3. La boda

Para cuando llega el Día del Plazo la hierba espléndidamente patriótica de Islandia ha comenzado a brotar para los habitantes con una velocidad bien recibida, casi se podría segar ya la que crece en los campos abonados, las ovejas han comenzado a levantar otra vez sus pesadas cabezas y a ocultar sus costillas con carne, y la cara sin ojos de la carroña del pantano queda sepulta bajo el césped. Sí, la vida es dulce en ese tiempo y ésta, en verdad, es la época de casarse, porque todos los nidos de los ratones en las ruinas antiguas han sido destruidos y se ha construido una nueva casa en la granja. Es la de Bjartur de la Casa Estival. Se ha acarreado piedra, se ha cortado turba, se han erigido muros, clavado entramados, colocado vigas y tablas para un techo de tingladillo, se ha puesto la chimenea en su sitio… y he ahí la casa del pegujal como si formase parte de la propia naturaleza.

El matrimonio fue solemnizado en Nióurkot, un poco más lejos, en una vivienda de la misma clase, la casa de los padres de la novia, y la mayoría de los invitados provenían del mismo tipo de moradas: casitas ubicadas al pie de las montañas o cobijándose en la ladera meridional de una elevación, cada una con un arroyuelo corriendo tersamente por el marjal. Cuando se viaja de una casa a la próxima nada parece más probable que el que todas lleven el mismo nombre y que el mismo hombre y la misma mujer trabajen en todas ellas; sin embargo, no es así. El viejo Pórður de Nióurkot, por ejemplo, había abrigado durante toda su vida el sueño de construirse un molino sobre el arroyo de su granja. La corriente tenía cierta fuerza, y si lograba construir el molino y moler cebada escocesa para la gente, podría obtener una ganancia decente. Pero, en cuanto tuvo terminada la construcción, dejaron de importar granos enteros, y, de cualquier modo, la gente prefería comparar sus cereales ya molidos. Sus chicos jugaban en la choza del molino, en los días primaverales de la infancia sin noche; el cielo estaba azul en esos días; jamás lo olvidaron en su vida.

Eran siete. Cuando crecieron abandonaron el hogar y se fueron a lugares distantes. Dos hijos se ahogaron en un océano lejano y un hijo y una hija se dirigieron a una tierra más remota aún, América, que está más lejos que la muerte. Pero quizá la distancia no sea mayor que la que separa a los miembros de una familia pobre en el mismo país. Dos hijas se casaron en aldeas pesqueras y una de ellas era ahora una viuda con una horda de chiquillos, en tanto que la otra, casada con un tísico, vivía de la ayuda de la parroquia… ¿Qué es la vida?

La hija menor, Rosa, había pasado la mayor parte de su vida en casa, hasta que fue a servir a la del alcalde pedáneo de Útirauðsmyri. No quedaba, pues, en la casa nadie más que la pareja de ancianos, una vieja que vivía con ellos y un ochentón pobre de cuyo cuidado se encargaba la parroquia. Y hoy se casaría Rosa; eso es lo que ella había obtenido de la vida. Mañana se iría para siempre. Y el molino estaba junto al arroyo. Así es la vida.

Aunque Bjartur pasó su vida, de la juventud en adelante, en una gran finca, la mayoría de sus amistades eran campesinos de tierra adentro, ovejeros como él que se afanaban como esclavos con sus rebaños, un día y otro, todo el año, hasta que morían sin haber logrado cerrar algún trato que montara a algo más que unas pocas monedas cada vez. Algunos de ellos consiguieron alcanzar un grado de cultura que se exteriorizaba en una sala de madera, de forma de caja, con techo de hierro ondulado, pero esas casas eran húmedas y estaban llenas de corrientes de aire. Las corrientes de aire son productoras de reumatismo, la tisis medra en la humedad. Empero, la mayoría de ellos se consideraban afortunados si podían renovar una o dos de las paredes de sus casas de barro una vez cada cinco años, y eso a despecho de los sueños de cosas más elevadas. De un modo o de otro, en cada casa vive y persiste el sueño de algo mejor. Durante un milenio se han imaginado que se elevarían, de algún modo misterioso, sobre la penuria y que adquirirían una gran finca y el título de granjeros terratenientes, el sueño eterno. Algunos piensan que todo esto sólo se cumplirá en el cielo.

