7. Nervios

Pero a pesar de las potentes medicinas que Bjartur se ofreció a conseguirle del doctor Finsen, sucedió que los nervios de su esposa, en lugar de mejorar, fueron empeorando cada vez más. Por la noche le daba ella su pan y su pescado frío, pero para sí se cocía unas gachas de harina de avena, de pie ante la cocina, inclinada, removiendo con la cuchara mientras el humo de la leña no seca del todo llenaba toda la habitación. Bjartur extraía las espinas del pescado y luego, uniendo las dos mitades de modo que cada parte gruesa quedase sobre la delgada, para compensar, las mordía como si fuesen una tajada de pan, observando entretanto a su esposa por debajo de las cejas. Un año atrás ella era una muchacha de tez fresca, que por la tarde solía ponerse su mejor vestido y lavarse, una muchacha que sabía reír a su modo de todo lo que consideraba divertido. De pronto esa joven se convirtió en una mujer de mediana edad, en una zarrapastrosa cubierta con un viejo delantal de arpillera que usara en Myri para ordeñar. Su rostro se hizo gris y flojo, la luz desapareció de sus ojos, el color de sus mejillas, la gracia de su porte. Y así, rápidamente, se marchitaba esa flor de Bjartur, a pesar de la abundancia de pescado, pan y gachas, patatas hasta hacía una semana… y galletas de centeno, que en realidad eran repostería extranjera. Me parece que está apenada por algún maldito amante, se dijo él… y ella podía oírle si le agradaba. Una cosa era segura: ella le esquivaba tanto que tomaba buen cuidado en no acostarse antes de que su esposo se hubiese dormido. Y si sus movimientos, al hacerlo, le despertaban, se apresuraba a volverle la espalda. Y si él le susurraba al oído, ella permanecía como un cadáver y todo el deseo abandonaba a Bjartur. Tampoco él estaba demasiado juguetón… Siempre esa sensación de cansancio, de agotamiento. Maldecía la sensación en silencio. Los mejores años de su vida, dieciocho, entregados al alcalde y su pandilla, y ahora uno no podía extraer un poco de placer del matrimonio cuando finalmente era su propio amo. Cuando se dormía soñaba con vacas que se le comían la hierba. Las vacas estaban furiosas y le acometían, aterrorizándole en los sueños de ahora como en los de la niñez. Se despertaba sobresaltado y, todavía adormilado, mascullaba: —Antes muerto que comprar una vaca.

Y por las mañanas, cuando salía y daba la vuelta a la casa para exonerar el vientre, se persignaba de cara al este y susurraba:

—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; antes muerto que comprar una vaca. Por siempre jamás, amén.

Y ahí está ella delante de sus gachas, metiendo más y más broza bajo la ollita. La leña crepitaba y crepitaba y el humo se espesaba constantemente.

—Ten cuidado con la leña, muchacha —dijo él. Pero ella no le oyó y siguió poniendo más ramas.

—Oh, bueno, es cosa tuya, ya que generalmente eres tú quien la busca.

Finalmente las gachas estuvieron listas y ella tomó un tazón y lo llenó, ¡buen Dios!, hasta el borde, ¿cuánto podía comer esa mujer? Hundiendo la mano en la caja, rompió un enorme terrón de azúcar cande para comerlo con las gachas. El observó todo eso por debajo de las cejas, a medias escandalizado de que alguien pudiese pensar en algo así. ¡Azúcar cande y gachas, qué idea! No es que se lo mezquinara; por el contrario. En el fondo del corazón se sentía orgulloso de saber que su propia esposa estaba comiendo su propia harina de avena, aun cuando la acompañara de azúcar cande… Pero cuando Rosa se acercó nuevamente a la ollita y llenó el tazón por segunda vez y rompió más azúcar, Bjartur comenzó a sentir cierto recelo. ¿Dos tazones llenos hasta el borde… una mujer? ¿Más azúcar? Sí, más azúcar. No podía entender nada de los nervios de su esposa ni de sus inexplicables extravagancias. Ayer fue lo de la leche y la carne; esta noche, dos tazones de gachas y una cantidad infernal de azúcar; mañana podía ser un elefante. No dijo una palabra, pero comenzó a recitar unos versos para sí, los del complicado plan de rimas que utilizaba siempre que se encontraba ante un dilema, murmurándolos con el acento principal en la rima del medio, en un soliloquio espiritual. Después de las gachas ella llevó al arroyo unas medias embarradas, para lavarlas, y él se acostó solo.

Cuando despertó, a la mañana siguiente, Rosa no estaba a su lado. Esto no había ocurrido nunca. Se metió apresuradamente en sus ropas, bajó y salió.

