a distintos juegos en el campo, junto a Bjartur. La montaña devolvía sus risas. La noche estaba tranquila; la superficie del lago, tersa, con algunas moscas de agua rozándola; había luna nueva en el cielo y el valle estaba sosegado y libre. Bjartur se encontraba de un humor incierto e hizo entender que la siega del heno no había disminuido gran cosa los entusiasmos de los de tierra adentro.
—Creo que puedo imaginármelos pisoteando de ese modo el pasto abonado del alcalde —gruñó— y estoy ansiando el momento de verles bailar igual la próxima primavera, cuando ya no me quede ni una paja y vaya a pedirles una carga de heno.
Las hijas del sacerdote y las muchachas que trabajaban en Myri no querían que nadie se mostrase con mal humor, y trataron de arrancarle a él. Le arrastraron, quieras que no, al círculo donde estaban jugando a las prendas y le impusieron una. Él les deseó que se fuesen al infierno, pero finalmente se lanzó en su persecución y dijo que muchas veces había perseguido a ovejitas escurridizas, y se escupió en las manos antes de perseguirlas. Incluso le llevaron aparte y le pidieron que recitase las Rimas. Y entonces él se encontró en su elemento y no se interrumpió antes de haberles ofrecido todos los versos obscenos de Góngu-Hrólfur: desde los del viejo Ólver acusando a Hrólfur de sentir una pasión extraviada por Vilhjálmur —las muchachas se abrazaron y trataron de ahogar las carcajadas— hasta Ingibjórg vertiendo el contenido de su orinal sobre Móndull —las jóvenes ya no pudieron contener los aullidos. Terminaron pidiéndole que improvisara algo acerca de ellas. El pegujalero respondió que, en efecto, se le habían ocurrido varios versos, en distintos metros, mientras estaban ocupadas recogiendo arándanos en las laderas, pero que en realidad no había tenido tiempo de pulirlos hasta entonces, aunque el primer cuarteto tenía doble rima y doble aliteración.
Cantando correteaban Gala y Gunna, lejanos los sabáticos sermones; tostadas y traviesas, garbosas y galanas, ruidosas religiosas, cantaban sus canciones.
Vuelan sus manos a saquear las ramas, las bocas, a la burla acostumbradas, sorberán dulces zumos de las bayas y el robo alabarán con risas claras.
Delicadas, doradas ninfas morenas, coger más bayas no vale la pena. Ah, mis bellos galanes, esbeltos, jocosos, Aguardáis, confesadlo, goces más amorosos.
Los juegos estaban en su apogeo cuando el hijo del alcalde, Ingólfur Arnarsonjónsson, apareció en la escena. Una sonrisa fría jugueteaba en sus labios, la sonrisa altanera, orgullosa, de su madre, la sonrisa que hacía que los esfuerzos literarios de la Señora de Myri fuesen menos apreciados de lo que de otro modo habrían sido. Llevaba sus presas al hombro, colgando de dos bramantes: en uno, patos y gansos; en el otro, truchas, truchas morenas y negras, entre una y tres libras de peso. Después de ordenar al pastor que lo atase todo al arzón de su silla, saludó a Bjartur con la sonrisa fría y el irritante aire paternalista que caracterizaba a toda la familia.
—El viejo debe de haber estado soñando cuando, puede decirse, te regaló Casa Invernal y te hizo el señor de estas tierras de abundancia, ¿Cuánto te debo por el alquiler de cazadero?
—Oh, sería ir demasiado lejos esperar que me pagaras algo por este regalo que me han hecho —replicó Bjartur—. Además, como tú mismo dices, este pegujal, que dicho sea de paso, tengo la osadía de llamar Casa Estival, por si no lo has oído antes… Casa Estival es una tierra de tal abundancia que no tengo necesidad de mezquinarte la carroña que puedas llevarte en las expediciones que hagas a ella, Ingi, hijo mío. Mis ovejas tienen más confianza en el heno corto de las orillas del Lambey. De modo que puedes llevarte en buena hora todos los patos y truchas que logres atrapar, Ingi, hijo mío. Constituirán un saludable cambio de dieta para vosotros, los de Myri, porque si conseguís poner este invierno sobre la mesa un poco de pescado y de ave, será la primera vez de que yo tenga noticia.
—¡Caray, de qué humor está el hombre! —exclamó Ingólfur Arnarson con su sonrisa helada, sacando un par de patos con ojos dorados y una o dos truchas negras y arrojándolas a los pies de Bjartur.
—Te ruego que saques esto de mi propiedad —dijo Bjartur—. Prefiero que tú mismo cargues con la responsabilidad de las criaturas que mates durante el domingo.
Pero en este momento las muchachas intervinieron y le pidieron, por el cielo, que no rechazase tan magníficos bocados, por Rosa, ya que no por él mismo, y añadieron:
—Estas aves serán un plato suculento.
—En mis tiempos —respondió Bjartur— era costumbre en Myri que la Señora dejase de lado las gallinas, para no tener que entendérselas con la carne de caballo, pero si ahora las aves figuran allí en la lista de comidas, entonces lo menor que puede hacer con esta carroña es llevársela al alcalde, con quien estará más a sus anchas.