Vivían para sus ovejas y, con la excepción del alcalde, comerciaban todos en Fjóróur con Túliníus Jensen, administrador de Bruni, una firma de mercaderes daneses. El alcalde hacía sus negocios en Vík, y, como él mismo decidía qué precio debía obtener por sus ovejas, se murmuraba que debía de tener más de un interés en ese comercio.

La gente se consideraba afortunada cuando era anotada en los libros de Bruni, porque éste generalmente le concedía una cierta cifra de crédito. Desde ese día en adelante no volvían a ver una sola moneda, por supuesto, pero se sentían razonablemente seguros de sobrevivir al invierno y de obtener suficiente harina de centeno, desechos de pescado y café con que poder alimentar a los hijos, o por lo menos a los que no morían (los otros eran olvidados), siempre que se atuvieran a la única comida acostumbrada en primavera. Si Bruni les mostraba aprobación, incluso podía llegar a ayudarles a comprar alguna tierra y entonces serían dueños de ella —al menos de nombre— y se les consideraría campesinos propietarios, por lo que respecta a la lista de la contribución y las cuentas de la iglesia. Y cuando murieran, serían anotados en el registro parroquial y podrían merecer la consideración de los genealogistas.

Estos hombres no eran de índole servil ni se creían parte del rebaño común. Se plantaban sobre sus propios pies; la independencia era su gran capital. Creían en la actividad privada y, si hubieran bebido un trago de aguardiente, habrían hecho citas de las Sagas y las Rimas. Eran hombres encallecidos por la torva, continua batalla por la existencia, hombres a quienes no desalentaba ningún esfuerzo físico, ni siquiera el de morir de hambre con sus familias hacia fines del invierno. Y sin embargo, no eran en modo alguno espiritualmente pobres, groseros materialistas que hicieran un dios de su vientre. Conocían muchas poesías, algunas de ellas escritas en la ingeniosa forma tradicional con rima en el medio y al final, además de aliteración, y uno o dos de ellos podían improvisar una cuarteta acerca de su vecino, de su pobreza, del peligro o de la naturaleza, o de esas esperanzas de días tolerables que sólo se cumplirán en el cielo. Oh, sí, incluso acerca del amor (versos obscenos). Bjartur era uno de esos poetas. Poseían también un inagotable venero de cuentos relacionados con viejos y viejas extraordinarios, generalmente idiotas, y, además, relatos de clérigos excéntricos. Su propio sacerdote, aunque no era un tonto ni un pillastre, tenía ciertas peculiaridades por las cuales ellos habían expresado su gratitud en muchas narraciones agradables acerca del digno reverendo Guðmundur. Este sentido de la obligación se veía grandemente acentuado por el hecho de que él había llevado consigo a la parroquia una admirable raza de ovejas, que ellos bautizaron con el nombre de raza reverendoguómundur. Y aunque el sacerdote jamás se cansaba de acusar a las ovejas y de denigrar a esa especie animal —porque opinaba que apartaban de Dios los corazones de los hombres—, sin embargo, con sus carneros, fue una fuente de mayor ayuda para los campesinos que hombre alguno antes o hasta entonces. Porque los animales tenían carnadura buena y firme, si bien eran quizás un tanto pequeños. Por lo tanto los pequeños arrendatarios sentían un gran respeto hacia su párroco y la inclinación de perdonarle más que a otros.

Empero, en opinión del sacerdote, no eran solamente las ovejas las que perturbaban el correcto pensamiento de su grey, apartando sus corazones de Dios y de la Redención que únicamente puede conseguirse por gracia de Él. Dentro de la misma acusación incluía a la famosa poetisa, esposa del alcalde de Myri, a quien muchos consideraban más correcto llamar Señora. Ahora el relato se ocupa de ella.

Esta dama, hija de un armador pesquero de Vík, se educó en la Escuela de Mujeres. Se casó con el alcalde Jón —decía— pura y simplemente porque era un granjero y ella adoraba las alegrías de la vida campesina. Su conocimiento de dichas alegrías comenzó en su hogar paterno, con la lectura de literatura extranjera, especialmente de Bjórnsterne Bjórnson, y continuó en la Escuela. Cuando quedó encinta por primera vez, el primer colono de Islandia, Ingólfur Arnarson, se le apareció en sueños y, después de entonarle las alabanzas de la agricultura, le pidió que pusiera su nombre a su primer hijo.