—¡Rosa! —vociferó desde el empedrado, como un idiota. Se dirigió a la parte trasera de la casa y gritó también a la montaña—: ¡Rosa!

Pero el melodioso nombre no arrancó ni siquiera un eco al paisaje. El sol había salido, con sus largas sombras que convertían la casa en un palacio. Pero en el oeste había oscuridad. El verano se alejaba ya y los pájaros habían entonado sus más dulces canciones. Ahora sus gritos eran cortos y apresurados, como si hubieran descubierto la existencia del tiempo.

—¡Titla! —gritó. Ninguna perra saltó de la pared como lo hacía siempre. También ella le había jugado sucio. Para el hombre eso era el desastre. Pero no se rindió. Amenazó con el puño a la montaña en los intervalos en que no llamaba a gritos a la mujer y a la perra; hazme pedazos, miembro a miembro, pero jamás me rendiré, Rosa, Titla, miembro a miembro, miembro a miembro, aullaba.

Al fin escuchó unos gañidos que venían del oeste de las ciénagas. Era la perra. Vino a la carrera desde la montaña, con la lengua colgándole de la boca, pero le saltó encima y le metió las fauces abiertas en la cara.

Luego se volvió y rompió nuevamente a correr, recta como una flecha, por estanques y pantanos, seguida por el hombre. De tanto en tanto el animal se detenía para esperarle. Pero cuando Bjartur estaba a unos metros de distancia de él, volvía a correr; bestia inteligente. Las nubes pasaban lentamente sobre el sol, el aire se tornaba frío, la lluvia era casi segura. Y el extraño viaje continuaba, la perra como guía y el hombre cerrando la marcha. Y no terminó más que cuando llegaron a la cima de la montaña y a la cueva de la mujer enterrada hacía mucho tiempo. Y a fin de cuentas, la perra tenía razón. También la esposa de Bjartur se había acostado allí a dormir. Yacía sobre la hierba que crecía en torno al túmulo, con su viejo delantal de arpillera, un pañuelo anudado a la cabeza, las medias caídas hasta los tobillos, cubierta de barro hasta las rodillas, como un vagabundo de algún viejo cuento, perdido en la montaña, por la noche; tenía su atado bajo la cabeza. Él la despertó y ella miró en torno con ojos preocupados, los dientes castañeteándole. Bjartur le habló, pero ella no respondió. Trató varias veces de ponerse de pie, pero no lo logró. ¿La habría llevado hasta allí algún fantasma, sorprendiéndola cuando dormía?

—¿Qué estás haciendo aquí, mujer? ¿Adonde ibas?

—Vete.

—¿Caminabas en sueños? —preguntó él.

—Déjame sola.

—Seguramente no te habrá arrastrado nadie hasta aquí, ¿no es cierto? —preguntó el hombre, porque, por extraño que parezca en una persona tan escéptica, no era del todo enemigo de atribuir algún papel, al menos en ese caso, a la obra de los espectros. La levantó y le subió las medias. Ella todavía temblaba y tenía dificultades para hablar. Bjartur le hizo descender la vereda. Una y otra vez le cedían a Rosa las piernas.

—Trata de levantarte, cariño —dijo él.

Luego dijo ella:

—Tenía tantas ansias de leche…

—Sí —respondió él—, es tu enfermedad.

De modo que se iba a Rauðsmýri a buscar leche y había aprovechado la oportunidad para saldar su deuda con Gunnvór. En suma, no era ningún espectro lo que la había atraído a ese lugar, como no fuese el espectro que se le introdujo en el corazón. Pero que la esposa del dueño de Casa Estival tuviese el propósito de mendigar algo a otros era una humillación demasiado honda para que Bjartur soportase siquiera su mención.

—Yo no iba a mendigar nada —protestó ella.

—¿Qué llevas en ese atado?

Pero ella se lo puso aprensivamente bajo el brazo, apretándolo con fuerza, como si temiera que él se lo arrebatase.

—Es mío —dijo.

Pero cuando él exigió más detalles se enteró de que el paquete contenía lana, la lana de Rosa, parte de la esquila de Kolla, y Kolla era de ella, su única contribución a la granja, su única posesión luego de veintiséis años de una vida de rudos trabajos, de largos horarios y poco descanso. Tenía la intención de ofrecer a la Señora de Myri esos vellones a cambio de una botella de leche, pero cuando llegó a la cima de la montaña estaba agotada. Sus piernas fueron siempre tan débiles. Puso una piedra en el túmulo de Gunnvór y se durmió.