—Estoy segura de que serían una comida agradable para Rosa. No parece que haya comido nada fresco este verano.
—Para nosotros, los trabajadores solitarios —repuso Bjartur—, lo primero que es preciso tener en cuenta es el alimento para el ganado. La comida del hombre en verano tiene menos importancia que la salud de las ovejas en invierno.
Todos rieron de esta respuesta, más divertidos que impresionados por el sonsonete de aquel trabajador solitario. Pero muchos de ellos eran miembros de la rama local de la Asociación Juvenil, e Ingólfur Arnarson Jónsson era su presidente. Y tenían fe en su país. «Todo por Islandia, Islandia para los islandeses» era su lema. Y ahora se encontraban cara a cara con un hombre que había roturado una tierra nueva, un hombre que también tenía fe en su patria y, lo que es más, que lo demostraba con los hechos. A primera vista su forma de pensar podría parecer no desprovista de cierto elemento de ridículo, pero no dejaba de conmoverles, tal como estaba allí, de pie en su propia tierra, en la calma de un anochecer de domingo, con su pequeña granja a sus espaldas, preparado, ansioso por librar su guerra de independencia contra las potencias hostiles, naturales y sobrenaturales, a desafiar al mundo entero. Permanecieron allí un rato más, mientras sus pastores les traían los caballos, y nadie se ofendió con Bjartur porque hubiese demostrado que estaba en su casa. Ingólfur Arnarson pidió que se cantase una canción.
—Bjartur y yo somos viejos amigos y casi como hermanos de leche —dijo—. Juntos hemos hecho algunas cosas en nuestra época que mejor será olvidarlas, y sé que en realidad nos entendemos a la perfección; al menos yo conozco la madera de que está hecho él, y la de Rosa también. Han demostrado que el espíritu heroico de los primeros colonos no se extinguió aún en los islandeses de hoy, ¡y ojalá que ese espíritu perdure por muchos años!
Pidió a los otros que cantasen, y cantaron:
Dura la brega, mas como hermanos gritemos el lema, siempre impávidos: «¡Todo por Islandia! ¡Por Islandia vivamos! ¡Nunca cejemos, en la lucha unidos!».
Todos fueron de la opinión que aquella canción podía aplicarse al mismo Bjartur de Casa Estival, quizá fue compuesta precisamente en su honor, ¡viva el colono en su valle de los marjales! ¡Viva este indomable hijo de Islandia! ¡Vivan Bjartur de Casa Estival y su esposa! Y entonces cantaron una canción patriótica tras otra:
Reina de los montes, madre mía, tan cara a mí, y tan amada, a tu lado soy feliz cada día, bendita sea mi tierra heredada. Mi tierra, para nuestra alma sería Bendición, por el cielo otorgada.
¡Viva la joven Islandia! ¡Viva!, ¡Hurra!, retumbaba la montaña en el silencio de las primeras horas de la noche otoñal, hasta que el colimbo dejó de gritar en el lago, profundamente intrigado. Finalmente los mozos trajeron todos los caballos. Bjartur recibió una cordial despedida y algunas de las muchachas entraron a la casa para saludar a Rosa, encontrándose con que ésta había desaparecido. Ingólfur Arnarson pidió a los cantores que continuasen, cuando ya todos estaban a caballo, y la última canción, en alabanza de la vida campestre, resonó desde los pantanos como una despedida a los moradores de la Casa Estival:
En el valle entre brezos está mi hogar
y aquí viví felices horas
y en sitio alguno puede el sol brillar
como en estos montes donde moras.
Y la gente es noble y buena,
fiel en la amistad, fuerte en la faena;
por vivir aquí siento un gran gozo,
no existe mejor vida para un mozo.
Las alegres voces se escucharon unos instantes todavía. Luego se mezclaron a los golpeteos de los cascos de los caballos, cuando los visitantes apresuraron la marcha en el terreno más firme de las orillas del río, y finalmente dejaron de oírse. El ocaso de principios del otoño había caído sobre el valle y el brezal. Y el habitante del valle estaba solo en su campo. Pronto entró en la casa, para acostarse. Rosa había reaparecido; no dijo una palabra.
—Hay un regalo para ti junto al arroyo —dijo Bjartur.
—¿Para mí?
—Sí, aves y pescado.
—¿De quién? —preguntó ella.
—Ve y fíjate, a ver si reconoces su marca.
Rosa se escurrió fuera de la casa mientras Bjartur se desnudaba, se dirigió hacia el arroyo y, en efecto, allí estaban los peces que él había pescado y los patos que cazó. Sintió que en el valle vibraban todavía las voces de los que cantaran en torno de él; las canciones entonadas aún estaban frescas en su mente, detenidas en el aire, sobre los marjales.
Una bandaba de patos de ojos dorados voló sobre el campo con un siseo de alas, todavía asustados.
—Ya no necesitáis asustaros —susurró la joven—. Ya se ha ido.
Largo tiempo estuvo junto al arroyo, en la penumbra, escuchando las canciones que se habían callado en el valle, los disparos hechos hacía mucho tiempo, y pensando en las inofensivas aves que él había matado. Pronto llegaría el otoño.