5. Secretos

Esta observación final arrojada al aire por Bjartur parecía, en un análisis superficial, ni especialmente definida ni especialmente significativa y, sin embargo, pocas cosas ejercieron tan profunda influencia sobre la primera parte de la vida doméstica de Casa Estival como la acusación que encerraba, o más bien el hecho de que, la primera noche, demostró ser la base de ella.

—No —dijo ella—, es mentira.

Volvió desafiantemente el rostro hacia la pared, desdichada, desilusionada.

—¿Quién fue? —preguntó él.

—¡Es mentira! —exclamó ella otra vez.

—Si yo fuera tú, lo contaría.

—Tú no me cuentas lo tuyo.

—¿No? No tengo nada que ocultar —respondió él.

—¡Ni yo quiero saberlo!

—Todas os mostráis bastante modestas y tímidas en el día de la boda, pero, a pesar de todos vuestros rubores, nadie sabe dónde podéis haberos acostado. Nos entregáis a los hombres el cuerpo inerte del amor cuando ya los cuervos le han arrancado los ojos.

—Quizá tú eres un ángel —dijo ella.

—¿Fue ese individuo de Tindstaðir?

—Pregúntaselo.

—¿O ese idiota de la costa que manejaba el arado?

—Puede.

—Supongo que no habrás estado lo suficientemente loca como para elegir a ese putero del maestro que dio lo suyo a Steinka de Gilteig.

—¿Por qué no pasas lista a todos los puteros del país?

—¿Para descubrir que todos han estado contigo? El gato que se arrastra es más astuto que el que salta.

Y entonces ella se incorporó en su ira y exclamó apasionadamente:

—¡Dios sabe, y Jesucristo, que si hay algo que lamento es no haber estado con todos ellos en lugar de casarme con un hombre que adora a los perros y da más importancia a las ovejas que al alma humana!. Sólo desearía haber tenido bastante buen sentido hoy como para volverme a mi casa, con mis padres.

—¡Ah, ya sabía yo que no era de la vieja bruja de quien tenías miedo! —dijo él—. Puedo ver un poco más allá de mis narices, ¿sabes? Y no necesito interrogarte; no se precisa mucha inteligencia para calar a una mujer.

Éste es el método que usáis generalmente: amáis a los que son caballeros suficientemente delicados para echaros a puntapiés cuando están aburridos de vosotras, y entonces vais y os casáis con alguien a quien despreciáis.

—¡Eres un embustero! —gritó la mujer.

—De modo que por eso estabas siempre tan soñolienta de día, la primavera pasada, cuando volvías de la Escuela Agrícola. De modo que éste era tu amor de independencia. Éste era tu amor de libertad. Pensabas, por supuesto, que el linaje de él era superior al mío porque su padre era lo suficientemente tacaño como para comer una comida decente cuando estaba en la pesquería, porque aumentaba su pringue con alquitrán y estafaba a los pilotos con aguardiente aguado y compraba matalones con sus ganancias del verano, cuando estaba en el sur, y luego volvía a su casa. Y les ponía mostaza bajo la cola, para que saltaran como si jamás hubiesen sido domados. Puedes ser un gran hombre y por la noche meterte en cama con las tontas, y después dormir durante todo el día, si gozas de la suerte de tener un padre que, además, es un ladrón y un tramposo.

—¡Estás mintiendo, mintiendo! —aulló la mujer.

—Y por ese cerdo me esclavicé durante dieciocho años… dieciocho años de mi vida perdidos para pagarle sus caballos de raza, sus viajes y su educación; y por ese cerdo aguantaste los sarcasmos del alcalde cuando le pareció que no te habías alegrado suficientemente al regar el campo con los orinales que sacabas de debajo de la cama de ellos. Y ahora ellos me piden que críe a sus bastardos en mi propia casa.

En este momento Bjartur de la Casa Estival había conseguido llegar a tal nivel de cólera que saltó de la cama y arrancó las ropas a su semidesnuda esposa, como si tuviese la intención de azotarla. Poniéndose de rodillas sobre la cama, aterrorizada, ella le echó los brazos al cuello y le juró por todo lo que era más sagrado que no había conocido hombre alguno, y menos que nadie y menos que nadie y menos que nadie…

—¡Dios Todopoderoso, socórreme si miento! —gritó—. Sé que pesa una maldición sobre este rebaño; el pegujal ha sido destruido siete veces por los fantasmas y los demonios, y ¿qué puede tener de bueno, aunque lo llames Casa Estival, si en la noche de bodas matas a tu esposa y entregas sus huesos a Kólumkilli?

Y así continuó suplicando piedad, en incoherentes oraciones diluidas en lágrimas, hasta que finalmente él se apiadó. Porque sabía que es preciso tener más lástima a las mujeres que a los mortales comunes. Tomó una pulgarada de rapé, se acostó nuevamente y se durmió. Su noche de bodas, una noche de verano.

Así era su vida matrimonial…