Pero por las mañanas, cuando él se levantaba antes que los primeros pájaros, no tenía nunca el valor de despertarla, tan naturalmente dormía Rosa. La miraba mientras se vestía, y se decía: es joven, como una flor. Y le perdonaba muchas cosas. Y sin embargo, siempre se maravillaba de que ella, que estaba allí, tan inocentemente dormida, hubiera amado a otros hombres y se hubiese mostrado tan reacia a confesarlo, ella, que siempre fue tan reservada y tan enemiga de responder a los requerimientos amorosos. A menudo decía él: he ahí una muchacha sumida en sí misma, que mantiene a distancia a los hombres. Me casaré con ella y compraré una granja. Y ahora que me casé con ella y compré la granja, resulta que ha amado a otros hombres y que nadie se enteró de ello. Cuando estaba dormida era dichoso, pero, cuando despertaba, él veía la desilusión en sus ojos y entonces la dejaba dormir. Hablaban poco y casi ni se atrevían a mirarse. Era como si estuviesen casados desde hacía veinticinco años; no se conocían. Él daba la vuelta a la esquina de la casa y se persignaba hacia el este por pura fuerza de costumbre, sin pensarlo. Y Titla bajaba de un salto de la pared, donde dormía sobre el alféizar de ladrillos de césped de la ventana del oeste. Todas las mañanas le adulaba con protestas de amistad, tan fervientes como si se encontraran luego de dos semanas de separación. Trazaba grandes círculos en la hierba, en su derredor, ladrando continuamente. Después corría hasta los límites del campo y estornudaba y frotaba el hocico en el pasto. A continuación le seguía a la siega.
El alba estaba cerca; la brisa, fresca de mañana; el lago, limpio como un espejo. En él, en un islote, anidaban dos cisnes, y porrones y serretas, de ojos dorados, nadaban en pequeños grupos; pero los arlequines y los ánades preferían los estanques más profundos del río y anidaban en sus orillas. A veces el agricultor no podía dejar de detenerse por un momento para apreciar el regio plumaje de las aves. Unos pocos archibebes volaban desde el este cuando le divisaban, entregándole su primoroso saludo matutino. Había también charranes anidando junto al lago; a sus ojos la vida es un gusano. Aquí y allá, en las extensiones herbosas que rodeaban el lago, podrían verse ánsares moviéndose por parejas, con los largos cuellos destacándose contra el cielo. Las aves son más dichosas que el hombre. Sus alas son las que producen la diferencia: «madre gansa gris, préstame tus alas». El único grito quejumbroso era el del colimbo, una lúgubre ave cantora. Bjartur de la Casa Estival empuñó el mango de la guadaña y comenzó a segar.
Durante las primeras amoladuras se sintió un tanto envarado, no tan vivaz ya por la mañana como hacía diez o doce años, cuando se complacía en agregar la noche al día. En esa época no necesitaba dormir, no necesitaba descansar; solía engullir sus cuajadas matinales de pie, en el prado, apoyado en el mango de su guadaña. Apenas cinco años antes descubrió qué quería decir estar cansado, y ahora, a veces, el día comenzaba con un aleteo de dolores que le punzaban los miembros. Pero, a despecho de todo ello, ahora era dueño de una propiedad y el Estado le había inscrito como tal. Dentro de doce años habría pagado hasta el último pedazo de la posesión —treinta años en total—.
Era el rey de su propio reino y los pájaros sus huéspedes de rico plumaje y cantos variados. Su esposa estaba dormida en la casa y era su mujer legalmente desposada, aunque alguien la hubiese poseído antes y pudiera tener todavía la primera opción sobre ella. Mientras trabajaba, entretejió estos pensamientos en versos, pero eran versos que no recitaba nadie. La perra corría, persiguiendo aves por las ciénagas. A veces solía atrapar un rascón o una agachadiza. Se la comía, se sentaba en el campo mordiéndose y relamiéndose. Luego podía ocurrírsele hacer un paseíto pensativo, levantando la cabeza para contemplar el valle con una mirada extática, sin parpadear. Y finalmente se hacía una cama sobre un penacho de hierbas y se enroscaba en él. El sol se elevaba en el cielo y las sombras se acortaban pero, a media mañana, el astro se veía frecuentemente oscurecido por nubes y un viento frío soplaba en el valle. La parte más hermosa del día había terminado. Las mañanas jamás eran vulgares; cada una era como una mañana nueva. Pero, a medida que avanzaba el día, las aves cantaban menos y las Montañas Azules perdían gradualmente la belleza de sus colores. Los días eran como gente madura; las mañanas, siempre jóvenes.