La mujer agregó cien centenas de terreno a la finca, como dote, y más tarde, cuando obtuvo su herencia, compró ganado para las tierras. Amaba a los campesinos más que a cualquier otra cosa en su vida y jamás despreciaba una oportunidad de convencerles del valor del idilio bucólico o del deleite que emanaba de vivir y morir en una granja. Un resplandor de sol espiritual irradiaba de ella hacia toda la región; era la fundadora y presidenta de la Asociación Femenina de la pedanía; publicaba artículos y poemas en los periódicos de la capital, ensalzando las églogas campestres y la salud física y espiritual que podía extraerse de la posesión de una granja. Consideraba las tareas domésticas como la única forma de industria legítima en Islandia, por lo cual gastaba mucho tiempo y trabajo en tejer. En consecuencia fue enviada como delegada a la conferencia de la Federación de Asociaciones Femeninas, que se celebraba en la capital, para discutir acerca de las artes domésticas y de esas cualidades morales que únicamente pueden ser alimentadas por la vida rústica, cualidades que tienen el poder —sólo ellas— de salvar a nuestro país de la calamidad que lo amenaza en estos tiempos difíciles. Una mujer como ella sabía apreciar la belleza del rostro cambiante de las estaciones y de las Montañas Azules mientras permanecía sentada ante su ventana, en Myri. Oh, sí. También sabía hablar en una reunión de esa belleza; hablaba de ella con tanto sentimiento como un excursionista en una merienda campestre. El trabajo al aire libre, en el seno de la naturaleza, era —sostenía ella— una forma de saludable ejercicio físico practicado en el centro mismo de la indescriptible belleza del campo. Y además, envidiaba a los pegujaleros porque tenían tan pocos motivos de preocupación. Y porque sus gastos eran tan ínfimos. En tanto que su esposo se había abrumado de deudas debido a la nueva construcción de edificios, a la compra de equipo agrícola y a las mejoras introducidas en la tierra, esto sin hablar del costo de la manutención de los braceros en estos tiempos tan duros, lo único que los habitantes de los valles debían hacer para vivir perfectamente felices era levantarse una hora más temprano por la mañana y trabajar hasta una hora más tarde por la noche. Los ricos jamás son dichosos, decía, pero los pobres son felices casi sin excepción.

Cuando un hombre pobre se casaba y se establecía como granjero, también ella se casaba en espíritu y besaba las huellas de sus pisadas. Por ello prestó una gran tienda para la boda de Bjartur, de modo que se pudiera beber café bajo techo y fuera posible hacer discursos.

Los campesinos se encontraban de pie en el empedrado, frente a la puerta, o recostados contra la pared, haciendo muecas mientras sorbían rapé o hablando del novio. La conversación era la de la primavera; los temas, fijos e inmutables, con el énfasis intensamente puesto en las distintas enfermedades de las ovejas. Durante muchos años la lombriz solitaria fue una maldición nacional, pero, con los sucesivos progresos en la higiene canina, se conquistó un cierto ascendente sobre el malhadado huésped. Empero, en los últimos años había comenzado a hacer notar su presencia en las ovejas un nuevo gusano de menos espíritu patriótico que el antiguo. Se trataba de la lombriz de los pulmones y, aunque la solitaria jamás perdió su absorbente interés estacional, la de los pulmones demostraba, en cada primavera, que estaba desalojando rápidamente a aquélla de su lugar de preeminencia como tópico de conversación.

—Bien —dijo Pórir de Gilteig—, si se me pidiera una opinión, diría que no hay nada que temer mientras consigamos mantenerlas libres de diarrea durante el invierno. Aunque los gusanos les salgan por la nariz, no entiendo por qué habríamos de preocuparnos mientras tengan el estómago limpio. Y si tienen el estómago limpio, estoy seguro de que cualquiera esperará que soporten las hierbas tempranas de la primavera. Sin embargo, es posible que me equivoque, en esto como en tantas otras cosas.

—No —dijo el novio—, tienes razón, tórarinn de Uróarsel, de quien se dice que está acostado en su lecho de muerte, tenía la misma opinión, y puedo asegurarte que era un genio en cuestiones de diarrea. Pero cuando las afectadas eran las ovejas, tenía mucha fe en el tabaco de mascar. Recuerdo que me dijo una vez, cuando estuve con él hace uno o dos años, que en ciertos inviernos daba a sus ovejas hasta cuatro onzas del mejor tabaco; y dijo que prefería mezquinar el café a su familia, por no hablar del azúcar, antes que ver que sus ovejas careciesen de tabaco de mascar.

