En un pequeño otero de los marjales se yerguen las ruinas de una vieja casa de pegujalero.
Este otero es, quizá, sólo en cierto sentido la obra de la naturaleza; quizás es, mucho más, la obra de campesinos muertos hace tiempo, que construyeron sus hogares allí, en la herbosa orilla del arroyo, generación tras generación, unos sobre las ruinas de los otros. Pero hace ya más de cien años que es un redil para corderos; aquí las ovejas y sus corderos han balado durante más de cien primaveras. Desde el redil y su loma, principalmente hacia el sur, se extienden amplias extensiones de aguazales, salpicados aquí y allá de islotes de brezos, y un riachuelo baja de la montaña de Rauðsmýri hacia el marjal; otro, desde el lago del este, atraviesa los valles de los pantanos orientales. Al norte de la loma se yergue una empinada montaña, con las laderas inferiores cubiertas de cicatrices de deslizamientos de tierra y con las lenguas entre una y otra herida cubiertas de brezos. Los despeñaderos se elevan desde los desprendimientos en escarpados encastillamientos y en un lugar, sobre el aprisco, la montaña es hendida por un barranco en el basalto; desde el barranco cae en primavera una cascada, larga y delgada. A veces sopla el viento del sur, de tal modo que la cascada cae hacia el otro lado. Al pie de la montaña hay peñascos, esparcidos aquí y allá. Este aprisco, donde otrora estuvo la casa de Albogastaðir del Páramo, es conocido desde hace generaciones con el nombre de Casa Invernal.
Un pequeño arroyuelo corre ante el redil, describe un semicírculo en torno al prado que está frente a la casa, claro y frío, y sus aguas nunca se agotan. En verano los rayos del sol jugueteaban en su alegre corriente y las ovejas, acostadas junto a la orilla, mastican y estiran una pata en el césped. En esos días el cielo está azul. El sol reluce, luminoso, en el lago y sobre sus cisnes y en la tersa corriente del río truchero que atraviesan los pantanos. Brezales y aguazales zumban en gozosa canción.
Las montañas y los altos páramos cercan el valle por todos los costados. Al oeste hay una cordillera angosta, y la primera granja que hay detrás se llama Útirauðsmyri, Rauðsmýri o, simplemente, Myri, sede del alcalde pedáneo, jefe de la parroquia. Este valle en el páramo ha formado parte, hasta ahora, de sus posesiones. Extensas tierras, intensamente cultivadas, se abren más allá de Myri. El espeso brezal del este, por el cual pasa la carretera que comunica con la ciudad del mercado, en el fiordo, es una travesía para la cual se considera que son necesarias cinco horas de marcha con caballos de carga. Al sur los bajos páramos ondulados se yerguen gradualmente en altura hasta que las Montañas Azules cierran el horizonte, fundiéndose en el cielo, aparentemente en piadosa meditación, y muy pocas veces desprovistas de nieve antes del día de San Juan Bautista. ¿Y qué hay más allá de las Montañas Azules? Sólo los desiertos de la tierra.
Y las brisas primaverales soplan en el valle.
Y cuando las brisas primaverales soplan en el valle, cuando el sol del estío brilla sobre las hierbas marchitas del año pasado, que cubren las orillas del río, y sobre los dos cisnes blancos del lago y hace surgir con sus halagos la hierba nueva del suelo esponjoso de los pantanos… ¿quién podría creer que en días así ese valle pacífico, herboso, estuviera meditando en la historia de nuestro pasado y en sus espectros? La gente cabalga junto al río, a lo largo de orillas junto a las cuales, lado a lado, hay muchos senderos abiertos uno a uno, siglo tras siglo, por los caballos de otrora… y las frescas brisas soplan por el valle, a la luz del sol. En días como ésos el sol es más fuerte que el pasado.
Una nueva generación olvida los espectros que pueden haber atormentado a las antiguas.