Pensó que su esposa quizá le recibiría alegremente ahora, cuando retornara para beber su taza matutina de café, y posiblemente le agradara escuchar un nuevo poema acerca de la naturaleza. Pero le pareció que ella no se sentía bien, o al menos no lo bastante como para gozar con un poema. Le había comprado un vestido de tela con rosas impresas, lo más adecuado para usar cuando el tiempo estaba seco, pero ella parecía preferir siempre el viejo delantal de lona que usaba en Rauðsmýri para el ordeñe, o unas raídas faldas de lana y un jersey viejo y remendado. Y nunca se sentía bien; a veces estaba débil y tenía que sentarse; a menudo debía retirarse detrás de un montículo. Por las mañanas se desayunaban con pan de centeno y café sin leche. Anteriormente, en días no lejanos aún, demostró ser una buena ayuda para cortar el heno, una trabajadora enérgica, pero ahora se apoyaba con frecuencia, desganada, sobre el rastrillo.
—Estás tan gris, tienes un aspecto tan inerte… —observó él. No obtuvo respuesta—. A ese rastrillo le vendría bien algo que lo empujara con un poco más de vida —se quejó. Ella no respondió y se mordió los labios. Después se volvió penosamente a la casa, antes de las nueve, para cocer el pescado, pero muy a menudo no conseguía encender el fuego. Le llevaba al prado su pescado, pan de centeno y café.
—No hay necesidad de ser tan tacaña con esa porquería —dijo él refiriéndose al azúcar, porque siempre hablaba despectivamente de las cosas dulces. Luego iba y se esparrancaba junto a la orilla del río, para descansar, pero nunca más de cuatro minutos. Entretanto su esposa se quedaba sentada en el prado, arrancando hierbas con los dedos, preocupada.
Los domingos, él trepaba por las laderas de la montaña para recoger brezo, o ascendía a las ciénagas altas y se divertía observando a las ovejas, tratando de ver de dónde provenían, porque conocía las distintas razas de muchas pedanías. También sentía un extraño placer en hacer rodar grandes piedras por el borde de un precipicio. Su esposa lavaba sus cosas en el arroyo, junto al salto de agua inferior. Un domingo él permaneció afuera más tiempo que el acostumbrado y, cuando regresó, se mostró complacido consigo mismo y le preguntó si podía adivinar qué había visto. Resultó que se trataba de una Mjóinhyrna. La había visto al sur, en Lindir, con un estupendo cordero.
—Me atrevo a apostarle a cualquiera que ese cordero de Mjóinhyrna no pesará menos de treinta libras.
Pero su esposa no reveló señales de satisfacción.
—Es una raza fuerte, ésa del Reverendo Guðmundur —declaró él—. No es una raza de vagabundos; nunca se escapan solas a cualquier parte. Saben lo que buscan y no van más allá. Son ovejas inteligentes. Si hay una cosa acerca de la cual estoy decidido, es la de criar un morrueco de la raza reverendoguómundur.
—¡Caramba! —exclamó Rosa—. ¡Qué me dices!
No participaba de su dicha y se mostraba indiferente a sus ambiciones. Cualesquiera fuesen sus pensamientos, se los guardaba para sí.
—Bjartur —dijo, al cabo de un largo silencio—, me agradaría comer un poco de carne.
—¿Carne? —repitió él, atónito—. ¿Carne en mitad del verano?
—Se me hace agua la boca cada vez que miro una oveja.
—¿Se te hace agua? Será que tienes rescoldera.
—Ese pescado salado tuyo no es digno siquiera de un perro.
—¿Estás segura de que te sientes bien, chica?
—En Rauðsmýri comíamos carne regularmente, dos veces por semana.
—No vuelvas a mencionarme jamás esa asquerosa carne de caballo.
—No pasó un solo domingo en que no comiéramos carnero, incluso en verano —afirmó ella—. Y, de todos modos, la carne de caballo es excelente.
—Nunca mataron para sus sirvientes otra cosa que ovejas consumidas y pencos viejos. Su carne sólo era buena para esclavos.
—¿Y dónde está la tuya, entonces?
—Un hombre libre puede vivir de pescado. La independencia es mejor que la carne —replicó él.
—Todas las noches sueño con salchichas. Sueño que corto chorizos a puñados. Salen de la cazuela, olorosas, con la grasa chorreando. A veces es salchichón de hígado, otras es morcilla. ¡Que el Dios del Cielo me ampare!
—Eso significa lluvia y tormenta —interpretó él—. Grasa… eso representa nubes con un poco de sol. Parece que vamos a tener el mismo tiempo durante todos los días de la canícula.