—Bueno, a decir verdad yo nunca me he considerado experto por mis métodos agrícolas —observó Einar de Undirhlíð, el salmista y poeta conmemorativo de la región— y no puedo decir que ello me preocupe en lo más mínimo, porque he notado que los que más se afanan por lograr algún provecho son los que más lentamente prosperan en este mundo. En cierto modo parece que la fortuna les convierte en sus juguetes predilectos. Pero si tengo que darles mi opinión según mi saber, entonces diré que si el forraje tiene muy poco poder para mantener a las ovejas libres de gusanos, el tabaco lo tiene menor aún. Mascar un poco de tabaco puede estar bien cuando la situación es desesperada, pero, al fin y a la postre, el tabaco es tabaco y el forraje es forraje.

—¡Muy cierto, hasta la última de las palabras! —exclamó Ólafur de Ystadalur, de habla rápida y voz un tanto chillona—. El forraje es siempre forraje. Pero hay forraje y forrajes, como supongo que cualquiera puede entenderlo, teniendo en cuenta las veces que los veterinarios así lo han dicho en los diarios. Y una cosa es completamente segura: que las malditas bacterias que producen los gusanos están ocultas en algunos tipos de forraje. Las bacterias son siempre bacterias, es verdad, y jamás se produjo un solo gusano sin bacterias. Me parece que cualquiera puede entenderlo. Y permítaseme la pregunta, ¿dónde están originariamente las bacterias, si no en el forraje?

—No sé; en la actualidad no discuto acerca de nada —replicó Pórir de Gilteig—. Tratamos de cuidar que los animales tengan una aumentación decente. Y tratamos de que los niños tengan una buena crianza cristiana. Es imposible decir dónde comienzan los gusanos: si en el reino animal o en la sociedad humana.

Entretanto las mujeres, sentadas en el interior, mantenían una discusión susurrada en punto a Steinka de Gilteig, que, según se suponía, debía cuidar a su padre Póúr. Y es que había tenido un niño la semana anterior, y varias de las mujeres acudieron a ofrecer sus servicios para la ocasión, porque todas están ansiosas de ayudar cuando alguna ha tenido un hijo ilegítimo, o al menos durante la primera semana, mientras no se sabe todavía quién es el padre. Ella pasó un mal rato con todo eso, pobre chica, y el niño no lo pasó mejor; se dudaba de que sobreviviera. Pero, poco a poco, la conversación de las mujeres fue girando en torno a sus propias preñeces y enfermedades, así como a las enfermedades de los niños. En estos días el país no parece tener una gran salud, a pesar de lo cual no se ven señales de una gran epidemia como la viruela y la peste negra de tiempos antiguos; sólo aparecen esas dolencias eternas, como dolores de muelas, sarpullido, inflamación de las articulaciones, magulladuras; toses enconadas, a menudo acompañadas de expectoraciones de flema, continuos dolores agudos en el pecho e irritación de la garganta, eso por no mencionar los peculiares retumbos en el vientre que provienen del aire que hay dentro; aunque quizá ninguna enfermedad es más mortífera para la mente y el cuerpo que la de los nervios.

La esposa del alcalde salió corriendo de la casa y se dirigió hacia los hombres. Pero cuando escuchó el tema de la conversación, les pidió, en palabras que tenían peso —porque era la suya una presencia vigorosa con su rostro ancho, sus gafas y su porte imponente, no muy distinto de las fotografías del Papa—, que cesasen en su cháchara. Les rogó que escogieran algún tema que estuviese más de acuerdo con la belleza de un día primaveral, e indicó las queridas Montañas Azules y el luminoso cielo sin nubes que tenían sobre sus cabezas y los prados que pronto estarían frescos y verdes.

—He aquí, por lo menos, a dos poetas de reputación local —dijo—. En primer lugar el propio novio, y luego Einar de Undirhlíð. Y además está nuestro Ólafur de Ystadalur, encariñado con las doctrinas científicas y miembro de la Asociación de Patriotas. Si duda se os habrán ocurrido, esta primavera, algunos hermosos versos en el dulce seno de la naturaleza…