¿Cuántas veces fue destruida por los espectros la casa de Albogastaðir del Páramo? ¿Y cuántas veces fue reconstruida, a pesar de los espectros? Siglo tras siglo, el trabajador solitario abandona los caseríos para probar fortuna en esta loma, entre el lago y la grieta de la montaña, decidido a desafiar a los poderes malignos que tienen esclavizada su tierra y ansían su sangre y la médula de sus huesos. El pegujalero eleva su canto generación tras generación, despreciando a las potencias que reclaman sus miembros y tratan de regir su destino hasta el día de su muerte. La historia de los siglos de este valle es la historia de un hombre independiente que lucha con las manos desnudas contra un espectro que cambia constantemente de nombre. En ocasiones el espectro es un espíritu semidivino que ha lanzado una maldición sobre su tierra. Otras veces le rompe los huesos bajo la apariencia de una norna. En ocasiones le destruye el pegujal, bajo la forma de un monstruo. Y sin embargo, siempre, por toda la eternidad, es el mismo espectro que ataca al mismo hombre, siglo tras siglo.
—No —dijo este hombre desafiante.
Era el que se dirigía a Albogastaðir del Páramo un siglo y medio después que el pegujal fuera destruido por última vez. Cuando pasó ante el túmulo de Gunnvór, en la montaña, escupió y gruñó vengativamente:
—Maldita sea la piedra que logres conseguir de mí, perra vieja —y se negó a darle una piedra.
Sus movimientos eran una respuesta a la brisa, su porte estaba en perfecta armonía con la tierra irregular que pisaba. Una perra amarilla le seguía, una perra de campesino, de hocico delgado, llena de piojos, porque a menudo se arrojaba al suelo y se mordía apasionadamente, rodando una y otra vez sobre las hierbas con ese gañido extraño y peculiar de los perros piojosos. Estaba necesitada de vitaminas, porque de tanto en tanto se detenía a comer hierba. Era igualmente evidente que tenía gusanos. Y el hombre volvía el rostro al fresco primaveral. El sol brillaba sobre las ondulantes crines de los caballos de antaño y en el viento había tamborileos de cascos antiguos; eran los caballos del pasado galopando por los caminos de herradura junto al río, siglo tras siglo, generación tras generación. Y los senderos todavía eran transitados… Y ahora él, el novísimo terrateniente, un colono islandés de decimotercera generación, la hollaba, impávido como siempre, con su perra. Deteniéndose en el camino de los siglos, recorrió con la mirada el valle bañado en el sol de la primavera.
En cuanto se detuvo, la perra se acercó a él, zalamera. Metió el afilado hocico entre las duras zarpas del hombre, dejándolo allí y meneando la cola y todo el cuerpo; el hombre contempló filosóficamente al animal por unos instantes, saboreando, en la sumisión de su perra, la conciencia de su propia fuerza, el arrobo de la autoridad, y participando, por un segundo, del más elevado sueño de la naturaleza humana, como el general que revista sus tropas y sabe que con una sola palabra puede lanzarlas al ataque. Unos momentos transcurrieron así, y ahora el animal estaba sentado sobre el césped marchito, en la orilla, ante él, contemplándole con ojos interrogantes. Y él respondió:
—Sí, cualquier cosa que un hombre busque, la encontrará… en su perro.
Continuó analizando el tema mientras abandonaba el sendero y atravesaba el páramo en dirección al prado que rodeaba la casa; lo repitió en distintas formas: «Lo que un perro busca, lo encontrará un hombre». «Buscad y encontraréis». Inclinándose, palpó la hierba primaveral con sus gruesos dedos y midió su largo, luego arrancó algunas briznas en un trozo de terreno pantanoso y, después de limpiarlas de fango en sus pantalones, se las llevó a la boca como una oveja. Y pensando mientras masticaba, comenzó a pensar como una oveja. El gusto era amargo, pero no escupió; hizo chasquear los labios y saboreó el gusto a raíz de la hierba. «Esto ha salvado muchas vidas después de un largo invierno y poco heno», se dijo. «Hay en esto una especie de miel, aunque sabe fuerte. Es esta joven hierba de pantano la que da nueva vida a las ovejas en primavera, ¿sabes? Y las ovejas proporcionan nueva vida al hombre en otoño». Y continuó hablando de las hierbas de pantano y mezclándolo todo con filosofía y ejecutando variaciones sobre el tema hasta que llegó al prado de la granja.