—Y también sueño con leche —continuó ella.
—¿Leche? ¿Nieve? ¿En mitad del verano?
Esto le pareció a Bjartur un sueño sumamente curioso.
—La otra noche soñé que estaba nuevamente en Rauðsmýri. Me pareció que estaba en la lechería, descremando, y de un tubo salía leche y del otro crema, como cuando estás trabajando con un separador. Y soñé que pegaba la boca al tubo de la crema.
—El que te devanes los sesos con tus rematadas tonterías es más de lo que puedo entender; me resulta completamente incomprensible —respondió Bjartur, y, desesperado, dejó de lado definitivamente los sueños de su esposa.
—Y de día también pienso en la leche. Cuando estoy atareada en los prados, rastrillando, pienso en la leche. Y en la carne.
Bjartur se sentó y frunció seriamente el entrecejo. Al cabo de un rato dijo:
—Escucha, Rosa querida. Espero que no te ocurra nada con los nervios.
—¿No podríamos comprar una vaca, Bjartur?
—¿Una vaca? —repitió él boquiabierto, anonadado—. ¿Una vaca?
—Sí —insistió su esposa, empecinada—, una vaca.
—Ahora ya no me queda la menor duda, mujer. Son tus nervios. Así comenzaron los nervios de mi pobre madre. Empezó con que tenía siempre alguna idea extraña; luego escuchaba voces. En primer lugar fuimos a ver a un herborista, pero, cuando eso no dio resultado alguno, tuvimos que visitar al médico. Si esto continúa será mejor que me lo hagas saber, para que pueda acompañarte a casa del viejo Finsen y conseguirte alguna medicina que tenga un poco de fuerza.
—No quiero medicinas. Quiero una vaca.
—¿Dónde está tu campo, pues? Me pareció que te darías cuenta por ti misma cuan poco pasto hay en esta maldita colina sobre la que se encuentra el pegujal. Y los prados lejanos son peores aún, como deberías saber por experiencia propia. ¿De dónde sacarías el heno para tu vaca?
—Hay lastón en las orillas del río.
—¿Y quién lo segará? ¿Y quién lo subirá a la orilla? ¿Y en qué lo transportaremos a casa? ¿Crees que podemos permitirnos esos lujos, granjeros como somos en nuestro primer año? No estás en tus cabales.
—Me pareció que eras un rey libre —replicó ella burlonamente.
—¿Será quizá que no tenemos suficiente cantidad de buen pescado? Somos nuestros propios amos, estamos labrándonos una posición en nuestra propia tierra. No estamos obligados a comer los asquerosos desperdicios que ofrecen en Rauðsmýri a los labriegos. Comemos excelente pescado seco y, hasta hace unos pocos días, lo acompañábamos con patatas danesas. Tenemos mucho pan de centeno, toneladas de azúcar. Y no es culpa mía que hayas dejado que las galletas se enmohecieran. Deberías haber comido las galletas, si sentías necesidad de variar, en lugar de permitir que se enmohecieran. Las galletas de centeno son siempre cosas de confitería. Y lo que es más, chica, las galletas de centeno son dignas de la confitería extranjera.
—Estoy segura de que papá nos prestaría esos tres caballos de tiro que tiene para traer el lastón a casa.
—No recorreré el camino de la mendicidad, para acercarme a nadie, a menos que la vida me vaya en ello y pueda devolver hasta el último céntimo —contestó Bjartur—. Y ahora, basta de todo esto. Es vanidad, y no otra cosa, esto de que agricultores como nosotros, con una granja aislada, hablemos de una vaca. Esto es una granja para la crianza de ovejas; tenemos que apoyarnos en las ovejas y no pienso escuchar más sandeces.
—¿Y si tengo un hijo?
—Mi hijo vivirá de la leche de su madre. Yo ya tenía pescado hervido, sebo y aceite de hígado de bacalao en mi bolso de mamar antes de cumplir el año, y crecí perfectamente.
Ella le contempló con ojos angustiados y todo lo personal pareció haberse borrado repentinamente de su rostro. El se sintió conmovido y dijo, con tono de disculpa:
—Tú misma lo entenderás. Las necesidades más apremiantes están primero, y lo primordial es pagar algo de la tierra. Tendremos que vender la mayoría de las ovejas para reducir las cuentas que tenemos pendientes con el alcalde, y sería una locura lanzarnos irreflexivamente a contraer deudas para luego tener que vender más ovejas, todo por una vaca. Pero dentro de un año, más o menos, trataremos de hacerte una huerta, chica. La palmeó en el hombro como habría palmeado a un caballo.