Pero los poetas jamás se mostraban tan reacios a recitar sus composiciones como en presencia de la alcaldesa, porque, a pesar del calor de sus protestas de respeto hacia ellos y de la franqueza con que admitía su envidia por las habilidades que poseían, la sonrisa era tan fría que los hombres sentían que nada podría franquear el océano que les separaba. Los dos hombres estaban muy lejos de la forma de pensar de la Señora de Myri. Esta señora era una ardiente admiradora de los grandes poetas del mundo y no se cansaba de alabar la belleza de nuestra vida en la tierra. Tenía una gran fe en el Dios que la dirige; creía que Él existía en todas las cosas y que el papel del hombre era permanecer a Su lado y ayudarle en todas las circunstancias, buenas y malas; no le interesaba ningún otro género de vida. Esa forma de pensar era condenada por el sacerdote como el paganismo más franco. Einar de Undirhlíð, por otra parte, despreciaba al mundo y generalmente escribía acerca de personas que ya estaban muertas. Buscaba consuelo en la religión cristiana, de la que creía que para los campesinos sería de mayor provecho en la vida futura que en ésta. Pero el sacerdote había prohibido que se cantaran sus elegías en los funerales, sosteniendo que era indecoroso que simples campesinos, sin conocimiento de la teología, compitiesen con los salmistas que la nación honraba desde la antigüedad. En cuanto a Bjartur, era un devoto del antiguo espíritu de la nación, tal como éste se revela en las Rimas y los clásicos, y admiraba sólo a aquellas personas que confiaban en sus propias fuerzas, a personas como Bernótus Borneyarkappi, los vikingos de Jóm y otros héroes del pasado. De los clásicos extraía, además, su técnica versificadora, negándose a admitir que algo menos complicado que cuartetas hábilmente construidas pudiese ser buena poesía. En este momento apareció el sacerdote, a caballo. Lanzó un hondo gruñido cuando desmontó, y luego permaneció allí, hombre de heroicas proporciones, de rostro azulado, pelo gris, irritable y hosco en sus respuestas, y jamás de acuerdo con nadie. En esta ocasión arregló muy poco las cosas el hecho de que la primera persona en quien posase la mirada fuese la poetisa.

—No veo ningún motivo para que me arrastren hasta aquí —gruñó—. Probablemente hay aquí personas que saben mucho más de predicar que yo.

—Quizá —respondió Bjartur con una sonrisa, mientras tomaba los caballos—, pero nos gusta más poner algún tipo de rótulo a nuestro amor.

—¡Amor! ¡Bah! —bufó el párroco mientras cruzaba apresuradamente el terreno en dirección a la casa. El buen hombre quería beber su café antes de que comenzase la ceremonia, porque debía viajar con rapidez. Era sábado y tenía que bautizar a un niño antes del anochecer y visitar una capilla auxiliar de la parroquia al norte de Sandgilsheiói—. Ni una palabra más de las que prescriba el ritual —continuó—. Creo que ya me he quemado los dedos suficientes veces con estos sermones matrimoniales. La gente que se precipita arriesgadamente hacia estas improvidencias sin un átomo de la preparación espiritual que exige la boda cristiana, y, ¿dónde termina todo? De las que he casado, no menos de doce parejas han terminado viviendo de la parroquia… ¡y es para estas personas para quienes uno tiene que hacer un discurso! —Y agachando la cabeza para no golpearla contra el dintel, desapareció en el interior.

Poco después, la novia, cabizbaja y bizqueando de un ojo, fue conducida a la tienda por la alcaldesa. Las mujeres las siguieron, luego vinieron los hombres y los perros, y el sacerdote, de arrugada sotana y con el café apenas acabado de beber, cerraba la marcha. Rosa de Nióurkot tenía veintiséis años cuando se casó y era carillena, reservada y con una pequeña nube en un ojo, de cachetes rojos, buenas proporciones pero estatura no muy elevada. Durante todo el camino hacia la carpa mantuvo la mirada baja hacia el delantal de su traje nacional. Junto al poste interior de la tienda había una mesita, el altar. El sacerdote se detuvo detrás de ella y comenzó a volver las hojas del misal.

Nadie dijo nada, pero los coristas hablaban entre sí entre susurros; luego unas pocas voces toscas y discordantes comenzaron a entonar el himno nupcial en distintos tonos y tiempos. Las mujeres se enjugaron las lágrimas de los ojos, el sacerdote hundió la mano en el bolsillo y extrajo el reloj bajo las narices de los novios. Luego les casó según lo que decía el misal. No se cantó himno alguno después de la ceremonia, pero el sacerdote deseó felicidad a la pareja, de acuerdo con las exigencias oficiales, y preguntó al novio si tenía listos los jamelgos; no podía perder más tiempo con ceremonias nupciales. Bjartur corrió a preparar los caballos, en tanto que las mujeres rodeaban a la novia y la besaban. Entonces llegó el momento de tomar café.