De pie en el punto más alto del otero, como un explorador vikingo que ha encontrado su campamento en las alturas, miró en torno y vio agua, primero hacia el norte, en dirección a las montañas; luego al este, hacia las zonas pantanosas y el lago y el río, que fluía suavemente desde el lago hacia los marjales; luego hacia los páramos del sur, donde las Montañas Azules, todavía cubiertas de nieve, cerraban, meditabundas, el horizonte. Y el sol ardía desde un cielo sin nubes.
No lejos de donde él se hallaba, dos ovejas de Rauðsmýri segaban el verde del campo y, aunque eran las ovejas de su amo, las alejó y por primera vez quitó estorbos de su campo.
—Ahora esta tierra es mía —dijo.
Y entonces pareció como si algún recelo hiciese presa en él; quizá la tierra no estaba completamente pagada. En lugar de permitir que la perra persiguiese a las ovejas, la llamó. Y continuó inspeccionando el mundo desde su cercado, el mundo que acababa de comprar. El verano se elevaba en esos momentos sobre ese mundo.
Y fue por eso por lo que dijo a la perra:
—Casa Invernal no es un nombre para una granja como ésta, no. Y en cuanto a Albogastaðir del Páramo… tampoco es un nombre para ella. No es más que una de esas reliquias del viejo Papado. Maldito sea si adopto en mi granja nombres que están ligados a espectros del pasado. Fui bautizado Bjartur, que significa «brillante». De modo que la granja se llamará Casa Estival.
Y Bjartur de la Casa Estival se paseó por su propio prado, inspeccionando las ruinas invadidas por las hierbas, estudiando la obra de sillería de las paredes del redil y derribando y volviendo a construir, en su imaginación, el mismo tipo de casa en la que nació y se crió, al otro lado de los brezales de este.
—El tamaño no lo es todo, por cierto —dijo en voz alta a la perra, como si tuviera sospechas de que el animal abrigaba ideas demasiado elevadas—. Puedes creerme, la libertad es más importante que la altura de un cabrio. Yo tengo motivos para saberlo; la mía me costó dieciocho años de esclavitud. El hombre que vive de su propia tierra es un hombre independiente. Es su propio amo. Si logro mantener vivas mis ovejas durante el invierno y pagar todos los años lo convenido… entonces pago lo convenido y he mantenido vivas mis ovejas. No, es la libertad lo que todos buscamos, Titla. El que paga todo lo que necesita es un rey. El que mantiene vivas sus ovejas durante el invierno, vive en un palacio.
Y cuando la perra oyó estas palabras, se alegró a su vez. Y ya no había más nubes. Corrió en círculo alrededor de él, ladrando frívolamente. Luego se precipitó hacia él, con el hocico pegado al suelo como si estuviese a punto de atacarle. Y al instante siguiente se había alejado nuevamente de un salto y describía otro círculo.
—Pues bien —dijo él con sobriedad—, nada de tonterías aquí. ¿Me ves a mi correr en círculos y ladrar? ¿Me acuesto con la nariz en el suelo y la bufonería en los ojos, para saltar sobre la gente? No, mi independencia me ha costado mucho más que eso: dieciocho años trabajando para el alcalde de Rauðsmýri y la Poetisa e Ingólfur Arnarson Jónsson, a quien se dice que ahora han enviado a Dinamarca. ¿Te parece que era por simple diversión por lo que solía ir a registrar las montañas del sur, en busca de los animales que se les habían extraviado, y con el invierno ya avanzado? No. Y me he hundido en la nieve. Y no puedo agradecerles a ellos, benditos sean, el que haya salido con vida a la mañana siguiente.
Ante este recordatorio la alegría de la perra menguó considerablemente y se sentó y comenzó a mordisquearse.