—Separemos seis o siete ovejas de sus corderos y las reservaremos para ordeñarlas el próximo verano —prometió Bjartur.

La mujer, temblando de frío, débil, sintió unas náuseas espantosas. Tuvo violentas arcadas y Bjartur se vio obligado a sostenerla mientras ella vomitaba en el camino. Luego comenzó a llover. Las grandes gotas cayeron, primero una, luego dos, y cuando ella terminó de vomitar estaba completamente agotada y la lluvia se había convertido en un intenso aguacero. El hombre sostuvo a su esposa para bajar al valle y luego la transportó por los pantanos y los estanques hasta la Casa Estival, mientras el verano continuaba con sus chaparrones.

—¿Es que aclarará alguna vez? —preguntó Bjartur.

El juego estaría ganado si aclaraba, pero si el tiempo seguía siendo seco en general, pero con viento de mar y chubascos repentinos, persistiría la misma incertidumbre, la misma guerra. A veces arruinaba el trabajo de muchos días. Los caprichos del cielo eran imposibles de predecir. Era la guerra mundial entre ellos, y en ella Bjartur lanzaba órdenes como un generalísimo, y el pequeño regimiento, el más pequeño conocido en los anales de todas las guerras, sin carne ni leche, sin alimentos frescos, ese regimiento obedecía. Y sin embargo no lograron reunir el heno en hacinas antes de que el mal tiempo comenzase en serio.

Rosa estaba trabajando cerca del lago, uno de esos días húmedos, juntando con el rastrillo el heno recién segado entre los arroyos cenagosos, y en uno de esos arroyos, llenos de malezas, limo y hierba que crece bajo el borde, vio que algo se movía, serpenteando corriente arriba en muchas curvas sinuosas. Tomó el mango de su rastrillo, lo metió por debajo de aquella cosa y la sacó de golpe del agua. Y voló sobre su cabeza una gran anguila, por lo menos de dos codos de largo, y cayó muy por detrás de Rosa, tendiéndose entre el heno como un gusano de tierra de enormes dimensiones, retorciéndose allí en dieciocho roscas. Despertó en Rosa el instinto de cazadora. Era un pez y, por lo tanto, no se quedaría quieto en tierra. Es cierto que la mujer experimentaba algunos recelos, porque sabía que Bjartur la regañaría si se enteraba de aquello, pero se encontraba decidida a asegurarse la presa y comérsela, entera, de modo que sacó un cuchillo y trató de atrapar la anguila. Y aunque se le deslizó varias veces de entre los dedos, enroscándosele incluso alrededor de su brazo, consiguió finalmente cortarla en dos. Entonces hubo dos pescados, y los dos nuevos pescados eran tan escurridizos como el anterior y trataban de huir en distintas direcciones, de modo que le fue necesario todo su tiempo para reunirlos. Quitándose el pañuelo de la cabeza, los envolvió dentro de él y luego los colocó sobre un pequeño montículo. Y allí el pañuelo continuó palpitando hasta que, por la noche, cuando ella regresó a la casa para preparar la cena, había caído a un surco.

—Yo pensaría dos veces antes de usar mi leña para esa basura, muchacha —dijo Bjartur, contemplando, perplejo, a la mujer de los nervios que en ese momento estaba atareada despellejando una anguila. La anguila se enroscó en la olla en muchos rollos hasta que estuvo por fin hervida y lista. Rosa la sacó y dijo:

—¿Quieres un poco de pescado para la cena?

—¡Buen Dios, no! Por lo menos, no de esa clase. ¿Piensas que me comería un gusano? Es un gusano de agua, eso es lo que es.

—Tanto mejor para mí, entonces —replicó ella, y comenzó a comer mientras su esposo la observaba, disgustado de que pudiera comer una cosa semejante. Y ella se comió toda la anguila.

—Diez a uno a que es una anguila eléctrica —dijo él—. Es tan malo como comerse un monstruo marino.

—¿De veras? —preguntó su esposa bebiéndose el jugo.

—Nunca pensé que mi esposa pudiera ponerse esa basura en la boca cuando hay bastantes alimentos en la alacena.

—Es mucho menos basura que ese pescado mohoso que has estado haciéndome comer durante todo el verano —replicó su esposa en defensa de la anguila.

Pero Bjartur no tenía interés en comenzar una disputa con una mujer con nervios, a esa hora de la noche. Empezó a quitarse las ropas, rascándose allí y allá mientras tanto y murmurando uno o dos versos de las Rimas de Góngu-Hrólfur, del origen oceánico de Grímur. Luego se acostó y se durmió.