Colocaron las mesas y los bancos, y los invitados se dignaron tomar asiento. Como el sacerdote se había ido, la esposa del alcalde se sentó junto a la pareja de recién casados. Se trajeron fuentes cargadas de gruesos buñuelos y de pasteles de Navidad llenos de costosas uvas pasas y los hombres continuaron sorbiendo rapé y hablando de ovejas. Pronto llegó el café.

Por unos momentos la fiesta pareció ayuna de ardor, pero cada invitado se bebió, leal y ruidosamente, sus cuatro u ocho tazas de café, mientras aquí y allá podía oírse el crujir de las semillas de las pasas al partirse.

—¡No le tengáis miedo a la comida, muchachos —gritó Bjartur, resplandeciente de hospitalidad—, y nada de timideces con el café!

Finalmente quedaron saciadas las ansias de café de todos. Afuera podía oírse trinar al zarapito, porque también era la luna de miel para él. Entonces la Señora de Myri, la poetisa, se puso en pie, con el rostro brillando magnánimamente en la reunión, en su dignidad papal. Rebuscando en el bolsillo de su falda, extrajo unas hojas de papel cubiertas de una escritura apretada.

Dijo que sentía que debía decir unas pocas palabras en esa solemne ocasión en que presenciaba la unión de dos corazones. Naturalmente, no era su deber, sino el de otros, hacer que la luz refulgiera sobre esa joven pareja que se aprestaba a salir a la vida para cumplir su deber para con la patria, el más bello deber que era posible cumplir para con la patria; y para con Dios. Pero era como en la vieja parábola: muchos son llamados, pero pocos acuden. Y entonces, dadas las circunstancias, ella debía decir algo, porque los recién casados eran, por así decirlo, sus propios hijos; habían servido en su casa tan lealmente —el novio nada menos que durante dieciocho años—, que ella no podía permitir que comenzasen a recorrer el sagrado sendero de su vida sin unas pocas palabras de aliento y exhortación. Lamentaba tener que decir que era en ella una pasión innata la de no perder jamás la oportunidad de alabar la nobleza de la vida del campesino. Es cierto que ella misma había nacido en una ciudad, pero la Providencia quiso que fuese la esposa de un agricultor, y por cierto que jamás lo lamentó, porque la naturaleza era la más elevada creación de Dios y la vida vivida en el seno de la naturaleza era la vida perfecta. En comparación con ella, cualquier otra vida era otro tanto de espuma y humo.

—La gente de las ciudades —dijo— no tiene idea de la paz que concede Madre Natura, y, mientras no se consigue esa paz, el espíritu debe tratar de aplacar su sed con novedades efímeras. ¿Y qué es más natural que el que la afiebrada búsqueda de placeres de los ciudadanos dé forma a un tipo de personas de carácter inestable, atolondrado, que piensan solamente en su aspecto personal y en su vestimenta y encuentran consuelo momentáneo en modas tontas y en otras tantas indignas innovaciones? El campesino, en cambio, se encamina a los verdes prados, rodeado de una atmósfera clara y pura, y, mientras la inspira, una energía desconocida le fluye por los miembros, vigorizándole cuerpo y alma. Esa calma que reina en la naturaleza le llena la mente de paz y sosiego; el brillante césped verde que pisan sus pies despierta en él un sentimiento de belleza, casi de reverencia. En la fragancia que llega tan dulcemente a su nariz, en la quietud que se esparce tan bienaventuradamente en su derredor, hay consuelo y descanso. Las laderas de las colinas, las cañadas, los saltos de agua y las montañas son todos amigos de su niñez y jamás son olvidados. Constituyen un espectáculo grandioso e inspirador, en verdad, algunas de nuestras montañas. Pocas cosas pueden haber tenido una influencia tan honda y perdurable en nuestros corazones como sus contornos puros y dignos. Ellas dan abrigo a los que no tienen nuestra estatura ni nuestra fuerza. ¿Dónde —preguntó la poetisa— puede encontrarse un deleite tan generoso como en estos tranquilos y floridos claros montañeses, donde las flores, esos ojos de los ángeles, si puedo así decirlo, señalan hacia el cielo y nos piden que nos hinquemos en reverencia al Todopoderoso, a la belleza, a la sabiduría y al amor? Sí, ciertamente todas estas influencias son enormes en su potencia, y de largo alcance en su extensión. —La Señora consideraba que no era cosa insignificante vivir la vida sometido a esas fuerzas.