—Y nadie podrá decir jamás que mezquiné mis energías en su servicio; y, lo que es más, pagué la primera cuota de la granja la mañana de Pascua, como se estipuló. Y tengo veinticinco ovejas esquiladas y preñadas; muchos hay que comenzaron con menos y muchos también que fueron esclavos toda su vida y jamás fueron dueños siquiera de una estaca. Ahí tienes a mi padre, por ejemplo. Vivió hasta los ochenta y jamás consiguió pagar el mísero préstamo por enfermedad que la parroquia le adelantó cuando no era más que un jovencito.
La perra le contempló con escepticismo por unos instantes, como si verdaderamente no creyese en lo que le decía. Tuvo la tentación de ladrar, pero decidió no hacerlo y solamente abrió las mandíbulas en un prolongado bostezo, como interrogando.
—No, no supuse que me entenderías —dijo Bjartur—. Los perros sois en verdad pobres cosas, aunque, en general, pienso que los seres humanos tenemos mucho menos de qué jactarnos. Sin embargo, las cosas nos habrán ido peor de lo que creo si mi Rosa no tiene otra cosa que ofrecer a su gente la víspera de Navidad que los huesos de un caballo viejo, después de veintitrés años de hacer de ama de casa, a pesar de que a la poetisa de Rauðsmýri eso le pareció, el año pasado, el proceder correcto. —La perra se mordía nuevamente con encono—. Sí, no es extraño que su perra ovejera esté piojosa y coma hierba, cuando su ama de llaves no ha logrado ver en veinte años la llave de la alacena. ¡Y buena historia contarían los caballos que deja al raso en invierno, si pudieran hablar, pobres animales! Todos estos años han sido de constante martirio para ellos, y probablemente será mejor para algunas personas que las ovejas no tengan sitio en el tribunal del juicio final, pobrecitos.
El arroyo de la granja bajaba de la montaña en línea recta y luego giraba hacia el oeste para descender a los marjales. Tenía en su curso dos saltos, como hasta la rodilla de un hombre de altos, y dos estanques, como hasta la rodilla de un hombre de profundos. En el lecho había guijarros, cascajo y arena. Cada curva poseía su propio tono, pero ninguna de ellas era triste. El arroyo era alegre y cantarino como la juventud, pero cantaba en varias cuerdas y ejecutaba su música sin pensar en auditorio alguno, sin importarle si nadie la escuchaba durante cien años, como un verdadero poeta. El hombre lo examinó todo atentamente. Se detuvo ante el salto superior y dijo:
—Aquí podrá lavar ella los calcetines y demás. —Junto a la caída inferior dijo—: Aquí podremos poner a remojar el pescado salado. —La perra agachó la cabeza hasta el agua y la lengüeteó. El hombre también se acostó de bruces en la orilla y bebió, y un poco de agua se le metió en la nariz—. Es agua de primera —dijo Bjartur de la Casa Estival, mirando al perro mientras se limpiaba la nariz con la manga—. Casi podría creer que ha sido consagrada.
Probablemente se le ocurrió que con esta observación estaba revelando una grieta de su armadura a los desconocidos poderes del mal que, según creía el pueblo, infestaban el valle, porque de pronto se volvió en la brisa primaveral, se volvió en círculo completo y gritó en todas direcciones:
—Y no es que tenga importancia; el agua puede no estar consagrada, por lo que a mí me importa. No te temo, Gunnvór. Muy mal te irá si te opones a mi buena suerte, vieja bruja, porque los espectros jamás me arredraron hasta ahora. —Apretó los puños y, con ojos encendidos, miró la hendidura de la montaña, la cordillera del oeste y el lago, mascullando todavía palabras de desafío, entre dientes, al estilo de las sagas—. ¡No me arredrarán!
La perra pegó un brinco y, corriendo locamente hacia las ovejas que estaban al pie del otero, comenzó a morderles rencorosamente las corvas, porque creía que el hombre estaba enojado. Pero él estaba solamente henchido del espíritu moderno, y decidido a ser un hombre libre en su propia tierra, con la misma independencia de las generaciones que habitaron allí antes que él.
—¡Kólumkilli! —exclamó con una carcajada de desprecio, después de llamar a la perra—. ¡Qué cuento! ¡Con qué tonterías permitían estas viejas que les llenaran la cabeza!