—En la Edad Media se creía caballeresco proteger a los desvalidos —continuó—. ¿Por qué no habría de seguir pensándose así? —Definía como desvalidos a los que son más débiles que nosotros, que necesitan cobijarse bajo nuestras alas protectoras—. Y cuando digo estas palabras, las acompañan, con muchos y sinceros agradecimientos a ti, Bjartur, nuestras ovejas de Útirauðsmyri. Fue un grande y elevado papel el que tú desempeñaste en la finca como pastor. «Ama al pastor como a tu propia sangre», dice el antiguo verso.

«El pastor se levanta temprano y sale al frío para visitar a los torpes animalitos en sus establos. Pero no retrocede —dijo—. La ráfaga helada le endurece y le templa los nervios. Siente en su interior una fuerza que no conocía anteriormente. El talante heroico se despierta en él en su lucha contra la tormenta, en tanto que las raíces de su corazón se caldean con el pensamiento de que sus esfuerzos se hacen para ayudar a los indefensos. Tal es la belleza de la vida del campesino. Y es la más grande institución educacional de nuestra nación. Y nuestra cultura rural es transportada sobre los hombros de nuestros campesinos. Una sabia prudencia está entronizada junto a ellos en su asiento de honor, perpetua fuente de bendiciones para la tierra y su gente».

La poetisa leyó su discurso con convicción y ardor, a lo que se agregaba el calor que reinaba en la tienda; el sudor abandonó la amplia frente y descendió en chorros por las lozanas mejillas. Extrayendo un pañuelo se secó el rostro. Luego continuó:

—No sé si conocéis las creencias religiosas de los persas.

«Esta raza creía que el dios de la luz y el dios de la oscuridad libraban eterna lucha y que el papel del hombre era ayudar al dios de la luz en su combate, arando los campos y mejorando las tierras. Esto es precisamente lo que hacen los campesinos. Ayudan a Dios, si se me permite decirlo; trabajan con Dios en el cultivo de las plantas, el cuidado del ganado y de sus propios congéneres. No existe aquí, en la tierra, actividad alguna de más alta nobleza. Por ello dirijo estas palabras a todos los agricultores, pero primero y principalmente a nuestro novio de hoy: Vosotros, hijos de la tierra, cuyos afanes son interminables y vuestros descansos pocos, sabed, os lo ruego, de lo excelso de vuestra vocación. La agricultura es trabajo en cooperación con el propio Creador y en vosotros Él se place grandemente».

«Y no olvidéis que es Él quien da los frutos».

«Y ahora —dijo la Señora— me agradaría dirigir unas palabras especialmente a Rosa, esa muchacha bien educada y sobria de Nióurkot, aquí presente, a quien todos hemos aprendido a querer tanto y estimar tan profundamente durante los dos años en que nos ayudó en Útirauðsmyri… nuestra novia de hoy, la futura ama de la Casa Estival».

«No es cosa fácil ser ama de una casa, no es fácil saber que el destino de una es llevar a cabo la función más encumbrada que existe».

«No dudo de que muchas mujeres pensarán que es una tarea imposible la de hacer de su hogar algo que, adondequiera que se dirija la mirada, sea como una radiante sonrisa; de investigar todo lo que hay dentro de él con tal tranquilidad y felicidad que desaparezcan el odio y la amargura y que todos se sientan en condiciones de superar el más grande de los obstáculos; de hacer que todos tengan la sensación de ser libres, puros y valientes, y tornarles conscientes de su afinidad con Dios y el Amor. La verdad es que esto resulta ciertamente difícil y desconcertante. Pero ésa es tu tarea, ama de casa; la tarea que el propio Dios te ha designado para desempeñar. Y tú tienes la fuerza necesaria para ello, aunque no lo sepas. Eres capaz de cumplirla, con sólo que no pierdas la fe en el amor que tienes en tu interior. No sólo la mujer cuya buena suerte le permite hollar los senderos más soleados de la vida y que ha recibido los beneficios de una buena educación, sino también la que ha tenido poca instrucción y vive en la parte más umbrosa de la vida, en una casita pequeña y con muy poco que elegir; también en ésta reside esa potencia, porque todas tenéis la misma alta cuna: todas vosotras sois hijas de Dios. La fuerza de una mujer cuyo hogar resplandece con el fulgor de la dicha terrenal es tal que torna iguales a la cabaña de techo bajo y la mansión de alta estructura. Iguales en luminosidad. Iguales en calor. Esa fuerza es el verdadero igualitarismo».

«Recuerda, Rosa, que cada día haces más veloces las olas que ondulan hasta llegar a los mismos confines de la existencia; tú agitas esas ondas que se quiebran en las playas de la eternidad. Y es sumamente importante saber si serán olas de luminosidad, portadoras de luz y fragancia a todos los ámbitos, o si serán olas de melancolía, si llevarán infortunio y desgracia para liberar glaciares aprisionados que crearían una Era Glacial en el corazón nacional».

«Considera el amor en su forma perfecta, en su sacrificio incondicional, en su afinidad hacia todo lo que es elevado y magnánimo en el alma del hombre. Considera la fuerza que opone a todo lo malo e impuro. Ten en cuenta la potencia del amor, y cómo la choza se transforma por él en palacio, cómo el gélido invierno se torna radiante estío, cómo la pobreza misma se convierte en un verdadero lecho de rosas».

La pareja nupcial y los invitados escucharon esta oración en silencio perfecto, sólo interrumpido por el gorjeo, afuera, de los pájaros del verano, el zumbido de dos moscardones que bordoneaban en torno a la parte superior del poste de la tienda y los ronquidos de las narices obstruidas por el rapé. Y nadie se atrevió a sonarse la nariz antes de que la poetisa se sentara. Algunas de las mujeres comentaron el discurso en murmullos admirativos. Luego reinó nuevamente el silencio. Los invitados permanecían sentados, mirando con expresión vacua hacia delante, pesados por el calor y torpes de tanto café ingerido, hipnotizados por el rebrillo de las paredes de lona que relucían al sol y por el zumbido de los moscardones.

Por fin el silencio fue roto una vez más. Hrollaugur de Keldur, un anciano granjero de enorme nariz y barba gris, dijo, sin motivo aparente, volviéndose hacia Bjartur:

—Los animales de Myri, ¿han mostrado señales de modorra esta primavera, Bjartur?

Esta pregunta oportuna despertó a los concurrentes del letargo y la apatía, devolviéndoles nuevamente un interés por la vida. Los hombres detallaron concienzudamente todos los casos de modorra que ocurrieron en la región durante la primavera y expresaron algunas observaciones algo menos que corteses en punto a las lombrices solitarias. Todos quedaron de acuerdo en que la purga de los perros había sido una lamentable chapuza durante los últimos dos años, estado de cosas por el que algunos se sentían con inclinación a culpar al rey del rodeo y escribiente de la parroquia, un hombre que había conseguido introducirse en el puesto de sanador de perros por recomendación del cura.

—Yo, por mi parte, he decidido que limpiaré a mi perro, este otoño, por mi propia cuenta —declaró el novio.

Se opinó únicamente que un perro sano era una de las cosas esenciales de la vida y que resultaba escandalosa la forma en que algunas personas se mostraban descuidadas con los quistes, incluso en buenas granjas.

—Si la gente supiese cómo cuidar correctamente un quiste —dijo Pórður de Gilteig, a quien la experiencia había proporcionado sabiduría—, entonces no habría nada que temer. Pero, se trate de un quiste o de un ser humano (lo mismo da), el descuido es la raíz de la mayor parte de las desdichas. Y si la gente supiese que cuando cuida un quiste lo principal es saber hacerlo correctamente, entonces los perros estarían bien y no habría nada que temer. Un individuo no tiene que culpar a nadie más que a sí mismo.

El tema fue discutido desde todos los ángulos posibles y varias personas aportaron sus opiniones. Einar de Undirhlíð expresó su falta de fe en las preocupaciones humanas, en primer lugar porque el mundo corría hacia la calamidad y la destrucción y, como nuestros propios tiempos lo demostraban claramente, ni las medicinas ni los médicos ni ciencia alguna podía apartarlo ni un centímetro de su curso; en segundo lugar, porque los perros eran siempre perros, los quistes eran siempre quistes y las ovejas, ovejas. Ólafur de Ystadalur se negó a aceptar esta afirmación, sosteniendo que las lombrices solitarias de los perros y la modorra de las ovejas y la enfermedad hidatídica de los seres humanos no hacían más que demostrar que la medicina para perros no partía de principios científicos.

—Porque —dijo— cualquiera puede ver que, si la medicina fuese científica, los perros jamás se constiparían.